domingo, 24 de agosto de 2014

TODAVÍA HAY ESPERANZA

Quizá sea porque nací dentro de un agujero y lo primero que hice fue sacar la cabeza para ver lo que había fuera. O acaso me suceda lo contrario, de tanto ver lo que la multitud enseñorea en público cada vez me escueza más la curiosidad por adivinar lo que llevan dentro. No intento psicoanalizar a nadie (entre Freud y yo hay mayor abismo que la fosa de las Marianas), ni descubrir el alma humana (ya llegará el día en que algún científico se encuentre con algo más que el vacío). Pero ese conjunto de actos que determinan las emociones, la cultura y la ética (creo que aún hablan de ella en alguna enciclopedia), eso tan complicado a lo que llamamos comportamiento humano siempre ha despertado en mí tanta atracción como la que la madera siente por el fuego. Quizá por eso, porque no tenía otra cosa mejor que hacer y ya que insisten en que es verano, saqué de mi cajón secreto del armario esa ropa, ya casi inhabitable, y esos viejos zapatos que mantengo escondidos para evitar el atavismo de “esto es mejor tirarlo” del que no se escapa ni mi mujer; y, con la comodidad que proporcionan esas viejas prendas por conservar la memoria de todos los antojos del cuerpo, me aventuré a hacer la calle. No en el acostumbrado sentido que siempre ha tenido la expresión, sino en el ya folclórico con el que los comangantes de nuestro Titanic están sentenciando al pasaje de este naufragio al que todavía se atreven a llamar ciudadanos. Hacer la calle, ha sufrido la evolución de lo que antaño llevaba a copular para convertirse hoy en popular.
Escogí un municipio donde no acostumbro a dejarme ver por motivos profesionales y una esquina transitada. Con el pintoresco letrero de: “Estoy en el paro desde hace… (podéis encontrarlos en cualquier chino, como todo producto cuyo uso se comienza a generalizar); con el ¡quita-bicho! (viejo sombrero de paja que empleamos en la terraza para espantar las moscas) en la cabeza para conseguir un aspecto más contemporáneo, y el cuenco de zinc donde beben los pajarillos que nos visitan en casa, intentando identificar, gracias al sonido de las monedas, el perfil que nos ofrece la solidaridad.
Me senté en el suelo y observé. Por mucho que uno se vista de indigente, el hábito no te convierte en desamparado. Y por supuesto que el eco de esos céntimos que fueron cayendo no me acercó el alivio del hambre, ni el panorama de una habitación caliente para evitar el siguiente invierno entre cartones. Suplantar la imagen de un necesitado nunca te vincula con su desesperanza.
Durante dos horas en aquella tarde de viernes pude comprobar que la pluralidad del comportamiento mantiene un compás que armoniza con la edad del individuo, y que a su vez se manifiesta simétricamente con el miedo.
Los más ancianos, quizás ya lo hayan superado por ver su horizonte final a un tiro de piedra, por haber sufrido las consecuencias de una guerra, y en ésta que ahora vivimos, sean capaces de distinguir tan sólo el semblante diferente de una batalla con la que fueron capaces de convivir. Ellos resultaron los más solidarios, no por ser los más rápidos en rascarse el bolsillo, sino porque la edad entiende de soledades y saben que un poco de conversación alimenta esa parte del cuerpo que llora en la oscura incomunicación a la que el exilio social te condena.
En los demás, esos que se encuentran en edades cercanas a la mía, los que se suponen con la vida encaminada pero saben que el camino está lleno de piedras y, en cualquiera de ellas, sólo son capaces de ver la amenaza que puede sentarles en esa esquina que huele a desprecio, en la mayoría de esos vi el miedo que acostumbra acompañar a la indiferencia. Muchos se evadían con una voluntaria venda en los ojos, pretendiendo así ignorar una realidad de la que, y aunque desde otro ángulo, también forman parte. Otros, se acercaban, curiosos, intentando adivinar cual fue el desliz que te sentó en la esquina, el vicio o la mancha en tu expediente que ellos nunca cometerán porque, para los de ese grupo, sólo la transgresión coloca  a cada uno en el sitio que le corresponde. Y también pude escuchar a los mezquinos, esos que pretenden justificar su falta de solidaridad convenciéndose de que sus miserables monedas no contribuirán a aumentar la dosis de vino barato que, según ellos, es el destino donde toda caridad termina.
         Pero no hay tiniebla sin luz, y también vi esperanza, optimismo por una juventud que me sorprendió, que está aprendiendo a asumir que esta sociedad la formamos todos, y ninguno es ajeno a cuantas individualidades les vaya revelando su mirada al mundo, sin preguntas ni desconfianza, sin miedo; con esa determinación del hoy por ti y mañana por mí, convencidos de que nadie vive en una esquina por propia voluntad y que cualquiera puede terminar en ella mientras cada uno sigamos pendientes exclusivamente de nuestro propio ombligo. Con ellos disfruté de las más nobles muestras de generosidad, y nunca olvidaré la conversación de esa pareja de adolescentes:

