sábado, 27 de septiembre de 2014

INQUIETUDES

Hoy tengo inquietudes que quiero compartir contigo, tú que estás escondido detrás del folio en blanco, en ese reverso en el que las ideas tienen vida pero no forma. Desordenadas, se me amontonan como las hojas de otoño que confunden el camino con la floresta. Me pierdo, y más que a menudo me invade la duda. Pero no puedo acusar a nadie, ya nací así: dudante —permíteme un apunte que me ha llegado desde un lejano pliegue, uno más de esos que va estableciendo el tiempo cuando configura el archivo de nuestro pasado—: En cierta ocasión, y con motivo de mi ingreso en una orden de carácter fraternal, me preguntaron sobre mis creencias y convicciones. Se trataba, como en esta declaración de intenciones, de ser sincero, ¿para qué si no? La hipocresía ya tiene su espacio concreto en esa parte de la vida que dedicamos a las relaciones públicas cuando sobre la mesa está en juego el pan que tenemos que llevar a casa. Tardé en contestar, no era el caso de satisfacer a quienes estaban valorando mi capacitación, ¿encontraría allí lo que llevaba años buscando? (Eso se merece otro comentario que tal vez nunca escriba). Miré hacia dentro, hacia atrás, miré hacia dónde pretendía dirigirme, y sólo encontré la misma respuesta: dudante. Ese es y ha sido siempre mi estado trascendental, el punto sin retorno del que no soy capaz de salir.

Dicen que el mundo es subjetivamente como uno quiera percibirlo, dependiendo de la esquina en la que escojas situarte y hacia donde dirijas tu mirada. Dicen que no existe una realidad que no pueda ser refutada desde el más absurdo de los planteamientos. Dicen que la verdad —¿pero qué narices es la verdad?— se encuentra en la esencia más básica de los elementos que conforman la naturaleza de la que procedemos. Dicen que… ¡Dicen demasiadas cosas!

Yo sé que la sabiduría no me acompaña, por eso mi razón es limitada y solitaria, pero para qué quiero otra si con la mía consigo configurar un universo donde, a modo de péndulo de Foucault, la fantasía gira alrededor de eso que llaman realidad, ¿o quizá sea al revés? Mi imaginación dialoga con la lluvia, cualquier camino solitario me cuenta sus secretos y, entre la multitud, siempre encuentro más sonrisas que lágrimas. Pero, a veces, la escasa parte funcional de mi cerebro se obstina en mostrarme un entorno que duele, que me obliga a caminar con zapatos dos números más pequeños que los que me corresponden. Son esos malditos momentos en los que no puedo, no debo renunciar a la amargura que produce observar sin filtro. Este mundo, así, a pelo, tiene más dosis de cal que de arena. Y he de reconocer que no siempre lo soporto. Necesito verter en el mendigo unas gotas del Charlot disfrutando en su papel, ver al enfermo en compañía de su Patch Adams, y en el anciano que arrastra sus pies la ilusión de un planeta donde no funcionen las leyes de Newton.

Recurro al engaño, no siempre involuntario, de traicionar la objetividad para refugiarme en esta dimensión donde la naturaleza posee la capacidad de convertir la magia en elemento cotidiano. Esa es mi droga, mi particular dosis de absenta en la que ahogo mi disculpa para contribuir a colocar el ladrillo de este edificio en el que todos tenemos nuestra responsabilidad. ¿Pero no es la imaginación el mejor cemento? Aunque no sé a quién le sirva, quizá sólo a mí. Tal vez no sea más que la egoísta postura de un charlatán de barrio perdido en una arista cualquiera del mundo, víctima de un trastorno que me impide enfrentarme a la realidad desnuda. Algunas noches, entre el silencio, cuando te busco para convertirte en cómplice de mi debilidad, para compartir no cómo son las cosas sino en la manera en que yo procuro transformarlas, me siento un estafador. Las piedras no tienen voz y nunca veré reflejada mi espalda en el espejo cuando lo miro de frente. No pretendo engañarte, pero no puedo evitar seguir descubriendo el mundo a mi manera. ¿Me equivoco?

