lunes, 30 de marzo de 2015

ESA MATERIA OSCURA

Aseguran los científicos que una cuarta parte de nuestro universo está formado por materia oscura. Yo hace muchos años que dejé la escuela y en ella me garantizaron que nuestro planeta forma de él. No pretendo ser tan insolente como para considerar que en la tierra tengamos también el mismo porcentaje de esa materia que es oscura porque no brilla, pero haberla hayla. Como en esas noches sin luna, tenebrosas, en las que no somos capaces de distinguir las estrellas y caminamos sin nuestra sombra; hasta nuestra soledad es oscura y ni a esa la vemos. Pero no tengo intenciones de  volverme loco ni hacer oposiciones para el CERN, porque las cosas más difíciles de interpretar suelen ser las más simples. Y precisamente las cosas más simples tienen tendencia a resultar imprescindibles. Y si mi intención fuera hablar sobre astronomía podría empezar argumentando que se trata de esa materia oscura la que contribuye a explicar el comportamiento de las galaxias en el firmamento, ¿pero, a quién le importa como se comportan esas lejanas galaxias cuando ni siquiera les prestamos atención a los problemas de nuestros semejantes más cercanos?
Todos tenemos en mayor o menor medida una porción de materia oscura —los políticos son una excepción, en ellos nunca podremos ver nada brillante—, son esas cenizas del Big Bang que permanecen incrustadas en nuestra mente, envolviéndonos, produciendo temporales momentos de antimateria humana durante los que no somos nada, o peor aún, nadie. Instantes en los que nos resulta indiferente el sufrimiento ajeno porque no queremos asumirlo y esa parte siniestra se manifiesta encargándose de convencernos de que nada es lo suficiente merecedor como para reclamar nuestra atención.
Como una entidad incapaz de reflejarse en el espejo pasamos junto al tipo del sombrero que con su saxo está interpretando L'amour c'est pour rien. ¿Para qué detenerse si no estamos dispuestos a escuchar su melodía y sólo acertamos a deslumbrarnos con el brillo de las pocas monedas que le rodean sobre los adoquines y que, para él, suponen la diferencia entre pasar hambre o morirse de hambre?
Caemos en circunstancias en las que, en nuestro interior, se activa una asimetría que nos convierte en inadaptados de nuestra propia conciencia. Sólo nos importa la sangre de nuestras heridas por insignificantes que sean, ignorando que en esta sociedad nadie tenemos un papel asignado y la naturaleza, cruel, nos sitúa a cada uno en esquinas con mayor o menor fortuna. Esquinas caprichosas que no son representativas de nuestros valores humanos, esquinas en las que resulta fácil caer pero casi imposible abandonar. Pero esa materia oscura, que los eruditos definen como partículas que interactúan débilmente, posee tanto poder como para conseguir confundirnos, convenciéndonos de que el universo, en su desarrollo, no contó con nosotros, lo que nos conduce a la irónica afirmación de que, en la mayoría de los casos, esa alteración sólo es propia de unos pocos condenados. Aunque a veces el sarcasmo de que todos nacemos y, por honesto o inmoral que haya sido nuestro comportamiento estamos condenados a morir, condiciona nuestra posición ante los demás. Pero yo he podido comprobar que esa materia oscura, esa parte siniestra, por oculta, del universo no nos afecta a todos por igual, porque no sólo somos átomos, moléculas o grandes porciones de materia. No estoy en posición de afirmar en qué parte del ser humano está acomodada el alma y hoy no voy a entrar en ese debate, pero lo que si sé es que la humanidad, esa singularidad que nos diferencia de la materia por mucho que en ella también existan partículas en movimiento, es un valor que nos ha sido concedido y no aleatoriamente, y por fortuna todavía nos quedan tres cuartas partes con las que trabajar compartiendo nuestra sonrisa o nuestra tristeza, porque no estamos hechos sólo de alegrías, y si aprendemos a utilizar más a menudo el corazón para mirar nuestro entorno entenderemos que consolar y ayudar resulta más gratificante que incomunicarnos en nuestra jaula de oro por muy brillante que nos empeñemos en mantenerla.
Necesitamos mirarnos con más asiduidad al espejo, no para peinarnos o verificar si nuestros dientes están más blancos que ayer, sino para comprobar que esa mirada que vemos reflejada no es diferente de la de nuestros semejantes, que la perversidad o la ortodoxia que reflejan nuestros ojos no es única, y es una cuestión de delicadeza intuir quien nos engaña o necesita más allá de unas ordinarias monedas. No en vano nos encontramos en la cúspide de la pirámide ecológica, sólo es cuestión de demostrarlo.

