Aseguran los científicos que una cuarta
parte de nuestro universo está formado por materia oscura. Yo hace muchos años
que dejé la escuela y en ella me garantizaron que nuestro planeta forma de él.
No pretendo ser tan insolente como para considerar que en la tierra tengamos
también el mismo porcentaje de esa materia que es oscura porque no brilla, pero
haberla hayla. Como en esas noches sin luna, tenebrosas, en las que no somos capaces
de distinguir las estrellas y caminamos sin nuestra sombra; hasta nuestra
soledad es oscura y ni a esa la vemos. Pero no tengo intenciones de volverme loco ni hacer oposiciones para el
CERN, porque las cosas más difíciles de interpretar suelen ser las más simples.
Y precisamente las cosas más simples tienen tendencia a resultar
imprescindibles. Y si mi intención fuera hablar sobre astronomía podría empezar
argumentando que se trata de esa materia oscura la que contribuye a explicar el
comportamiento de las galaxias en el firmamento, ¿pero, a quién le importa como
se comportan esas lejanas galaxias cuando ni siquiera les prestamos atención a
los problemas de nuestros semejantes más cercanos?
Todos tenemos en mayor o menor medida
una porción de materia oscura —los políticos son una excepción, en ellos nunca podremos
ver nada brillante—, son esas cenizas del Big Bang que permanecen incrustadas
en nuestra mente, envolviéndonos, produciendo temporales momentos de
antimateria humana durante los que no somos nada, o peor aún, nadie. Instantes
en los que nos resulta indiferente el sufrimiento ajeno porque no queremos asumirlo
y esa parte siniestra se manifiesta encargándose de convencernos de que nada es
lo suficiente merecedor como para reclamar nuestra atención.
Como una entidad incapaz de reflejarse
en el espejo pasamos junto al tipo del sombrero que con su saxo está
interpretando L'amour c'est pour rien.
¿Para qué detenerse si no estamos dispuestos a escuchar su melodía y sólo
acertamos a deslumbrarnos con el brillo de las pocas monedas que le rodean
sobre los adoquines y que, para él, suponen la diferencia entre pasar hambre o
morirse de hambre?
Caemos en circunstancias en las que, en
nuestro interior, se activa una asimetría que nos convierte en inadaptados de
nuestra propia conciencia. Sólo nos importa la sangre de nuestras heridas por
insignificantes que sean, ignorando que en esta sociedad nadie tenemos un papel
asignado y la naturaleza, cruel, nos sitúa a cada uno en esquinas con mayor o
menor fortuna. Esquinas caprichosas que no son representativas de nuestros
valores humanos, esquinas en las que resulta fácil caer pero casi imposible
abandonar. Pero esa materia oscura, que los eruditos definen como partículas
que interactúan débilmente, posee tanto poder como para conseguir confundirnos,
convenciéndonos de que el universo, en su desarrollo, no contó con nosotros, lo
que nos conduce a la irónica afirmación de que, en la mayoría de los casos, esa
alteración sólo es propia de unos pocos condenados. Aunque a veces el sarcasmo
de que todos nacemos y, por honesto o inmoral que haya sido nuestro
comportamiento estamos condenados a morir, condiciona nuestra posición ante los
demás. Pero yo he podido comprobar que esa materia oscura, esa parte siniestra,
por oculta, del universo no nos afecta a todos por igual, porque no sólo somos
átomos, moléculas o grandes porciones de materia. No estoy en posición de
afirmar en qué parte del ser humano está acomodada el alma y hoy no voy a
entrar en ese debate, pero lo que si sé es que la humanidad, esa singularidad
que nos diferencia de la materia por mucho que en ella también existan
partículas en movimiento, es un valor que nos ha sido concedido y no
aleatoriamente, y por
fortuna todavía nos quedan tres cuartas partes con las que trabajar compartiendo
nuestra sonrisa o nuestra tristeza, porque no estamos hechos sólo de alegrías,
y si aprendemos a utilizar más a menudo el corazón para mirar nuestro entorno
entenderemos que consolar y ayudar resulta más gratificante que incomunicarnos
en nuestra jaula de oro por muy brillante que nos empeñemos en mantenerla.
Necesitamos mirarnos con más asiduidad
al espejo, no para peinarnos o verificar si nuestros dientes están más blancos
que ayer, sino para comprobar que esa mirada que vemos reflejada no es
diferente de la de nuestros semejantes, que la perversidad o la ortodoxia que
reflejan nuestros ojos no es única, y es una cuestión de delicadeza intuir
quien nos engaña o necesita más allá de unas ordinarias monedas. No en vano nos
encontramos en la cúspide de la pirámide ecológica, sólo es cuestión de
demostrarlo.
Oscar
da Cunha
30
de marzo de 2015
El del saxo: L'amour c'est pour rien