Hay amaneceres que no se merecen el nombre, y
el de ese día llegó con la traición encubierta. Detrás de la ventana el viento
empujaba con fuerza las gotas de lluvia, pero yo no las vi. Con el primer café
del día salí a la terraza para saludar a la mañana; era primavera en el
calendario, invierno en el ambiente, y verano en mi percepción de la realidad.
El sol aún no se había levantado y yo quise aspirar la aurora rojiza que lo
precede, el resfriado lo disfrute después, momentos en los que la serenidad
interior te complica la vida. Nosotros bien, los peludos cazando las primeras
lagartijas de la jornada, y las lagartijas… bueno, ellas debían de ser las
únicas conscientes de la realidad. En la radio sonaba Manolo García, no
recuerdo la canción pero da igual porque todas las suyas me gustan. Una de esas
mañanas en las que te felicitas por haber mantenido el tipo durante los
naufragios, pero llovía. Cometí el error de ignorar el temporal que se estaba
formando en mi conciencia.
Pocos minutos transcurrieron desde que salí
de casa, la carretera de todos los días se estrechó hasta formar una angosta
senda por la que apenas era capaz de
mantener mi coche sin reventar la carrocería contra el tronco de los árboles
que la cercaban. Finas ramas atestadas de grandes hojas cerraban más, a cada
segundo, el ahogado túnel en cuyo ojo solo pude ver una nube negra escupiendo
agua, no había espacio más que para la oscuridad. Empecé a sentir la falta de
aire que me obligó a abrir las ventanillas, y las gruesas hojas que hasta ese
momento golpeaban los cristales empezaron a abofetearme la cara. Su contacto grasiento me envolvió junto con el
caudal de agua que entraba, consiguiendo que mis esfuerzos por seguir
respirando me obligaran a detenerme e intentar salir del coche; no fui capaz de
abrir la puerta, no tuve fuerzas para vencer la tiniebla que me envolvía.
Desesperadamente intenté aflojarme el nudo de la corbata que me estaba
estrangulando, ese gesto no hizo más que aumentar mi angustia, el poco aire que
me quedaba me ayudó a recordar que no uso corbata, desde que hace años decidí
sustituirla por la sinceridad. Mi ritmo cardiaco se disparó, y noté como mis
pies golpeteaban sin fuerza el suelo lleno ya de esas marrones hojas
grasientas. El hedor del miedo bloqueó mi adrenalina y empecé a sentir el mareo
que precede a la pérdida de la razón.
Reparé en que no estaba sufriendo un ataque
de ansiedad cuando las voces empezaron a sonar; al principio solo fue un
murmullo, como el que precede al ejército enemigo antes de decidirse a lanzar
el ataque final. Después vi sus caras, desfiguradas, sus bocas babeaban sangre
al hablar, sus pupilas giraban a la misma velocidad con la que sus gritos
empezaban a gobernar mis ideas, mis recuerdos, mis sueños, todo lo que compone
mi auténtica identidad. Más tarde, ya
con la noción del tiempo totalmente perdida, me hicieron creer que sus voces
formaban un orfeón perversamente uniforme; coreaban la fecha de mi muerte, la
de mis seres más queridos; cantaban mi futuro, iban a robarme mi albedrío, mi
cordura, la razón por la que todo ser humano se mantiene vivo. En ese momento,
intentando aspirar un poco de aire en donde no quedaba hueco ni para el vacío,
comprendí que peor que robarte la vida es vaciar el costal de lo que te queda por
vivir.
Tenía que defenderme, salir de ese dédalo
letal. La falta de resuello dejó de preocuparme, incluso acepté morir antes que
afrontar el resto de mi vida atrapado por la locura. Comencé a gritar para no
oírles, lanzando puñetazos que no conseguían alcanzar esos rostros que
maquiavélicamente se movían a la misma velocidad que las grasientas hojas. Todo
giraba a mi alrededor con la velocidad de un tornado que además aspiraba el
último oxigeno de mis pulmones.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que conseguí
poner en marcha el motor del coche. Pateé el acelerador alternando la marcha
atrás con la delantera según golpeaba los árboles que me tenían totalmente
rodeado. El infernal coro seguía sonando mientras oía reventarse trozos de
carrocería y cristales. Un estruendo final, similar al que produce una
explosión dentro de un almacén vació, se llevó mi voluntad y perdí el
conocimiento.
Abrí los ojos, estaba completamente empapado
pero, por el sabor salado que noté en la boca, supe que solo eran sudor y lágrimas.
Las ventanas del coche estaban cerradas, ni una sola gota de lluvia en el
interior. Estaba aparcado en una explanada de cemento perteneciente a una obra
abandonada hacía ya unos años, distante tan solo cien metros de la carretera de
todos los días. Me costó reunir las fuerzas necesarias para salir del coche, en
ese momento mi cuerpo se comportaba como si acabara de superar los cien años;
respiré sin dificultad, pero la buena noticia fue comprobar que había
conseguido salvar mi juicio.
Rodeé el coche apoyándome en cada centímetro
para conseguir mantenerme en pie, no
había ningún golpe, ningún rasguño, incluso juraría que estaba mas limpio que
al salir de casa. Miré mi reloj, era mediodía en punto.
Me senté en el suelo sin importarme la lluvia
que continuaba cayendo, y me sobró aire hasta para encender un cigarro.
A estas alturas no hace falta que os diga que
había conseguido atravesar la segunda puerta del infierno, la que nos pierde en
la locura, pero no podía considerarlo una victoria, sería una
irresponsabilidad. Él, el oscuro, esta vez ni siquiera se había exhibido;
comprendí que no me consideraba un enemigo lo suficientemente importante como
para justificar su presencia, tan solo había enviado a su primera columna de
peones, y estos me acababan de macerar en el peor momento de mi vida, hasta la
fecha.
Sentado bajo la lluvia fui consciente de su
poder, ya no habría más pícaras rubias, ingeniosos diálogos, ni partidas con
las cartas marcadas. Su verdadero juego no había hecho más que comenzar, y ese
solo lo disfruta él.
Ese día aprendí a temerle, empecé a convencerme
de que, pese al dicho, más sabe el diablo por demonio que por viejo. Y por
primera vez noté el desagradable sabor del miedo en mi boca. Afortunadamente no
sabía aún lo que me esperaba, hubiese elegido dejar de respirar.
Oscar
da Cunha
24
de Mayo de 2012