domingo, 28 de julio de 2019

Búho

De todos los animales que trajinan la noche el búho me parece el más interesante, me lo pido. Aunque no sé si se puede elegir. Lo de la reencarnación me suena de oídas, y hasta el momento, ningún murciélago de los que andan por aquí, ha conseguido convencerme de que él, ahora, vuela libre después de haber agotado otra vida como un simple ratón prisionero de esta tierra que todo lo considera suyo y termina por apropiárselo.

            El asunto es más sencillo, vas y te lo crees. Sin razonar, porque ese vicio lo desaconsejan todos los médicos.
            Me gusta la noche porque en la oscuridad cualquier cosa es posible y porque donde yo vivo no hay nadie que me lleve la contraria. Y me gusta sobre todo en verano, cuando el día es más agresivo y se empeña en llenar el ambiente de realidad. Se va la luz y por fin todo se llena de fantasmas y hasta la más extravagante de las ideas tiene hueco.
            La gata que vive conmigo me cuenta que lo suyo es por la maldición. Le iba bien de puta, solitaria y sin ese chulo del gato de Cheshire que a todo humano nos acompaña. Yo la convertí en princesa y ahora los suyos la huyen, y no les culpo porque los gatos que se vuelven de casa están condenados a escucharnos.
            De noche piensas y te contestan. Quizá la reencarnación consista en eso, en convertirse en una de las voces que acuden en nuestro auxilio para negociar con las angustias que nos desordenan. Pero no tengo ninguna certeza, porque esas respuestas pueden llegar desde nuestro propio yo que ya sale reencarnado de talleres, como si una parte, oculta y misteriosa de nosotros, nos estuviera esperando, sabedora de que nuestro destino, que no es inmune a ese morboso complot que acompaña a la vida, es el destino con el que ya nacemos atormentados; de forma que otra parte, acaso menos oculta y menos misteriosa pero asociada en el mismo negocio con la anterior, a su vez, venga con el encargo de crear esas angustias y confundirnos, y entre las dos hacernos creer, cuando nos llegue ese momento en el que deja de amanecer, lo bonito que será convertirse en una voz que no envejece.
            Todo es posible aunque para elegir nunca nos ha faltado imaginación. Nosotros, que somos más listos que el resto de los animales y por eso inventamos las armas para matarnos con mucho más civismo y no a mordiscos como las bestias, también hemos inventado el rollo de las religiones, que da para mucho arte, un montón de guerras y además son un gran negocio. Pero yo me quedo con el búho porque no hace prisioneros, apenas sonríe y sólo es compañero del silencio.
            Y es que retomando lo de la reencarnación, siempre podemos encontrar mil excusas tentadoras para volver, porque para aprendices tal vez no sea suficiente con una vida y yo sólo espero que el búho no tenga memoria. De lo contrario todo sería menos divertido y a nadie le gusta girar en círculo. Aunque no sé, me siento raro, yo nunca había visto las cosas desde esta perspectiva por la noche. O al menos, no recuerdo otro tiempo en el que podía volar.

