Tengo
tendencia a sujetar el teléfono con la mano izquierda. Descansen, no voy a
hablar de política. Nací diestro y es la que me gusta dejar libre, cuestión de
puntería.
Mientras escucho esa voz que me
acaricia la oreja, abro un Word y tecleo la dirección. Sigan descansando, la
cita es de trabajo. Cuelgo al tiempo que asoman un par de colmillos entre mis
labios. Paciencia, algún día igual me animo y les cuento cómo me gano la vida
para que nos descojonemos juntos.
Miro la pantalla con la misma
suspicacia de un bombero cuando le pides fuego; en esos momentos en los que
enredo con las cosas de comer todo me parece sospechoso. Y al igual que la
mayoría de los de mi edad, soy una víctima más que sobrevive entre cacharritos
digitales pero yo no veo garantías. Me parece una realidad demasiado frívola, o
incluso peor, como si nos lo habríamos jugado todo por adocenarnos sobre un
puzle del que alguien se ha guardado algunas piezas y, al menor despiste, la
diversión pudiera escaparse por cualquiera de los agujeros. El plató, antes, se
entremezclaba de sensaciones, palabras y miradas; ahora sólo hay bytes, que deben
de ser descendientes de los trilobytes y por eso nos va como a los cangrejos,
pendientes de la playa para ver adónde nos lleva la marea. Entre otras emergencias.
Cojo uno de esos papelitos de
colorines que se venden en tacos y que antaño se compraban para gastarlos hasta
que se los echaba de menos y que se pegaban con chinchetas aprovechando el
agujero donde vivió el recordatorio de llamar a Hipólito, pero ahora nadie se
llama Hipólito a pelo porque no tiene arroba. Y me monto un facsímil de lo que
veo en pantalla antes de que se venga arriba el jamacuco. Y me acuerdo de la
sentencia del viejo maestro, el que siempre llegaba a y diez y sin afeitar y la
descargaba contra nosotros convenciendo con la clarividencia de quien se sabe
capaz de mandar, pero tenía razón: «Todo lo que se puede enchufar termina jodido,
incluido mi cuñado que iba para ministro».
Archivo el papelito y respiro hondo,
como se respiraba antes, cuando sobre el gasoil sólo se decían maravillas. Me
puedo dar el capricho de perder cualquier documento porque ahora te lo
devuelven. Vas por la calle con una libreta y no le interesas a nadie, te miran
con pena, porque en estos tiempos la información hay que guardarla en la nube,
como el granizo, y seguramente con las mismas intenciones: se vive a la
búsqueda de víctimas.
Y paro todo para intentar pensar con
serenidad, como se pensaba antes, cuando nadie tendía las bragas en público sin
lavar, cuando la gente se guardaba sus opiniones y de los calentones sólo se
enteraban en el barrio, que era pequeñito y se lo curraba
a modo de Elena Francis para cada familia. Que esta, la digital, es una estafa
porque aparenta más civilizada pero también está siendo una revolución con
roquefort. Nos asomamos al patio, algunos, cada vez más acojonados porque ya se
han hecho con la plaza los Marat´s, Robespierre´s y Dantón´s. Y cualquier
cualquiera puede ser pilota de algo, y lo es y con peligro, pero al que le va
floja la luz de cruce lo guillotinan si al desaprensivo se le ocurre pedir cita
con su oculisto.
Quién sabe, puede que el presunto
culpable sea yo, que no me adapto al paraíso. Y, de nuevo, saco el papelito
porque necesito comparar y convencerme. Pero me oigo decir que en muchos como
este se ha ido escribiendo ese pasado nuestro en el que muy poco tenemos para
ver quién echa el primer cohete. Tal vez vaya a ser que después de tanta historia
apenas le hayamos dado un par de pases a la apariencia con tal de que nada
cambie; porque quizá desde siempre nos ha gustado la tinta, pero sólo cuando
sangra.
Oscar da Cunha
24 de
noviembre de 2018