sábado, 26 de septiembre de 2015

ESCRITO EN EL AIRE

Vivimos con la impostura de tiempos heroicos, jactanciosos; tiempos en los que cada frase que se lanza al mundo, a este mundo que hemos infectado de modos y medios, no está exenta de una inflexión triunfal con la que demostrar que todos hemos nacido para ser escuchados; sin darnos cuenta, o no practicar la humilde inclinación de enterarnos de que casi todo cuanto pudo ser importante ya fue expresado. Inmersos en una espiral de pretéritas ideas inmortales, con la única intención de imprimirles un falso giro a la tuerca de las palabras para parecer originales. La crítica se considera un ataque porque el criticado, mientras se contempla el ombligo, nunca verá en los argumentos del crítico un mínimo atisbo de luz que le permitirá evolucionar, sino un afán de protagonismo que pondrá en peligro el suyo propio. Y a su vez, quien debería opinar, aportar, sólo consigue ver en el reflejo de su espejo un fiscal cuyo afán de destruir ha comprobado que en esta sociedad no se consiguen más aplausos construyendo.
Se engrandece a los que ya se fueron con la finalidad de igualarse a ellos, porque ya no están para demostrar el enanismo del pensamiento actual; y que ellos aprendieron escuchando y observando a los que también les precedieron, y a los que renunciaron al brillo de la fama con el fin de sumar —ocultos en la humildad de la sombra— para quienes consideraron mejor capacitados. Porque hubo un tiempo en el que las bambalinas arropaban la satisfecha sonrisa de las ideas, ideas para otros, que más valientes, no dudaron en pisar las tablas del escenario o el papel en blanco sin miedo a ir conquistando espacios de libertad, esa libertad que hoy creemos nuestra pero que malgastamos ignorando que realmente fue suya.
Llenamos con vanidad el libro de nuestras vidas, convencidos de no renunciar a ninguna de nuestras páginas. Páginas, la mayoría de ellas, escritas en el aire y que no serán sino el testimonio del fraudulento acomodo en un tiempo perdido, como un entreacto de la intención porque, usurpando la frase de George Sand: “No podemos arrancar una página del libro de nuestra vida, pero podemos tirar todo el libro al fuego”. Y quizá no sean más que cenizas, polvo de héroes sin causa, la única herencia de los tiempos actuales que recogerá la historia, una historia que se encargará de ventilar el humo sin fuego, porque sólo los que son capaces de arder en el infierno de la reflexión vuelven para contarnos, y a esos, ante los que nos negamos a escuchar porque para los dioses en que nos hemos convertido no cuenta la luz de las llamas más que el fulgor de las estrellas que jamás alcanzaremos, únicamente les dedicamos el perdón silencioso, un silencio que no alcance nuestras manipuladas conciencias más que en la oscuridad, esa oscuridad en ocasiones sincera pero cobarde en la que todos pretendemos sin comunicarlo alimentar el ego.
Y como vivimos en un momento de derechos sin deberes en el que todos tenemos el derecho a ser escuchados pero nunca el deber de escuchar a los demás, nuestra sociedad de sordos con bocina sólo evoluciona hacia un pasado en donde encontrar ese punto de posible retorno, que quizá fuera tan breve como una coma, en el que la voz del pensamiento cedió el paso al estruendo del rebaño. Un desorientado rebaño en el que cada uno se desboca por separado buscando la única verdad que le interesa, esa que sólo a él le otorga la razón. Y que de esa manera se confiere en la búsqueda de una sinrazón en la que ni siquiera Hamming sea capaz de encontrar la distancia que nos separa a cada uno de ella, y pese a que lo suyo, lo de Hamming, no fuese la palabra sino los números, me guardo su frase como oportuna para estos tiempos: “Cuídate de encontrar aquello que buscas.”

Oscar da Cunha

26 de septiembre de 2015 

domingo, 13 de septiembre de 2015

SIN EL HILO DE ARIADNA

A veces, voluntariamente me pierdo entre calles que creo conocer. Intentando ignorar dónde han empezado y pretendiendo descubrir que, tras doblar su última esquina, conseguiré tomar conciencia de que realmente no quiero ir a ninguna parte. Quizá, porque una vez leí que el único lugar donde merece la pena encontrarse es dentro de uno mismo, y para eso, cada paso con que avanzamos no es más que una renuncia, un intento de salir del sueño de la razón con el que vamos construyendo nuestra realidad y así, desde fuera, entrever lo que no conviene ser descubierto. Porque vivir es caminar dentro del laberinto, y como dijo José Bergamín: “El que sólo busca la salida no entiende el laberinto, y aunque la encuentre, saldrá sin haberlo entendido.”
            Y asumo que la búsqueda sin fin es el verdadero fin que justifica la búsqueda. Porque llegar al objetivo acaso sea patrimonio de los locos, o de los sabios que no son otra cosa que locos a los que otros locos les otorgaron el juicio porque se cansaron de buscar. Y entiendo a David, ese niño que, con su mochila llena de mapas, se ha cruzado ya varias veces en mi camino, y hasta me saluda, y hasta me cuenta. Me cuenta que vive con sus abuelos desde que sus padres desaparecieron en un accidente de coche, y él los busca. Y en ese laberinto del que no quiere salir, sabiendo que nunca los encontrará, porque ellos ya salieron sin entenderlo, soy yo el que entiende que lo que busca son las lágrimas que todavía no ha conseguido. Y es que así son las lágrimas, pequeñas gotas de realidad que huyen de un interior, nuestro, buscando el consuelo que somos incapaces de concederles porque la verdad, nuestra verdad, consiste en continuar perdidos.
            ¿Para qué intentar saber hacia dónde vamos si continuamos sin conocer de dónde venimos? Como el árbol, en su incesante crecer sin conseguir alcanzar ese cielo al que aspira sin pretenderlo porque son sus raíces, las que perdidas en el laberinto de la naturaleza, consiguen sostener la ilusión que justifica su vida. Como esa sinfonía que  nunca estará acabada mientras, vagabundos oyentes, interpreten entre sus compases, cada vez, diferentes recorridos dentro de cada uno de sus laberintos. O el vuelo del cisne, que parte, cada otoño, con la idea de volver hasta esa primavera que nunca es definitiva y lo sabe pero no se pregunta por qué. Porque entiende que el laberinto tiene esa virtud, que no es otra que hacernos girar en torno a nuestra mirada, la única capaz de entender ese paraíso del alma, buscar. Buscar hasta que se nos agote el aliento, continuar la búsqueda de los que nos precedieron y ceder el relevo a los que nos sustituirán por los caminos.
            Y porque antes que la vida, alguien creó el infinito, ese infinito al que todos nos dirigimos pero para eso vivimos dentro del laberinto, para nunca llegar a él, porque aunque exista no tiene sentido y porque si alguno lo alcanzara no encontraría más que la soledad, esa soledad de la que nos habló Octavio Paz y que posee un doble significado: “por una parte consiste en tener conciencia de sí; por la otra, es un deseo de salir de sí.” Y ante ambas consideraciones yo prefiero seguir perdido dentro de mi mismo, a la espera de compartir viaje con cuantos se quieran añadir y sin que nadie, ni siquiera Ariadna, nos preste un hilo para salir de nuestro laberinto.

Oscar da Cunha

13 de septiembre de 2015