lunes, 25 de marzo de 2013

LA CABAÑA

La Cabaña

  Seguro que todos habéis experimentado los mismos síntomas: después de un madrugón y una mañana con la agenda más apretada que las páginas amarillas, el estómago empieza, con sus característicos murmullos, a reclamar su dosis diaria. Con trabajos como el mío siempre te sorprende en el peor momento; la última visita estaba en la cumbre del más alto de los montes de la zona. Al subir, entre las cien mil curvas del camino, no me percaté de ningún restaurante; cierto es que, durante todo el ascenso, mi cabeza, centrada en el cliente que me esperaba, no me permitió disfrutar del espectáculo de esa mañana con el sol encendiendo los colores del paisaje, tampoco me pareció ver casa alguna ni indicios de civilización. Ya bajando, después de la curva de la guarida del águila y en la recta anterior al bosque de cipreses, apareció la cabaña de madera con el letrero:

COMIDAS CASERAS, NO HAY CARTA”.

Pottok

   Paré. No había ningún otro coche aparcado junto a la cabaña, pero el pottok1 que apaciblemente pastaba en la explanada lateral me persuadió. La puerta abierta del establecimiento, flanqueada por el tronco de un viejo roble, dejaba escapar ese olor a brasas que terminó de convencer a mi estómago. Ya dentro, me intranquilizó el bullicio que producían las animadas conversaciones de los numerosos comensales que ocupaban todas las mesas. Sin población en más de diez kilómetros a la redonda y sólo mi auto aparcado…Esto es tan insólito como un concierto de Bob Dylan lleno de adolescentes, pensé. Me acerqué a la barra, el tipo, con una servilleta de cuadros blancos y rojos sobre el hombro, se anticipó. 
  —Están todas las mesas ocupadas, puede sentarse en la del negro, se llama Sam, allá, junto al piano, siempre come solo y agradecerá un poco de conversación —Su tono de voz y sus vehementes ademanes no me dejaron opción a réplica. Llegas tarde, el timbre ha sonado hace cinco minutos, ¡siéntate en la última fila!, el profesor Basilio con su eterna regla de madera en la mano era implacable. Recordé que con diez años y una timidez arraigada  recorrer toda el aula bajo la burlona mirada de mis compañeros de clase…, hubiese preferido la regla, siempre despertaba más solidaridad, pero al parecer, aquella mañana, Basilio no le había cargado las baterías. 

  Recorrí el comedor y fueron pocos los que se percataron de mi presencia, todos seguían enfrascados en, aparentemente, apasionados coloquios.
  —¡Buen provecho Sam! —le solté al negro que se estaba despachando un plato de garbanzos con chorizo. Al mover la silla para sentarme comprobé, por su peso, que la madera de la que estaba hecha debió pertenecer a un árbol milenario. Sobre la mesa, que presentaba un aspecto irregular, ni cuadrado ni redondo, era justo el corte de un tronco, con la corteza aún adherida a sus bordes y casi un palmo de grosor, no había mantel y los mismos cuadros en las servilletas que la que portaba el tipo de la barra.  
  —Gracias —me contestó levantando la cuchara a modo de saludo.

  En un lateral del comedor, sobre una parrilla con brasas de carbón; las  costillas que se estaban dorando, desprendían un aroma que provocaron alaridos de ansiedad en mi estómago.    
  Al momento, el tipo de la barra apareció con un plato de barro y un juego de cubiertos.
  —Esa carne huele deliciosa —le dije apuntando con mi dedo hacia la parrilla.
  —¡Primero los garbanzos! ¡Tenga! Sírvase lo que quiera —me indicó señalando el puchero que estaba en el centro de la mesa —Por cierto, ¿es usted quien ha venido en ese coche de la entrada?
  —Sí —contesté—. ¿Molesta? ¿Debería dejarlo en otro sitio?
  —No, no es eso. Es que…, bueno por esta vez no importa —Dio media vuelta y, con una notable cojera en su pierna derecha, regresó a la barra. Volví a pensar en el grupo de adolescentes gritando como locas al ritmo de “Chimes of Freedom” de Dylan. Extraño.

