domingo, 27 de diciembre de 2015

PRELUDIO HACIA EL INFINITO

            Parece que fue ayer, intento engañarme porque no sólo lo parece, lo fue. Sé que llovía porque ahora, todavía, los árboles continúan goteando. Pero lo de ahora son lágrimas porque no entienden por qué ha pasado un año y no ha pasado nada. Y he puesto árboles pero estoy hablando de personas, de ti, de mí, y de todos los que, como con cada proximidad del fin de año, hacemos balance y nos fijamos nuevos propósitos.
            Porque hace mucho tiempo que todo se repite aunque nos empeñemos en que parezca nuevo. Tenemos la sensación de que el mundo cambia muy deprisa pero no lo hace, porque el mundo no es lo material, lo sólo perceptible; el mundo somos nosotros, que estamos capacitados para llegar incluso más allá de la realidad, pero seguimos obsesionados en repetir materialidades aunque con diferentes elementos y no dejamos de conseguir los mismos resultados. Han cambiado las guerras pero las sigue habiendo. Gobiernan otros pero lo hacen igual y para los mismos. Continúan los desfavorecidos aunque se repartan de otra manera. Del medio ambiente ya sólo nos queda un cuarto. Seguimos creyendo en una sociedad mejor pero somos incapaces de trabajar unidos para conseguirla. Y porque de las dos cámaras que incorporan los nuevos teléfonos sólo nos interesa la frontal, sin darnos cuenta de que lo importante se encuentra al otro lado.      
            Pero hoy, mi mejor amigo, el que duerme si yo lo hago, el que se sacrifica sin hacerlo cuando yo no puedo, al que no necesito contarle porque con mirarme ya lo sabe. Él, que no pide pero entregando se gana el cariño. Ese enano peludo con el que tengo que esforzarme para que conviva en esta sociedad de humanos porque a mí también me cuesta. Hoy, como un día más, como lo viene haciendo sin necesidad de contar el paso de los dos años largos que lleva educándome, ha vuelto a insistir en que cada día sólo es la ampliación del anterior, que no se trata de mirar el calendario para demostrar que los propósitos son un ejercicio continuo, vitalicio; porque para los que son como él, todos los días son Navidad, Año Nuevo o ninguno de los dos, simplemente son días que se nos conceden y cualquiera es válido para decidir que es suficiente con perseverar.
            Bajamos a la playa y me mira, conozco esa mirada que me dice: observa y aprende. Porque hoy hace sol pero podría llover, porque el calor es anómalo para la época pero aun bajo cero el objetivo sería el mismo. Corre hacia esos amigos con los que habitualmente se encuentra y comparte, por momentos de uno en uno, en ocasiones forman grupo y al gruñón lo saludan de lejos pero sin rencor, porque al pobre le dan mala vida y todos se compadecen. Hoy hay colegas nuevos, desconocidos que habrán llegado con las vacaciones, más oportunidades para incluir en ese círculo que nunca aceptarán cerrar, porque aunque todos sean diferentes, ellos se empeñan en sentirse iguales, y les funciona.
            Observo y comprendo que lo demás es accesorio, lejanamente secundario. Detalles, pequeños caprichos, chucherías que cada día inventamos o hacemos evolucionar para sentirnos fingidamente vivos: Terminar ese curso que quedó pendiente aunque ya se desfasó; una nueva maquinita mejor que la del vecino; bajar esos kilos de más o dedicarse a recuperar los que se llevaron las noches sin dormir; abrir un mapa y decir aquí mientras con los ojos cerrados colocamos el dedo; revisar el plan de jubilación porque desde que nos lo vendieron la letra pequeña se ha hecho grande y a los números les faltan algunos ceros…
            Y entiendo que todo es mucho más sencillo y de tanto tenerlo delante se nos escapan las intenciones. Los días son días, sin más, se llamen como se llamen. Y para este cambio de año no voy a hacer nuevos propósitos ni fijarme metas ¿qué va a cambiar una hoja de calendario? No hacen falta nuevas voluntades, porque el proyecto ya comenzó cuando nacimos y consiste en seguir creciendo sin pautarnos, sin olvidar que lo importante es tender la mano, para dar, recibir y compartir. Y como lo ha sido válido hasta ahora no va a cambiar con números nuevos.
            Todo lo demás es provisional, accidentes que a veces se curan.
            Los buenos deseos se agradecen por cortesía, pero este año yo me voy a abstener. A los que os quiero y me conocéis ya os los dedico a diario y sin necesidad de fecha señalada con uvas y campanadas. Al fin y al cabo, del 31 de diciembre al primero de enero sólo hay un día, un día más y todo sigue, porque las personas no cambiamos ni evolucionamos de repente, pasando de hoja. Como mucho, y ya sería bastante, deberíamos ser menos pretenciosos y conformarnos con invertir en humanizar nuestro pequeño entorno, pero esa es una tarea en la que nos tendríamos que haber comprometido hace tiempo, e insistir aunque a menudo nos falle. Por eso, por todas las veces en las que no he dado la talla y por las más que seguiré cometiendo el mismo error, tendedme vuestra mano y que estas palabras no se las lleven mis vientos porque para eso las dejo escritas, y concededme el perdón por esa autosuficiencia que en ocasiones se me escapa. Como un día más y hasta que el infinito nos permita no seguir fracasando tantos años como nuestra especie aparenta.

Oscar da Cunha

Un día como otro cualquiera.


* "En el desprecio de la ambición se encuentra uno de los principios esenciales de la felicidad sobre la tierra."  François Marie Arouet (Voltaire).

* "Hay un libro abierto siempre para todos los ojos: la naturaleza." Jean Jacques Rousseau.

viernes, 11 de diciembre de 2015

CUENTO DE NAVIDAD

            El frío no impide, quizás empuje a la gente a recorrer las calles. Tal vez sea la causa de que se llenen, buscando las puertas de los establecimientos comerciales, de las cafeterías donde reencontrarse, donde renovar el abrazo personal que desde el año anterior se ha pretendido en cientos de mensajes de teléfono y emails. Acaso sea el frío quien ha ocasionado el atasco en esa travesía estrecha, ¡no, esta vez no ha sido el frío! El hombre de la bufanda de cuadros escoceses no acierta a meter el pino dentro de su coche, aun así nadie protesta con sus bocinas. Y a la señora del abrigo negro se le ha caído un paquete, no se ha dado cuenta porque es el más pequeño, pero el más valioso; no ha resultado el más caro, el esfuerzo ha consistido en encontrar lo que a él le gustara, y se conforma con tan poco, ¡qué difícil resulta escoger para el que sólo espera cariño! Nadie aprovecha la confusión para robarlo, y un joven con los vaqueros llenos de cadenas y la cara de piercings se agacha, la sigue, la aborda.
            —Perdone, señora, esto es suyo.
            Pese al frío, desde el interior de la pastelería alcanza la calle "Last Christmas" de Wham, y una pareja baila mientras la gente sonríe; dos ancianos los contemplan con nostalgia, se miran y se dedican un beso de cómplice recuerdo. Las esquinas están preparadas para regalar sorpresas, encuentros inesperados que hacen olvidar el tiempo que pasó. Al viejo del violín se le añade un joven con contrabajo y un tercero con acordeón, los últimos no ponen la gorra en el suelo, sólo pretenden compartir la mirada brillante del abuelo que sueña en Budapest. Los móviles suenan más de lo habitual y no son horas de trabajo, lo dicen los árboles que se han vestido de luces doradas, rojas, azules…, Y una vez más a mí se me ha olvidado colocar la tarjeta de aparcamiento, será por el frío pero no me han puesto multa.

            Pero no, no es el frío, Dani está convencido de ello. Han vuelto, como otro año más, esas sensaciones que le impulsan a soñar con una madre que nunca llegó a conocer, porque por darle a él la vida ella la perdió. Al menos eso le escuchaba decir a su padre mientras lo veía naufragar dentro de botellas de licor barato, mientras lo lloraba empuñar la amargura, esa enfermedad de la desesperación, como excusa por haber perdido el trabajo, después la casa y finalmente la dignidad. Ha reaparecido la misma soledad que recuerda no entender bajo mantas y cartones, y cuando a su padre se le perdió la mirada una madrugada de cielo gris y él supo que acababa de dejar de verle.
            Pero no, tampoco es el frío quien le acerca el asustado recuerdo ante esa pareja elegante; ante ellos, ante quienes primero le perturbaba volver a decir papá y mamá y después le enseñaron a sentirlo. De esa excesiva casa donde enloquecía buscando el suyo entre los mil  rincones hasta comprender que todos eran para él. Y ese compromiso  del que no hace falta repetir para siempre pero que pronto entendió que significaba familia. No es en el frío donde se quedó retenido ese olor a humo y calle en la ropa, y el aliento con aroma a cubo de basura que todavía su memoria no ha olvidado ni está dispuesto a hacerlo jamás. Porque nació comprendiendo que la vida tiene arriba y abajo, y ambos destinos están separados por una escalera con peldaños muy resbaladizos.
            No, no es el frío quien ha empujado a Dani a buscar su regalo entre calles de colores, ese que este año él ha insistido en escoger a cambio del coche prometido por haber alcanzado esa barrera de la mayoría de edad, una barricada que ya atravesó con tan sólo la mitad. Camina sin mirar los escaparates, sin entrar a preguntar precios aunque será él quien tendrá que pagar la mitad. Callejea, obstinado, hasta encontrar la mejor recompensa, esa que se disfruta recibiendo menos para compartir más.
           