Oscar da Cunha

30 de marzo de 2015



lunes, 23 de marzo de 2015

EL EFECTO HUMANO

Si queremos ver las cosas de una forma sencilla: 1, 2, 3, 4, 5, nos parecería una secuencia lógica, pero ¿qué haríamos con: 3, 1, 5, 4, 7? Compliquemos más la secuencia: 2´7, 1´8, 5´4 y 4/3. Aún podríamos llegar más lejos: π, ∞/365, 3.116 + 87 – 28, 12… Sigue teniendo su lógica pero yo no soy capaz de verla; y sin embargo, si hay una ciencia estable, creíble y capaz de romper todas las barreras de lo incoherente, es la matemática. Todo en este mundo es matemática o está regido por ella, es la reina de las ciencias. La aritmética, el álgebra, la estadística, el cálculo de probabilidades, la proporción áurea, los números primos, las fracciones, la sucesión de Fibonacci, la paradoja, la teoría del caos…
Dicen que la música no es más que matemática, resonancia armónica convenientemente aplicada al sonido de cada instrumento, su compás, su ritmo, y hasta los silencios no son más que intervalos infinitos de una determinada formula, quién sabe si divina, aunque algunos fragmentos sean diabólicamente hermosos. ¿Podríamos, entonces, afirmar que la música es el producto de la resonancia que nos dejó ese ángel negro al caer desde el infinito azul hasta lo más tenebroso del cero absoluto? ¿O es la batalla que se libra entre los espíritus del bien y del mal, la que a menudo consigue esos acordes imposiblemente sublimes?
Pero la vida no es sólo música. ¿Dónde está la matemática en los nuevos brotes que la primavera empuja hacia el cielo? ¿Dónde lo estuvo en los sentimientos que nos dejó el maestro Machado? ¿Qué ecuación utilizó Vermeer para pintar La joven de la perla? Aunque yo siga sin distinguir los números en cualquiera de los ángulos de La Piedad de Miguel Angel, sin embargo, nunca podremos negar que esté ausente en ninguna obra. Es ese lado oscuro que posee la matemática el que nos permite arder en el fuego de la belleza, son esas abstractas estructuras las que convierten en naturales las leyes de la naturaleza por absurdo que resulte adjudicarle leyes matemáticas a una naturaleza cuyo caos nunca seremos capaces de comprender.
Podemos medir la velocidad del viento pero no su aroma; cuantificar la intensidad de la luz con la que una solitaria farola nos ilumina, pero el camino a tomar cada noche lo tendremos que decidir nosotros. Y sabemos que dos más dos siempre han sido cuatro pero no sabemos porqué. Percibimos que ciertas emociones alteran los latidos de nuestro corazón porque somos capaces de contarlos, de establecer un ritmo ascendente o descendente. ¿Por lo tanto, deberíamos reducir el ámbito de nuestras emociones a un mero razonamiento matemático sobre cantidades? El propio Einstein declaró que: "Cuando las leyes de la matemática se refieren a la realidad, no son exactas; cuando son exactas, no se refieren a la realidad” Toca elegir, amigos: exactitud, existencia o mandar al carajo a Einstein. La tercera opción es la más cómoda pero la que menos me convence, siempre han hablado muy bien de él.
Habitamos en un universo misterioso e irracional, porque ni siquiera conocemos con exactitud nuestra posición dentro de su inmensidad, pero tal vez eso determine la confirmación de que realmente existimos, no podemos ser más que hijos de la incertidumbre. Hace siglos que Pitágoras nos enseñó a calcular la medida de la hipotenusa de un triangulo, mas nadie ha sido capaz de establecer la dimensión de los lados de la realidad. Y aunque poblemos un planeta redondo —bueno casi—, nuestro verdadero mundo es un triangulo que quizá se prolongue hasta el infinito, siempre y cuando el cuadrado de nuestras ilusiones coincida con la suma de los cuadrados de nuestras posibilidades. Y en ese caso dejaríamos de considerar la matemática como una ciencia pura. Yo ya empiezo a dudar del efecto mariposa, y por el camino que llevo me convence más el efecto humano, que si cabe es aún más imprevisible.
Afirman que la caída de un meteorito acabó con la vida de los dinosaurios, a nosotros quizá no nos haga falta para dejar vacío un planeta en el que en alguna insignificante piedra quede grabada una fórmula matemática que demuestre que nunca fuimos imprescindibles.

