La Cabaña |
Seguro que todos habéis experimentado
los mismos síntomas: después de un madrugón y una mañana con la agenda más
apretada que las páginas amarillas, el estómago empieza, con sus
característicos murmullos, a reclamar su dosis diaria. Con trabajos como el mío
siempre te sorprende en el peor momento; la última visita estaba en la cumbre
del más alto de los montes de la zona. Al subir, entre las cien mil curvas del
camino, no me percaté de ningún restaurante; cierto es que, durante todo el
ascenso, mi cabeza, centrada en el cliente que me esperaba, no me permitió
disfrutar del espectáculo de esa mañana con el sol encendiendo los colores del
paisaje, tampoco me pareció ver casa alguna ni indicios de civilización. Ya
bajando, después de la curva de la guarida del águila y en la recta anterior al
bosque de cipreses, apareció la cabaña de madera con el letrero:
Pottok |
Paré. No había ningún otro coche aparcado
junto a la cabaña, pero el pottok1 que apaciblemente pastaba en la
explanada lateral me persuadió. La puerta abierta del establecimiento,
flanqueada por el tronco de un viejo roble, dejaba escapar ese olor a brasas que
terminó de convencer a mi estómago. Ya dentro, me intranquilizó el bullicio que
producían las animadas conversaciones de los numerosos comensales que ocupaban
todas las mesas. Sin población en más de diez kilómetros a la redonda y sólo mi
auto aparcado… Esto es tan insólito como un concierto de Bob Dylan lleno de
adolescentes, pensé. Me
acerqué a la barra, el tipo, con una servilleta de cuadros blancos y rojos
sobre el hombro, se anticipó.
—Están todas las mesas ocupadas, puede
sentarse en la del negro, se llama Sam, allá, junto al piano, siempre come solo
y agradecerá un poco de conversación —Su tono de voz y sus vehementes ademanes
no me dejaron opción a réplica. Llegas
tarde, el timbre ha sonado hace cinco minutos, ¡siéntate en la última fila!, el
profesor Basilio con su eterna regla de madera en la mano era implacable.
Recordé que con diez años y una timidez arraigada recorrer toda el aula bajo la burlona mirada
de mis compañeros de clase…, hubiese preferido la regla, siempre despertaba más
solidaridad, pero al parecer, aquella mañana, Basilio no le había cargado las
baterías.
Empezaba a oscurecer cuando me despedí del
viejo roble y enfilé por última vez la bajada de aquella montaña, esta vez
lentamente. Soñar y conducir al mismo tiempo no es recomendable. Tampoco me
olvidé de escribir una dedicatoria antes de enterrar el libro, pero esa no os
la cuento, seguro que la dentadura de Sam brillará al leerla.
Recorrí el comedor y fueron pocos los que se
percataron de mi presencia, todos seguían enfrascados en, aparentemente,
apasionados coloquios.
—¡Buen provecho Sam! —le solté al negro que
se estaba despachando un plato de garbanzos con chorizo. Al mover la silla para
sentarme comprobé, por su peso, que la madera de la que estaba hecha debió
pertenecer a un árbol milenario. Sobre la mesa, que presentaba un aspecto
irregular, ni cuadrado ni redondo, era justo el corte de un tronco, con la
corteza aún adherida a sus bordes y casi un palmo de grosor, no había mantel y
los mismos cuadros en las servilletas que la que portaba el tipo de la barra.
—Gracias —me contestó levantando la cuchara a
modo de saludo.
En un lateral del comedor, sobre una parrilla con
brasas de carbón; las costillas que se
estaban dorando, desprendían un aroma que provocaron alaridos de ansiedad en mi
estómago.
Al momento, el tipo de la barra apareció con
un plato de barro y un juego de cubiertos.
—Esa carne huele deliciosa —le dije apuntando
con mi dedo hacia la parrilla.
—¡Primero los garbanzos! ¡Tenga! Sírvase lo
que quiera —me indicó señalando el puchero que estaba en el centro de la mesa —Por
cierto, ¿es usted quien ha venido en ese coche de la entrada?