            Las calles se han vaciado, las luces continúan encendidas y Dani entra en casa. Sabe que es la suya porque lo pone en el corazón de quienes le abrieron definitivamente su puerta, y él aprendió muy temprano a leer corazones.
            —¿Ya has elegido tu regalo?
            —Sí, mamá. Está aquí, detrás mío.
            Se hace a un lado y un niño asoma con la mirada asustada, otro más como él mismo hace nueve años, porque la vida tiende hacia esa extravagancia de repartir duplicados. Siempre con olor a humo y calle en la ropa, y el aliento con aroma a cubo de basura.

            Pero no, no es el frío. Es otra cosa, y aunque a la nieve se la espere pero tal vez no llegue, se le llama Navidad y a veces funciona.


Oscar da Cunha
12 de diciembre de 2015

domingo, 6 de diciembre de 2015

EL CUARTO CABALLERO

            Yo no debería haber escrito este relato. Resucitar el pasado, mirar debajo de la sábana de mis fantasmas y convertirme en el delator de una serie de acontecimientos que confirman que detrás de toda realidad sigue habiendo más elementos que complementan la verdad. Porque hay ocasiones en las que traspasar la barrera de la ficción te devuelve a un duro encuentro con la evidencia.
            Porque son esos otros pequeños detalles, esas minúsculas fracciones de irrealidad que conviven con nosotros, las que, escondidas entre las más discretas esquinas de nuestro cada día, se asoman, en determinados momentos, advirtiéndonos de que quizá no deberíamos mirar más allá. Y aprender a conformarnos con lo más sencillo, eso que llamamos lo real, la vida, que a veces nos deslumbra con su belleza y nos conmueve por la delicadeza de cuanto la compone; pero otras, se comporta de manera violenta, cruel, y la amargura de sus arbitrarias decisiones nos agrede por su vehemencia.
            Pero nuestro mundo no está organizado en exclusiva con esos elementos que somos capaces de apreciar a simple vista. Tiene dos caras compuestas de luces y sombras, y dejarse atrapar por los melodiosos acordes del raciocinio resulta tan peligroso como aceptar esa estupidez a la que ninguno queremos renunciar. Porque si algo nos hizo humanos es el intento de llegar más allá y, como Teseo, conseguir encontrar al monstruo del laberinto sin darnos cuenta de que el verdadero monstruo es el propio laberinto al que nunca venceremos.

            Qué mentiroso es el tiempo porque esto acaba de suceder hace treinta y seis años. No sé en qué temporada estábamos pero yo sólo recuerdo un sol que ya ruborizaba el poniente, mientras le ponía la pata a mi moto frente al bar donde acostumbrábamos a reunirnos. Al entrar, cumplí el ritual de echar una moneda en la ranura de la rockola y pulsar mis dos botones ya amarilleados: K 7. "Un caballo sin nombre", de América. Una birra y a charlar con los colegas. Y las horas escapándose entre risas, mañana tengo examen y no he preparado la chuleta, y cómo se ha puesto de maciza la Amaia. Esas conversaciones que manteníamos mirándonos a los ojos y entrometiéndonos en el aliento del amigo. Reconozco que las actuales son más asépticas, pero el precio a pagar es conformarse con la foto del avatar del wassap y ser el más rápido con los dedos.
            Carlos llegó tarde, malditamente tarde; pero culparle al tiempo es tan inútil como darle cuerda a un reloj de sol. Yo ya me encontraba sentado sobre mi moto, a punto de darle la primera patada al pedal de arranque y con la hora poniéndole ojitos al bando enemigo. Malditamente tarde.
            —Déjame la moto un par de horas, tengo rollo con Amaia.
            Si había alguien capaz de conseguirlo era él, con su pelo ensortijado, ni rubio ni moreno, con un color que parecía haber sido prohibido después de que a él le fuera concedida la exclusiva. Su mirada azul asociada con la parte del cielo donde soñaban las chicas, y ese don de la palabra capaz de conseguir compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas. ¡Joder, a su lado los demás éramos vulgares aprendices!
            —Ya sabes que mis viejos no me dejan sacar la mía entre semana.
            —No puedo, Carlos, lo siento. Me conoces y siempre te la dejo, pero esta noche voy pillado de tiempo.
            Malditamente tarde, pero hoy todo me sabe a excusas.
            —Prueba con Chendo, él tiene su "caballo" aquí parado y ya renegó de los exámenes.
            —Prefiero la tuya, es como la mía y estoy más acostumbrado. La de Chendo es de monte y con esos tacos en las ruedas no me acostumbro…
            —¡Venga ya! Si has camelado a Amaia no te van a acojonar unas ruedas.
            Amanecía el siguiente día, pero no para todos. A las siete y media, en el punto de reunión habitual previo a decidir la excusa para faltar a clase, sólo se hablaba de él: "No estaba acostumbrado, patinó, y me cago en la puta naturaleza que colocó ese árbol en la curva donde se salió de la carretera"
            Chendo condenó los restos de su moto a pudrirse en el garaje familiar. Allí debe seguir, me consta. Yo me condené a no olvidar que ni un par de horas ni dos mil se cambian por la vida de un amigo.

            El viernes me abordó en la calle un joven vestido a lo pijo de hace treinta y seis años. Me llamó la atención porque hoy en día nadie tiene tanto estilo con tan poca edad. Pelo ensortijado, ni rubio ni moreno, con un color que parecía haber sido prohibido después de que a él le fuera concedida la exclusiva. Mirada azul asociada con la parte del cielo donde sueñan las chicas, y ese don de la palabra capaz de conseguir compromisos sin necesidad de embarcarse en promesas.
            —Déjame diez euros, son para un taxi. Esta vez me vuelvo a casa.
            —¡Carlos… ¿Tú? ¡Es imposible! —Pero no dudé en sacar el billete.
            Me lo devolvió con una sonrisa, aquella que todos intentábamos copiar frente al espejo, pero con la que sólo él consiguió negociar un acuerdo.
            —¿Imposible? Imposible es saber lo que va a suceder dentro de cinco minutos, imposible es olvidar lo ocurrido durante los cinco anteriores, y justo en el medio está ese incierto lugar donde tomamos las decisiones.
            —¿Por qué no iba Amaia contigo? Estabas solo en la moto, todos lo comentaron.
            —Porque yo tampoco estaba en la moto, te lo acabo de decir. Estaba justo en el medio, en ese incierto lugar donde se toman las decisiones.

            Me di la vuelta y me marché, porque no me parece justo escuchar las disculpas de un muerto.
            Porque aun a día de hoy, sigo pensando que el mejor territorio para la conciencia es el silencio.
            Porque hay historias de nuestra memoria que no se deberían publicar y tal vez ésta sea una de ellas.
            Y porque yo no debería haber escrito este relato, pero no he podido evitar hacerlo.

           
Oscar da Cunha

6 de diciembre de 2015

* Imagen: El Cuarto caballero. (Grabado de Gustave Doré)

jueves, 3 de diciembre de 2015

LA SONRISA DE LA MAGDALENA (ENTREVISTA AL AUTOR)

Os adjunto la entrevista que me ha realizado Bubok con motivo de la publicación de la 2ª Edición de La Sonrisa de la Magdalena:
Podéis encontrarla en el enlace original de la editorial:

O seguir leyendo.

Hablamos con Oscar da Cunha, coautor de Mi infierno eres tú, ganadora del I Concurso Bubok – La Factoría de ideas, que publica ahora una nueva edición de su primera novela, La sonrisa de la Magdalena, disponible en Bubok y cientos de plataformas más. ¿Quieres conocer más sobre el autor, la obra y el proceso creativo? No te pierdas la entrevista.

La sonrisa de la Magdalena es tu primera novela, ¿qué te movió a escribirla?
Creo que todos, a partir de cierta de edad, llevamos una historia dentro de nuestra memoria, y está formada por una amalgama compuesta por nuestras propias experiencias más la distorsión de la realidad que nos proporciona la imaginación. Intentar mezclar ambos elementos, lo que fue y lo que pudo ser, buscar las combinaciones entre qué y cómo has vivido, y enfrentarlas a cómo hubiera sido todo en circunstancias diferentes, recreándolas en personajes que me hubiera gustado que formaran parte de esa memoria, me pareció una idea fascinante. Siempre me ha gustado escribir, para pequeños círculos a los que he pertenecido, pequeñas narraciones que, partiendo de una realidad se apoyaran en la fantasía; y al revés, trabajar con mitos y utopías hasta que se cerrasen con una imagen real.
La decisión de construir un relato de largo recorrido, como es una novela (aunque la idea me rondaba desde hacía tiempo como un reto al que nunca me había enfrentado), se hizo firme una noche de fin de año, la famosa noche del milenio. Sentado con mi mujer sobre la playa de Isla Cristina (uno de los escenarios determinantes en la obra) y escuchando llegar desde el pueblo las últimas campanadas de siglo XX, se lo dije: tengo una historia que quiero contar, no sé si alguien la leerá o no, pero yo necesito escribirla, por lo menos contármela a mí mismo. Y me la empecé a contar.