Oscar da Cunha
28 de julio de 2019

lunes, 22 de julio de 2019

El peor de los miedos


Son las seis y el primer cuarto de una mañana de julio, y en esta región del Atlántico a la que se asoma Biarritz hace fresco para llevar puesto sólo un traje de baño. Pero hoy necesito sentir.
            He venido a buscar una playa dormida y aún vacía. He venido a buscar en el océano ese momento en que él se levanta de la cama y se despide de la noche con un beso y a su amorío le llaman alba. He venido a buscarme a mí.
            Pido permiso y las gaviotas que abarrotan la orilla me hacen hueco para integrarme al mar. Está cálido, y lo percibo como entrar en el cuerpo de una mujer en una madrugada de invierno. Tal vez para mí el mar sea eso, volver a donde nace la vida.
            Apenas distingo el rompiente, pronto llegará la luz que ya se anuncia, pero sé de sonidos que traen las mareas y el que se acerca es suave. Remo tumbado sobre mi tabla con poco más que un pequeño balanceo al ritmo de la habanera que interpreta la brisa, y me deslizo como por encima de una sábana que los amantes acaban de dejar un poquito desordenada.
            Remonto una primera ola que justo me moja el pelo y en mis ojos las lágrimas tienen compañía. El mar hace que no se note cuando uno llora. Sólo otra pleamar en la mirada y esperanza, porque la esperanza es esa línea de fondo a la que las intenciones se dirigen sin que importe que no haya marea para volver.
            La luz del faro acaricia la superficie y yo supongo que por última vez, porque los faros entienden de colores y porque saben que no fueron hechos para competir con el azul que al cielo y agua les trae el día.
            Entonces, me siento sobre la tabla, que es como sentarse sobre el propio mar o como en el suelo de esa olvidada ermita, casi derruida y desacralizada, y que tal vez sea el único territorio en el que Dios existe. Y no puedo evitar sentir envidia de los que se fueron porque yo tengo miedo. El peor de los miedos. Estoy cansado de querer y que se me vayan. De llorar ausencias y recordar no consuela. Y tengo muchas dudas porque no sé qué es peor, no quiero convertirme en la ausencia de nadie, de los que quiero aunque yo no sea como me parieron y tal vez por eso últimamente sólo reparto desplantes. Y es que todo termina doliendo. Menos el mar.
            Miro el horizonte y es una posibilidad. Allí está el destierro pero con abismo, sin garantías. Para ese siempre hay tiempo. Y ahora llega una ola, pequeña pero suficiente. Y la bailo porque quizá ese sea mi destino, hasta que la música se pare, hasta que el mar se duerma y a mí me admita en su sueño.

