sábado, 24 de noviembre de 2018

Esa tinta que sangra


Tengo tendencia a sujetar el teléfono con la mano izquierda. Descansen, no voy a hablar de política. Nací diestro y es la que me gusta dejar libre, cuestión de puntería.
            Mientras escucho esa voz que me acaricia la oreja, abro un Word y tecleo la dirección. Sigan descansando, la cita es de trabajo. Cuelgo al tiempo que asoman un par de colmillos entre mis labios. Paciencia, algún día igual me animo y les cuento cómo me gano la vida para que nos descojonemos juntos.
            Miro la pantalla con la misma suspicacia de un bombero cuando le pides fuego; en esos momentos en los que enredo con las cosas de comer todo me parece sospechoso. Y al igual que la mayoría de los de mi edad, soy una víctima más que sobrevive entre cacharritos digitales pero yo no veo garantías. Me parece una realidad demasiado frívola, o incluso peor, como si nos lo habríamos jugado todo por adocenarnos sobre un puzle del que alguien se ha guardado algunas piezas y, al menor despiste, la diversión pudiera escaparse por cualquiera de los agujeros. El plató, antes, se entremezclaba de sensaciones, palabras y miradas; ahora sólo hay bytes, que deben de ser descendientes de los trilobytes y por eso nos va como a los cangrejos, pendientes de la playa para ver adónde nos lleva la marea. Entre otras emergencias.
            Cojo uno de esos papelitos de colorines que se venden en tacos y que antaño se compraban para gastarlos hasta que se los echaba de menos y que se pegaban con chinchetas aprovechando el agujero donde vivió el recordatorio de llamar a Hipólito, pero ahora nadie se llama Hipólito a pelo porque no tiene arroba. Y me monto un facsímil de lo que veo en pantalla antes de que se venga arriba el jamacuco. Y me acuerdo de la sentencia del viejo maestro, el que siempre llegaba a y diez y sin afeitar y la descargaba contra nosotros convenciendo con la clarividencia de quien se sabe capaz de mandar, pero tenía razón: «Todo lo que se puede enchufar termina jodido, incluido mi cuñado que iba para ministro».
            Archivo el papelito y respiro hondo, como se respiraba antes, cuando sobre el gasoil sólo se decían maravillas. Me puedo dar el capricho de perder cualquier documento porque ahora te lo devuelven. Vas por la calle con una libreta y no le interesas a nadie, te miran con pena, porque en estos tiempos la información hay que guardarla en la nube, como el granizo, y seguramente con las mismas intenciones: se vive a la búsqueda de víctimas.
            Y paro todo para intentar pensar con serenidad, como se pensaba antes, cuando nadie tendía las bragas en público sin lavar, cuando la gente se guardaba sus opiniones y de los calentones sólo se enteraban en el barrio, que era pequeñito y se lo curraba a modo de Elena Francis para cada familia. Que esta, la digital, es una estafa porque aparenta más civilizada pero también está siendo una revolución con roquefort. Nos asomamos al patio, algunos, cada vez más acojonados porque ya se han hecho con la plaza los Marat´s, Robespierre´s y Dantón´s. Y cualquier cualquiera puede ser pilota de algo, y lo es y con peligro, pero al que le va floja la luz de cruce lo guillotinan si al desaprensivo se le ocurre pedir cita con su oculisto.
            Quién sabe, puede que el presunto culpable sea yo, que no me adapto al paraíso. Y, de nuevo, saco el papelito porque necesito comparar y convencerme. Pero me oigo decir que en muchos como este se ha ido escribiendo ese pasado nuestro en el que muy poco tenemos para ver quién echa el primer cohete. Tal vez vaya a ser que después de tanta historia apenas le hayamos dado un par de pases a la apariencia con tal de que nada cambie; porque quizá desde siempre nos ha gustado la tinta, pero sólo cuando sangra.

Oscar da Cunha
24 de noviembre de 2018