¿Cómo resultó el proceso de escritura? ¿Qué recomendaciones darías a quien se enfrenta por primera vez a esta tarea?
Antes de comenzar el proceso de escritura propiamente dicho, tracé un esquema incial (siempre lo hago), en el que se reflejaran los escenarios, los personajes, la trama y las ideas principales que quería trasmitir. Creo que resulta básico antes de empezar a teclear, porque muchas veces la imaginación te usurpa la personalidad y es conveniente tener prefijados los objetivos a los que quieres llegar para mantener la coherencia a lo largo del relato. A partir de ahí y con las ideas preparadas, la escritura de “La Sonrisa de la Magdalena” fue un viaje en el que, y sin darme cuenta, me convertí más en espectador que en autor. Llegó un momento en el que los personajes dejaron de ser ficción, pasaron a convivir conmigo y sugerirme cosas que no estaban en el proyecto previo. Me convencieron y yo me limité a seguirles la corriente. (¿He hablado de un esquema inicial? Eso fue motivo de muchas discusiones entre los personajes y yo).
Para quienes sientan la necesidad de contar, de escribir una novela, les aconsejaría que antes se lo pensaran varias veces. Y si se lanzan, que lo hagan preparados para vivir dos vidas cada día. La real, la que te da de comer (como es mi caso), y la fantástica. En esta última tienes que acomodarte a la forma de pensar de cada uno de tus personajes, en su situación y sus circunstancias. Tienes que sacrificar lo que harías y cómo, pensando en lo que harían y cómo, ellos. Pero lo más importante del proceso es disfrutarlo, para eso te tienen que atraer los retos, estar dispuesto a sacrificar horas de ocio, de sueño, incluso robárselas a la propia familia. Y sobre todo escribir lo que te gustaría leer y cómo te gustaría hacerlo, nunca pensando en que puedas ser leído. Siempre habrá jueces que aplaudan o denosten tu trabajo. Como es imposible gustar a todo el mundo, por lo menos gústate a ti mismo.

En Mi infierno eres tú la escritura se llevó a cabo a dos manos. ¿Resulta muy diferente trabajar de esta manera?
Por supuesto que varía, aunque las premisas principales son las mismas, pero en ese caso hay un elemento, más aún que los propios personajes, que te sorprende. Es la otra «voz» que va componiendo el relato. Antes he citado que los personajes, llegado un momento, adquieren su propia identidad, ahora añadiría que son diferentes variaciones de tu propia personalidad y que las descubres cuando te desnudas escribiendo. Pero si a eso le añadimos que “al otro” le sucede lo mismo, la cosa se complica mucho. El trabajo de conseguir que todos esos elementos encajen resulta más complicado. Acompasarse, pero sin perder el carácter que cada autor pretende imprimir a sus fragmentos, no es nada fácil. Sobre todo cuando ambos escritores nos encontrábamos a muchos kilómetros de distancia, más aún cuando decidimos comenzar el proyecto sin conocernos personalmente. Sin saber si nos gustaría el talante, la forma de expresar que la otra parte iba componiendo o si terminaríamos tirándonos los folios a la cabeza. Pero he tenido la suerte, y esto no le pasa a todo el mundo, de coincidir con una gran mujer como es Milagros. Su enorme experiencia en muchos ámbitos de la vida ha conseguido acomodar debidamente a cada uno de sus personajes en su butaca, y eso me facilitaba a mí la tarea. Algunos me han preguntado si se pierde algo de libertad para expresarse, y no ha sido así. Desde el principio establecimos que cada uno se tirase a su piscina con todas las consecuencias. Yo sólo puedo añadir que Milagros me ha enriquecido con su saber hacer, con ella he sido un ladrón que ha procurado superarse observándola. Y ella me lo ha permitido.

Háblanos de los personajes y lugares de La sonrisa de la Magdalena. ¿Qué pueden esperar los lectores?
Ningún personaje es anodino, ni siquiera Telesio, ese chucho convertido en la voz de la conciencia del protagonista masculino, muchos lo buscan por la calle pero lamento darles un disgusto. Telesio existió en forma de perrita y yo tuve la suerte de conocerla, aunque no era mía pasó largas temporadas conmigo e inspiró al personaje, pero como les sucede a las grandes personas, sólo se murió, aunque siga entre nosotros. A cada personaje he intentado encajarlo en defectos o virtudes que son habituales, porque lo más habitual en esta vida suele ser la parte insólita que cada uno llevamos dentro, y todos conocemos individuos que hacen de su vida una novela, esos son los personajes de La sonrisa de la Magdalena. Cualquiera con quien nos cruzásemos por la calle podría ser Palas, Alba, Víctor…, se trata de convencerles para que se dejen conocer; eso he hecho con ellos. No encontraremos en ninguno particularidades que los diferencien de alguien a quien conozcamos o a nosotros mismos. Por ello a cada lector no le resulta extraño encontrar su propio hueco, su propia piel cubriendo la de algún actor del elenco. Y por los comentarios que ya he recibido, todos, en algún momento, parecen sentirse aludidos. Se trataba de implicar al lector.
Los escenarios, salvo alguna excepción, todos son reales. Para eso he tirado del disco duro de mi memoria. Son lugares que me han marcado por alguna razón, el paisaje o el paisanaje, lo que viví en ellos o lo que soñé, cómo los vi y cómo los imaginé. Quería encontrarme a gusto en cada pasaje de la novela y para ello, la fórmula ideal, la mejor manera de pensar como cada personaje, era situarme en ambientes que no me resultaran desconocidos. Evocar las sensaciones que experimenté cuando llegué a ellos por primera vez, e intentar que el lector los vea y los viva. Sé que he empujado a más de uno a conocer esos lugares, a buscar en ellos lo que sintieron cuando, leyendo la novela, se identificaron con algún personaje. Alguno se ha encontrado a sí mismo, y se ha llevado una alegría.

¿Por qué deberíamos leer La sonrisa de la Magdalena?
Porque no decepciona. Porque nos hace soñar y a la vez reflexionar. Porque está escrita de una manera sencilla que es la mejor forma de explicar lo complejos que somos los humanos. Podría seguir añadiendo muchos porqués, pero para mí el más importante es el que me trasmitieron cuantos leyeron la primera edición: «La empiezas y no puedes soltarla hasta el final». Algo tendrá, yo ya me la leído varias veces y me sigue gustando.
¡Ah! También hay quien me ha comentado que la tiene como libro de cabecera, pero quizá no sirva su ejemplo porque se trata de personas que me quieren bien.

¿Cómo ha resultado el proceso de edición y publicación con Bubok?
Perfecto. Ya tenía una primera experiencia gracias a Mi infierno eres tú y no lo dudé. Me habéis tendido la alfombra roja para hacer más confortables todos los pasos necesarios. En eso se nota la gran calidad del equipo que constituye Bubok. Y como en la novela cierro con un homenaje a Casablanca, no desaprovecharé esta entrevista para hacer lo mismo: «Creo que este es el comienzo de una hermosa amistad».

domingo, 29 de noviembre de 2015

A VECES…

            A veces todos tenemos algún día tonto. Días que no somos capaces de ver brillar el sol, aunque esté. En en los que nos molesta la lluvia porque pensamos que el cielo tiene menos derecho a llorar que nosotros; y el viento, con su arrogante sonido, es un enemigo que ha decidido llevarse la nostalgia que por unas horas nos pertenece. Suelen ser ocasiones en las que la balanza se inclina por esa parte de cuanto no hicimos y se olvida de que lo ya hecho no ha sido más que la sesión de entrenamiento de lo que aún nos queda por hacer. Son esos confusos días en los que no atinamos a comprender que los errores cometidos han sido la semilla necesaria sin la que no podríamos recoger el fruto de los aciertos que, aunque siendo escasos, se van convirtiendo en los pilares sobre los que deberíamos seguir construyendo la dignidad con la todos llegamos a este mundo.
            A veces, todos tenemos días en los que echamos la mirada hacia atrás para contemplar sólo las piedras que nos hicieron caer, sin fijarnos en las otras muchas que fuimos capaces de esquivar. En ambas estaba escrito nuestro nombre. Pero no necesitamos hacer inventario para saber que, si seguimos en el camino, por lo menos hubo equilibrio entre unas y otras.
            De nadie aprendemos a vivir durante esos días, entre otras cosas porque cada uno consideramos que nuestra vida es diferente, y las hogueras en que otros ardieron no guardaron llamas para nosotros. Y que nuestros demonios nos pertenecen, porque en el catálogo de donde los fuimos sacando en cada momento ponía: "modelo exclusivo". Y por eso nos convencemos de que el infierno parece habernos hecho un traje a medida.
            Pero sólo nos ocurre durante esos días tontos. Esos en los que la sensatez, la mirada y el oído se han quedado en el cajón de la mesilla de noche al levantarnos, y hasta para los que somos varones nos parece que nos acaba de bajar la regla. Porque Einstein tenía razón en sólo dudar de que el universo fuera infinito, y los que tenemos la suerte de compartir nuestra estupidez con amigos, nos damos cuenta de que la amistad se acerca a ese inmensidad con velocidad proporcional a los días tontos que intercambiamos.
            Y es por eso que en ocasiones temo que el más estúpido valor de la amistad no consista en consolar a los demás en sus malos momentos, sino en que utilicemos sus malos momentos para ser conscientes de lo que realmente nos une, nuestra fragilidad ante ellos. Aunque bien mirado, si de ese estúpido valor sacamos la conclusión de que no somos tan diferentes, me conformo con vivir acompañado por estúpidos iguales a mí. 
A veces…

Oscar da Cunha


29 de noviembre de 2015

jueves, 19 de noviembre de 2015

¡QUÉ COSAS!