Oscar da Cunha
22 de julio de 2019

sábado, 20 de julio de 2019

Ruidos en el desván

Es noche de viernes pero yo no le doy mucha importancia, al fin y al cabo todas las semanas hay una. Por lo visto alguien tiene algo que celebrar porque desde la lejanía llega ese ruido con eco en el que se convierte la música cuando viaja. No sé qué hora es, aquí en el jardín no tengo nada a mano para consultarla, pero cuando levanto la vista del libro y miro las estrellas intuyo que la medianoche hace ya tiempo que ha quedado atrás. Antes era capaz de calcular el momento y la orientación con sólo mirar su posición en el firmamento. Ahora me he vuelto más práctico, cuantos más puntitos brillantes veo supongo que es más tarde, por fin empieza a aflojar el calor y yo sigo en el mismo sitio.
            Quedaría muy chulo decir que me alumbro con un viejo quinqué de petróleo, pero el alargador del cable no se gasta y tengo bombillas de repuesto. Son de las viejas, de las incandescentes. Cuando las iban a retirar compré tantas que algún día podré montar una verbena en el infierno.
            De pronto me sorprende el silencio. No creo que la música haya parado, simplemente no llega. Pero lo pienso un momento y no me parece tan simple, la noche siempre tiene sus ruidos. Hay ruidos de invierno, de verano; ruidos de tempestad o ese cotarro que organizan los animales cuando el mundo está en calma. Ahora no se oye nada. Perturba, es un silencio extraño y yo reacciono mal ante lo desconocido. Debe de ser por haber llegado a esa edad en la que uno se cree que ya lo ha visto todo y el problema real es que va cansado de mirar.
            Decido indagar. El silencio sólo puede llegar por el camino que termina en mi casa. Nada viene por otro sitio, salvo la primavera, que hace que todo se vuelva bonito, pero de ella ya me avisan los árboles cuando se ponen cachondos.
            Me voy hacia la oscuridad, con chulería, que para eso tengo perro y estos cabrones lo perciben todo en alta definición. Esos avances que conseguimos con la   tecnología me hacen darme cuenta de lo chapucera que ha sido la naturaleza con nosotros. O igual fue un despiste, como cuando hay que precipitar una boda antes de que se note y por ese mismo precipicio después se caen todos.
            A la derecha, sobre la hierba, dos ojillos brillan. Todo bien, me digo. Mientras sean dos ni es Polifemo ni nada de esas cosas raras. Y ahora me alegro de no vivir en el mismo barrio que Stephen King. Llevo la escopeta cogida por los cañones. Desde que estoy solo me salen mal todas las compras y los vendedores van a lo suyo, no aconsejan. Yo me dejé llevar por los ojos y ahora resulta que los cartuchos más gordos no encajan con el calibre del arma. Creo que me voy a apuntar al campeonato de culatazos.
            Pepe, mi perro, pasa del bicho y eso me acojona. Éste sólo corre detrás de lo que sabe que se puede escapar. Es inglés pero él no tiene la culpa; salvo los de Bilbao, cada uno nace donde puede y después uno se apaña con las consecuencias.
            Me acerco y lo que sea no se mueve. Mal asunto, oigo en mi cabeza. Hoy en día no hay nada que no huya del hombre. Tenemos mala prensa. Por fin me doy cuenta de que es un gato. Sigue inmóvil cuando lo toco suavemente con el pie. Debe de estar muerto, pienso, pero sus ojos siguen mirándome y eso no encaja. Aunque lo que me preocupa es que no encaje lo que acabo de imaginar. Me agacho, lo compruebo y en efecto, no encaja. Un gato de peluche no anda solo a estas horas de la noche y por eso miro a Pepe con desdén. Lo de la escopeta lo acepto, pero que tampoco me funcione el perro… Va a ser cosa de ajustarle mejor la dosis de ginebra en el agua que bebe.
            Alguien ha tenido que dejar ese peluche, y no está a tanta distancia de la casa como para que a él le haya pasado desapercibido. Mi perro es uno de esos hooligans para los que cualquier excusa es buena con tal de armar jaleo.
            Vuelvo hacia mi libro pero ya no puedo leer. Nunca me había fijado, el silencio total es molesto. Se nota que algo falta, o falla, o funciona mal, o yo que sé. Quizá el problema del silencio total sea que no puedes ir a quejarte contra nadie. Tengo que solucionarlo, le voy a montar a ese peluche una bronca que se le van a quitar las ganas de volver a joderme el ruido.
            Voy lanzado, como si supiera lo que hago. El puñetero perro otra vez pasa de largo y esta vez los ojillos de cristal del falso gato brillan desde la izquierda del camino, algunos metros más cerca de mi casa. Tranquilo, me insisto, la respuesta está en el frigorífico. Hoy has hecho la compra muy deprisa y las cervezas 0,0 a veces se confunden con las de verdad. Todo es cuestión de retroceder y dormir la mona. Mañana, con un par de aspirinas, volverá el ruido. Respiro profundo porque jamás he visto a la poli hacer el control de alcoholemia en la escalera que sube a mi habitación. Además, tampoco subo nunca en coche. No me parece cómodo despertarme abrazado a él mientras ocupa el lado vacío de mi cama.
            En mi casa no se sale a la terraza, más bien es al revés. Se trata de una terraza a la que se llega y que tiene una casa en la esquina, molestando. Se nota que uno ha llegado a un sitio civilizado porque tengo las zarzas controladas. Hemos llegado a un acuerdo razonable. Ellas se encargan de decorar todo lo que no tenga cemento debajo y ahí es donde pongo algunas sillas. He aprendido a amar el plástico; si la intemperie lo ensucia mucho lo mandas a reciclarse en tapones de botella y renuevas el mobiliario. Eso sí, todo tiene que ser blanco. Ahora están más de moda otros colores, indefinidos, con nombres exóticos para que te lo tengas que currar hasta encontrar la porquería: gris Pompeya, nogal del Himalaya… Yo prefiero el blanco inodoro porque me lo pone más fácil. Y al volver, sobre el blanco de una de las sillas me vuelvo a encontrar a ese maldito gato que acabo de dejar tirado en el borde del camino.
            Sé que es imposible y todo es cosa de mi imaginación, pero es la primera vez que muevo gatos y necesito ponerme a prueba. Uno necesita saber dónde están las costuras del mundo real.
            No me cuesta encontrar una cuerda. La anudo alrededor de su cuello, apretando sólo lo suficiente para que no escape. Y con el brazo de la silla no tengo ninguna piedad.
           