  Devoré mi plato de garbanzos y unas cuantas costillas sin cruzar una sola palabra con el negro. En cualquier película de Charles Chaplin hubiese encontrado más diálogo, reflexioné mientras esperaba a que me sirvieran el café. Fue entonces, cuando Sam se levantó de la mesa y se sentó al piano, el bullicio del comedor cesó al instante. Su interpretación de “As time goes by” resultó magistral, una voz cascada y profunda inundó el local mientras sus dedos acariciaban las teclas del piano. Al mismo tiempo que su cabeza se movía al ritmo de la canción, la mayoría de comensales empezaron a escoger su pareja y comenzaron un baile sorteando las mesas del comedor. 
You must remember this
A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh.
The fundamental things apply
As time goes by

Debes recordar esto
un beso es sólo un beso, un suspiro es sólo un suspiro.
Las cosas fundamentales suceden
conforme pasa el tiempo 



  La luz del establecimiento bajó de intensidad, con las brasas aún refulgentes y, aquel grupo de hombres y mujeres vestidos con trajes de épocas tan distantes como dispares, la magia del ambiente me resultó irresistiblemente embriagadora. Elegantemente, las parejas se deslizaban bailando, llenando de glamour la vieja cabaña.  El camarero se sentó a mi mesa, y esta vez con voz amable me indicó.  
  —Tiene usted que marcharse, el baile ha comenzado y no puede quedarse aquí, de hecho no tendría que haber venido.
  —Perdone, pero no entiendo nada, ¿de dónde ha salido esta gente, y por qué tengo que marcharme?
  —Verá —aprecié en el camarero esa sensación de incomodidad para intentar explicar lo incomprensible—. Ese joven apuesto que está bailando con la rubia del vestido negro es Dorian Gray.
  —¿Y ella es…? —pregunté con cara de asombro.
  —Ana Karenina —contestó—. Y los dos individuos que siguen sentados, enfrascados en una discusión, son Sherlock Holmes y el Doctor Watson. La pareja que ahora pasa junto a nuestra mesa la forman Edmundo Dantés y Emma Bovary.
  —¿Me está diciendo que toda esta gente son personajes de novelas? ¿Protagonistas de la imaginación de famosos escritores?
  —Sí, y ese que está apoyado en la barra, observando con cara de pocos amigos es Eugenio de Aviraneta, siempre se ha comentado que Baroja era su sobrino-nieto —el camarero me miró durante unos instantes con expresión condescendiente—. No puede, ni tiene porqué entenderlo, tan sólo márchese y no me obligue a perder las formas delante de ellos. ¡Fuera de clase, estás expulsado! Saltó el Basilio, vete al despacho del jefe de estudios, él te hará una nota para entregar a tus padres, recordé la misma sensación.
  —¡Está bien! ¿Qué le debo por la comida? Las costillas estaban deliciosas.
  —Sigue sin entenderlo, aquí no cobramos nada. Váyase tranquilo —por primera vez le vi esbozar una sonrisa—. Y olvide cuanto ha visto, nadie le creerá.