Oscar da Cunha

23 de marzo de 2015 

jueves, 19 de marzo de 2015

QUE TREINTA AÑOS NO ES NADA


Dice el tango de Gardel —con palabras de Alfredo Le Pera— que veinte años no es nada. Si él supiera… ¿Cuánto le podríamos contar nosotros que ya vamos por los treinta? Que aquel diecinueve de marzo de 1985 se nos iba a hacer tan intenso, y pese a que de aquella fecha ya no nos quede más que una anticuada hoja de calendario, agostada y con bastón pero escondida en nuestra memoria, nunca le permitiremos jubilarse.

¿Que es un soplo la vida? ¡De eso nada! Pues no hemos necesitado veces cada uno el aliento del otro para continuarla y, en ocasiones, nunca nos ha fallado saber compartirlo para tirarnos a piscinas sin agua en las que hemos aprendido a nadar sobre superficies llenas de desconcertantes vacíos, pero que no nos restaron la confianza de que juntos conseguiríamos alcanzar la orilla opuesta, la que está en el tendido de sol, porque el sol tiene por costumbre proteger los sentimientos cuando están a flor de piel, y en las nuestras hubo tiempos en los que no nos llegaba más que para esa pasión atrevida y satisfecha desnudando nuestras ambiciones.

Ya sé que yo di los primeros pasos, que yo pronuncié las primeras palabras, pero no me niegues que la culpa fue tuya cuando hiciste ese avión en papel de liar con el que me llegó tu primera mirada, una mirada que nunca aprendió a perder la sonrisa. Y ahí estaba yo, que siempre he sido un buen farsante, que te convencí de que era un tipo duro y que los que somos de esa condición necesitamos por lo menos dos sonrisas, por eso te devolví el papel que me trajo la primera para robarte una segunda mientras me anotabas tu teléfono en él, convencida de que jamás te llamaría; pero ya ves, un papel de fumar, un número y tu nombre en una noche con tres copas, y aquí seguimos.

Hemos cruzado fuegos e inundaciones, pero los hemos cruzado juntos. Nos ha tocado ganar y otras perder, pero nunca nos hemos perdido. Hemos soportado tempestades, huracanes que no han sido capaces de separar nuestras manos y noches sin techo por quererlas sin distancia porque, como escribió Salinas: “Ni en el lugar, ni en el hallazgo tiene el amor su cima: es en la resistencia a separarse en donde se le siente”. Y por muy gran poeta que fuera Don Pedro, no te preocupes, de amor y resistencia nosotros sabemos más, que con treinta años aprendiendo unidos te conceden diploma y máster.