—Sí —contesté—. ¿Molesta? ¿Debería dejarlo en
otro sitio?
—No, no es eso. Es que…, bueno por esta vez
no importa —Dio media vuelta y, con una notable cojera en su pierna derecha, regresó
a la barra. Volví a pensar en el
grupo de adolescentes gritando como locas al ritmo de “Chimes of Freedom” de
Dylan. Extraño.
Devoré mi plato de garbanzos y unas cuantas
costillas sin cruzar una sola palabra con el negro. En cualquier película de Charles Chaplin
hubiese encontrado más diálogo, reflexioné mientras esperaba a que me sirvieran
el café. Fue entonces, cuando
Sam se levantó de la mesa y se sentó al piano, el bullicio del comedor cesó al
instante. Su interpretación de “As
time goes by” resultó magistral, una voz cascada y profunda inundó el local
mientras sus dedos acariciaban las teclas del piano. Al mismo tiempo que su
cabeza se movía al ritmo de la canción, la mayoría de comensales empezaron a
escoger su pareja y comenzaron un baile sorteando las mesas del comedor.
You must remember this
A kiss is just a kiss, a sigh is just a sigh.
The fundamental things apply
As time goes by
Debes recordar esto
un beso es sólo un beso, un suspiro es sólo un suspiro.
Las cosas fundamentales suceden
conforme pasa el tiempo
La luz del
establecimiento bajó de intensidad, con las brasas aún refulgentes y, aquel
grupo de hombres y mujeres vestidos con trajes de épocas tan distantes como
dispares, la magia del ambiente me resultó irresistiblemente embriagadora.
Elegantemente, las parejas se deslizaban bailando, llenando de glamour la vieja
cabaña. El camarero se sentó a mi mesa,
y esta vez con voz amable me indicó.
—Tiene usted que marcharse, el baile ha comenzado y no puede quedarse
aquí, de hecho no tendría que haber venido.
—Perdone, pero no entiendo nada, ¿de dónde ha salido esta gente, y por
qué tengo que marcharme?
—Verá —aprecié en el camarero esa sensación de incomodidad para intentar
explicar lo incomprensible—. Ese joven apuesto que está bailando con la rubia
del vestido negro es Dorian Gray.
—¿Y
ella es…? —pregunté con cara de asombro.
—Ana
Karenina —contestó—. Y los dos individuos que siguen sentados, enfrascados en
una discusión, son Sherlock Holmes y el Doctor Watson. La pareja que ahora pasa
junto a nuestra mesa la forman Edmundo Dantés y Emma Bovary.
—¿Me está diciendo que toda esta gente son personajes de novelas?
¿Protagonistas de la imaginación de famosos escritores?
—Sí, y ese que está apoyado en la barra, observando con cara de pocos
amigos es Eugenio de Aviraneta, siempre se ha comentado que Baroja era su
sobrino-nieto —el camarero me miró durante unos instantes con expresión
condescendiente—. No puede, ni tiene porqué entenderlo, tan sólo márchese y no
me obligue a perder las formas delante de ellos. ¡Fuera de clase, estás expulsado! Saltó el Basilio, vete al despacho
del jefe de estudios, él te hará una nota para entregar a tus padres, recordé
la misma sensación.
—¡Está bien! ¿Qué le debo por la comida? Las
costillas estaban deliciosas.
—Sigue sin entenderlo, aquí no cobramos nada.
Váyase tranquilo —por primera vez le vi esbozar una sonrisa—. Y olvide cuanto
ha visto, nadie le creerá.
Al pasar junto al viejo roble que escoltaba
la puerta, pude escuchar los primeros compases de “Unforgettable” de Nat King
Cole. Sam estaba disfrutando, no me resultó difícil imaginar su cabeza
ladeándose a izquierda y derecha y sus dientes blancos brillando bajo la tenue
luz del local. Cogí mi coche y continué la bajada, derecha, izquierda, derecha,
izquierda, aún quedaban muchas curvas hasta el pueblo más cercano.