  Al pasar junto al viejo roble que escoltaba la puerta, pude escuchar los primeros compases de “Unforgettable” de Nat King Cole. Sam estaba disfrutando, no me resultó difícil imaginar su cabeza ladeándose a izquierda y derecha y sus dientes blancos brillando bajo la tenue luz del local. Cogí mi coche y continué la bajada, derecha, izquierda, derecha, izquierda, aún quedaban muchas curvas hasta el pueblo más cercano.    
  Al llegar, paré frente al primer bar que encontré, me quedé un rato sentado en silencio. Por un momento pensé que me había quedado dormido dentro del auto y todo había sido un sueño, pero mi estómago me confirmó que los garbanzos y las costillas eran reales.
  Entré en el bar decidido a encontrar a alguien que me pudiera dar una explicación. La camarera y varios clientes que había en la barra, además de escrutarme como si acabara de bajar de una nave espacial,  me confirmaron que en toda aquella carretera comarcal nunca había existido ningún restaurante ni posada, nada semejante, ni siquiera había ningún caserío habitado. Con estupor pedí un café y me acodé en la barra. Por el rabillo del ojo vi un anciano sentado en una mesa con una copa de anís, no apartaba su mirada de mi. Al cabo, noté que me hacía un disimulado gesto para que me acercase, no dudé. Con un leve movimiento de su mano me invitó a sentarme.
  —No he podido evitar oír tus preguntas —Una sonrisa se asomaba por sus ojillos vivaces pese a su avanzada edad, tenía una nariz poderosa y unas orejas descomunales—. ¿Sabes? Estas tierras, estos montes, siempre han estado llenos de historias fantásticas: sorginak2, akelarres, lamiak3, por aquí todo lo inverosímil es posible, no es la primera vez que oigo hablar de esa cabaña. ¡Dime! ¿Había un pianista negro, y un camarero cojo?
  No os costará imaginar que una sensación de alivio mezclada con curiosidad me empujó a contarle, con todo detalle, lo que había presenciado ese mediodía.
  —Es la misma la historia —afirmó—. Los mismos personajes, la misma música, todo es igual —El anciano permaneció unos instantes con la mirada perdida en su copa de anís.
  —¡Por favor! ¡Explíquese! —Le supliqué.
  —Hace tanto tiempo…, pero lo recuerdo perfectamente. Yo tendría apenas once o doce años, poco antes de la guerra, y él ya era una celebridad. Les arreglaba el jardín para que cuando llegaran en verano todo estuviese bien cuidado, también hacía algunas chapucillas de mantenimiento, desde muy joven yo era muy vivo, siempre sabía sacarme unas perras para…, bueno eso no importa. ¿Conoces Itzea?
Itzea
  —Sí —contesté—. Es la casa de los Baroja, la que utilizaban para pasar los veranos.
  —Así es, y ahí sigue, a trescientos metros de aquí. Allí conocí a Don Pío, era un hombre extraordinario, muy viajado, muy culto. Yo no era más que un morroi4, pero él me cogió cariño y me contaba historias mientras paseábamos por el campo; me hablaba de Madrid, Pamplona, San Sebastián, yo no podía imaginar que hubiera pueblos tan grandes, nunca había salido de aquí, de Bera. Pero una noche, ya de madrugada, lo encontré especialmente excitado, nervioso. Él, que siempre conservaba una serenidad solemne. ¡Verás! Todo empezó en una mañana de agosto, le gustaba dar largos paseos para inspirarse y parase a escribir en la soledad del monte. Ese día  enfiló la subida a la montaña, en aquellos tiempos no era más que un camino de burros, te puedes imaginar. Más o menos a la hora de la comida se topó con la misma cabaña que tú me has descrito y vivió la misma experiencia. Desde aquella vez nadie ha vuelto a verla, por lo menos yo no sé de nadie que lo haya contado.
  —¿Y cómo lo interpretó Don Pío? ¿Qué hizo? —pregunté.
  —Era todo un carácter, él no dejaba las cosas así como así. Pasó todo el resto del día haciendo una copia del manuscrito en el que estaba trabajando y, al caer el sol, volvió a subir a la montaña. Según me contó, la cabaña ya no estaba en su lugar, junto al viejo roble, no había nada.
  —¿Y? —No era capaz de soportar los largos silencios del anciano.
  —Te resultará difícil de creer, Don Pío era un poco extravagante y, a veces, sus reacciones eran del todo inesperadas. Cavó un agujero junto al viejo roble y enterró allí la copia del manuscrito. Tiempo después, aquel manuscrito se convirtió en una de sus novelas más conocidas. No me preguntes el título, yo no soy muy leído, pero él mismo me lo confirmó pasados dos veranos, y me hizo jurar que nunca contara a nadie esta historia. Yo ya soy muy viejo y supongo que, como todo, ahora los juramentos también tendrán caducidad, y el mío, quizá quedó pasado de fecha con su fallecimiento. 
  Miré fijamente al anciano y malintencionadamente le pregunté:
  —¿Otra copita de anís?
  —¡Oh, no! Te lo agradezco, es el único placer que me permito, una sola copa para calentar el estómago, me quitaron el tabaco hace años, y ni siquiera tolero un vaso de vino en la comida. A mi edad siempre te preguntas lo mismo: ¿Qué es mejor, darle años a la vida o darles vida a los años? Yo elegí la primera opción, y tomes la que tomes siempre añoras la otra. Está más sobrio que un bebé en la incubadora, pensé. La idea ya me explotaba en la cabeza, pero aún quería asegurarme.
  —¡Bueno! —le solté—. Muchas gracias por la conversación pero tengo que seguir trabajando.
  —¡Ay que envidia me das! —contestó con gesto abatido— Llegar a viejo resulta aburrido, si te juntas con los de tu quinta, sólo se habla de los achaques de cada uno; únicamente me queda dar algún corto paseo por los alrededores y escuchar la radio. La tele ni la enciendo no soporto las porquerías que ponen. ¡Vaya!, me dije, tampoco le patina el embrague, es un viejo modelo pero sigue funcionando.
  Nos despedimos con un apretón de manos y, a al pasar por la barra, le dejé pagada dos copas de anís; él, mañana volvería a sentarse en la misma mesa.