            Que la vida es una hija de puta lo sabemos todos. Bueno, se libran los tontos y esa minoría que ha tenido la suerte de nacer con buena estrella, y por qué no admitirlo, acertaron sacándole brillo. Dejando las excepciones aparte, la mayor cabronada que se le puede hacer a una persona es haberla parido en este mundo, pero como me suele decir mi madre: "Ya lo siento, pero no conocía otro."
            Nada más nacer ya nos soplan un par de ostias con el único pretexto de comprobar si venimos preparados para llorar; a mí me cayeron cuatro, lo reconozco, andaba despistado.
            Después llegan los primeros pasos, esos que damos cogidos de esa mano, y que está esperando la oportunidad de soltarte para que vayas tomando nota de lo que duele cada caída, y que nunca te faltarán piedras a las que echarles la culpa (por si acaso no te las quitan, no sea que la metáfora se quede sin excusas).
            Te retiran los pañales y te vuelven a joder, porque ya hasta mear a gusto es motivo de envidia, y el puñetero mocoso tiene que aprender que la envidia mueve el mundo justo en la dirección contraria a la de las voluntades.
            Pasa el tiempo (otro cabrón), y te mandan a tu primera escuela. Un cuartel de desconocidos frustrados entre los que se supone que tienes que integrarte. Yo lo conseguí con muy pocos, los más raros, pero el tiempo les ha dado la razón. Hoy día están haciendo bolos en los fondos más bajos de países que han conseguido no aparecer en los mapas. A mí me faltó decisión, y a ellos, los muy… no les debí parecer lo suficientemente inteligente, y ya sólo recibo sus emails cuya dirección siempre acaba en @quetedenporculosimebuscas.plof.
            Y así, entre calada y calada de la señora María, que al fin y al cabo la inventaron para que hagas lo que nunca harías pero tragues con sonrisa de gilipollas moderno, te encuentras en la Uni. Justo en esa por la que juraste que ni muerto. Te gastas dos cursos en darte cuenta de que la rubia que te puso ojitos el primer día no es más que una sucursal del demonio y debe estar compinchada con el rector. Y abandonas cuando te convences de que no conseguirás ponerle el fonendo ni en su carné de la biblioteca.
            Portazo y a la calle. A vivir, que no es más que la manera más eficaz de ir muriendo. El mundo es tuyo mientras te van quitando pedacitos y no te dejan de él salvo los gayumbos (por suerte también se llevaron la lavadora). Y a buscarte la vida, que es como el Monopoly pero con impuestos.  
            Te vas dedicando a esto y a lo otro, bueno más a lo otro porque esto es una gilipollez con la que sólo consigues tu pequeño chute diario, y con la edad te das cuenta de que Hacienda son unos cuantos y tampoco perdonan su dosis.
            Pero no me hagáis mucho caso y tal vez no siempre sea así. Hoy he recibido un cañonazo en plena línea de flotación y mientras una vez más reparamos el barco me he encontrado con el papel y lápiz que nunca faltan en el bote salvavidas.

Oscar da Cunha


19 de noviembre de 2015

viernes, 13 de noviembre de 2015

LA SONRISA DE LA MAGDALENA 2ª EDICIÓN

Nunca hubiera creído que las piedras pudieran sonreír; con todos nosotros, la imaginación hace sus juegos y así lo consideraba hasta que la primera edición de “La sonrisa de la Magdalena”, en diciembre de 2012, vio la luz. No pensaba que una publicación, humilde y sencilla, pudiera hacerme cambiar de opinión, pero sois muchos los que, con vuestro entusiasmo, vuestra amistad y vuestros comentarios, desde aquel momento, habéis conseguido que ya no vea el mundo de la misma manera.
            La magia de la literatura no está presente sólo al escribir, ese intercambio que genera saberse escuchado, y sobre todo entendido, después de un solitario viaje como es construir una novela, esa es la auténtica magia que consigue que percibamos el habla de un perro, que el horizonte tenga dos lunas o que nos enamoremos de un tirano. Y no, no voy a renunciar a este giro que vuestro apoyo le ha dado a mi vida, no puedo ni debo porque os lo debo, porque todavía sois muchos más los que, desde entonces, seguís solicitando este trabajo, pidiéndome ejemplares que ya no quedan, una tirada que se agotó pero que contiene una historia llena de protagonistas tan apasionantes que es imposible que pierdan la frescura de su primera vez.
            Por ellos, por vosotros y porque de vez en cuando me acerco a esa figura de la Magdalena en San Sebastián y, ahora sí, me sonríe a mí porque ha interpretado el complejo misterio de la complicidad entre el escritor, los personajes y la mirada del lector. Por el interés de mis editores, ese extraordinario grupo humano que compone Bubok, y porque jamás podré olvidar que esta narración me ha reconciliado con la memoria de mi padre, he comprendido que todos nos merecemos esta segunda vida, que ahora comienza, de “La sonrisa de la Magdalena”.

            Para todos los personajes de mi vida, los reales y con los que convivo en mi imaginación.

Oscar da Cunha
           
San Sebastián, Noviembre 2015.

Disponible ya en @bubok:
Y en breve en las más importantes plataformas digitales.


jueves, 12 de noviembre de 2015

PARA VOSOTROS Y PORQUE ESTA HISTORIA OS PERTENECE "LA SONRISA DE LA MAGDALENA"

Habéis sido muchos —no tantos como yo hubiera deseado, pero los suficientes para agotar la primera edición—, los que habéis disfrutado leyendo “La Sonrisa de la Magdalena” y así me lo habéis manifestado.
La habéis regalado, compartido con vuestros amigos, y no habéis parado de insistir en que la novela tenía derecho a una segunda vida, llegar a más lectores de los que fue posible en su primera aparición. Como siempre el público tiene razón, vosotros teníais razón.
Necesité tomar distancia, convertirme en lector de mi propia obra para convencerme de que los personajes que nacieron en ella aún siguen vivos, así como sus inquietudes, sus reflexiones y sus pasiones. Esa búsqueda de la propia identidad, que es un deber al que todo ser humano debe aspirar y ha sido constante desde que nuestra especie se pasea por los caminos de su existencia. Esos caminos que necesitan largo recorrido para que salgan a relucir emociones, confesiones, sentimientos y condicionantes capaces de cambiar la trayectoria de una serie de protagonistas sobre cuya vida creemos saberlo todo. Pero esta vida, de la nunca nos liberaremos de nuestros prejuicios o aquellos que nos imponen los demás, nos obliga a construir una máscara para sobrevivir en la jungla humana en que hemos convertido nuestra sociedad. Es el equivocado precio a pagar para conseguir ser respetados, no por lo que somos sino por lo que aparentamos ser. Una hipocresía impuesta por una irrealidad que de la que todos formamos parte activa. Pero a nadie le es ausente una cara oculta, esa que guardamos celosamente y no enseñamos a los demás para que nuestras debilidades no sean utilizadas por los otros, que aún teniendo las mismas, siempre se empeñan en señalar las ajenas para sacar provecho y esconder, aun más, las propias. Aún así, y para el que la suerte le concede la oportunidad de ver cómo lentamente se acerca su final, el individuo necesita realizar esa última confesión, abandonar este mundo libre de esa carga que se ha visto obligado a llevar sobre su espalda, porque la muerte es un enemigo que no juzga y se limita a cobrar sus presas. Y la verdad, la auténtica, se nos revela cuando ya no podemos dar marcha atrás y sólo nos queda el consuelo de que aquellos a los hemos querido no repitan nuestros errores.