         —Yo le daría algo. ¡Hostia, podría ser mi padre! Ya no vive pensando en que cualquier día se va a quedar sin curro —Él.
         —Yo podría poner dos euros, pero se jodió la carga del móvil y en casa ya me han dicho que este mes ni un pavo más —Ella.
         —¡Venga, yo otros dos! Y compramos menos birras —Él.
         —Es que es una putada, seguro que se ha pasado la vida currando para esto —Ella.
         —Yo tengo un billete de cinco. Toma, dáselo, y entre tú y yo ya haremos cuentas. Igual te lo cobro en carne —Él, estrechando la cintura de su compañera y aprovechando la jugada—. Alguno de la cuadrilla se tendrá que estirar hoy, y si no, fumamos alguno menos.
         —Veremos como anda Xavi, es el único que gana algo —Ella—. Aunque en su casa también están todos en el paro.

         La morenita se acercó los cuatro pasos que la separaban de mí, se agachó y con suavidad me tendió la mano con el billete. No lo echó en el cuenco de zinc, no le estaba tirando las migas de pan a las palomitas del parque, y algo había oído sobre esa miseria que sólo se trasmite por contacto con la chusma del poder.
         Sin miedo. Y con una sonrisa.
         —Que tenga suerte. Todos estamos jodidos pero ya pasará.

         Tardé unos instantes en reaccionar, justo el tiempo para que no se alejaran más de tres o cuatro metros. Me levanté y me quité el sombrero, en todos los sentidos. Le di la mano a él y a ella un beso en la mejilla. Les devolví los cinco euros que habían descontado de sus escasas pretensiones y añadí lo recaudado durante aquellas dos horas de esquina. Y ante su desconcertada mirada me di la vuelta, no sin antes decirles:
         —Hoy ha sido un gran día. Todavía hay esperanza.