  Cogí el coche y volví a retomar la carretera de las cien mil curvas. Siempre llevo en el maletero algunos ejemplares de mi novela. Esta vez no me esperaba ningún cliente pero hice sudar a los caballos del motor. Aunque aún quedaban horas de luz, la tarde iba avanzando. Tardé más de lo que hubiera deseado en atravesar el bosque de los cipreses, allí estaba la explanada, justo antes de la curva de la guarida del águila. El pottok seguía triscando hierba unos metros más abajo y, como era de esperar, junto al viejo roble no había absolutamente nada.
  No tardé en encontrar una piedra que se ajustara a mis necesidades, ni muy grande ni pequeña, con algún borde afilado. No me molesté ni en remangarme la camisa y empecé a cavar un hoyo lo más cercano al viejo roble. ¿Te acuerdas de aquel equipo plegable de explorador que te vendían por cuatro euros? Recordé ¿Qué son cuatro euros? Por suerte, la semana anterior había llovido mucho en la zona, y el terreno estaba blando. Cuando ya había conseguido profundizar unos cuarenta centímetros, mis manos ya no resistieron más golpes y por mis dedos de la mano derecha empezaron a sangrar varias heridas, decidí que ya era suficiente. Como pude me limpié las manos con un trapo que llevaba en la guantera y como si de un ceremonial sagrado se tratara, cogí un ejemplar de “La sonrisa de La Magdalena” y lo deposité en el fondo. Tapé el agujero y lo disimulé con piedrillas y algún trozo de ramas partidas.

  Empezaba a oscurecer cuando me despedí del viejo roble y enfilé por última vez la bajada de aquella montaña, esta vez lentamente. Soñar y conducir al mismo tiempo no es recomendable. Tampoco me olvidé de escribir una dedicatoria antes de enterrar el libro, pero esa no os la cuento, seguro que la dentadura de Sam brillará al leerla.   

1.  Nombre, que en euskera, se le da a una raza de caballos de pequeña envergadura que habitan desde la antigüedad las zonas montañosas de la Cordillera Cantábrica.  

2.  Bruja en euskera

3.  En euskera, seres mitológicos, habitualmente femeninos que habitan en ríos, se les relaciona con la diosa Mari.

4.  En euskera, criado, ayudante

Oscar da Cunha

25 de Marzo de 2013

jueves, 14 de marzo de 2013

EL PATITO FEO


  A él no lo conocí hasta ayer; con su madre tengo más relación, solemos coincidir en la misma cafetería a primera hora de la mañana, antes de enfrentarnos, ambos, cada uno a nuestra labor diaria. Pero ya, por costumbre, él suele ser siempre el motivo de nuestra conversación. Unai ha hecho esto, a Unai le gusta lo otro… A decir verdad, más que conversaciones lo habitual es un monólogo que yo escucho admirando el embrujo con el que ella me cuenta las hazañas diarias de su hijo. Me fascina ver como se iluminan sus ojos verdes cada vez que un nuevo halago sale de entre sus labios. He aprendido de memoria la lista de los escritores preferidos de Unai, asimismo conozco sus gustos sobre pintura, y sé que sueña con poder saludar personalmente a Antonio López, yo también. Le encantan los viejos discos de Loquillo, pero eso es porque con él se ha cruzado varias veces por la calle, yo también.