Por eso dudo y te pregunto a ti que ya te he visto otras veces por aquí, siempre en el reverso de mis ideas: ¿qué es más real, lo que vemos o cómo queremos verlo? Soñar no es gratuito y yo asumo el riesgo de que mi sombra algún día me abandone por cualquiera que no le cambie el nombre. ¿Sabes? No todos los caminos conducen a Roma, yo conozco uno que termina en mi mente. Y todavía no sé si es el más peligroso, pero si continúo recorriéndolo es por tu culpa.
Lo siento, no me pidas que deje de titubear, sólo sé vivir en la confusión, y aun de ésta, dudo.

Oscar da Cunha

 27 de septiembre de 2014 

domingo, 21 de septiembre de 2014

EL BESO DE LA MUERTE

La carretera era estrecha, incómoda, llena de baches y con curvas más preñadas que un retrato de Fernando Botero. El cielo amenazaba tormenta, no me preocupó. En aquél camino tan solitario como una sonata de Haydn hasta una tempestad podía convertirse en buena compañera. Admito que cuando menos desagradezco la soledad es en esos momentos en los que se viste de imaginación y me susurra al oído los versos del caminante, y en ocasiones aparece alguien que la complementa.
Estática, marmórea y con unos ojos como en ninguna estatua jamás vi. Si hablamos de brillo, acaso el del diamante fuera el más cercano. Dos diamantes cuyo esplendor ni el mismo Gabi Tolkowski sería capaz de mejorar.
Maliciosa, supo escoger el único tramo recto posible, esa escasa ración de asfalto que me permitió relajar la mirada y dedicársela. ¡No, más aún! Me enamoré hasta el punto de pararme a su altura, de no poder separar mis ojos de los suyos, de embriagarme con su perfume. Si como de una fragancia que por antigua se hubiera convertido en eterna, como el aroma de la modelo que pudo inspirar a Carthusia para crear su Fiori di Capri. Su rostro presentaba una belleza imposible, quizá la que tantos  artistas pretendieron a modo de una utopía que sólo vive en la ambición del sueño magistral. La túnica que cubría su cuerpo semidesnudo estaba esculpida con la delicadeza de la mejor seda de Hangzhou, resaltando incluso esas formas cuyo secreto no deja de serlo hasta encontrar al amante perfecto.
Lástima que no concedan el premio Nobel a la pregunta más estúpida del año porque en ese momento perdí la oportunidad de conocer Estocolmo.
—¿Qué hace una escultura como tú en su sitio como este?
—Esperarte —respondió.
No dudo de que a vosotros os haya contestado alguna vez una estatua, pero aquel fue el estreno de mi fantasía. Un estreno que convirtió el instante en palco de La Fenice. Su voz sonó tal que si se tratase de la auténtica Aída invitándome a entrar en el templo de Isis. Como el divino canto de la princesa etíope que cualquiera persiguió soñar sin alcanzarlo.
Y me estremeció.
Me acerqué a ella mientras, bajo las primeras lágrimas de esa tormenta que nos envolvió en gris, vi cómo el mármol se fue transformando en mujer, la piedra en vida y el tiempo en paréntesis.
—¿Esperarme? —pregunte—. ¿Por qué a mí?
—No importa porqué cuando lo más importante es para qué.
¡Cómo no perderse entre la imaginación de la liviandad que el aire imprimía a su túnica, con el delicado movimiento de sus labios, o el balanceo de ese brillante azabache de su cabello!
—¿Para qué? —pregunté—. Lo más cercano a la perfección que nunca he visto está ahora dejante de mis ojos. Yo no soy un maestro, pero no creo que nadie pueda superar la belleza con la que fuiste creada.
—¿Y para qué la quiero? Llevo siglos siendo una piedra, la hermosa creación de un tallador que una vez intentó, sin lograrlo, convertir su arte en compañera. Pero fracasó, sólo consiguió imprimir armonía a un trozo de mármol. De nada me ha servido la belleza, de nada me sirve si no soy capaz de sentir, sufrir, reír o llorar. Aunque sea por poco tiempo deseo ser humana, imperfecta como la realidad. Quiero aprender a emocionarme con un amanecer y sobrecogerme ante la noche. Escuchar a Chopin y poder suspirar compartiendo su melancolía. Sentir una caricia aunque sea la última, y amar la vida como sólo puede amarse cuando sabes que ésta se te va escapando entre los ojales del tiempo. Soñar como Chaplin y despertarme en cualquier año de la soledad de García Márquez. Renunciar a la eternidad a cambio de una pequeña dosis de vuestra locura, esa maravillosa locura con la que constantemente pretendéis seducir al mundo.
—Pero la vida no siempre es una dulce melodía, a menudo duele. Las noches están llenas de sombras que a veces nos atormentan y son muchos los amaneceres en los que el camino que se nos presenta está lleno de barro y sabes que, con cada paso, los pies reclamarán una pausa que no podrás concederles. Y el alma, esa que no sabemos en que cajón de nuestra mente vive, se va desgarrando con cada ser amado que se nos marcha. Dejamos de suspirar con un concierto cuando suenan los tambores de guerra, y hay pesadillas que no nos abandonan al abrir los ojos. Soñamos y fracasamos, y volvemos a soñar hasta que llega ese día en el que sabemos que las ilusiones ya sólo tienen pasado.
—Aún así, a pesar de todo, del dolor y la tristeza, de las desdichas y frustraciones humanas, ¿te convertirías en estatua?
Descubrí la angustia que desprendían sus diamantes perfectos mientras las escasas gotas de lluvia se deslizaban entre nosotros con la despreocupación de una dimensión en tregua.
—¿Cómo puedo ayudarte?
         —Sólo te pido un beso, concédeme el beso de la muerte que me convertirá en pasajera del tiempo, en esa imperfección que vosotros arrostráis sin ser conscientes de que la belleza de vuestra existencia gravita en torno al libre albedrío que os fue concedido.
         No pude negarme, no quise renunciar a esos labios que, como la Julieta de Tchaikovski implorando en Re bemol mayor, reclamaban su porción de infierno que los siglos le habían negado. Y la besé. Mi boca percibió la frialdad del mármol antes de que el ensueño se deshiciera entre unos labios agrietados. Su rostro se desprendió de la tersura de la piedra impecablemente pulida quebrándose en centurias de arrugas, y su mirada se apagó hasta merecer esa tonalidad cercana al trance final. Acaricié la piel deshidratada de su cara mientras sus infinitos pliegues se iban llenando de acibaradas lágrimas bajo unos espaciados tallos de pelo gris. La contemplé y sólo vi nostalgia.
         —¿No era esto lo que querías?
         —Ahora tendré que averiguarlo, acabo de conocer la duda, y lloro por el miedo ante esa duda cuya sola presencia sobrecoge. Lloro por desear lo que quizás nunca debió corresponderme. Por perder lo que fui y no alcanzar jamás lo que vosotros sois.