            Contacté con el equipo de Bubok —al que nunca terminaré de agradecer el interés y el esfuerzo que han invertido en que esta segunda edición vea la luz con una nueva imagen, en que aquellas erratas que se deslizan en todo manuscrito fuesen corregidas, y en apostar nuevamente por mí, brindándome toda la ayuda y el soporte técnico y humano para hacer realidad este proyecto—, y nos enfrentamos a una complicada decisión. El mundo de la edición literaria está en continua evolución y éste no es el momento de discutir si de ese proceso la literatura saldrá ganando. Pero yo soy de la opinión que cuantas más facilidades se pongan al servicio de la palabra escrita, ésta, sea cual sea su soporte, siempre continuará dando pasos hacia adelante y nosotros con ella. Porque es un hecho que el lector, es más feliz, optimista y consigue enfrentarse mejor a las situaciones negativas. Por eso nos decantamos por el formato digital, ya disponible en todo el mundo para cualquier usuario y amante de la literatura que disponga de un aparato de lectura (nuestra sociedad ya está convenientemente surtida de dispositivos: móviles, tabletas, ordenadores…) y la alternativa de poder acceder a cualquier obra desde un sillón de nuestra casa y, no lo olvidemos, con un costo mucho más reducido inclinó la balanza.
            “La Sonrisa de la Magdalena” se presenta de nuevo, con una renovada portada que espero os guste y con pequeños arreglos que se han realizado para evitar que algunos fragmentos quedaran deslucidos; pero estamos ante la misma novela, esa que a tantos entusiasmó y siguen recordando. Ahora, y para todos los que os quedasteis sin vuestro ejemplar, está disponible en Bubok:

           
            Y en breve en las más importantes plataformas digitales
           
            Disfrutadla, comentadla, compartidla… estoy convencido de que viviréis unos momentos inolvidables, y seguro de que con algunas de las circunstancias y personajes os sentiréis identificados. Al fin y al cabo no es más que un viaje por los diferentes caminos que nos ofrece la vida y en esa aventura estamos todos embarcados.
            Para vosotros y porque esta historia os pertenece.

Oscar da Cunha

12 de noviembre de 215

martes, 10 de noviembre de 2015

LUZ Y TINIEBLAS

            Tal vez hubiera una razón para que ese mono soltara sus manos del suelo por primera vez y comenzara a caminar con la espalda recta. Quizás ese simio que terminó convirtiéndose en humano ya fue condenado por la naturaleza a ser portador del mayor de los alborotos dentro de su cerebro: la búsqueda de la luz. Me pregunto si alzó su mirada hacia el cielo intentando encontrar respuesta, porque me pregunto si en su cabeza ya empezaba a tomar forma la pregunta. La misma pregunta que después de tanta evolución seguimos planteándonos: la búsqueda de la puñetera luz. Esa luz a la que le atribuimos el origen, la causa y el fin de todo cuanto existe. Esa luz que muchos, más que demasiados, a lo largo de la historia han creído ver nítida. Esa puñetera luz que siempre, cuantos la han defendido porque han considerado que su luz era la única, la verdadera y todos los demás estaban equivocados, ha causado las mayores tinieblas que sólo una especie como la nuestra es capaz.
            Han sido numerosos, incontables, los nombres que se le han concedido a "la verdad", y en el nombre de esa verdad se ha encontrado la justificación para matar, torturar, exterminar y someter sin piedad a quienes han creído ver otra luz. Porque el hombre iluminado, o más bien cegado por su verdad, siempre ha considerado la suya como única, y el fundamento de esa luz nunca ha estado en iluminar el camino personal sino en aplastar y llenar los bordes con los cadáveres de cuantos intentaran seguir otra dirección.
            Se han construido imperios en honor a sus diferentes nombres. Imperios que han que han escondido y falsificado verdades, esquilmando culturas que no eran menos ciertas, sólo menos poderosas. Han ardido conocimientos que ya nunca recuperaremos y buenas personas que jamás deberíamos olvidar, y hasta la evidencia ha tenido que doblar sus rodillas ante un desfigurado resplandor creado para exaltar la engañosa gloria de quienes la fueron construyendo.
            Pero esa búsqueda de la verdad, implica admitir que somos los equivocados hijos de una luz que no supo proteger a los más de cuatrocientos treinta y seis mil inocentes, y cuarenta y dos mil desparecidos en el terremoto de Indonesia de dos mil cuatro. Que le dio la espalda a los más de nueve millones de muertos en la primera guerra mundial, o los alrededor de sesenta millones de la segunda o los... y no me da la calculadora para seguir sumando las víctimas producidas a lo largo de nuestra desgraciada historia. Porque si algo ha regado las tierras más que las lluvias ha sido la sangre en un planeta que no debería llamarse azul sino rojo.
              Por eso estoy convencido de que la verdadera luz no se busca ni se impone, es silenciosa e individual y siempre ha vivido en cada uno de nosotros desde el principio de los tiempos. Y nadie me convencerá de que obligar verdades al prójimo es una muestra de que no nacimos entre tinieblas sino que de la auténtica creación de ellas somos los culpables. Este mundo ya ha tenido demasiados visionarios, y los seguirá teniendo. Que la suerte nos libre de ellos porque de la razón no podemos fiarnos, siempre acostumbra a tomar partido.

Oscar da Cunha

10 de noviembre de 2015

domingo, 25 de octubre de 2015

AHORA QUE ESTAMOS SOLOS, VAMOS A CONTAR MENTIRAS

Y aprovechando que el día ya se apaga en el parque y a la farola, nuestra farola, todavía no le han puesto bombilla nueva, vamos a sentarnos en el banco porque quiero que me cuentes. Ahora que estamos solos y entre la oscuridad no somos más que dos gatos pardos.
Cuéntame que no es mentira que hubo un tiempo en el que al valor de la palabra no le hacía falta el papel. Cuando os intercambiabais compromisos con el impreso oficial de una mirada sincera y como notario un buen apretón de manos. Y esos compromisos no los rompía ni el dinero ni cualquier excusa, porque lo que nadie se planteaba era darle la espalda a su honor. Y perder la dignidad suponía el destierro al peor de los infiernos, allí donde ardían en su soledad los farsantes. Porque he oído de un fuego para tramposos al que ya se le acabó el carbón.
Háblame, porque de atender algo queda, de esas tardes en que os sentabais para escuchar al abuelo que ya había atravesado por mucha vida, y de sus fortunas y desdichas fuisteis heredando las mejores lecciones. Lecciones en blanco y negro porque el color lo reservaba para esas fantasías con las que también os dejabais soñar. Recuérdame a esos abuelos, supervivientes de muchas batallas para dejaros un futuro hasta quedarse ellos sin presente, pero que no los abandonabais en la esquina de la chimenea con la mirada perdida en el pasado, porque de ellos aprendisteis a recibir y que agradecer es la mejor manera de devolver. Y los recordabais aunque el tiempo de tenerlos se hubiera marchado, porque el momento de revivirlos nunca se marcharía.
Dime que no me lo contaron mal, que la palabra amigo se utilizaba con prudencia, con la medida que imponen el tiempo, la distancia y la evidencia. Que antes de ceñir el nudo se verificaba tirar del cabo acertado y a eso gracias no había después fuerza capaz de desatarlo. Y que sólo se perdía un amigo cuando algo se moría en el alma. Porque al propósito de amistad lo revestíais con un halo sagrado, reservado a ese grupo en el que también estaban incluidos los familiares más cercanos, y entre cualquiera de vosotros os intercambiaríais la vida. Dime, también, que las palabras traición, engaño, envidia, venganza… jamás traspasaban la sólida barrera imaginaria que protegía ese grupo, y aunque no faltara ocasión en la que alguno fallase, porque en aquel tiempo no os considerabais perfectos, la tolerancia no estaba pasada de moda.
Explícame eso de que en el precio de la entrada del cine estaba incluida la garantía de que al final de la película siempre ganasen los buenos, y os esforzasteis duro para convertir aquellas ficciones en realidad pero se os quedó pendiente el final que, ahora, a nosotros, se nos ha torcido. Y que no había más libertades pero, entre vosotros, al que tiraba la piedra lo afrontabais de cara hasta que enseñase la mano, porque en los juzgados siempre se le ha entregado la razón al que la compra y no al que la tiene.
Recuérdame que las cosas se pedían por favor, aunque no fuera necesario y después se daban las gracias, porque a nadie se le consideraba obligado. Que también teníais máquinas, como la de escribir o esa por cuyo altavoz salían las noticias, y aquellas en la que una voz de operadora os anunciaba larga demora, pero nadie se las llevaba a la mesa a la hora de comer, porque sabíais que antes de disfrutar de los ausentes primero había que aprovechar la compañía de los presentes. Y que aunque aquellos tiempos pasados nunca fueran mejores, vosotros empleasteis todo el esfuerzo en que lo aparentasen.
Y ahora cuéntame que hoy tenemos más justicia, derechos y libertades, pero explícame por qué no lo parece.

