No sé por qué
sigo conservando el buzón en la puerta de casa, será por la nostalgia de
aquellos tiempos en los que, de vez en cuando, me sonreía la carta del pariente
lejano o, en pleno invierno Cantábrico, la postal del que se marchó buscando la
paz en Goa aterrizaba con la noticia fotografiada de que el sol seguía
existiendo. Incluso añoro aquellas facturas que en papel eran menos cuantiosas
que las que ahora consiguen que me tiemble el dedo al pulsar el correo
electrónico con el que llegan, avisándome de que ya fueron cargadas en mi
cuenta corriente coincidiendo con el día en que hubo saldo. No sé porqué lo
abro para sacar esa publicidad que me informa de las magníficas ofertas que no me
sirven para nada y que tampoco puedo comprar. Pero lo abro. Es uno de esos
gestos cotidianos que me niego a abandonar, como el de seguir acariciando la
tapicería de ese sillón de la entrada donde a mi viejo gato se le murió el
tiempo de esperarme.
Por eso lo
abrí. Se trataba de un sobre blanco, corriente, con mi nombre y dirección
impresos con tinta informática y sin remitente. Sello de 38 céntimos y
matasellos de Salamanca. Dentro, lo que parecía una carta con la compañía de
una amarilleada cuartilla doblada por la mitad.
Decidí empezar
por la carta.
Querido desconocido, te he escogido al azar
para compartir la experiencia humana más fascinante en la que jamás hayas participado.
Todos y cada uno vivimos nuestras vidas en
la ignorancia de que no somos seres aislados, con la indiferencia ante nuestros
semejantes que nos impone la falsa convicción de que únicamente nuestras
alegrías y tristezas, nuestros éxitos y fracasos nos pertenecen en exclusiva.
Apenas conseguimos elevar nuestros sentimientos más allá de ese pequeño círculo
con el que nos consideramos involucrados. Nos apartamos de quien no nos
comprende y despreciamos a cuantos no nos esforzamos por entender.
Pero no hay nada más alejado de la realidad.
Todos, los que somos y los que fuimos, formamos parte de una indivisible
entidad, y cuanto acontece a cada parte de este complejo organismo que llamamos
humanidad se aloja en nuestro preconsciente condicionando la naturaleza y el
designio de nuestro espíritu.
Te invito a acceder a esta gran obra compuesta
por el colectivo de nuestra especie y te aviso de que sólo serás capaz de disfrutar
la belleza de esta armonía que todos compartimos si consigues franquear la
barrera de tu propia censura de lo inmaterial. Observarás que la realidad
confunde sus fronteras con nuestra imaginación y el poder de ésta es ilimitado.
No rompas esta cadena, no recibirás perjuicio
a cambio por hacerlo, aquí no hay premio ni castigo. Por continuarla,
únicamente la evidencia de que el mundo que compartimos pertenece más a la
energía que nos une que a las distancias materiales que nos separan. Nunca
volverás a estar solo.
Elige al azar, como yo he hecho, el nombre y
la dirección de un desconocido —yo he utilizado el anuario de las paginas
blancas—. Copia esta carta pero adjunta un texto que quieras compartir
diferente del que yo te envío —esa es la premisa más importante de este
experimento—. Yo he seleccionado para ti un fragmento de una carta atribuida a
Albert Eisntein sobre la que quiero que reflexiones.
Y que tu intuición te guíe hasta la comunidad
de la conciencia natural.
Desdoblé la
cuartilla y leí el fragmento.
“No
puedo concebir un Dios personal que directamente influiría en las acciones de
los individuos, o directamente se sentaría a enjuiciar a las criaturas de su
propia creación. No puedo hacer esto a pesar de que la causalidad mecánica
hasta cierto punto, ha sido puesta en duda por la ciencia moderna. Mi
religiosidad consiste en una admiración humilde del espíritu infinitamente
superior que se revela en lo poco que nosotros, con nuestro entendimiento débil
y transitorio, podemos comprender de la realidad. La moralidad tiene la más
alta importancia, pero para nosotros, no para Dios.”
Todos estamos
aburridos de recibir, al abrir el correo electrónico, docenas de estas cadenas cargadas
de moralina que te invitan a reenviarlas a tus amistades bajo el augurio de que
los dioses, con sonrisa de domingo de Pentecostés, llamarán a tu puerta en el
plazo de unos días portando tus más profundos deseos envueltos en papel de
regalo. Aunque, por lo visto, las modas cambian y evolucionan siguiendo una oportuna
pauta estimulante que consiga regenerar nuestro interés. No dudé de que la
carta procediese de algún conocido que, amparado bajo el disfraz de mensajero
anónimo, hubiera puesto en marcha un mecanismo que terminase cerrando un
círculo en cuyo centro, su ego, consiguiese hacer acopio de las proteínas
equivalentes a un cocido madrileño. No obstante, y como nunca he considerado la
curiosidad como un defecto, decidí seguir su mismo proceso. Escogí, en las
páginas blancas, un apellido popular y una dirección de Jaén. Repetí la carta
que me había sido remitida y, pese a la advertencia, no me moleste en cambiar el
texto del fragmento adjunto, añadí la misma cuartilla que me habían dedicado. La
pereza sí se merece la reputación de defecto pero no recuerdo haber dicho en
ningún momento que yo no abuse de ella.