No nos costó convencernos porque, sin darnos cuenta y como eslabones de una cadena soldada por el más puro de los fuegos, ya lo estábamos y empezamos el primer baile que aún hoy continúa. ¡Por cuánto suelo nos hemos deslizado! Suelos brillantes que han reflejado inolvidables sonrisas y besos. Polvorientos, bajo los que hemos escondido muchas lágrimas y compartidos sufrires. Sobre entrometidas brasas que nunca han logrado evitar nuestra dinámica coreografía y sobre ingratas cenizas en las que se nos han ido quedando astillas del alma, porque ellas siguen guardando el cariño de a los que tanto quisimos, y con cada ausencia hemos conseguido ser más tú y yo.

Tuvimos malas compañías que nos quisieron separar, ignorantes; y otras, más pretenciosas, que sin conocer nuestra complicidad aparentaron unirnos, ingenuas. Ambas despreciaron que cuando el agua y el vino se mezclan la aleación ya es eterna y nosotros apuramos esa copa desde el principio.

Confesaba Einstein que el tiempo es relativo y nadie le ha quitado la razón. Pero poco nos han importado las leyes de su ciencia, porque nosotros las hemos percibido por otras variables que no son leyes sino realidades, y no lo son tanto por la velocidad ni la distancia, al menos esa distancia física que alguna vez ha separados nuestros cuerpos; porque hay otras distancias que, en ocasiones, incluso estando juntos se han interpuesto entre nuestras almas, y por su culpa algunos días se nos dilataron hasta la eternidad. Quizás en su teoría, el científico no tuvo en consideración que el orgullo y la estupidez son esas variables que sólo cobran importancia cuando espantamos moscas con el rabo, y precisamente en su insignificancia se acomoda la intolerancia. Pero el tiempo, ese que nunca hemos consentido que entre nosotros sea relativo, nos ha enseñado a convertir nuestros despistes en pequeños matices en los que el perdón, por cotidiano, se adelanta con una sonrisa.

¿Cómo olvidar mil y una noches de pies fríos y manos rápidas? ¿Cómo no recordar tantos amaneceres esperando a que se enfriaran las sábanas? ¿Por qué no perdonar esos cafés de la mañana en los que algo falló? ¿Y cómo pretender que en treinta años alguno no fuese capaz de sofocar la lluvia en los ojos del otro? Porque convivir amando no es sencillo, y amar conviviendo requiere no sólo voluntad sino determinación, y de eso jamás nos ha faltado, que por algo seguimos pensando en otros treinta. Y tal que empezamos continuamos haciendo planes, porque los sueños son eso que se comparte mientras la vida se empeña en despertarnos cada amanecer.

Ahora que contemplo ese retrato que nos hicimos en Berlín, ¿recuerdas nuestro primer invierno? Ahora que veo el muro y las alambradas a nuestra espalda, comprendo que es más fácil dividir que unificar, renunciar que mantener y castigar que perdonar. Deberíamos volver y hacernos la misma foto junto al Reichstag para demostrarle al mundo que pese a que la mayoría de las cosas no hayan cambiado nosotros tampoco. Quizá yo tenga más canas y tú esas arrugas que nacen junto a tus ojos, pero nada ha sido injustificado, ya que lo importante no es lo que miramos sino cómo lo vemos. Y sufriendo y usufructuando la felicidad nunca nos hemos resignado. A ninguno nos ha sometido el camino más cómodo, y ese es el único criterio que nos ha enseñado a construir una vida. Porque hasta los girasoles cuando llueve siguen soñando con el sol.

Te observo y mis ojos no distinguen estos treinta años que dicen que han pasado, y sé que cuando tú me miras no ves la realidad de cada día sino esos momentos que nos devuelven a aquellos tiempos que nadie nos podrá robar, a esa juventud que, digan lo que quieran, conseguiremos seguir manteniendo. Ha sido difícil pero a la vez tan espontáneo, porque tú has sabido perdonar más que yo admitir mis errores, y a pesar de que me has pisado muchas veces bailando yo he continuado sin perder el ritmo con tus pies sobre los míos; porque, aunque se hubiera hundido hasta  la orquesta, entre nosotros siempre se ha mantenido la melodía.

