martes, 15 de mayo de 2018

Una cuerda rota


Me encuentro dentro de valle Baztán. El pueblo no viene al caso, podría ser cualquiera. Aunque cualquiera nunca haya sido el calificativo apropiado para ninguna de estas parroquias elegidas por las leyendas. Y llueve. Suave como en mayo. Cuando por aquí las nubes tienen la costumbre de venir a curiosear entre el silencio y las voces del pasado. Y jamás se marchan sin dejar un recuerdo que las empuje a volver para no olvidar que estas fueron tierras de apagar hogueras. O eso cuentan los del valle, estas gentes que siempre utilizan metáforas para guardarse una realidad que esconde muchos más misterios.
            La taberna es la de costumbre. A la que recurro cuando hay alguien que me cita a las siete y media pero sé que no aparecerá hasta las ocho. Ambos sabemos que no madrugo por él, que esa media hora es un regalo que acepto porque huele a café de gente de bien, de esa que almuerza cuando yo desayuno, y sobre la madera de la barra se derraman gotas de licor de hierbas secretas. Extractos de esa planta llamada nopreguntes que se recoge bajo un perdido árbol que se convirtió en amparo para esconderse del cielo, y que a nadie le interesa dónde está, ni tampoco el árbol.
            Esta vez es un palo porque algo han oído y ya ha pasado demasiado tiempo como para no preguntar, y hoy insisten y yo me vengo abajo que por eso he tardado en volver. La vida es un bolero, me dicen, y a veces toca bailar con la fea. Y el Andrés, que ya se conoce el barrio por el que anda la ausencia, me confirma que hay putadas de las que no se aprende, de esas no. Que al final sacas la cabeza pero no sabes para qué. Y tiras p´alante que es la mejor manera de huir, porque al pasado nadie le ganó una batalla.
            Al rato, sólo queda una mesa ocupada, los otros llevan prisa pero él ya se hizo viejo. Que es como haber muerto pero sin derecho a que hablen bien de ti. Me hace uno de esos gestos que no se le escapan a ninguna atención y voy y me siento sin pedir permiso. Llevo suficientes viejos en la memoria como para haber aprendido a cumplir en silencio. El líquido que aún queda en su vaso tiene un color verde amarillento, como la lejía, y seguramente sirva para lo mismo. No se llega hasta ciertas edades limpiando los recuerdos con agua.
            Al viejo le lagrimea un ojo, y a mí me da por suponer que es el que utiliza para despreciar los amaneceres que llegarán sin él; mientras, menea su cabeza y me suelta que soy un blando, igual que el Andrés. No tiene pinta de ir a lo fácil, como los demás, esos deferentes que comparten la puñalada, la que a ellos les roza pero sin dejar marca, con algún sucedáneo de una palmadita en la espalda.
            Sucede como con una guitarra, me dice. Una cuerda que se rompe se puede sustituir, pero las canciones por las que vibró aquella cuerda no se vuelven a bailar. Y uno tiene que elegir si se queda con la guitarra o con la cuerda rota.
            De un trago vacía su vaso y aprovecha el viaje para que suene la parada sobre la mesa. Y María, que es la jefa del chiringo y nunca hace barra, hoy está al quite. Y se nos echa encima con una botella que nunca necesitó etiqueta, el par de vasos que faltaban, y ya somos tres los que brindan por una cuerda solitaria que aún saca canciones cuando sueña. Y vaya que es la mía. Rota, pero tan llena de bailes…
            Al rato, voy y salgo de la taberna y me siento en el coche y escribo esto. Quién sabe.

Oscar da Cunha
15 de mayo de 2018

domingo, 6 de mayo de 2018

Desayuno con dementes (y por qué Chloé Lagardère anda por ahí).