         No quiso que la acompañara y la vi alejarse con sus pies descalzos sobre un asfalto que empezaba a recoger las gotas de un cielo sometido ya a las decisiones de la providencia. Al verla marchar, atormentada por el peso de la realidad y encorvada bajo la basta sarga en la que se había convertido su sugerente envoltura de seda, adiviné porqué no me había agradecido el beso y decidí no volver a repetirlo jamás. Ninguna creación inmortal, por perfecta que aparente, comprenderá el pacto entre el ser humano y sus pasiones.

Oscar da Cunha

21 de septiembre de 2014 

lunes, 8 de septiembre de 2014

QUERIDO DESCONOCIDO

No sé por qué sigo conservando el buzón en la puerta de casa, será por la nostalgia de aquellos tiempos en los que, de vez en cuando, me sonreía la carta del pariente lejano o, en pleno invierno Cantábrico, la postal del que se marchó buscando la paz en Goa aterrizaba con la noticia fotografiada de que el sol seguía existiendo. Incluso añoro aquellas facturas que en papel eran menos cuantiosas que las que ahora consiguen que me tiemble el dedo al pulsar el correo electrónico con el que llegan, avisándome de que ya fueron cargadas en mi cuenta corriente coincidiendo con el día en que hubo saldo. No sé porqué lo abro para sacar esa publicidad que me informa de las magníficas ofertas que no me sirven para nada y que tampoco puedo comprar. Pero lo abro. Es uno de esos gestos cotidianos que me niego a abandonar, como el de seguir acariciando la tapicería de ese sillón de la entrada donde a mi viejo gato se le murió el tiempo de esperarme.
Por eso lo abrí. Se trataba de un sobre blanco, corriente, con mi nombre y dirección impresos con tinta informática y sin remitente. Sello de 38 céntimos y matasellos de Salamanca. Dentro, lo que parecía una carta con la compañía de una amarilleada cuartilla doblada por la mitad.
Decidí empezar por la carta.