Oscar da Cunha

24 de agosto de 2014 

miércoles, 20 de agosto de 2014

“HANG ON TO YOUR LOVE”, UN GATO PARDO Y SIETE LUNAS DE AGOSTO

         Este agosto no es como aquel. Ningún agosto ha vuelto a serlo, aunque se parezcan. Los hubo peores, la mayoría mejores, pero en ninguno se han repetido las siete lunas, porque lo imposible es único y lo sabes. ¿O no recuerdas cómo ocurrió? ¡Claro! Pero las sensaciones… ¡con qué intensidad han rebrotado! La memoria tiene cajones para todo: instantes, circunstancias, detalles… esos suelen estar al alcance de la mano; son fáciles, aunque hayan pasado… ¡qué más da! Pero sentir… sentir como entonces no había vuelto. ¿O quizá sí? El delirio se guarda en un pequeño frasco de cristal de Bohemia con tapón de oro, como una esencia sagrada que únicamente te arriesgas a contemplar desde fuera, porque si pretendes volver a olerla es posible, sólo posible, que se difumine entre el éter de un presente que parece, sólo parece, que haya cambiado.
La lluvia no es más que una excusa, no te engañes; aunque esta terraza, moja. Y en el interior, donde te sientas a tomar un café, esa canción… ¡No!, no es una canción, es “la canción”. ¿Te acuerdas? ¿Cuántos años tenías? ¡Bueno, los suficientes para vivir cada momento como debe vivirse! Pisando el acelerador de la vida hasta el fondo, sin hacer prisioneros. Derrochando noche porque en cada vuelta del cubilete sacabas los cincos ases. Porque incluso los dados se daban cuenta de que el depredador caza hasta que la oscuridad le confirma que ya se ha vuelto pardo, y después, llega esa hora felina en la que sobre el brillo de la luna se dibuja sólo tu silueta. Y Sade, con tanta sensualidad en la voz que parece que hubiera pactado con el diablo para conseguir ese “Hang On To Your Love”. Y ahora, de nuevo esa turbación al oírla, esa embriaguez por lo que nunca se olvidó y que, primero, percibe el cuerpo y, después, termina instalándose en la parte del cerebro que los dioses diseñaron para que fuese compartida.
Quizás algún día escribas sobre ello, pero… ¿quién se va a creer que un agosto tuviera siete lunas? Hoy, confórmate con ese aroma que ha vuelto, tan sólo abre un poco el frasco de cristal y aprisiona el recuerdo. Y cambia ese café por… mejor algo dorado y con burbujas.

No has desaprovechado la oportunidad, porque no se le puede llamar oportunidad a ese tren que pasa por la misma estación cada noche a idéntica hora. A veces la soledad tiene sabor a victoria, incluso durante ese lugar en el que la soledad es voluntaria; y te diriges al paseo de la playa cuando la ves por primera vez, radiante, iluminando cada piedra con la que has decidido no volver a tropezar; porque para mala compañía, a la tuya no la iguala nadie. Y entonces, te sonríe con acuse de recibo, y le devuelves la sonrisa con una promesa, sólo así las acepta la luna. Y esa noche duermes con ella mientras la canción os envuelve en un apretado baile, esa noche no sueñas para no traicionar su acompañamiento. ¿Quién se atreve a serle infiel a su brillo?
Ese amigo que se marcha con la segunda luna. La cena de despedida es una coartada para abrir las botellas que descorchan las autenticas confesiones, las que son sinceras a partir de la medianoche, porque ningún reloj se atreve a sonar trece veces. Lo de su morenita no era ningún tonteo de verano; para ellos se acabó jugar con las cartas marcadas, ambos conocían las contraseñas y antes del final de la partida se han dado cuenta de que se necesitan. Por eso se alejan juntos, por eso a ti no te importa ni adonde, ni cómo, ni para qué. Con las últimas sombras, los abrazos se cubren de sal; con húmeda alegría por su felicidad, de admiración por su valor para lanzarse al camino con el único patrimonio de hacerlo juntos. Y al darte la vuelta, esa noche, la luna parece llorar contigo pero te das cuentas de que lo hace por lo que queda en ti. Ninguna nostalgia se libra del adiós de un amigo porque ningún amigo nos deja definitivamente, y eso, lo que queda, no es su ausencia, sino la distancia de su presencia, una brecha en el alma con latitud y longitud.