  —No obstante, detalles aparte, las virtudes de Unai están en su gran corazón —me cuenta—. Ama dame un beso, no sólo al llegar a casa o al despedirme, cualquier momento le parece idóneo para manifestarme su cariño. Ama hoy estás muy guapa. Ama ¿se puede querer más de lo que yo te quiero a ti? Ama yo no te dejaré nunca, tú y yo siempre estaremos juntos —En esos momentos sus ojos verdes dejan escapar alguna pequeña lágrima de felicidad.
  »Los vecinos lo adoran, siempre está dispuesto a cualquier favor, a subirle los recados a la anciana del tercero, a bajarle la basura a José Ramón, el de nuestra izquierda, que simplemente es un vago. Incluso, confía en él una joven pareja del segundo derecha y le dejan al cuidado de su pequeño, que ahora tiene cuatro años, cuando la noche de su aniversario de bodas salen a cenar.

  Y ayer por fin conocí a Unai, era sencillamente una visita al dentista, pero la hora que tenía concertada coincidía pocos minutos después de nuestro café diario. En cuanto me vio no dudó en dirigirse hacia mí.
  — ¡Tú eres Oscar!, Ama me habla a veces de ti —Me sorprendió rodeándome con sus fuertes brazos y no se reprimió en estamparme dos cariñosos besos—. Ama me ha dicho que tu escribes, a mi me gusta mucho leer, sobre todo a Julio Verne y Herman Melville. ¿Sabes? Yo de mayor voy a ser escritor, ya he empezado una novela. El protagonista, el capitán Nemo, inventa una máquina para salvar a Moby Dick, porque se ha enamorado de ella…
  Durante un largo rato, que para mi resultó excesivamente corto, me hizo soñar con valerosos navegantes, desveladas heroínas como su Ama, y paisajes llenos de color y aroma de azahar, su favorito.
  Mientras me hablaba no se soltó ni un instante de mi mano, su contacto me trasmitió una intensa sensación de serenidad, una placentera calidez que sólo se percibe cuando te encuentras ante un personaje excepcional, un eterno adolescente lleno de propósitos con los que transformar este mundo en el auténtico paraíso. Si tuviera que escoger una palabra para definir los pocos minutos que pasé en contacto con él, sin duda, sería felicidad.     
  A Unai la naturaleza le ha regalado un gran don, un corazón de oro y una mirada de ángel, pero esta repugnante sociedad en la que vivimos terminará marginándolo, nunca le perdonará esa copia extra del cromosoma 21. Pese a que sus alas son invisibles, su cara no consigue disimular los delatadores rasgos que identifican a todos los nacidos con el síndrome de Down.

Oscar da Cunha
14 de Marzo de 2013

sábado, 9 de marzo de 2013

FANTASÍA CROMÁTICA A CUATRO MANOS (2ª)

En fa menor
“INVIERNO”

Aggiacciato tremar tra nevi algentiAl severo spirar d'orrido Vento,Correr battendo i piedi ogni momento;E pel soverchio gel batter i denti;Passar al foco i di quieti e contentiMentre la pioggia fuor bagna ben centoCaminar Sopra 'l ghiaccio, e à passo lentoPer timor di cader girsene intenti;Gir forte sdrucciolar, cader à terraDi nuovo ir sopra 'l ghiaccio e correr forteSin che 'l ghiaccio si rompe, e si disserra;Sentir uscir dalle ferrate porteScirocco, Borea, e tutti i Venti in guerraQuest'è 'l Verno, mà tal, che gioja apporte.                                                     Antonio Vivaldi

Allegro non molto

  Una lluvia impenitente cae sin darse siquiera un atisbo de descanso. Desde hace tres días, las habituales gotas han cedido el paso a chorros enfurecidos que rebotan contra el suelo. La lluvia no es lluvia, las nubes descargan  piscinas celestiales sobre la tierra castigándola con densas cortinas de agua que distorsionan la realidad y hacen inútiles nuestros paraguas como si quisieran borrar todos los pecados cometidos, limpiar con energía toda la suciedad ambiente. El río se hace eco del mensaje y baja crecido desbordando el cauce con su tremendo poderío frente a los vanos esfuerzos de los humanos por domeñar tan temible intento. Son días en los que la madre naturaleza se dispone a mostrar su poderoso músculo para recordarnos que ante ella somos  sólo  minúsculas y pretenciosas hormiguitas; que, si quiere, puede cegar nuestro hormiguero, ganarnos la partida...      

