sábado, 7 de julio de 2018

Como el viento que se lleva las cenizas


A veces uno viaja para huir de sí mismo. Y cree que lo consigue. Porque la maldita cabeza también tiene puertas de salida y conviene cambiarle los aires para encontrar una por la que escapar. Y convertirse en una versión diferente (aunque sea tan chapucera como un tinto de verano) de lo que ahora llaman zona de confort por más que uno sepa que es su infierno; y sólo más allá de ese infierno, tan personal como lo sabe ser un exilio, pueda haber un territorio en el que uno no tema encontrar dragones. Y es que tal vez sólo se deserte para demostrarse que se va a ser capaz de volver.
            Y uno se echa a la carretera, y aprieta el acelerador con la suficiente furia para alcanzar las más posibles revoluciones en una máquina del tiempo y llegar tan adelante que todo parezca que ha quedado atrás, muy atrás. Porque olvidar nunca se olvida, pero se busca ese momento en el que los recuerdos no habían empezado a acordonar esa zona donde vive la memoria y todavía no se veía el mármol tallado: «Aquí yace tu pasado y el hueco que espera es para ti».
            Pero uno no debería viajar para conquistar distancias ni edades. Todo es más sencillo porque hay un pequeño descubrimiento en lo desconocido, o mejor en los que te desconocen. Ante ellos eres un tipo con la libreta de la vida en blanco, a ninguno le importa si tuviste pasado o tendrás futuro. Y te encuentras charlando en una terraza con la mirada distraída entre un cielo entusiasmado por el azul y un suelo lleno de chancletas y pies con las uñas de colorines. Y sabes que te has ido para conseguir ese presente, tan breve como falso, en el que a la conversación nada más que le interesa un recorrido de cercanías. Y te va bien, porque allá, a lo lejos, sólo acechan tus abismos. Y entonces percibes que el problema es de los horizontes, que ya no son recuperables. Que la lucha por seguir siendo el que durante la otra vida se quiso ser, la que ya pasó, está perdida. Y de nada sirve plantearse correr y perseguir al viento para recoger cenizas porque los más sinceros caminos no se hicieron mirando hacia atrás.
            Y frente a esa cobardía con la que uno decide huir de sí mismo es cuando se cuestiona en quién se ha convertido. Y que algún día habrá que volver pero ya no se sabe a dónde ni cómo. Y tampoco conviene porque ha llegado el momento de salir por la puerta trasera de los sueños. Sin despedidas, que lo que se busca es el olvido; y si alguien pregunta poder negar que se estuvo. Sin tristeza, porque las lágrimas del abandono mojan igual que las del entusiasmo. Y retomar un paisaje nuevo, o mejor tal vez vacío, donde tapar los agujeros del alma, si se puede. Partir sin maleta, porque el peso del pasado se lleva en la memoria y ya es bastante, y no ir en su búsqueda para que sea el destino quien te encuentre, aunque no te reconozca y sean necesarias nuevas presentaciones.
            Pero este nuevo viaje es distinto, como una determinante marea que se retira para dejar cada vez más lejos la costa. Sólo un hombre y su perro, lo que ha quedado tras la catástrofe, dos solitarios que se miran con esperanza y espíritu inquieto. Y quién sabe, de momento ambos hemos decidido caminar sin tinta ni papel y sólo sentir. Tal vez al tomar algún nuevo cruce de esos inesperados que a veces se presentan encontremos la sonrisa, pero esa será otra vida, y quizás esa sí, quizás esa ya merezca la pena escribirla.

Oscar da Cunha
7 de julio de 2018