         Algunos dicen que nuestro destino está escrito, tú te preguntas dónde y por quién. Tal vez sea un complejo jeroglífico que llevamos escondido en la mirada, y las trampas no valgan, ¿cuántas veces lo intentaste con el espejo? Pero ella te sorprende, lo que empieza como un juego para pasar la noche, se convierte en desconcierto nada más traspasar aquella cortina roja y comprobar cómo descifra el significado de lo que ve cincelado en tus ojos. Ayer, hoy, y esa doble reina que está por llegar. Una reina morena que se esconde tras una rubia, te indica la gitana, y tú sonríes porque te han gustado sus pendientes y ese extraño acento. Y esa noche, la tercera luna te saluda con los mismos zarcillos dorados mientras agita su pañuelo en el que no faltan las tres rosas. Y tu alma, que se viste de vagabunda para seguir abrazando la insinuante voz de Sade, porque te han adivinado que tendrás otro mañana, y en él, quizá, la oportunidad de rellenar esa botella que ya empiezas a no ver medio vacía.
          La cuarta noche comprendes que la luna abre sucursales en nuestro mundo. Nos engañamos pensando que no son más que meros reflejos de su luz, inalcanzables ilusiones de su verdadero influjo, pero tú estás decidido y del agua salada nunca has huido. Y al nadar sobre el cuarto plenilunio de su brillo descubres que es cierto, y entonces, sumido en su presencia, te confiesa al oído que los gatos sólo son pardos por su locura de soledad, y ésta, nunca hallará consuelo sin la suma de dos voluntades. Ese fuego que ilumina el alma no se conforma con una sola llama porque a la unidad le falta su par como el anochecer necesita el alba.
         Una fiesta merece la pena cuando la organiza un amigo que es amigo de otro amigo y tú no sabes cómo has llegado. Una fiesta de agosto es ese territorio de caras desconocidas en el que nadie se atreve a negarte una sonrisa. Ahora ella, desde su mesa en la que una lamparita roja realza su rizada melena rubia, observa tu reflejo en el espejo de la barra, y a su mirada felina no se le escapa la tuya de gato callejero que se ha colado por la puerta de atrás. Sade, comienza su “Hang On To Your Love” y tú te acercas. Sonríe, acepta y la coges de la mano para iniciar una coreografía en la que no os perdéis los ojos mientras la distancia se acorta hasta ese momento donde se asoman las intenciones. Donde cada curva encuentra su lugar en la del otro y los olores se empiezan a confundir. Pero ella es una leona que no está dispuesta a abandonar tan fácil su territorio para seguir la primera noche a un gato, aún pardo. Y te descubres bajo la luz de la quinta luna con un papel en el bolsillo. Su nombre, un número y una promesa: mañana.
         Y mañana te encuentras en una cabina, marcando ese número, pronunciando su nombre mientras reconoces su voz y recuerdas su aroma, su sonrisa y esas curvas que la naturaleza dibujó para que encajaran con las tuyas. Y ella acepta porque la luna, por sexta vez, vuelve a estar radiante. Pero es noche de ronda, de paseo por la orilla, de te cuento y me cuentas, de quién soy y quién eres. De primeros besos, manos juntas y pies descalzos. De miradas que empiezan a perder la timidez y sonrisas que la esconden. De que me suena tu cara porque te soñé. De dónde habías estado hasta ahora y por qué has aparecido tan tarde aunque todavía es pronto. Noche de propósitos y esperanzas, de confesiones y melodías que abrazan. De poesía que rima con me gustas. De melena rubia entremezclada con brotes morenos y de un gato que ha dejado de ser pardo.