He renunciado a oportunidades porque me alejaban de ti, y tú podrías haber tenido una vida más serena pero siempre preferiste las marejadas conmigo por embravecida que estuviese la mar.
Y ahora, que han pasado treinta marzos y seguimos contemplando el mismo cielo, ambos firmaríamos por otros tantos en esa estrella que no centellea y que siempre te he contado que ha preferido llamarse Venus, o en ese roble del parque del que nunca he dejado de esperar del que brotaran nueces mientras sonreías, porque jamás te has burlado de mi ignorancia.

Tal vez tengamos más pasado que futuro, eso lo decidirá el tiempo que por estas tierras del Norte no se lleva bien con las intenciones, que no es ni bueno ni malo simplemente es así. Y algún mediodía, nuestros cuerpos, como dijo Quevedo: “Polvo serán, mas polvo enamorado”. Entretanto, con nuestros encuentros y discordancias, con mis sueños y tus realidades, con tu fuerza y mis incertidumbres. Llueva o nos asedie la sequía, en la oscuridad de la noche o bajo la luz del sol; como cuando estuvimos arriba o nos enviaron abajo, como cuando las campanas tocaron a risa o no dejaron de sonar a despedida; nosotros seguiremos viendo la vida del mismo color, que para eso tuvimos la suerte de encontrarnos. Y pese a las espinas pasadas y pendientes, incluido el susto que me acabas de dar hoy, con ese enorme corazón que no te cabe en el pecho y que, mientras nos lo permitan, porque ciertas enfermeras entiendan de amor y lo tengamos que celebrar en la unidad de cuidados intensivos, todavía nos queda mucha biografía por escribir, una vida que hemos acertado a pintarla en rosa.

Oscar da Cunha

19 de marzo de 2015



Des yeux qui font baisser les miens,
Un rire qui se perd sur sa bouche,
Voila le portrait sans retouche
De l'homme auquel j'appartiens

Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.

Il me dit des mots d'amour,
Des mots de tous les jours,
Et ca me fait quelque chose.

Il est entre dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.

C'est lui pour moi. Moi pour lui
Dans la vie,
Il me l'a dit, l'a jure pour la vie.

Et des que je l'apercois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat

Des nuits d'amour a ne plus en finir
Un grand bonheur qui prend sa place
Des enuis des chagrins, des phases
Heureux, heureux a en mourir.

Quand il me prend dans ses bras
Il me parle tout bas,
Je vois la vie en rose.


Il me dit des mots d'amour,
Des mots de tous les jours,
Et ca me fait quelque chose.

Il est entre dans mon coeur
Une part de bonheur
Dont je connais la cause.

C'est toi pour moi. Moi pour toi
Dans la vie,
Il me l'a dit, l'a jure pour la vie.

Et des que je l'apercois
Alors je sens en moi
Mon coeur qui bat

viernes, 6 de marzo de 2015

SOBRE LA MIERDA Y LA COMPASIÓN

         He de ser honesto y aunque sea por una vez he de confesaros que esta historia me la contaron ayer, pero no he conseguido reunir la suficiente fuerza de voluntad para resistirme a compartirla con vosotros.
Los cuatro amigos que me leéis, sabéis que soy un voyeur, miro, observo, saco mis conclusiones y procuro relatarlas lo mejor que soy capaz. Pero esta vez se trata de un cuento que no ha entrado gracias a mi mirada, sino a mis oídos. Y lo que más me fascina de esta leyenda es que no termina con una única moraleja sino con tres. Algunos quizá ya la conozcáis, pero ser benevolentes conmigo y por lo menos implicaros en la sonrisa final.  

Por un lugar del camino de cuyo nombre no tengo ganas ni merece la pena acordarme, peregrinaba, envuelto en su soledad y meditación, un hombre decidido a expurgar los escasos pecados que hubiera podido cometer durante su vida como… bueno, yo nunca he sido juez de nadie. Un hombre a cuya conciencia sólo le faltaba experimentar la dureza del invernal peregrinaje hasta conseguir alcanzar ese final ansiado por todo romero. Hizo una breve parada en ese lugar que regado por el río Sionila que, como nos apunta el capítulo VI del libro V del Códice Calixtino:

“Entre los ríos de agua dulce y sana para beber está Labacolla,
porque en un paraje frondoso por el que pasa, a dos millas de Santiago,
los peregrinos que se dirigían a Santiago
se quitaban la ropa y por amor al Apóstol solían lavarse no sólo sus partes
sino la suciedad de todo el cuerpo”.