            A mi, la mar, con su poderosa soberbia, me insta a retroceder mis pasos sobre la nieve y buscar refugio en mis interiores. Como todos los años, fiel al calendario, el invierno se encarga de convertirla en pregonera de fríos, nieves y tempestades, en territorio hostil; espectáculo en el que no estoy invitado a participar, consintiendo llevarme tan sólo el aroma de la sal y el recuerdo de los bailes otoñales entre sus olas.
  Blanco por esa espuma marina que añora recuperar territorios que le fueron robados. Ese blanco que comienza a atrapar mi mirada, invadiendo mi hoja de ruta, preparándola para los aconteceres que volverán a escribir una nueva página de mi historia, hoy todavía expectante. Blanco por ese suelo tapizado con las primeras nieves que limpian mi memoria convenciéndome de que cualquier tiempo pasado tan sólo fue anterior. Blanco como el frío húmedo que hoy llega del noroeste, cicatrizando heridas, anunciando que es momento de sacudirse las sombras que dejó el curso anterior.

  Invierno que, como en cada nuevo ciclo, improvisa su llegada, tempestuosa, brutal, y nos empuja a refugiarnos en renovadas esperanzas, a afrontar una nueva fase que como las anteriores será diferente, con alegrías y desengaños, con sueños que verán la amanecida y jarrones que ya no se podrán recomponer.

  Abro los ojos a duras penas. Ya es tarde pero una luz lechosa apenas logra aún hacer visible el interior de la alcoba. Con gran esfuerzo, consigo desasirme del abrazo cálido con el que intenta retenerme el edredón. Entonces me acerco despacio a la ventana reteniendo la respiración para que su vaho no nuble  esa fantasía de nervaduras vegetales dibujadas por un pincel de hielo. Forman un delicado encaje  entretejido con gruesos lagrimones de lluvia congelada.

  Mientras admiro la filigrana laboriosamente grabada por el frío en el cristal, afuera, una inmensa capa de piel de hielo cubre la calle y las ramas muertas de los árboles. Tan sólo un silencio sonoro presta su música muda al bello y triste espectáculo. Tiempo de hibernación para los seres vivos. ¿Qué será de los sin techo?

  La resplandeciente belleza de la nieve virgen es efímera en mi ciudad. Bastarán dos grados de más y un repentino chaparrón para verla derretirse en agua transparente. Bastará también con que un par de coches se atreva a ensuciar su pureza con ese rastro de goma negra y pegajosa convirtiéndola en un repulsivo engrudo gris. ¿Cómo se atreven a engolfar así a la reina del invierno?

  Pero amiga, dejemos la ciudad, acompáñame al bosque donde hay mil paseos en los que el invierno nos muestra su pureza regeneradora, maderas que ya dejaron de serlo y nuevos brotes que empiezan a desperezarse bajo el frío, como yo mismo que fui fruto de esta cosecha. ¡Mira allí!, junto al roble desnudo, la veterana encina que esconde bajo la nieve pura, que cubren sus hojas, secretos que en primavera nos serán revelados. Y la mimosa, en la curva de los sueños, intentando añadir más color al paisaje, aprovechando esta ligera brisa para deshacerse de la fina capa de polvo blanco y animarnos con sus borlas amarillas, llenando con su perfume este rincón donde la fantasía es pura realidad. Por eso la llaman la curva de los sueños.      