         ¿Quién se iba a creer que un agosto tuviera siete lunas? Pero las tuvo y tú lo sabes, y en esa séptima, que todavía dura, empezasteis a rellenar ese frasco de cristal de Bohemia que sigue conservando el delirio, esa esencia sagrada que ya dura veintinueve años. Ahora cierra el tapón y aférrate a su amor, como os canta Sade. Y baila, baila con ella hasta que, quizás esta noche, la luna se repita otras siete veces, porque lo imposible es único y hay que saber conservarlo, y porque hoy ya es veinte de agosto, y es su día.

Oscar da Cunha

20 de agosto de 2014




domingo, 10 de agosto de 2014

OJOS DE MARIPOSA


 "El simple aleteo de una mariposa puede cambiar el mundo".
¿Quién no se ha sentido enredado entre las letras de ese antiguo proverbio cuyo mensaje esconde el misterio de la teoría del caos? Hoy día se ha convertido en una herramienta utilizada por investigadores para retozar entre variados campos de la ciencia: matemática, meteorología, física cuántica… Aunque, hay quien afirma que el caos, como tal, no existe y, todo cuanto nos rodea, se encuentra sometido a complejos determinismos que podrían ser pronosticados; siempre y cuando tuviésemos en nuestras manos la información de todas las condiciones iniciales del sistema en el que a la mariposita se le va a ocurrir aletear.
Hasta aquí todo está claro. ¡O no! ¿O, no?
Veamos: a un tipo —llamémosle Abelino—, se le ocurre espantar de un manotazo la polilla que le está descuadernando una siesta de agosto bajo la agradable sombra de su higuera en Matalascañas, y de ahí, al primo Bobby, en Oklahoma City, una corriente de aire le arranca de entre los dedos su Winston ultra-light. Que, por muy ultra y muy light, cae en el suelo de madera del porche desde donde está extasiado contemplando la luna, y la casita de Bobby arde.
Sigamos: los peritos de la Oklahoma´s House & Life Insurance Company —no menospreciemos a los yanquis, después del nombre de Dios, ellos concibieron la palabra más repetida en el mundo: Coca-Cola—, tardan diez minutos en frotarse las manos. La ecuación es sencilla: A (Abelino) + B (Bobby) + P (polilla) = Efecto Mariposa. Y Bobby, que por el susto deja de fumar y se salva de morir de cáncer de pulmón, les ha salido rentable. La póliza de la casita de Bobby resulta de menor cuantía que su seguro de vida —o debería de serlo—. Sorprende comprobar cómo los misterios de la ciencia, cuando estos se ponen al servicio del pueblo, consiguen reducir a evidente aquello que tan sólo parecía sencillo.
¿Pero no es humano cuestionar la evidencia? ¿Por qué no comenzamos por aceptar que ninguna realidad posee una delimitación tangible de sus fronteras, ese más allá en el que se encuentra incluida la propia paradoja de la naturaleza? Conformarse con lo que hay, y sólo suponer que haya lo que hay, resulta pueril, o para ser más finos, ontológico. ¿Acaso el mundo de los sueños no forma parte de nuestra realidad? Premoniciones, predicciones, psicopatologías de la conducta, anexos paralelos a nuestro consciente cuya manifestación es capaz de cambiar el orden de nuestras decisiones y el rumbo de nuestra vida. Intuiciones en personas que nunca antes las tuvieron ni volvieron a repetir. Fugaces chispazos de un futuro que se cuela por el cable equivocado. ¿Aleteos de mariposa en nuestra cabeza?
Sospechemos que hubo un tiempo en el que el mundo, quizás, no tuviera nuestra configuración actual. Un tiempo primigenio en el que el ser humano no construyera mitos por convivir directamente con el infinito del misterio, con esa naturaleza viva que no se contempla meramente desde lo externo. Un tiempo en el que el mortal fuera capaz de situar el mundo verdadero en el otro lado de los sentidos. Todavía podríamos encontrar, con mirada introspectiva, aisladas brasas que nos recordasen el fuego que alguna vez ardió en nuestro interior.
Pero hoy, ese tiempo ha cambiado y nosotros con él. Ahora, nuestro proceso cognoscitivo sólo alcanza a captar una limitada información del entorno. Utilizamos los mensajes que recibimos a través de nuestras áreas sensoriales que se han visto subyugadas por una involución de nuestras facultades. Por consecuencia, únicamente somos capaces de construir una realidad restringida. La tecnología, que comienza mucho antes de la invención de la rueda, ha ido supliendo nuestras necesidades de percepción, hemos olvidado en el camino la habilidad de predecir como vendrá el invierno con la mera observación de las señales que la naturaleza continúa enviando. Ya no somos aquellos seres que sabían encontrar en la tierra, que les daba cobijo, esos lugares donde la sanación para sus males provenía de la energía de las fuerzas que Gaia había puesto a su disposición. Y la conexión, ese contacto directo con escenarios difícilmente perceptibles, se ha disipado; relegando, a ese mundo donde las ideas se constituyen en la amalgama sobre las que se edifica la auténtica realidad, al terreno de lo considerado como fantasía. Nos hemos condenado a habitar exclusivamente dentro de la subjetividad de lo aparente.
Pero el  mundo verdadero, ese que se encuentra en el otro lado de los sentidos que ya no poseemos, sigue ahí. Más allá de cuanto nuestro cerebro, hoy, es capaz de sentir, percibir y construir a partir de la información lógica, cobran vida organismos con eficacia para otorgarle una razón a aquello que ya no tiene cabida en el pensamiento.
Y en ocasiones, durante ese momento hipnótico en el que la oscuridad de la noche se somete al primer centelleo que, desde el este, como una estrella fugaz, aún breve, cruza el cielo permitiendo adivinar las primeras formas de lo que poco después será el horizonte, tal vez mi imaginación me traicione creyendo ver unos ojos que no son de este lado. Los ojos de una apoteósica mariposa que, pacientemente, desde esa elipse por donde transita lo que sucede cuanto las leyes de la física sólo aciertan a enunciar como imposible, aguarda el momento en que su aleteo provoque el genuino caos. Ese caos capaz de fusionar lo verdadero con lo potencial, y devolvernos a ese estado de lo que en el pasado más remoto conseguimos ser.