Y en este momento que a la oscuridad se la ha unido la niebla y ni a ti consigo verte, cuéntame que aquello no terminó, que no vivimos más que en un paréntesis tras el que conseguiremos volver a encontrarnos en la cara correcta del espejo, donde nuestro reflejo nos devuelva el brillo de una mirada serena.
Esta noche, cuéntame aunque sea mentira, porque necesito no sentirme solo.

Oscar da Cunha

25 de octubre de 2015 

domingo, 11 de octubre de 2015

DEL CLUB AL PUTI-CLUB

Quizás, una las particularidades más enigmáticas a la vez que hermosas de nuestra especie sea la ambigüedad. En eso somos, sin duda, la especie reina de la naturaleza. Por más que invirtamos tiempo y recursos en investigar y aprender sobre el conjunto de animales con los que compartimos este trocito de universo y del que estamos equivocadamente convencidos ser los propietarios, más lejos nos encontramos de conocer los retorcidos esquemas del pensamiento que circula, la mayoría de las veces por esa parte comprometida con la oscuridad y obcecada en vivir en la espalda, en ese reflejo que jamás conseguiremos ver en el espejo, de nuestro cerebro.
Generalizando, y por no entrar en patéticas singularidades de las que hacen gala algunos de nuestros degenerados congéneres, nos gusta la naturaleza. Aún conservamos alguna vetusta reminiscencia de que procedemos de ella y como la consideramos —o deberíamos hacerlo— sabia, por eso de no ser menos, nos apuntamos al carro convencidos de formar parte de ella, aunque de esa sabiduría, que es lo que verdaderamente nos atrae, demostramos estar tan lejos como una oveja. Pero en algún punto del camino —y como hoy estoy osado le llamaré camino al mero hecho de haber comenzado a caminar erguidos—, alguien ondeó el banderín, esa señal que marcó el inicio de una carrera para llevarse el premio de quién es capaz de joder nuestro medio, que debería ser entero, más y en menor tiempo.
Derrochamos horas, intentando llenar páginas como esta, con la pretensión de hacer de la cultura nuestro verdadero interés. Pero en los bares y tabernas, esos lugares actuales donde como en las ágoras griegas damos rienda suelta a nuestras más sinceras inquietudes, el que no habla de política y fútbol es un apestado. Y no voy a seguir aburriendo con más ejemplos que todos conocemos porque mis intenciones en este desvarío de hoy giran en torno a dos palabras: ambigüedad y oveja.
Adoramos la singularidad, sentirnos diferentes, y la mayoría, ser más diferente o diferente por ser más, que para el caso es igual de estúpido. Pero perdemos el, llámese al lugar donde la espalda pierde su nombre, por formar parte de un grupo; de cualquiera donde nuestra opinión, posición o parcialidad, provoque los consiguientes asentimientos de cabeza del resto de ovejas de ese rebaño. Somos individualistas pero sectarios, siempre procurando buscar el amparo de un círculo, peña o sociedad, y que hoy he decido llamarles club, porque ante su contrario: puti-círculo, puti-peña o puti-sociedad, prefiero pervertir otra lengua.
Y no me parece mal. Pretender que el individuo aislado sea capaz de avanzar más que el grupo es una majadería de la que es consciente hasta el más ignorante de los ñús. El ser humano, desde los tiempos en los que las ideas se expresaban con imágenes porque a la palabra escrita ni estaba ni se la esperaba, siempre ha necesitado del grupo, aprender de los aciertos y errores de cada uno para avanzar. El asociacionismo nos ha hecho progresar, que aunque pueda ser sinónimo de florecer, no ha conseguido negociar con la belleza interior. Y como no me parecen mal, los respeto aunque yo no pertenezca a ninguno, siempre y cuando sirvan para el objetivo de unir. Pero están los otros, los puti-club, esos que nuestra ambigüedad crea, utilizando la excusa de unir, para conseguir una fuerza suficiente con la que joder al rebaño que ha tenido la osadía de preferir el prado de enfrente. Y estos son los que me revientan, porque nunca se crean con la intención de intercambiar ideas sino con la de, y con las manos taponándose los oídos, imponer las propias a las de los demás. El puti-club se convierte en el centro de prostitución del pensamiento, en el garito oscuro donde las falsas convicciones travestizan la realidad mutando al sujeto en prosélito. Y aunque la naturaleza tenga sus razones, nosotros somos más cabrones y manipulamos la ambigüedad del individuo para, con la mayor de las sutilezas, convertir a la persona en oveja, amotinar al grupo en ejército, y siempre, sin perder de vista algún beneficio, atravesar esa frontera del club al puti-club.

Oscar da Cunha

11 de octubre de 2015


sábado, 26 de septiembre de 2015

ESCRITO EN EL AIRE

Vivimos con la impostura de tiempos heroicos, jactanciosos; tiempos en los que cada frase que se lanza al mundo, a este mundo que hemos infectado de modos y medios, no está exenta de una inflexión triunfal con la que demostrar que todos hemos nacido para ser escuchados; sin darnos cuenta, o no practicar la humilde inclinación de enterarnos de que casi todo cuanto pudo ser importante ya fue expresado. Inmersos en una espiral de pretéritas ideas inmortales, con la única intención de imprimirles un falso giro a la tuerca de las palabras para parecer originales. La crítica se considera un ataque porque el criticado, mientras se contempla el ombligo, nunca verá en los argumentos del crítico un mínimo atisbo de luz que le permitirá evolucionar, sino un afán de protagonismo que pondrá en peligro el suyo propio. Y a su vez, quien debería opinar, aportar, sólo consigue ver en el reflejo de su espejo un fiscal cuyo afán de destruir ha comprobado que en esta sociedad no se consiguen más aplausos construyendo.
Se engrandece a los que ya se fueron con la finalidad de igualarse a ellos, porque ya no están para demostrar el enanismo del pensamiento actual; y que ellos aprendieron escuchando y observando a los que también les precedieron, y a los que renunciaron al brillo de la fama con el fin de sumar —ocultos en la humildad de la sombra— para quienes consideraron mejor capacitados. Porque hubo un tiempo en el que las bambalinas arropaban la satisfecha sonrisa de las ideas, ideas para otros, que más valientes, no dudaron en pisar las tablas del escenario o el papel en blanco sin miedo a ir conquistando espacios de libertad, esa libertad que hoy creemos nuestra pero que malgastamos ignorando que realmente fue suya.
Llenamos con vanidad el libro de nuestras vidas, convencidos de no renunciar a ninguna de nuestras páginas. Páginas, la mayoría de ellas, escritas en el aire y que no serán sino el testimonio del fraudulento acomodo en un tiempo perdido, como un entreacto de la intención porque, usurpando la frase de George Sand: “No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego”. Y quizá no sean más que cenizas, polvo de héroes sin causa, la única herencia de los tiempos actuales que recogerá la historia, una historia que se encargará de ventilar el humo sin fuego, porque sólo los que son capaces de arder en el infierno de la reflexión vuelven para contarnos, y a esos, ante los que nos negamos a escuchar porque para los dioses en que nos hemos convertido no cuenta la luz de las llamas más que el fulgor de las estrellas que jamás alcanzaremos, únicamente les dedicamos el perdón silencioso, un silencio que no alcance nuestras manipuladas conciencias más que en la oscuridad, esa oscuridad en ocasiones sincera pero cobarde en la que todos pretendemos sin comunicarlo alimentar el ego.
Y como vivimos en un momento de derechos sin deberes en el que todos tenemos el derecho a ser escuchados pero nunca el deber de escuchar a los demás, nuestra sociedad de sordos con bocina sólo evoluciona hacia un pasado en donde encontrar ese punto de posible retorno, que quizá fuera tan breve como una coma, en el que la voz del pensamiento cedió el paso al estruendo del rebaño. Un desorientado rebaño en el que cada uno se desboca por separado buscando la única verdad que le interesa, esa que sólo a él le otorga la razón. Y que de esa manera se confiere en la búsqueda de una sinrazón en la que ni siquiera Hamming sea capaz de encontrar la distancia que nos separa a cada uno de ella, y pese a que lo suyo, lo de Hamming, no fuese la palabra sino los números, me guardo su frase como oportuna para estos tiempos: “Cuídate de encontrar aquello que buscas.”