La envié, de
igual manera y sin remitente. Y olvidé el asunto.
Sigo sin saber
por qué conservo el buzón en la puerta de casa, la esperanza es lo último que se
pierde, y no soy capaz de convencerme de que algún día no recibiré la
comunicación de algún pariente misterioso legándome una paradisíaca isla en
cualquiera de los mares que no aparecen en los mapas. También la educación
cuenta, y no quiero perder las formas con esa araña que lleva meses viviendo
dentro y es la primera en saludarme al llegar.
Tardó un mes
en aparecer otro sobre, también blanco, aunque esta vez con forma apaisada. De
nuevo mi nombre, mi dirección, y el mismo importe de sello pero con la variante
de llevar estampilla de Zaragoza. Carta, y amarillenta cuartilla doblada por la
mitad.
Querido desconocido, aunque te he escogido
al azar no dejo de lamentar que no hayas sido capaz de confiar en la
experiencia humana más fascinante que jamás se te hubiera planteado. Todavía no
has conseguido traspasar esas barreras inmateriales que te impiden disfrutar la
belleza de esta armonía que todos compartimos. Acaso en esta ocasión decidas no
despreciar aquello que aún no alcanzas a entender, pero no dudes de que más
allá de lo que perciben nuestros sentidos se encuentra la verdad.
¿Quién pudiera saber que no te involucraste
a participar, que no cambiaste el fragmento que te fue enviado?, te
preguntarás. No busques entre nosotros conexiones ordinarias, el camino ya te
fue indicado y la respuesta sólo la podrás hallar en tu interior, en ese
interior en el que, si aprendes a observar, nunca encontrarás soledad. Cuando
te enfrentes al espejo, recuerda que lo que no se refleja es más importante que
la imagen que descubres. Y al levantarte, cada mañana, abre la parte de tu voluntad
donde se encuentra el cajón de los sueños olvidados, ellos guardan el secreto
de tu hoja de ruta.
¿Cómo
ha llegado hasta mí tu desconfianza por cuanto te fue revelado? Seguramente en
este momento te estés haciendo algunas preguntas. ¿Es posible que la armonía pueda
estar velada por tantas y tan diversas formas? ¿Será imposible encontrar una
expresión de la verdad que sea incluyente y no excluyente? ¿Habrá una enseñanza
de la sabiduría que venga a satisfacer la necesidad universalmente sentida? Ese
es el maravilloso misterio de la esencia que compartimos y quizás, ahora,
comprendas que el cuerpo no es más que la armadura que encierra nuestra
verdadera identidad, una coraza que no fue diseñada para protegernos ante los
demás sino con el fin de incubar nuestro intelecto. Manéjalo con la destreza
que te conduzca a vivir, pues esa pequeña parte que está al cómodo alcance de
la mano del indolente sólo permite el más primitivo nivel de supervivencia. La
luz del faro no sirve de guía para el barco sino para el hombre que lo
gobierna. El concepto se reduce, por consiguiente, a la actitud de cada
individuo, ya que ningún grupo es mayor que las unidades que lo integran.
Te devuelvo el fragmento que debiste
conservar, con la esperanza de que esta vez no te pierdas en el camino que ha de
llevarte hasta la comunidad de la conciencia natural.
Empiezo a
entender porqué conservo el buzón en la puerta de casa. Hay ocasiones en las
que la imaginación reivindica su autonomía y nos empuja a confundir la realidad
con esos espejismos que conservamos en nuestro guardarropa y gracias a los que,
durante los tramos solitarios del camino ya recorrido, pretendimos remediar el
vacío. Son momentos en los que tratamos de esquivar la verdad, esa verdad que
sólo cada uno presume conocer, y nos deslizamos entre la suavidad con que nos
acogen las sábanas de nuestros engaños más íntimos. Nos concedemos el placer de
permitir que el criterio se marche de vacaciones para poder vagabundear con el
imaginario de lo que nunca fuimos, hasta que alcanzamos ese occidente en el que
la evidencia ya no es explicable sin el narcótico de la ficción.
Pero hay algo
que sigo sin entender, y me inquieta: ni mi nombre ni mi dirección figuran en
el anuario las páginas blancas.
Oscar da Cunha
8 de septiembre de 2014