Querido desconocido, te he escogido al azar para compartir la experiencia humana más fascinante en la que jamás hayas participado.
Todos y cada uno vivimos nuestras vidas en la ignorancia de que no somos seres aislados, con la indiferencia ante nuestros semejantes que nos impone la falsa convicción de que únicamente nuestras alegrías y tristezas, nuestros éxitos y fracasos nos pertenecen en exclusiva. Apenas conseguimos elevar nuestros sentimientos más allá de ese pequeño círculo con el que nos consideramos involucrados. Nos apartamos de quien no nos comprende y despreciamos a cuantos no nos esforzamos por entender.
Pero no hay nada más alejado de la realidad. Todos, los que somos y los que fuimos, formamos parte de una indivisible entidad, y cuanto acontece a cada parte de este complejo organismo que llamamos humanidad se aloja en nuestro preconsciente condicionando la naturaleza y el designio de nuestro espíritu.
Te invito a acceder a esta gran obra compuesta por el colectivo de nuestra especie y te aviso de que sólo serás capaz de disfrutar la belleza de esta armonía que todos compartimos si consigues franquear la barrera de tu propia censura de lo inmaterial. Observarás que la realidad confunde sus fronteras con nuestra imaginación y el poder de ésta es ilimitado.
No rompas esta cadena, no recibirás perjuicio a cambio por hacerlo, aquí no hay premio ni castigo. Por continuarla, únicamente la evidencia de que el mundo que compartimos pertenece más a la energía que nos une que a las distancias materiales que nos separan. Nunca volverás a estar solo.
Elige al azar, como yo he hecho, el nombre y la dirección de un desconocido —yo he utilizado el anuario de las paginas blancas—. Copia esta carta pero adjunta un texto que quieras compartir diferente del que yo te envío —esa es la premisa más importante de este experimento—. Yo he seleccionado para ti un fragmento de una carta atribuida a Albert Eisntein sobre la que quiero que reflexiones.
Y que tu intuición te guíe hasta la comunidad de la conciencia natural.

Desdoblé la cuartilla y leí el fragmento.

“No puedo concebir un Dios personal que directamente influiría en las acciones de los individuos, o directamente se sentaría a enjuiciar a las criaturas de su propia creación. No puedo hacer esto a pesar de que la causalidad mecánica hasta cierto punto, ha sido puesta en duda por la ciencia moderna. Mi religiosidad consiste en una admiración humilde del espíritu infinitamente superior que se revela en lo poco que nosotros, con nuestro entendimiento débil y transitorio, podemos comprender de la realidad. La moralidad tiene la más alta importancia, pero para nosotros, no para Dios.”

Todos estamos aburridos de recibir, al abrir el correo electrónico, docenas de estas cadenas cargadas de moralina que te invitan a reenviarlas a tus amistades bajo el augurio de que los dioses, con sonrisa de domingo de Pentecostés, llamarán a tu puerta en el plazo de unos días portando tus más profundos deseos envueltos en papel de regalo. Aunque, por lo visto, las modas cambian y evolucionan siguiendo una oportuna pauta estimulante que consiga regenerar nuestro interés. No dudé de que la carta procediese de algún conocido que, amparado bajo el disfraz de mensajero anónimo, hubiera puesto en marcha un mecanismo que terminase cerrando un círculo en cuyo centro, su ego, consiguiese hacer acopio de las proteínas equivalentes a un cocido madrileño. No obstante, y como nunca he considerado la curiosidad como un defecto, decidí seguir su mismo proceso. Escogí, en las páginas blancas, un apellido popular y una dirección de Jaén. Repetí la carta que me había sido remitida y, pese a la advertencia, no me moleste en cambiar el texto del fragmento adjunto, añadí la misma cuartilla que me habían dedicado. La pereza sí se merece la reputación de defecto pero no recuerdo haber dicho en ningún momento que yo no abuse de ella.
La envié, de igual manera y sin remitente. Y olvidé el asunto.