 Largo
  Ya entre las viejas coníferas encuentro el sosiego, grabando mis huellas sobre el impoluto camino que ha dejado la primera invernada. La nieve se añila con el reflejo de ese cielo brillante y consigo imaginar el mundo como me gusta, azul. Esos compases de silencio que envuelven el bosque hoy atemperan mi memoria, y recupero la sorpresa en los ojos de aquél niño que atrapó con su mano el primer copo de nieve, que lanzó su primera bola contra el guiño de aquella morenita del tercero, nunca tuve buena puntería, pero ella lo interpretó mejor y conseguí una segunda sonrisa.
  La alfombra blanca entierra las hojas llenas de recuerdos que fueron tallando mi agenda durante el año. Melancólicas, algunas; rasgadas y rotas, otras, por los mil errores de los que tuve que aprender; las dulces y húmedas procuro rescatarlas, sólo esas quiero que formen parte de mi pasado. Ahora, en este nuevo paseo por el viejo bosque cada pisada constituye una nueva huella en el camino, el rastro de una andadura por un suelo que se ha convertido en blanco, puro, y que pronto desparecerá con el cambio de estación, pero debemos acostumbrarnos a que nuestros pasos, así como nuestra propia presencia, no son inmortales.
  De la naturaleza cambiante debemos aprender que la vida se renueva cada ciclo, que uno no debe anclarse en los lastres del pasado, que la sabiduría permanece inmutable bajo los hielos y es sólo ésta la que merece la pena.
  Con el respeto que se merece, sacudo al veterano abeto y recibo la nevada que éste me regala, refrescante, reparadora, bajo un cielo perfecto.  Entre sus agujas, ahora verdes, distingo tantos errores que no deberán repetirse, viejas memorias acumuladas a lo largo del camino anual. ¿Olvidar? No es ese el propósito, todo gira  y se renueva, esa es la lección de las estaciones. ¡Aprender! Ahí está la clave, mantenerse siempre erguido como tú, abeto centenario. Volverán a deslumbrarte primaveras con sus colores, volverán a sofocarte veranos con sus calores, pero siempre habrá otros inviernos que te conviertan en el dueño y señor de los fríos, acompañante blanco de este paseo que nos devuelve la esperanza de que pese a todo, nuestros sueños sobrevivan.   

  El viento se llevó el romanticismo del otoño, con sus recuerdos, dejándonos una naturaleza casi desnuda sin rojizos ni dorados; un paisaje sin añoranzas, pero con la esperanza de una nueva primavera como el aroma que hoy nos trae el jazmín. De un nuevo amanecer multicolor como las prímulas. Y el rojo de esas bolitas de acebo, junto al arroyo, que no llegó a congelarse, anuncio de nuevas pasiones que durante el resto del año deberemos aprovechar.
  No desperdiciemos la escasa luz de los días que acorta la estación para acariciar al nogal desnudo, para consolar al sauce que llora por sus hojas que ventearon tantas memorias. Me abrazo al indigente castaño, que ahora, con su alma aterida necesita mi calor tanto como yo, en verano, agradeceré la sombra bajo la que iré tallando mi piedra.
  ¡Mira allí! entre las nieves que acumula el abedul se esconde la lechuza, esperando la larga noche; sabe que con las muchas horas de oscuridad su trabajo será más fácil, de ella aprendemos que la paciencia es la actitud que nos ayuda a soportar contratiempos y dificultades. Admira el vuelo del águila bajo la nevada, majestuoso; silenciosa nos enseña con su planeo que la elegancia reside en la eficacia y sencillez.   

Allegro
  Mientras recorro el parque, observo los estragos de los vientos de invierno: ramas heridas, ramas muertas, brutalmente desgajadas de los troncos de viejos árboles devastados. Aún me falta cruzar el puente sobre el río helado. Cuando haya logrado atravesarlo luchando denodadamente por mantener el equilibrio, sabré que, una vez más, el gorro de lana, bien calado, no habrá podido evitar que mis orejas se hayan vuelto de cera; que la gruesa bufanda no habrá impedido que un extraño rubor frío haya enrojecido mis mejillas, y que mis labios apretados se habrán cuarteado hasta el dolor. Con nariz de payaso llegaré al fin a mi destino intentando sonreír. "Buenos días", por decir algo.

  Así es la naturaleza del tempus hibernum, nos alecciona renunciando a esas partes de nuestra breve pero intensa historia que ya no suman en nuestro arqueo, ramas muertas, heridas, desgajadas… No temas, amiga, la prueba del puente sobre el helado río, forma parte de ese ritual de iniciación al nuevo ciclo que, de momento y hasta que nuestros inviernos se agoten, seguiremos superando. Es el ensayo sobre el equilibrio por el que nuestra propia vida transcurre y que en cada nueva luna aprendemos a atravesar con más aplomo.