Al llegar, paré frente al primer bar que
encontré, me quedé un rato sentado en silencio. Por un momento pensé que me
había quedado dormido dentro del auto y todo había sido un sueño, pero mi
estómago me confirmó que los garbanzos y las costillas eran reales.
Entré en el bar decidido a encontrar a
alguien que me pudiera dar una explicación. La camarera y varios clientes que
había en la barra, además de escrutarme como si acabara de bajar de una nave
espacial, me confirmaron que en toda
aquella carretera comarcal nunca había existido ningún restaurante ni posada,
nada semejante, ni siquiera había ningún caserío habitado. Con estupor pedí un
café y me acodé en la barra. Por el rabillo del ojo vi un anciano sentado en
una mesa con una copa de anís, no apartaba su mirada de mi. Al cabo, noté que
me hacía un disimulado gesto para que me acercase, no dudé. Con un leve
movimiento de su mano me invitó a sentarme.
—No he podido evitar oír tus preguntas —Una
sonrisa se asomaba por sus ojillos vivaces pese a su avanzada edad, tenía una
nariz poderosa y unas orejas descomunales—. ¿Sabes? Estas tierras, estos
montes, siempre han estado llenos de historias fantásticas: sorginak2,
akelarres, lamiak3, por aquí todo lo inverosímil es posible, no es
la primera vez que oigo hablar de esa cabaña. ¡Dime! ¿Había un pianista negro,
y un camarero cojo?
No os costará imaginar que una sensación de
alivio mezclada con curiosidad me empujó a contarle, con todo detalle, lo que
había presenciado ese mediodía.
—Es la misma la historia —afirmó—. Los mismos
personajes, la misma música, todo es igual —El anciano permaneció unos
instantes con la mirada perdida en su copa de anís.
—¡Por favor! ¡Explíquese! —Le supliqué.
—Hace tanto tiempo…, pero lo recuerdo
perfectamente. Yo tendría apenas once o doce años, poco antes de la guerra, y
él ya era una celebridad. Les arreglaba el jardín para que cuando llegaran en
verano todo estuviese bien cuidado, también hacía algunas chapucillas de
mantenimiento, desde muy joven yo era muy vivo, siempre sabía sacarme unas
perras para…, bueno eso no importa. ¿Conoces Itzea?
Itzea |
—Sí —contesté—. Es la casa de los Baroja, la
que utilizaban para pasar los veranos.
—Así es, y ahí sigue, a trescientos metros de
aquí. Allí conocí a Don Pío, era un hombre extraordinario, muy viajado, muy
culto. Yo no era más que un morroi4, pero él me cogió cariño y me
contaba historias mientras paseábamos por el campo; me hablaba de Madrid, Pamplona,
San Sebastián, yo no podía imaginar que hubiera pueblos tan grandes, nunca
había salido de aquí, de Bera. Pero una noche, ya de madrugada, lo encontré
especialmente excitado, nervioso. Él, que siempre conservaba una serenidad
solemne. ¡Verás! Todo empezó en una mañana de agosto, le gustaba dar largos
paseos para inspirarse y parase a escribir en la soledad del monte. Ese
día enfiló la subida a la montaña, en
aquellos tiempos no era más que un camino de burros, te puedes imaginar. Más o
menos a la hora de la comida se topó con la misma cabaña que tú me has descrito
y vivió la misma experiencia. Desde aquella vez nadie ha vuelto a verla, por lo
menos yo no sé de nadie que lo haya contado.
—¿Y cómo lo interpretó Don Pío? ¿Qué hizo?
—pregunté.
—Era todo un carácter, él no dejaba las cosas
así como así. Pasó todo el resto del día haciendo una copia del manuscrito en
el que estaba trabajando y, al caer el sol, volvió a subir a la montaña. Según
me contó, la cabaña ya no estaba en su lugar, junto al viejo roble, no había
nada.
—¿Y? —No era capaz de soportar los largos
silencios del anciano.