Oscar da Cunha

26 de septiembre de 2015 

domingo, 13 de septiembre de 2015

SIN EL HILO DE ARIADNA

A veces, voluntariamente me pierdo entre calles que creo conocer. Intentando ignorar dónde han empezado y pretendiendo descubrir que, tras doblar su última esquina, conseguiré tomar conciencia de que realmente no quiero ir a ninguna parte. Quizá, porque una vez leí que el único lugar donde merece la pena encontrarse es dentro de uno mismo, y para eso, cada paso con que avanzamos no es más que una renuncia, un intento de salir del sueño de la razón con el que vamos construyendo nuestra realidad y así, desde fuera, entrever lo que no conviene ser descubierto. Porque vivir es caminar dentro del laberinto, y como dijo José Bergamín: “El que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin haberlo entendido.”
            Y asumo que la búsqueda sin fin es el verdadero fin que justifica la búsqueda. Porque llegar al objetivo acaso sea patrimonio de los locos, o de los sabios que no son otra cosa que locos a los que otros locos les otorgaron el juicio porque se cansaron de buscar. Y entiendo a David, ese niño que, con su mochila llena de mapas, se ha cruzado ya varias veces en mi camino, y hasta me saluda, y hasta me cuenta. Me cuenta que vive con sus abuelos desde que sus padres desaparecieron en un accidente de coche, y él los busca. Y en ese laberinto del que no quiere salir, sabiendo que nunca los encontrará, porque ellos ya salieron sin entenderlo, soy yo el que entiende que lo que busca son las lágrimas que todavía no ha conseguido. Y es que así son las lágrimas, pequeñas gotas de realidad que huyen de un interior, nuestro, buscando el consuelo que somos incapaces de concederles porque la verdad, nuestra verdad, consiste en continuar perdidos.
            ¿Para qué intentar saber hacia dónde vamos si continuamos sin conocer de dónde venimos? Como el árbol, en su incesante crecer sin conseguir alcanzar ese cielo al que aspira sin pretenderlo porque son sus raíces, las que perdidas en el laberinto de la naturaleza, consiguen sostener la ilusión que justifica su vida. Como esa sinfonía que  nunca estará acabada mientras, vagabundos oyentes, interpreten entre sus compases, cada vez, diferentes recorridos dentro de cada uno de sus laberintos. O el vuelo del cisne, que parte, cada otoño, con la idea de volver hasta esa primavera que nunca es definitiva y lo sabe pero no se pregunta por qué. Porque entiende que el laberinto tiene esa virtud, que no es otra que hacernos girar en torno a nuestra mirada, la única capaz de entender ese paraíso del alma, buscar. Buscar hasta que se nos agote el aliento, continuar la búsqueda de los que nos precedieron y ceder el relevo a los que nos sustituirán por los caminos.
            Y porque antes que la vida, alguien creó el infinito, ese infinito al que todos nos dirigimos pero para eso vivimos dentro del laberinto, para nunca llegar a él, porque aunque exista no tiene sentido y porque si alguno lo alcanzara no encontraría más que la soledad, esa soledad de la que nos habló Octavio Paz y que posee un doble significado: “por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, es un deseo de salir de sí.” Y ante ambas consideraciones yo prefiero seguir perdido dentro de mi mismo, a la espera de compartir viaje con cuantos se quieran añadir y sin que nadie, ni siquiera Ariadna, nos preste un hilo para salir de nuestro laberinto.

Oscar da Cunha

13 de septiembre de 2015

jueves, 27 de agosto de 2015

VAGABUNDO

            Estoy convencido de que nuestro mundo se comporta como la ruleta de un casino trucado, no en vano la suma de los determinantes treinta y seis números que la componen nos regala la marca de la bestia: seiscientos sesenta seis. Nos movemos en torno a ese cilindro giratorio, lleno de rojos y negros, con la única excepción en verde del cero que le atribuye una de cada treinta siete posibilidades de triunfo al caótico orden del que es propietario el universo. En cada bolita que, girando intentará decidir la casilla en la que se va a determinar un incógnito porvenir, podríamos encontrar grabado nuestro nombre, y sin más que el leve el aleteo de alguna mariposa lejana conseguiría situarla en el número que aspirara a cambiar nuestro destino.
Pero no penséis que eso sólo sucede entre el glamour de algún casino, durante una noche cualquiera, otra más que nos pilla vestidos de etiqueta y con un Dry Martini en la mano. Volvíamos de una espontánea cena, en un humilde restaurante, en la que el mejor plato fue compartir nuestra intimidad, una de esas improvisadas áreas de descanso que te permite la vida cuando decide que te has ganado la propina de unas horas, un derroche que no detiene el tiempo pero lo rentabiliza con sonrisas y miradas cómplices, por tantos recuerdos que hemos conseguido salvar y por unos sueños que consiguen mantenernos a salvo. Saben a poco, siempre a breves momentos que no reprochan a esa bolita que no se le hubiera ocurrido detenerse en un número mejor porque, con el que nos tocó, hemos aprendido a conformarnos.
            La carretera se debió trazar en aquellos años en los que los topógrafos estaban convencidos de que no había nada más perfecto que las curvas de Marilyn, y yo ya empiezo a creer que la distancia más corta entre dos puntos es una falacia cuya única justificación consiste en volver a ese punto de partida en donde, todos, alguna vez, tomamos el camino equivocado. Enderecé el volante para dejar atrás ese recodo donde una vieja cruz recuerda que tarde es mejor que nunca y entonces me topé con él. Los dos pilotos traseros seguían encendidos y ya no circulan coches capaces de conservar los delanteros tras el impacto contra una pared de roca. Me detuve y corrí hasta abrir la puerta del conductor donde un anciano recostado en el asiento no cesaba de repetir:
            —Perdóname, Marta. Perdóname…
            —¿Cómo se encuentra?
            —No lo sé —contestó—. Dudo que alguien se pueda sentir tan viejo y seguir viviendo.
            —¿Hay alguien más en el coche? Estaba usted hablando de…
            —Estoy solo, hace ya… Oh, no consigo recordar el tiempo que dejé de viajar con ella.
El anciano me agarró del brazo, las pocas fuerzas que faltaban en su mano parecían haberse trasladado a su mirada.
            —Por favor, la caja. ¡Coja la caja!
            Asentí y estiré el brazo para apagar primero el contacto del vehículo. En el asiento del acompañante, quizá no fuera sólo por los años, la caricia de unas manos y el cariño con el que una y mil veces se rellenó aquella lata metálica, habían borrado la olvidada marca de las galletas que una vez contuvo.
Llamé a emergencias. La carretera no tardó en llenarse de sirenas impacientes, luces naranjas y azules, y un potente foco iluminando la escena.
—¿Está muy mal? —pregunté mientras se ocupaban de acomodarlo en una camilla.
            —Yo creo que lo más grave que tiene es la edad.
            —¿Adonde lo llevan?
            —Al hospital comarcal, allí podrá visitarlo. ¿Es usted familiar?
            (No, sólo soy el que guarda su caja).
            —No, yo pasaba por aquí y les he avisado, aunque no he visto el accidente.
             
            Cuando ya queda poca noche no hay mejor opción que sentarse a esperar un precipitado amanecer de verano, y el alba nos contó que aquella caja contenía todos los aromas de una vida que con un elástico mantenía unidos los fragmentos de un pasado; cartas con el dulce perfume que acompaña a las declaraciones de amor, cartas con el amargo olor a despedida, cartas de arrepentimiento que se niegan a olvidar la fragancia del que quedó abandonado… Cartas que, sin necesidad de cometer la profanación de abrirlas, seguían preservando su esencia, atravesando esa barrera que establece el tiempo, para sobrevivir con el propósito de conceder una esperanza a quien está dispuesto a aprender que las mismas piedras con las que otros tropezaron siguen en el camino. Pero no todas las cartas se escriben con sangre sobre piel; y en las de tinta sobre papel, la arrogancia humana no confía porque les robó la voluntad cuando aprendió a utilizarlas para engañar al futuro falsificando el pasado.

            No me costó localizarlo en su habitación de la tercera planta del hospital comarcal. Me extrañó que no estuviese conectado a ninguno de esos aparatos a los que son tan aficionados en los hospitales. La palidez de su cara y sus ojos abiertos sin mirar hacia ninguna parte denotaban que su última apuesta era un final sin dolor.
            —Tiene buen aspecto —le mentí.
            —¿Ya ha empezado a trabajar el embalsamador?
—¿Se acuerda de mí?
—De su cara no y sigo sin verla, perdí mis gafas en el accidente; pero a su voz le confié mi caja. ¿Las ha leído?
—Ya sabe que aunque lo hubiera hecho le iba a contestar que no.
—¿Y a qué espera? ¿Se piensa que las he guardado todos estos años para que me entierren con ellas? Cada una de esas cartas está escrita en los momentos más importantes de mi vida con Marta, ella era mi esposa, por ella conocí la luz y la oscuridad. Son lo más importante que puedo legar a este mundo, las consecuencias de mis aciertos y mis fracasos. Vuelva a su casa y no pierda más el tiempo con este proyecto de cadáver, algo aprenderá, todavía está en edad de cometer muchos errores.
Me giré con la caja bajo el brazo y sin despedirme. Creo que alguna vez ya he comentado que no me gustan las despedidas, tal vez por eso en mi historial sólo haya dimisiones.
—¡Espere! Hay una carta, la última. Esa no quiero que la lea hasta mañana.
—Usted decide —le dije sacando de la caja el paquete con el elástico que aún intentaba conservar unidos todos aquellos olores—. Son suyas.
—Ya no —me contestó mientras, con lo que en otros tiempos fuera una mano, extraía el último sobre del fajo. Me fijé en que el nombre del destinatario estaba en blanco—. Solo ésta y por pocas horas.