Oscar da Cunha

10 de agosto de 2014



martes, 5 de agosto de 2014

CLAUDIA

El 19 de marzo de 1911 un millón de mujeres se manifiestan en Alemania, Austria, Dinamarca y Suiza reivindicando un sueño de igualdad, celebrando por primera vez el día internacional de la mujer trabajadora. Una igualdad que aún hoy, 103 años después, todavía sigue siendo un sueño para una gran mayoría de mujeres en el mundo. Pero ella, que siempre optó por librar sus batallas con la humildad de su silencio, tenía mejores planes que asistir a esa manifestación, había decidido nacer al día siguiente. ¡Ya se ve que no la conocisteis! No estaba dispuesta a perderse la llegada de esa primavera con la que pretendía inaugurar su vida. Un inicio de primavera que iba a marcar por siempre su carácter, que le confirió esa sabiduría natural capaz de asumir que, tras cada desgracia, tras cada invierno del alma, la vida se renueva y la esperanza hay que conseguir apreciarla en los nuevos brotes que terminarán floreciendo si somos capaces de entregarnos a quienes sabemos querer.
Nunca le gustaron las tareas que, por su sexo, preinstalado de serie, se le suponían propias en el caserío familiar y, como a todos los que alguna vez fuimos chiquillos, aquellos dieciséis años que tuvo que esperar fueron su primera eternidad. Con la determinación que nunca faltó en su mirada y la duda oprimiéndole las entrañas, enseñó su espalda a las burlas de la parentela y supo vender las horas invertidas aprendiendo de su madre. Lo suyo nunca fue la poesía aunque la del 27 fue su generación, ese año comenzó a hilvanar sus primeros hilos en el taller de Cristóbal Balenciaga. Ese año comenzó a practicar sobre los primeros patrones del traje a medida con el que se había propuesto vestir su futuro. Y no desperdició ni el más corto de los minutos en aquél laboratorio donde la alquimia convertía el tejido en arte.
Se enamoró, como sólo las mujeres con fuego en la sangre son capaces hacerlo, como sólo hasta donde se ha propuesto amar por una sola vez se consigue llegar, con esa temeridad que únicamente quienes se deciden retar al destino tienen por horizonte, pero no fue el destino. Fue ese maldito ruido de sables del 36 el que rompió su sueño, desgarrando todas las costuras del ajuar que con la esperanza que empuja al esfuerzo había ido entretejiendo. Una despiadada metralla se cruzó en el camino de a quien ella decidió entregarse. Una absurda guerra que, como a tantos castigados por  inocentes, le condenó a una soltería ante la que jamás agachó la cabeza. Frente a nadie de aquellos que, por ocultar su deshonra se empecinaran en ofender el coraje del honesto, desvió su mirada. Ninguno, por mucho azul que llevara en su camisa, consiguió convertir en vergüenza su orgullo al pasear a esa niña morenita a la que el estéril fratricidio de un pueblo dejó sin padre.
De entre las ruinas supo recomponer una vida. Pese a las cartillas  de racionamiento nunca hubo espacios sin sello en su mesa, y no se recuerda quien la escuchara pronunciar un “no puedo”. Consiguió crear un hogar, llenándolo de risas infantiles donde todos sus sobrinos encontraron en la de ella su casa, en ella a una madre, y en su hija a una hermana.
Con su gran corazón conquistó el alma de cuantos tuvieron el privilegio de conocerla, contagiando, con su amor a la vida, el placer por las cosas sencillas y los sentimientos sinceros. Un balcón rebosante de alegría por esos geranios con los que demostraba que también de dulces palabras se alimentan las flores cuyos colores fueron su única bandera. Una bolsa de la compra en la que nunca faltó un hueco para secar las lágrimas de quien, con el hambre en la mirada, se cruzó en sus escaleras. Y una vida dedicada al trabajo que, con su perseverancia, enseñó a muchos el valor de la palabra respeto. Fue maestra en su oficio de enseñar a vestir y compañera de los que quisieron aprender. Fue amiga en quien confiar y decana a la hora de asumir como suyas todas las responsabilidades.
Nada le regaló la vida, salvo la resolución para afrontarla y la dignidad para asumir que el tiempo no olvida pero enseña a perdonar. Nunca sembró vientos porque tuvo que aprender sobreviviendo a muchas tempestades. La soledad intentó perseguirla pero nunca la alcanzó, hay mujeres que se convierten en imprescindibles para la vida de los demás y ella siempre nos seguirá faltando. Y si vais por el barrio preguntad por ella, aunque hace veinte años que nos dejó nadie ha olvidado la sonrisa que acompaña a su nombre.
No sale en los libros de historia, nunca fue una heroína, pero pocos héroes han conseguido estar a su altura. Yo tuve el honor de conocerla y el placer de disfrutarla.
Se llamaba Claudia y era mi abuela.