Cuentan que la cara es el espejo del alma, pero yo prefiero las manos. Son la parte más traidora de ese instrumental con el que negocia cada persona, y descubro si han sido educadas para acariciar una navaja o para sobrevivir entre las espinas de una rosa. Y observo la elegante manera de utilizar las suyas. Ella parece conseguir que el vaso levite mientras acerca la botella que terminará por suavizar su Perrier Spritz, pero sin molestarlo, ni a la botella.
            Chloé Lagardère no es una belleza. Tampoco la gran pirámide de Guiza nunca lo ha sido; pero quién no se queda fascinado ante ella, y ante el deseo de perderse entre sus secretos interiores. Tal vez con Chloé se haya implicado ese brillo que les pertenece a ciertas mujeres de las que no puedes apartar la mirada, y cuestionarte el porqué te hace sentirte temerario. Interesante es un adjetivo peligroso del que siempre he procurado huir, termina por complicarte la única parte de la memoria que no se puede arreglar con un recambio.
            —¿Por qué no tengo recuerdos? ¿Algo habré hecho antes? ¿Dónde está mi juventud o mi primera revolución contra el mundo?
            —No se preocupe por el pasado, Chloé, a menudo sólo sirve para huir de él.
            Una ráfaga de esas que improvisa el Atlántico me echa una mano mientras yo miro su escote y ella intenta abrocharse el tercer botón de su Ralph Lauren de georgette celeste. La interrumpo con un meneo de mi cabeza y un chasquido de la lengua.
            —He trabajado meses en preparar esta primera cita. Para ver trapo habría quedado con un barco.
            —Esa observación no es propia de un caballero.
            —Lamento decepcionarla, no lo soy, quizá por eso escribo.
            Me mira, sólo un breve momento, directamente a los ojos. Los suyos levemente rasgados y con ese color que nunca nos entusiasma definir, y mientras nos centramos en algo con más calidad decimos que la naturaleza derrochó coordinándolo con el de su cabello, cortado a lo Bob y con las capas despuntadas. Observa con despreocupación a la gente que pasea por delante de la playa. A veces cruza una confidente mirada con alguien, pero no hay saludo. Y en el filtro blanco del cigarrillo que acaba de apoyar sobre el cenicero que compartimos no aprecio ningún evasivo rastro de un pintalabios diseñado para besar y no dejar testigos.
            —¿Cree usted en el amor, Chloé?
            —Por supuesto. El amor existe, igual que la guerra. Pero ninguno es para mí. Nada ha conseguido desorientarme lo suficiente como para formar parte de un bando.
            Sé que esa es la respuesta en la que tengo que empezar a creer, y por fin me vengo arriba y consigo encadenar una buena colección de preguntas. Chloé aguanta el bombardeo y sonríe, a ella tampoco le importa despeinarse tras cada explosión ni aunque haya daños colaterales. Ya somos dos los implicados en si estamos toquiteando los interruptores correctos.
            —No sé si esto tiene algún sentido.
            —Créame, Chloé, yo tampoco. Pero lo apasionante es que no lo necesita, ni siquiera la vida. Sólo importa el momento, cada momento; porque en cualquiera de ellos podemos decidir quedarnos más tiempo, o no salir.
            »Y olvide los miedos, si esto sale bien la recordarán y hablarán de usted. El exiliado seré yo. Nadie ha conseguido olvidar a Rebeca, pero son minoría los que se han interesado por la vida de Daphne du Maurier.
            —¿Me está diciendo que soy un personaje de su imaginación?
            —No, lo siento. Usted todavía sólo es un esbozo con quien no me atrevo ni a tutearme. Pero va por buen camino. Si continúa haciendo trampas en mi cabeza nos veremos más a menudo.
            De repente algo falla y creo que hoy se ha enfadado, por eso he dejado de verla y los de la mesa de al lado se divierten contemplando al chiflado que habla solo. No son más un par de presuntuosos, figurantes sin papel en este circo, y aún no se han enterado de que cada uno abandona su cordura donde quiere.

Oscar da Cunha
6 de mayo de 2018