Sigo sin saber por qué conservo el buzón en la puerta de casa, la esperanza es lo último que se pierde, y no soy capaz de convencerme de que algún día no recibiré la comunicación de algún pariente misterioso legándome una paradisíaca isla en cualquiera de los mares que no aparecen en los mapas. También la educación cuenta, y no quiero perder las formas con esa araña que lleva meses viviendo dentro y es la primera en saludarme al llegar.

Tardó un mes en aparecer otro sobre, también blanco, aunque esta vez con forma apaisada. De nuevo mi nombre, mi dirección, y el mismo importe de sello pero con la variante de llevar estampilla de Zaragoza. Carta, y amarillenta cuartilla doblada por la mitad.

Querido desconocido, aunque te he escogido al azar no dejo de lamentar que no hayas sido capaz de confiar en la experiencia humana más fascinante que jamás se te hubiera planteado. Todavía no has conseguido traspasar esas barreras inmateriales que te impiden disfrutar la belleza de esta armonía que todos compartimos. Acaso en esta ocasión decidas no despreciar aquello que aún no alcanzas a entender, pero no dudes de que más allá de lo que perciben nuestros sentidos se encuentra la verdad.
¿Quién pudiera saber que no te involucraste a participar, que no cambiaste el fragmento que te fue enviado?, te preguntarás. No busques entre nosotros conexiones ordinarias, el camino ya te fue indicado y la respuesta sólo la podrás hallar en tu interior, en ese interior en el que, si aprendes a observar, nunca encontrarás soledad. Cuando te enfrentes al espejo, recuerda que lo que no se refleja es más importante que la imagen que descubres. Y al levantarte, cada mañana, abre la parte de tu voluntad donde se encuentra el cajón de los sueños olvidados, ellos guardan el secreto de tu hoja de ruta.
            ¿Cómo ha llegado hasta mí tu desconfianza por cuanto te fue revelado? Seguramente en este momento te estés haciendo algunas preguntas. ¿Es posible que la armonía pueda estar velada por tantas y tan diversas formas? ¿Será imposible encontrar una expresión de la verdad que sea incluyente y no excluyente? ¿Habrá una enseñanza de la sabiduría que venga a satisfacer la necesidad universalmente sentida? Ese es el maravilloso misterio de la esencia que compartimos y quizás, ahora, comprendas que el cuerpo no es más que la armadura que encierra nuestra verdadera identidad, una coraza que no fue diseñada para protegernos ante los demás sino con el fin de incubar nuestro intelecto. Manéjalo con la destreza que te conduzca a vivir, pues esa pequeña parte que está al cómodo alcance de la mano del indolente sólo permite el más primitivo nivel de supervivencia. La luz del faro no sirve de guía para el barco sino para el hombre que lo gobierna. El concepto se reduce, por consiguiente, a la actitud de cada individuo, ya que ningún grupo es mayor que las unidades que lo integran.
Te devuelvo el fragmento que debiste conservar, con la esperanza de que esta vez no te pierdas en el camino que ha de llevarte hasta la comunidad de la conciencia natural.

Empiezo a entender porqué conservo el buzón en la puerta de casa. Hay ocasiones en las que la imaginación reivindica su autonomía y nos empuja a confundir la realidad con esos espejismos que conservamos en nuestro guardarropa y gracias a los que, durante los tramos solitarios del camino ya recorrido, pretendimos remediar el vacío. Son momentos en los que tratamos de esquivar la verdad, esa verdad que sólo cada uno presume conocer, y nos deslizamos entre la suavidad con que nos acogen las sábanas de nuestros engaños más íntimos. Nos concedemos el placer de permitir que el criterio se marche de vacaciones para poder vagabundear con el imaginario de lo que nunca fuimos, hasta que alcanzamos ese occidente en el que la evidencia ya no es explicable sin el narcótico de la ficción.
Pero hay algo que sigo sin entender, y me inquieta: ni mi nombre ni mi dirección figuran en el anuario las páginas blancas.
Os dejo al claro de esta luna ya casi llena y yo me marcho a dar un paseo, tengo mucho sobre lo que reflexionar.

Oscar da Cunha

8 de septiembre de 2014