            Todavía no ha amanecido pero me despierta el ruido. Ha vuelto. Discreto, como acostumbra a esta hora. No tardará en salir del sueño el alboroto, me gusta esperarlo. Siempre he pensado que eso de que te pille la mañana por sorpresa no tiene ninguna gracia. Es como empezar a leer un libro por su segundo capítulo. El alba es cuando el día se expresa en verso, lo demás sólo es enredar con las palabras.
            Salgo fuera y huele a nuevo; me recuerda a cuando, de niño, estrenaba sueños de los que no se sueñan porque la esperanza tiene esa magia que sólo se presenta entremedio de la incertidumbre y el deseo.
            Nadie se ha llevado al gato que me mira desde la silla donde lo he dejado horas antes. Sus ojos de cristal ahora sonríen con ironía porque lo que falta es la cuerda con la que me afané en atarlo. Esa no está. Y entonces, al mirar hacia el oriente que se empieza a poner en ese azul que borra las estrellas, comprendo que lo que nos hizo humanos no quiere entender de nudos.

Oscar da Cunha
20 de julio de 2019


domingo, 14 de julio de 2019

Nos ven

Y enredan. Y tampoco sé por qué. La verdad es que no tengo ninguna certeza sobre lo que intento escribir. Llego a percibirlo en pequeños detalles, en esas tonterías que suelen pasar de largo, desapercibidas, como un descuido, salvo cuando me detengo y echo un vistazo, con precaución, hacia ese escaso fragmento de tiempo que acaba de fugarse y lo único que veo es que alguien ha cambiado algo. Y entonces me parece raro porque miro alrededor y hace demasiado tiempo que ya no hay nadie.
            A veces ocurre con ese viejo bolígrafo que utilizo porque parece que tiene duende sobre el papel; o el propio papel en el que acabo de anotar lo que estoy seguro de que después de unos pocos minutos se me va a olvidar. O con muchas otras cosas que sé dónde viven y voy y las uso con respeto, sin incomodar, que para eso, ellas, esperan con esa modestia que tienen las cosas.
            Y sin avisar se ponen en marcha esos momentos en los que todo se perturba; son breves, nada está en su sitio, que para mí es como no estar. No me importa con lo que enredé ayer, que eso es mirar muy lejos. Pero si llevo más de media hora sin moverme de mi silla, no me parece sensato que el mechero con el que acabo de encender el cigarrillo que aún mantengo entre los dedos aparezca, mientras me he descuidado justo lo que tardo en saludarle al cuervo que me visita al otro lado de la ventana, en la otra mesa de mi despacho, a la que sólo le dirijo la mirada para asegurarme de que no estoy sordo; y que si nadie responde la culpable es la soledad, porque la muerte hizo su trabajo y también se fue.
            Otras cosas, cuando ya me he resignado a darlas por perdidas, me saludan, de repente, desde el mismo centro de mi mesa de trabajo, como si quien no hubiese estado durante el tiempo que han faltado fuese yo. Siempre son cosas pequeñas y de uso cotidiano, de modo que lo que sea que juega con ellas, conmigo, nunca tuviera la intención de hacer una exagerada demostración de poder, pero tampoco quiere pasar desapercibido.
            Puede que sea una insistente llamada de atención, porque empiezo a comprobar que todo consiste en hacerme perder el tiempo entre esas interferencias y mi memoria. Creo que la clave está en el tiempo y tal vez eso venga desde algún lugar donde ayer y mañana sean gastados conceptos que ya dejaron de manejarse. Y desde allí pueda verse, con claridad, cuántos trocitos de nuestra vida desperdiciamos como si se tratasen de porciones de una tarta que nunca se nos pudiera terminar. Y eso me hace mirar hacia atrás, sobre todo hasta antes de donde empezó a doler, para intentar recordar todo el que he malgastado. Y es entonces cuando estos fenómenos me parecen muy serios. Me inquieta pensar que pueda existir un estado de conciencia, interminable, en el que tantos de nuestros momentos despilfarrados tengan un dedo con el que señalarnos, y disparar.
            Pero aunque he dicho al principio que no tengo ninguna certeza, tal vez tenga dos. En algún momento fuimos dioses y nos echaron del asunto porque despreciamos el valor del jefe supremo, y el tiempo, que no hace amigos, nos condenó a esto que llamamos vida; una acotación con principio y final para que aprendamos a respetarlo. Quienes ya no están sometidos a sus caprichos nos avisan. Y es que nos ven.