—Te resultará difícil de creer, Don Pío era
un poco extravagante y, a veces, sus reacciones eran del todo inesperadas. Cavó
un agujero junto al viejo roble y enterró allí la copia del manuscrito. Tiempo
después, aquel manuscrito se convirtió en una de sus novelas más conocidas. No
me preguntes el título, yo no soy muy leído, pero él mismo me lo confirmó
pasados dos veranos, y me hizo jurar que nunca contara a nadie esta historia.
Yo ya soy muy viejo y supongo que, como todo, ahora los juramentos también
tendrán caducidad, y el mío, quizá quedó pasado de fecha con su
fallecimiento.
Miré fijamente al anciano y
malintencionadamente le pregunté:
—¿Otra copita de anís?
—¡Oh, no! Te lo agradezco, es el único placer
que me permito, una sola copa para calentar el estómago, me quitaron el tabaco
hace años, y ni siquiera tolero un vaso de vino en la comida. A mi edad siempre
te preguntas lo mismo: ¿Qué es mejor, darle años a la vida o darles vida a los
años? Yo elegí la primera opción, y tomes la que tomes siempre añoras la otra. Está más sobrio que un bebé en la
incubadora, pensé. La idea ya
me explotaba en la cabeza, pero aún quería asegurarme.
—¡Bueno! —le solté—. Muchas gracias por la
conversación pero tengo que seguir trabajando.
—¡Ay que envidia me das! —contestó con gesto
abatido— Llegar a viejo resulta aburrido, si te juntas con los de tu quinta,
sólo se habla de los achaques de cada uno; únicamente me queda dar algún corto
paseo por los alrededores y escuchar la radio. La tele ni la enciendo no
soporto las porquerías que ponen. ¡Vaya!,
me dije, tampoco le patina el embrague, es un viejo modelo pero sigue
funcionando.
Nos despedimos con un apretón de manos y, a
al pasar por la barra, le dejé pagada dos copas de anís; él, mañana volvería a
sentarse en la misma mesa.
Cogí el coche y volví a retomar la carretera
de las cien mil curvas. Siempre llevo en el maletero algunos ejemplares de mi
novela. Esta vez no me esperaba ningún cliente pero hice sudar a los caballos
del motor. Aunque aún quedaban horas de luz, la tarde iba avanzando. Tardé más
de lo que hubiera deseado en atravesar el bosque de los cipreses, allí estaba
la explanada, justo antes de la curva de la guarida del águila. El pottok
seguía triscando hierba unos metros más abajo y, como era de esperar, junto al
viejo roble no había absolutamente nada.
No tardé en encontrar una piedra que se
ajustara a mis necesidades, ni muy grande ni pequeña, con algún borde afilado.
No me molesté ni en remangarme la camisa y empecé a cavar un hoyo lo más
cercano al viejo roble. ¿Te
acuerdas de aquel equipo plegable de explorador que te vendían por cuatro
euros? Recordé ¿Qué son cuatro euros?
Por suerte, la semana anterior había llovido mucho en la zona, y el terreno
estaba blando. Cuando ya había conseguido profundizar unos cuarenta
centímetros, mis manos ya no resistieron más golpes y por mis dedos de la mano
derecha empezaron a sangrar varias heridas, decidí que ya era suficiente. Como
pude me limpié las manos con un trapo que llevaba en la guantera y como si de un
ceremonial sagrado se tratara, cogí un ejemplar de “La sonrisa de La Magdalena”
y lo deposité en el fondo. Tapé el agujero y lo disimulé con piedrillas y algún
trozo de ramas partidas.
1.
Nombre, que en euskera, se le da a una
raza de caballos de pequeña envergadura que habitan desde la antigüedad las
zonas montañosas de la Cordillera Cantábrica.
2. Bruja en euskera
3. En euskera, seres mitológicos, habitualmente
femeninos que habitan en ríos, se les relaciona con la diosa Mari.
4. En euskera, criado, ayudante
Oscar da Cunha
25 de Marzo de 2013