A veces uno
viaja para huir de sí mismo. Y cree que lo consigue. Porque la maldita cabeza
también tiene puertas de salida y conviene cambiarle los aires para encontrar
una por la que escapar. Y convertirse en una versión diferente (aunque sea tan
chapucera como un tinto de verano) de lo que ahora llaman zona de confort por
más que uno sepa que es su infierno; y sólo más allá de ese infierno, tan
personal como lo sabe ser un exilio, pueda haber un territorio en el que uno no
tema encontrar dragones. Y es que tal vez sólo se deserte para demostrarse que se
va a ser capaz de volver.
Y uno se echa a la carretera, y
aprieta el acelerador con la suficiente furia para alcanzar las más posibles
revoluciones en una máquina del tiempo y llegar tan adelante que todo parezca
que ha quedado atrás, muy atrás. Porque olvidar nunca se olvida, pero se busca
ese momento en el que los recuerdos no habían empezado a acordonar esa zona
donde vive la memoria y todavía no se veía el mármol tallado: «Aquí yace tu
pasado y el hueco que espera es para ti».
Pero uno no debería viajar para conquistar
distancias ni edades. Todo es más sencillo porque hay un pequeño descubrimiento
en lo desconocido, o mejor en los que te desconocen. Ante ellos eres un tipo
con la libreta de la vida en blanco, a ninguno le importa si tuviste pasado o
tendrás futuro. Y te encuentras charlando en una terraza con la mirada
distraída entre un cielo entusiasmado por el azul y un suelo lleno de
chancletas y pies con las uñas de colorines. Y sabes que te has ido para
conseguir ese presente, tan breve como falso, en el que a la conversación nada
más que le interesa un recorrido de cercanías. Y te va bien, porque allá, a lo lejos,
sólo acechan tus abismos. Y entonces percibes que el problema es de los
horizontes, que ya no son recuperables. Que la lucha por seguir siendo el que
durante la otra vida se quiso ser, la que ya pasó, está perdida. Y de nada
sirve plantearse correr y perseguir al viento para recoger cenizas porque los más
sinceros caminos no se hicieron mirando hacia atrás.
Y frente a esa cobardía con la que
uno decide huir de sí mismo es cuando se cuestiona en quién se ha convertido. Y
que algún día habrá que volver pero ya no se sabe a dónde ni cómo. Y tampoco
conviene porque ha llegado el momento de salir por la puerta trasera de los
sueños. Sin despedidas, que lo que se busca es el olvido; y si alguien pregunta
poder negar que se estuvo. Sin tristeza, porque las lágrimas del abandono mojan
igual que las del entusiasmo. Y retomar un paisaje nuevo, o mejor tal vez
vacío, donde tapar los agujeros del alma, si se puede. Partir sin maleta,
porque el peso del pasado se lleva en la memoria y ya es bastante, y no ir en
su búsqueda para que sea el destino quien te encuentre, aunque no te reconozca
y sean necesarias nuevas presentaciones.
Pero este nuevo viaje es distinto, como
una determinante marea que se retira para dejar cada vez más lejos la costa. Sólo
un hombre y su perro, lo que ha quedado tras la catástrofe, dos solitarios que
se miran con esperanza y espíritu inquieto. Y quién sabe, de momento ambos
hemos decidido caminar sin tinta ni papel y sólo sentir. Tal vez al tomar algún
nuevo cruce de esos inesperados que a veces se presentan encontremos la sonrisa,
pero esa será otra vida, y quizás esa sí, quizás esa ya merezca la pena escribirla.
Oscar da Cunha
7 de julio de
2018