Oscar da Cunha
14 de julio de 2019


sábado, 6 de julio de 2019

Palabras

Hay una soledad que envuelve la pequeña caleta. Barcas dormidas bajo poca luz y a la calma se le añade el sosegado murmullo del Mediterráneo en la orilla. Supongo que el olor a pino es intenso para conseguir atravesar el humo de mi cigarrillo. Los coches que he visto en el aparcamiento deben de formar parte de la decoración del hotel; justo avanza ya la medianoche y siento que soy el único habitante en el silencio de este delicado equilibrio entre arena, mar y bosque. Pero esta es una de esas noches en las que me hace falta ruido en la cabeza; a mí ya me tengo muy oído y mi perro duerme en la terraza.
            Al momento, recuerdo el transistor que vive en mi baño y me acompaña en todos los viajes. Por seguridad. Soy un peligro con cualquier herramienta de corte en la mano. Ya no me interesan las noticias por la mañana (tampoco por la tarde), pero mientras me distrae oír cómo se destruye el mundo no pienso en la maquinilla de afeitar, una de esas a las que ahora les ponen más cuchillas que a una cosechadora.
            Lo enciendo bajito y busco voces aunque necesito palabras y no me importa que no tengan ningún sentido. Sólo quiero palabras abandonadas, de esas que no forman parte de ninguna conversación. Sobre todo palabras que no haya oído desde hace mucho para sentir cómo vuelven, cambiadas, porque tal vez eso sea lo más interesante que consigue hacer el tiempo cuando va y viene. Compruebo que a algunas las destruye y ahora regresan vacías, sin la personalidad que tuvieron cuando quien las pronunciaba se lo pensaba primero dos veces y un sol y sombra (mezclado, no agitado). Aún son palabras hermosas pero hoy lloran, ya sólo están de moda por lo del vintage y las dice cualquiera a través del móvil y sin que haya unos ojos con intenciones de por medio. Otras, consiguen llegar después de un largo naufragio, y a quienes les interesaban ya no están; fueron severos adjetivos que ya nadie comprende pero decoran, se han convertido en el posavasos de las conversaciones con licor de marca.
            Sigue la noche y aquí parece que nada haya cambiado porque apenas hay brillo de luna sobre el agua, aunque sólo lo parece y a mí me llegan palabras que ayer sonaban inofensivas pero la vida las ha tratado a pedradas. Palabras que regresan dispuestas a devolver los golpes como si hubiera un infierno de las palabras del que han vuelto malditas. Palabras que se utilizaron para sellar alguna  paz y ahora se aparecen cargadas con los demonios necesarios para declarar cualquier guerra. Palabras que sólo pueden ser pronunciadas en esos círculos íntimos en  los que nunca fueron necesarias las explicaciones, y aun así la prudencia se ha hecho la jefa. Porque de ella es hoy el gobierno de las ideas. Y en este momento siento que tal vez nos haya llegado la hora de vivir en el cementerio de las sensaciones. Ya no somos lo que decimos porque nunca decimos lo que pensamos. Estamos descafeinados. Utilizamos ese traductor que convierte la pasión en complacencia y la amistad en haber cuando quedamos. Y se me pasa por la cabeza que lo de Cristo fue una chapuza porque nosotros, ahora, del agua hacemos cloroformo. Y así no hay manera, cada uno dispara al bulto que se mueve desde su pequeña fortaleza.
            Endemoniadas palabras, están por todas partes y por eso tienen la culpa.
            Nos fue concedido utilizarlas para que nos entendiéramos, pero ellas, las muy canallas, nos han condenado a mal usarlas.

Oscar da Cunha
6 de julio de 2019