Quizá sea porque nací dentro de un
agujero y lo primero que hice fue sacar la cabeza para ver lo que había fuera.
O acaso me suceda lo contrario, de tanto ver lo que la multitud enseñorea en
público cada vez me escueza más la curiosidad por adivinar lo que llevan
dentro. No intento psicoanalizar a nadie (entre Freud y yo hay mayor abismo que
la fosa de las Marianas), ni descubrir el alma humana (ya llegará el día en que
algún científico se encuentre con algo más que el vacío). Pero ese conjunto de
actos que determinan las emociones, la cultura y la ética (creo que aún hablan
de ella en alguna enciclopedia), eso tan complicado a lo que llamamos
comportamiento humano siempre ha despertado en mí tanta atracción como la que
la madera siente por el fuego. Quizá por eso, porque no tenía otra cosa mejor que
hacer y ya que insisten en que es verano, saqué de mi cajón secreto del armario
esa ropa, ya casi inhabitable, y esos viejos zapatos que mantengo escondidos
para evitar el atavismo de “esto es mejor tirarlo” del que no se escapa ni mi mujer;
y, con la comodidad que proporcionan esas viejas prendas por conservar la
memoria de todos los antojos del cuerpo, me aventuré a hacer la calle. No en el
acostumbrado sentido que siempre ha tenido la expresión, sino en el ya folclórico
con el que los comangantes de nuestro Titanic están sentenciando al pasaje de
este naufragio al que todavía se atreven a llamar ciudadanos. Hacer la calle,
ha sufrido la evolución de lo que antaño llevaba a copular para convertirse hoy
en popular.
Escogí un municipio donde no acostumbro
a dejarme ver por motivos profesionales y una esquina transitada. Con el pintoresco
letrero de: “Estoy en el paro desde hace… (podéis encontrarlos en cualquier chino,
como todo producto cuyo uso se comienza a generalizar); con el ¡quita-bicho!
(viejo sombrero de paja que empleamos en la terraza para espantar las moscas) en
la cabeza para conseguir un aspecto más contemporáneo, y el cuenco de zinc
donde beben los pajarillos que nos visitan en casa, intentando identificar, gracias
al sonido de las monedas, el perfil que nos ofrece la solidaridad.
Me senté en el suelo y observé. Por
mucho que uno se vista de indigente, el hábito no te convierte en desamparado.
Y por supuesto que el eco de esos céntimos que fueron cayendo no me acercó el
alivio del hambre, ni el panorama de una habitación caliente para evitar el
siguiente invierno entre cartones. Suplantar la imagen de un necesitado nunca
te vincula con su desesperanza.
Durante dos horas en aquella tarde de
viernes pude comprobar que la pluralidad del comportamiento mantiene un compás
que armoniza con la edad del individuo, y que a su vez se manifiesta
simétricamente con el miedo.
Los más ancianos, quizás ya lo hayan superado
por ver su horizonte final a un tiro de piedra, por haber sufrido las
consecuencias de una guerra, y en ésta que ahora vivimos, sean capaces de distinguir
tan sólo el semblante diferente de una batalla con la que fueron capaces de convivir.
Ellos resultaron los más solidarios, no por ser los más rápidos en rascarse el
bolsillo, sino porque la edad entiende de soledades y saben que un poco de
conversación alimenta esa parte del cuerpo que llora en la oscura
incomunicación a la que el exilio social te condena.
En los demás, esos que se encuentran en
edades cercanas a la mía, los que se suponen con la vida encaminada pero saben
que el camino está lleno de piedras y, en cualquiera de ellas, sólo son capaces
de ver la amenaza que puede sentarles en esa esquina que huele a desprecio, en
la mayoría de esos vi el miedo que acostumbra acompañar a la indiferencia. Muchos
se evadían con una voluntaria venda en los ojos, pretendiendo así ignorar una
realidad de la que, y aunque desde otro ángulo, también forman parte. Otros, se
acercaban, curiosos, intentando adivinar cual fue el desliz que te sentó en la
esquina, el vicio o la mancha en tu expediente que ellos nunca cometerán
porque, para los de ese grupo, sólo la transgresión coloca a cada uno en el sitio que le corresponde. Y
también pude escuchar a los mezquinos, esos que pretenden justificar su falta
de solidaridad convenciéndose de que sus miserables monedas no contribuirán a
aumentar la dosis de vino barato que, según ellos, es el destino donde toda
caridad termina.
Pero no hay tiniebla sin luz, y también
vi esperanza, optimismo por una juventud que me sorprendió, que está
aprendiendo a asumir que esta sociedad la formamos todos, y ninguno es ajeno a
cuantas individualidades les vaya revelando su mirada al mundo, sin preguntas
ni desconfianza, sin miedo; con esa determinación del hoy por ti y mañana por
mí, convencidos de que nadie vive en una esquina por propia voluntad y que
cualquiera puede terminar en ella mientras cada uno sigamos pendientes
exclusivamente de nuestro propio ombligo. Con ellos disfruté de las más nobles
muestras de generosidad, y nunca olvidaré la conversación de esa pareja de
adolescentes:
—Yo le daría algo. ¡Hostia, podría ser
mi padre! Ya no vive pensando en que cualquier día se va a quedar sin curro
—Él.
—Yo podría poner dos euros, pero se
jodió la carga del móvil y en casa ya me han dicho que este mes ni un pavo más
—Ella.
—¡Venga, yo otros dos! Y compramos
menos birras —Él.
—Es que es una putada, seguro que se ha
pasado la vida currando para esto —Ella.
—Yo tengo un billete de cinco. Toma,
dáselo, y entre tú y yo ya haremos cuentas. Igual te lo cobro en carne —Él,
estrechando la cintura de su compañera y aprovechando la jugada—. Alguno de la
cuadrilla se tendrá que estirar hoy, y si no, fumamos alguno menos.
—Veremos como anda Xavi, es el único
que gana algo —Ella—. Aunque en su casa también están todos en el paro.
La morenita se acercó los cuatro pasos
que la separaban de mí, se agachó y con suavidad me tendió la mano con el
billete. No lo echó en el cuenco de zinc, no le estaba tirando las migas de pan
a las palomitas del parque, y algo había oído sobre esa miseria que sólo se
trasmite por contacto con la chusma del poder.
Sin
miedo. Y con una sonrisa.
—Que tenga suerte. Todos estamos
jodidos pero ya pasará.
Tardé unos instantes en reaccionar,
justo el tiempo para que no se alejaran más de tres o cuatro metros. Me levanté
y me quité el sombrero, en todos los sentidos. Le di la mano a él y a ella un
beso en la mejilla. Les devolví los cinco euros que habían descontado de sus
escasas pretensiones y añadí lo recaudado durante aquellas dos horas de esquina.
Y ante su desconcertada mirada me di la vuelta, no sin antes decirles:
—Hoy ha sido un gran día. Todavía hay
esperanza.
Oscar
da Cunha
24
de agosto de 2014