  Pero este tiempo es de agradecimiento: “Allegro”, pese al frío, pese a las mejillas ruborizadas, es el momento de lucir esa nariz de payaso, es la ocasión para sonreír y provocar sonrisas, para agradecer un nuevo amanecer que llega vestido de blanco, como se accede con la ilusión de un nuevo futuro a ese matrimonio con la vida.
  Ya están sonando los compases finales de este tempo de invierno, bajo los últimos fríos nos apresuramos a dedicarles un baile de despedida que no es más que la bienvenida del primer verdor que traerá el equinoccio, cuando nacerán las nuevas hojas en las seguiremos imprimiendo nuestro cuaderno de bitácora. Aprovechemos esta coreografía final para grabar nuestras promesas sobre el blanco suelo, bajo las pisadas de esta danza concluyente florecerán en primavera nuestros sueños. Y abandonemos ya el parque, dejemos que el silencio se incorpore a la belleza del paisaje; retomaremos el camino cuando los colores inunden cualquier otro jardín y nuestras ilusiones empiecen a contagiarse de las nuevas tonalidades.




Milagros del Corral
Oscar da Cunha

Invierno 2013



sábado, 2 de marzo de 2013

LA LEYENDA DEL NIÑO Y EL MAR




  No estoy completamente seguro de que la historia que voy a contaros sea del todo cierta, aunque así me la trasmitieron a mí y así se sigue contando; pero en parte, y sólo en parte, pude ser testigo de alguno de los sucesos que sobrevinieron.

  En aquel año, el niño no tendría más de doce o trece años y yo ya empezaba a peinar mis primeras canas, sólo las primeras, esas que más te sorprenden porque te confirman que la madurez te está pillando desprevenido.
  Él, lucía un largo pelo rubio natural, oxigenado por las largas sesiones de sol y salitre sobre su tabla de surf. Coincidimos muchas tardes en el aparcamiento, frente a la playa, mientras cada uno se embutía en su traje de neopreno, él siempre bajo la inquieta mirada de su padre al que consiguió convertirlo en su chofer. Aunque compartimos más de una ola nunca llegamos a saludarnos, él por la lógica timidez de la edad, y yo por esa estúpida sensación de prepotencia que nos atribuimos los que ya llevamos incontables mareas con victorias y derrotas. Jamás le vi dudar ante unas condiciones adversas: frió, lluvia, viento, o maretón -como llamamos a esos días en los que el océano nos lanza sus embestidas más potentes-. A lo largo del tiempo pude apreciar como su nivel progresaba a la misma velocidad que su pasión por el mar, y en más de una ocasión le vi esbozar una sonrisa de satisfacción al robarme alguna ola. Al cabo, su complicidad con el medio marino lo fue transformando en un elemento más de las especies costeras. Y puedo aseguraros que, en ocasiones, un delfín que decidió acompañarnos en nuestros bailes siempre prefirió su ola; de entre todos, él fue el elegido para ese juego nupcial, conseguí disfrutar escenas que ambos compartieron como un cortejo entre cónyuges con el mismo frenesí.
  Sus sesiones en el agua pronto empezaron a convertirse en más largas que las mías, y yo, al salir, contemplaba el desasosegado deambular de su padre por el paseo de la playa.

  Aquella tarde, ya casi noche, la marea depositó suavemente su tabla, intacta, sobre la arena. No podré olvidar jamás el lamento desagarrado de su padre al verla. Los que allí quedábamos nos lanzamos frenéticamente al agua, todos conocíamos al chaval y compartíamos la misma simpatía y admiración por su coraje. Las unidades de salvamento marino fueron alertadas. Ninguno pudimos dormir esa noche. Las labores de búsqueda continuaron durante varios días sin resultado, extrañamente su cuerpo nunca fue encontrado y el mar tiene por costumbre devolver a tierra a sus víctimas, en aquél momento nació la leyenda. Cuentan que su pasión lo convirtió en delfín y desde entonces son muchos los que aseguran que los han visto bailar juntos entre las olas, dos compañeros que aparecen cada atardecer disfrutando las montañas de agua entre risas. Yo nunca lo he hecho, sólo saludo tristemente a su padre, que cada tarde recorre el paseo marítimo, sin abandonar la esperanza de volverlo a abrazar y, con la mirada perdida en el horizonte, busca a su delfín.

Oscar da Cunha

2 de Marzo de 2013