         Remontando las laderas por la que se acceden al monte do Gozo y que lo situaban en el inicio del tramo, hoy urbano, desde que el que ya se podía intuir el pórtico de la gloria de la Catedral de Santiago, se encontró con un agonizante pajarillo aterido por el medieval frío de las tierras gallegas. Su alma, ya casi trasmutada, no fue ajena al sufrimiento del pequeño animal y lo acogió entre sus manos intentando devolverle esa vida que se estaba escapando; con su aliento que no era más templado que la atmósfera en la que ambos estaban envueltos pronto se dio cuenta de que el pajarillo ya estaba dispuesto a entregar su vida al polvo del que todos provenimos.
         Pero el azar nunca viene si no pulsamos el timbre correspondiente y, en un prado cercano, pastaba una vaca de cuyas defecaciones emanaba una cálida y humeante salvación para el pequeño agonizante. Nuestro peregrino, iluminado con ese criterio que otorgan las muchas horas de soledad, enterró hasta dejar sólo al descubierto la cabeza de la moribunda avecilla. Y esperó.
         El calor que envolvía la boñiga de la vaca reavivó al ave y pronto ésta se puso a emitir cánticos de alegría. Pío píos que no pasaron desapercibidos al intrépido gavilán, amo y señor de aquellas laderas.
Fueron casi inapreciables los minutos que la rapaz invirtió en dar caza a nuestro pequeño pajarillo terminando con su vida.
Nuestro peregrino alcanzó el Pórtico de la Gloria no si antes serle reveladas tres moralejas.

—Primera moraleja: No todo el que te mete en la mierda quiere lo peor para ti.

—Segunda moraleja: No todo el que te saca de la mierda quiere lo mejor para ti.

Y

—Tercera moraleja: cuando estés con la mierda hasta el cuello no digas ni pío.