Oscar da Cunha

5 de agosto de 2014 

viernes, 1 de agosto de 2014

DIÁLOGOS

Estamos sentados sobre la piedra del tiempo. Es un cómodo saliente rocoso, plano, lo bastante ancho como para apoyar la espalda en la pared de la montaña sin perder los pies en el vacío. Nosotros la llamamos así porque allí no importa ni el cómo ni el porqué. Será que sólo cuenta el tiempo, y además, desde ella, pese a la distancia se escuchan las campanadas del reloj de la iglesia. Aunque, para nosotros, la medida de las horas la marca el declinar del sol de verano, nos gusta despedirlo mientras hablamos. Pero a veces, creo que nos ignora, que él se occidenta ajeno a nuestra conversación, asumiendo su rutina entretanto, nosotros, aspiramos a entender la fragilidad que nos concierne. Es nuestro momento diario en el que el juego de preguntas y respuestas no tiene instrucciones, una partida en la que la verdad no es el objetivo sino el principio. Acaso sea en ese espacio cuando la metáfora intenta conquistar esos sonidos del pensamiento que, por reales, se confunden con nuestro ruido de fondo. Y fluye, fluye libre, desnuda de prejuicios, confirmando que el sueño, ese que se refugia en la cara oculta del desorden, puede ser un buen lugar para vivir. Allí, no importa si es ella la que pregunta y yo respondo, si soy yo el que duda porque ella constata. Allí, nos leemos la mirada en la que el reflejo del alma llega sin maquillaje.
—¿Sabes? —Siempre empieza ella—. Lo peor del camino no son las caídas ni los desvíos erróneos, ni el mal tiempo, esa lluvia que hace que cada vez te pesen más las botas. Lo peor del camino son los seres queridos que se van quedando atrás. ¿No los añoras?        
—La nostalgia es el único territorio que merece la pena conquistar —respondo con la mirada perdida—. ¿Acaso se olvidan los besos, las caricias o los abrazos? ¿Y las miradas, y la voz de quien te quiso, su consuelo o las alegrías compartidas?, eso nunca se queda atrás. Ni el olor a esencia de madreselva en su sonrisa, porque así huele el cariño, aunque a veces duela. Esa es la alegoría del camino, aprender a conservar el único valor eterno, la compañía de quienes estuvieron y que, aun en los tramos más solitarios, nunca te abandonarán.
—¿Y las decepciones? —Ahora el perfil de su rostro se horizonta con el mío—. Son espinas que siempre dejan marca.
—Sólo las propias, compañera. Las que nosotros infligimos, porque fueron las que pudimos evitar y no quisimos. Porque traicionamos la esperanza que nos fue confiada. ¿O no es a nosotros a quienes corresponde asumir que cada decepción ha supuesto un fracaso? De las ajenas no somos responsables, y esas, poco más de un instante duelen.
—Pero a veces, de ese instante, por pequeño, nace el rencor y permanece.