Querida Marta…
…Y todavía sigo confundido ¿por qué a la belleza no le pusieron tu nombre?
…Sé que después de meses buscándonos la mirada, serás tú la que tenga más valor para dar ese primer paso.
…A ti no te tembló la voz, era mi alma la que vibraba cuando, y ya agarrados bajo los árboles del parque, bailamos nuestra primera vez y tú me regalaste ese: “creí que no me lo ibas a pedir nunca”.
            …Me sentía tan celoso de la lluvia cuando acariciaba tus labios, me sentía tan celoso hasta que tú me los entregaste con el primer beso.
            …Y volvía, repitiendo todos tus “Te quiero” tras dejarte, cada noche, bajo la luz que esperaba encendida en el salón de tus padres. Y volvía, saboreando por cada calle que todavía conservaba tu perfume de nomeolvides. Y volvía, bailando con la vida que nos estaba prometiendo una eternidad de amaneceres…

            Querida Marta…
            …Y tu vehemencia, o esa discreta elegancia en adivinarme las intenciones cuando, antes de que sacara el anillo de pedida de mi bolsillo, el brillo de tu mirada se anticipó con ese “Sí quiero” que serenó las inquietudes de mi corazón.
            …Las tardes que se llenaban de proyectos y las noches de insomnios por la distancia entre nuestros cuerpos.
            …Las mañanas escogiendo nombres y a esos nombres colores de habitación para la familia que habíamos decido que nos viera envejecer juntos.
            …Me decían que nunca te habían visto tan preciosa con tu vestido blanco. Nunca aprendieron a mirarte como yo.
            …Cómo convertimos cada noche en “No es suficiente. Cada amanecer en “Aún  queda luna”. Y cada mediodía en un velo rosáceo continuante en acariciar nuestros cuerpos.
           
            Querida Marta…
            …Dejaron de importar los años que fueron transcurriendo. Ni nuestra incapacidad por ser más de dos te hizo menos hermosa ante mis ojos.
            …No lo consideré como una alternativa, pero mis éxitos profesionales encubrieron parte de esa soledad en la que en ocasiones nos faltaron palabras.
            …Pero tu sonrisa, a veces de felicidad, me convencía de que nuestros propósitos del pasado sólo fueron un sueño que, como la brisa de cada estación, podía sustituirse por la de la de la siguiente.
            …Y nunca nos faltaron amigos, familias en cuyos problemas creíamos confirmar que nuestro destino había sido mejor.
            …Y empecé a entender que en tus solitarios paseos por el malecón intentabas darle forma a nuestras aspiraciones que justificaban mis cada vez más largas ausencias.

            Querida Marta…
            …Y aunque te aleje de mí, comprendo tu apego a nuestra primera casa donde todo comenzó, y entre los recuerdos de una vida aceptes que por mi arte soy reclamado lejos de ti.
            …En cada regreso me duele advertir esa nueva arruga por la que se ha deslizado la lágrima que mi ausencia no ha podido secar, y esas desconocidas canas que han nacido en los despertares de una cama vacía.
            …No puedes reprocharme que entre mis cartas haya cada vez más distancia, en tus respuestas me entristece reconocerme más extranjero. Si hubieras decidido seguirme…
            …Pero no puedo renunciar a esto, por lo que tanto he trabajado. Ahora ya es mi vida y no sería capaz de entender otra en la que cada paso no conlleve un reconocimiento.
            …Tu ausencia, que ahora considero abandono, me parece un injusto castigo que no estoy dispuesto a permitir que empañe el barniz brillante que me acompaña.

            Querida Marta…
            …Y en tu última carta he creído intuir una llamada de auxilio. El deterioro en tu salud no radica sino en la soledad por tu negativa a compartir la  nueva vida que tanto esfuerzo me ha costado.
            …No debo sentirme culpable, ambos sabíamos y aceptamos que nuestros destinos, pese a la distancia, seguirían unidos, como en aquél primer baile bajo los árboles del parque, como en el “Sí quiero” con el que asumiste que el camino sería largo y difícil.
            …Acepto renunciar a ésta, mi biografía, que tantos éxitos nos ha proporcionado, con la que he procurado que ninguna carencia apagara tu sonrisa, y en breve volveré a ti.
            …Y has de permitirme una última voluntad, aunque retrase mi vuelta. No puedo ni debo abandonar esta ciudad, que me ha encumbrado a la celebridad, por la puerta de arrastre.
            …Atrás quedará la gloria, y serán muchos los que quieran conservar mi firma entre su galería de ilustres. Después, y aunque la renuncia es grande, volveré a ejercer de marido anónimo en nuestra pequeña ciudad de provincias.
            …Has estado ausente en tanta vida de la que tengo que contarte… 

            Víctor Hugo decía que un espectáculo más grande que el mar es el cielo, y que un espectáculo aún más grande que el cielo es el alma humana. Y yo soy un curioso espectador, insaciable, y quizás por intentar encontrar la mía me asomo a esas rendijas que me permiten descubrir en los demás lo que yo también llevo dentro.
            Ahora os tendría que contar que, al día siguiente, cuando llegué a su habitación de la tercera planta del hospital comarcal la encontré vacía; que cuando pregunté por él me dijeron que no había sobrevivido a la clandestinidad de la noche, y que sobre la mesilla había dejado una carta para mí; pero no hace falta porque ya lo habréis adivinado. Os debería contar que me senté sobre la cama, acariciando la almohada que se había llevado el secreto de su último sueño; que mi bolita de la ruleta se acababa de  detener en el cero, concediéndole otro triunfo al caos universal y dejando en mí un vacío y que para rellenar ese vacío echaba de menos al anciano; y que por eso se me humedecieron los ojos frente a la ventana por la que el sol me confirmaba que la vida siempre continúa; pero tampoco hace falta mentir porque ya habréis adivinado que lo único que hice fue abalanzarme sobre la carta. La última carta.
            En el sobre, ahora se leía una solitaria palabra: “Vagabundo”.

            Vagabundo…
            …Porque eso somos cada uno de nosotros, desamparados exploradores sin mapa, porque esta vida no regala mapas. Seguimos una ruta que nos marca el instinto, dejándonos convencer por lo que llamamos intuición que, como todo cuanto habita en nosotros, no es más que la ilusión de un mundo lleno de traidores espejos ante los que nos vamos maquillando para enamorarnos de nuestro falseado reflejo. Y ni eso nos queda al final, ese final en el que, ya sí, irrumpe con un libro de reclamaciones señalando en rojo que la palabra clave nunca ha sido nuestro nombre. Erramos atentos a todos cuantos nos alaban o nos critican, sin apreciar en el silencio de quien ha decidido estar a nuestro lado que, con un gesto o una mirada, es suficiente. Y cuando ese silencio, el único sincero, desaparece, nos empeñamos en rescatar la memoria en un tiempo ya perdido. Porque es el tiempo, amigo vagabundo, es el tiempo quien conoce todas las respuestas. Y yo no quise escucharlo, yo lo desprecié.

            Querida Marta.
            ¿Para qué sirve escribir una carta que ya no puede ser leída?      
Llegué dispuesto a compartir contigo mis éxitos cuando tú ya habías decidido que no merecía ni siquiera estorbar en tu derrota ante la soledad. Por perseguir mi vanidad te sentencié a renunciar a esa vida de ilusiones y ahora entiendo que, aunque los sueños no se cumplan, soñarlos juntos no es el origen sino la razón.
            Encontré una casa vacía tras mi tardío regreso, y una tumba con tu nombre solitario sobre una pequeña placa en la que, desde hace años, fui condenando a no dejar espacio para mí. Tú siempre has tenido un alma pura, pero… ¿podré perdonarme yo?
¿Para qué sirvió cada error si de ninguno quise aprender? 
Me olvidé de ti dedicando mi atención a los que pronto me han empezado a olvidar. Que egoístas somos, cortamos la flor más hermosa, y privándola de la raíz que la mantiene con vida pretendemos hacerla nuestra, para después abandonarla en ese jarrón, el de los olvidos, donde se marchita porque su destino era seguir coloreando un jardín lleno de deseos que dejaron de ser los nuestros.
¿Para qué sirven los recuerdos si ya no hay posibilidad de vivir en ellos?
El arrepentimiento es inútil cuando sólo es un engaño para discretos vadeos del orgullo que una y otra vez nos arrastra sin volver la mirada. Cuando despreciamos los compromisos bajo la serena luz de una luna sincera por seguir el hipócrita esplendor de las traidoras monedas bajo el sol.
            Me enseñaste el amor y lo olvidé. Me enseñaste el más bello de los bailes y me perdí entre pasos desconocidos. Y hasta con tu muerte me enseñaste que más vale la soledad que el desprecio. Y ahora que he aprendido que sólo he sido un vagabundo que se cruzó en tu vida para romperla. Ahora que sólo me queda un tiempo sin tiempo. Y ahora, aunque sé que no me sirve ni de consuelo, perdóname Marta. Porque yo no puedo.

Oscar da Cunha
27 de agosto de 2015

* “Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de valor.” Albert Eisntein

** “En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser.” William Shakespeare