Oscar da Cunha

 6 de marzo de 2015

martes, 3 de marzo de 2015

SESENTA SEGUNDOS

Algunos cuerpos vienen programados de fábrica para no dormir, ese es mi caso, todas las noches entro en coma. Y sí, ya sé que a ti también te pasa lo mismo por eso estás sonriendo ahora, pero a ti no te tiraron de la cama y amaneciste en la alfombra abrazada al perro. Todo cuanto acontece de noche, una vez que me he desconectado de este mundo, para mí es un misterio; he llegado a pensar que, ya dormido, el universo se detiene, la tierra deja de girar y espera hasta que me despierte para darle cada mañana la bienvenida a la luz, por eso mi primera mirada siempre es hacia el este, esperando confirmar que el conjunto vuelve a girar como acostumbra. No os penséis, y como nos sucede a muchos, que en cuanto bajo la tapa del sarcófago me duermo inmediatamente, hay noches que por preocupaciones o por alegrías el sueño se retrasa, y ni siquiera el método 4-7-8 me resulta eficaz; ya sabéis: cuatro minutos de inspiración, siete reteniendo el aire y ocho expulsándolo. Los números no me gustan, precisamente por necesitar hacer demasiados y los míos sólo consigo verlos en rojo, que no es un color aconsejable para conciliar el sueño.
He dormido bajo profundas ciclogénesis, en plena tormenta, creo que incluso con algún movimiento sísmico y hasta en esos escasos días del verano Cantábrico en los que al mercurio no le apetece atravesar la frontera de lo razonable para seguir respirando. Pero la otra noche un susurro me despertó, era una voz suave casi un hálito del viento con un hermoso tono pronunciando mi nombre. No sonaba en la habitación, alguien estaba dedicando esa vibración sonora exclusivamente para mí, me llamaba desde abajo. Mi primera reacción fue comprobar la hora en el reloj, las 3:14. Miré a mi perro, es un radar con pelo y ante la caída de una mota de polvo ya levanta un ojo, de no haber notado su respiración, cargando y vaciando su caja torácica, hubiese jurado que estaba muerto, y yo también; pero dicen que cuando mueres el reloj ya no avanza y al volver a mirarlo había sumado un minuto. Esperé, sesenta segundos quizá no fueran suficientes para convencerme de que el transito hasta el otro lado se había completado. Las 3:16 y el murmullo seguía llamándome, remontando sinuosamente las escaleras hasta mi dormitorio. Admito que no se trató de una demostración de valor, pero si me llaman voy, la curiosidad es mi punto, no sé si débil o fuerte, pero es mi punto.
Pese al frío exterior, la habitación me pareció muy cálida, alguien se había olvidado de encender el radiador, fue lo único frío que toqué. Bajé las escaleras sin encender ninguna luz —no tiene mérito ya me las conozco— y la sensación de calor aumentó al llegar a la planta baja. Seguí a oscuras la dirección de la que parecía provenir la voz, pero los sentidos traicionan y escuché mi nombre a mi espalda. Me giré y la vi, ¿no sé si sabéis que también el oído es capaz de ver en la más profunda oscuridad? Llevaba un pijama decorado con mariposas incapaces de cesar su aleteo y, descalza, no alzaría más de un metro. Algo me reveló que sus ojos eran de un ónice negro que rotaban cambiando la posición de sus pequeñas vetas blancas.
Me agaché apoyando mis manos sobre mis rodillas y le pregunté:
—¿Cómo te llamas?
—Alejandra, pero algún día me llamarás Alex, como los demás.
—¿Los demás? No veo a nadie más.
—Dame tu mano y te revelaré el momento en que podrás hacerlo. —Y me tendió la suya.
La curiosidad tiene una frontera, el miedo. Y el miedo no negocia con el valor sino con la imaginación.
—¿Cómo sucedió? —le pregunté escondiendo mis manos.
—¿No lo recuerdas? —Con la tristeza de su duda pretendió hacerme sentir culpable—. Tú fuiste la última persona que vi en mi vida. ¿Fue tan insignificante la amargura que ese momento tuvo para ti? Si ya olvidaste el instante de mi muerte, ¿por qué temes recordar cuando llegará el tuyo?
—Nadie debería saber cuándo va a morir. De otro modo la rendición o la ilusión  no tendrían sentido
—¿Entonces, por qué valoráis tan poco la vida de los demás? Yo no he conseguido olvidarte.
—Yo tampoco, aquella noche ibas en el asiento delantero. Llovía. Detuve mi coche e intenté abrir tu puerta. Me miraste y tus ojos se ahogaron en la oscuridad.
—¿O sea que no me has olvidado?
—Ni a ti, ni al perro de peluche que nadie recogió del asfalto. He preguntado cómo ocurrió porque no vi el accidente, yo llegué pocos minutos después.
—Ahora ya puedo marcharme tranquila, sé que siempre seguiré en tu memoria.
—¿Adónde vas?
—Tenías razón, nadie debería saber cuándo va a morir. Lo verás cuando llegue tu momento, procura que el recuerdo de tu último instante no se borre en la memoria de alguien, ese es nuestro camino.
—Pero hay gente que muere en soledad. ¿Cuál es su camino?
—La soledad sólo tiene un camino, y el tiempo termina borrándolo.
—Eso no me parece justo.
—Pues reclama a quién le puso la venda a la justicia, ella nunca puede vernos morir.
Noté un beso infantil en mi mejilla y me sentí solo.
Subí las escaleras, volví a mi cama y al tumbarme miré el reloj. Las 3:13, comprendí que, en ocasiones, de sesenta segundos depende la eternidad.

Oscar da Cunha

3 de marzo de 2015