—¡Ah, el rencor! —Y me incomodo sobre la piedra del tiempo—. Está escondido en la interminable escalera por la que transita el alma humana. Subir es lo que más cuesta, y es arriba, en los peldaños más altos, donde se encuentran el perdón y la tolerancia. Donde el olvido se vuelve generoso y sólo quedan al alcance de la mano los momentos que enriquecieron la amistad. Pero bajar…, bajar es lo más fácil. Descender, peldaño a peldaño, hasta esos niveles donde vive el odio, y la venganza se convierte en el único desahogo. Tras cada escalón, desperdiciamos perspectiva y, por perder de vista las ajenas, nuestras heridas nunca cicatrizan. Y entonces nos despreocupa la sangre que derramamos mientras que en el otro podamos acertar a ver mayor caudal. ¿Y no es la envidia el más eficaz estiércol del rencor? La envidia mueve el mundo, pero el mundo del indolente, ese mundo que sólo él es capaz de ver girar en vertical, ofreciéndole tinieblas aunque el sol brille para todos. La envidia sólo ve la piel bronceada en el mendigo, y no consigue sentir dolor por el fallecido si en su entierro hay más presencias que las que ella jamás aprendió a contar.
—¿Y la felicidad? —me pregunta—. ¿Dónde vive?
—¿Ves ese árbol? —Señalo con mi mano—. ¿El roble de la derecha?
—No puedes saber si un árbol es feliz.
—Tú no me has preguntado eso. Pero a mí me hace feliz ver sus primeros brotes que anuncian la llegada de la primavera, me hace feliz disfrutar de su sombra en las calurosas tardes de verano. Incluso cuando se otoña, y en cada hoja, al caer, leo que la vida sigue cumpliendo sus ciclos. En ese árbol vive la felicidad. Y en esta piedra, donde puedo verte. Y en aquella pareja de golondrinas que ahora se necesitan para sacar adelante a sus polluelos. ¿No vive la felicidad en todo cuanto nos rodea? En la compañía de con quien el aprecio es reciproco, y hasta en la soledad que, como ahora, nos permite sincerarnos. Sólo depende de los ojos con los que miramos, y para eso, querida compañera, hay que entrenarlos cada día.
—¿Y cómo los entrenamos para lo demás? El dolor de los inocentes, la injusticia de los poderosos, el fracaso de la naturaleza, ¿o tampoco fracasa? No todo son golondrinitas revoloteando, yo veo huracanes, terremotos y sequías que producen hambruna. Hablas de la soledad, pero no tiene la misma cara cuando tú la buscas que en el momento en que ella viene decidida a apoderarse de ti. ¿Y las compañías? Muchas sólo sonríen, de frente para obtener beneficio, y a tu espalda por haberlo obtenido sin merecerlo.
Sentado sobre la piedra del tiempo se me han escapado las horas, y el reloj de la iglesia me confirma que con el crepúsculo la presencia de mi compañera se desvanece. Mi sombra se marcha dejándome grabadas sobre la roca el eco de sus últimas palabras.
“Querido compañero, todo hombre necesita forjarse una leyenda de sí mismo. Una leyenda que cuente de él más allá de lo nunca fue capaz, que le preceda antes de que traspase cualquier puerta tras la que ni siquiera le estén esperando. Una leyenda que circule durante las más oscuras noches de taberna y bajo el brillo de la estrella del mediodía. Sólo así, gracias a nuestra leyenda, disfrutaremos de la luz y soportaremos las tinieblas de este mundo”.

Oscar da Cunha
1 de agosto de 2014