martes, 31 de octubre de 2017

La del cantero manco

Pudiera ser otro de esos extraños caprichos que se permitió la geografía cuando todavía ninguno de los nuestros andaba por aquí para molestarla. Uno de esos descuidos que interpretamos como casualidades precisamente cuando no nos molestamos en interpretarlos. Pero no lo es. Se trata de otro intento del caos por dejar claro que lo inventamos nosotros. Porque aquellos caballeros que se decidieron por ese perdido lugar del mapa para erigir un temperado taller dedicado a la abstracción, aquellos guerreros iniciados que también escogieron flamear el Beaussant con los dos colores que sólo tienen un sencillo nombre pero tantos significados como intenciones los mortales, descubrieron, que desde allí, tuviera sentido que la galopada de sus monturas acercara por igual al cabo Creus que al Finisterre.
            En torno a esa simbólica logia que sorprende en el interior del cañón del río Lobos, allá donde la montaña se convierte en anfiteatro del mundo y la cueva es un ojo de la tierra que curiosea, se atropan los perfumes; como el del inquebrantable enebro, los del espliego, el memorioso tomillo y la aliaga, el romance entre enea y menta salvajes, y la apasionada salvia. Situado tierra adentro, pero al pasear, con la mirada cerrada y la piel abierta, la memoria se impregna de sal, con equilibrada contigüidad Atlántica y Mediterránea. Porque Ucero también es puerto de mar para quien navega con los entresijos del interior atareados.
            Lo recuerdo en mi ya lejana primera visita, por estas fechas en las que los más estimulantes momentos de la tarde, con la hora recién cambiada, apaciguan el cielo, y su azul deja paso al velo naranja de la nostalgia, a la soledad y al olvido que se ha de recuperar, a todos los olvidos.
            Y de ellos recuerdo que Beatriz y Alonso nunca pudieron ser sus nombres.
            La dama mantiene la belleza de la tierra donde ha madurado el fruto y el arbusto se ha hecho flor, todas las flores. Un rostro por donde el tiempo supo pasar con respeto, y si hubo heridas fueron las propias del camino al que se ha querido volver, sin mirar atrás, y reincidir, porque el único viaje al que se perdona sincero es al que dolió, tal vez con todos los dolores con los que cuesta amar, y todos sus desafíos en el horizonte.
            De él, la mirada, completa de encrucijadas rubricadas por errores y aciertos. Sus ojos aún dispuestos, como ayer, a navegar mares siempre encontrando puerto en su compañera. Atractivo, como la roca cincelada por el maestro del vivir y los vientos, que entre huecos permite el sueño que se persigue para coger fuerza, con ese empeño por arreciar en contra y a favor hasta desgastar unas facciones resignadas con que sólo haya sido el uso.
            Cae la luz entre las sabinas y recuerdo cómo él la abraza y ella lo peina donde hubo cabello, porque juntos consiguieron llegar y de ayer a hoy han sido tres suspiros y un bolero. Y se miran en el reflejo de las lágrimas gastadas, todas las lágrimas con las que aprendieron a nadar, sin miedo y Bécquer se equivocaba. A por la banda azul deciden subir de a dos, como han hecho su vida, todas las vidas. Otro beso con la penúltima promesa y la rama del quejigo señala la umbría junto al riachuelo de los deseos, ahora cuando brilla de hazañas pequeñas, íntimas y silenciosas, que fueron las más difíciles.
            De Poniente llegan risas que son gaviotas, es la edad en la que ellos también volaron. Uno quiso probar nuevos mares, y al otro le dieron igual porque no importó qué orilla si la arena confundía dos andares y un te quiero, todos los te quiero. Levante trae tramontana y el tañido del campanario que llama a puerto cuando se hizo hogar, lumbre de carrasco y alcornoque. Rascasa en el plato y un principio de perfil, todos los principios, como aquel cuadro donde las espinas parecieron más chiquitas.
            Entre la jara, una secreta senda y no ilumina la luna, distraída; es por el faro de las ánimas que llama desde su monte, y Gustavo Adolfo despierta del sueño para mirarlos, se le hicieron ancianos, y donde él puso leyenda ellos consiguieron romance, todos los romances. Y nada vale el papel ante el amor cuando se escribe sobre piel, de sudor y llanto que se evapora pero quedó, y ahí estuvo el aliento, todos los alientos.
            Los recuerdo marchar hacia la oscuridad en esa ya casi noche que no devuelve las visitas. Se confunden dos brisas y en el desfiladero aúlla el lobo enamorado de la muerte. Espero y acumulo momentos de esos que no importa cuántos. Con ellos han huido los mejores y los que dejaron sólo servirán para hacer prácticas. Espero hasta que el faro ya no alumbra y de sus pisadas quedaron huellas, entre Creus y Finisterre, en ese punto medio donde fueron para buscar eternidad. Y que se encargue la tierra si ha de merecer, todas las tierras.
            Por el monte de las ánimas ahora bajan dos melodías, una con el flabiol y otra con gaita, y en la cañada se retira el silencio entre muñeira y sardana. La lechuza no tiene noche para ruidos, pero el autillo, más retozón, la convence y ya somos cuatro con la sombra del poeta. Sé que tengo que elegir, no me lo han puesto difícil, llevo rato sentado y esta opción ya está gastada. Me levanto y los acompaño en el baile que se ha de celebrar, en todos los bailes.
            Y que el manco talle la piedra con maza y cincel, todas las piedras. Allá él cómo se las apañe.

Oscar da Cunha
31 de octubre de 2017

domingo, 15 de octubre de 2017

Gracias, Malinowski

Recuerdo sus últimos días. Ninguno imaginábamos que pudieran serlo mientras él lo sabía. No era uno de esos hombres vulgares a los que la muerte viene a buscar. Y ahora estoy convencido de que fue él quien la llamó para imponerle fecha y hora. Sin discutir.
            Después de noventa y un años conocía demasiado mundo y estaba aburrido de sus repeticiones. Y tampoco esperaba mejores versiones de sí mismo.
            Austero, con las palabras medidas y en su sitio. Gestos sólo los necesarios, más los que se le solicitasen, porque él nunca hizo caso de esa voz que bautiza jueces, y prefería entregarse a las intenciones.
            Durante esas fechas sólo me encomendó dos cosas —ya me había perdonado por haberme llevado a su hija—, y adopté su vieja radio. Ella, desde entonces, me cuenta cómo viene el día cuando la exclusiva ya la comparto con los pájaros más tempraneros, y por el oriente del que todos estamos llega el aroma de los primeros cafés. Y el cielo todavía lleno de esa luz discreta que conserva el sueño reciente, el que nos prometemos cuando la mirada se acaba de reiniciar.
            Esta mañana tampoco se enciende al girar el dial. Y en la memoria la indicación de su viejo compañero: «Dos golpecitos suaves, aquí, junto al ojo mágico. Tiene ya las maneras gastadas y hay que despertarla».
            Nada.
            Silencio, e insisto. No me interesa lo que cuenta pero necesito que lo haga ella, desde ese altavoz de otro tiempo con el que consigue que nada me parezca nuevo y yo empiece el día despreocupado. A la versión moderna de los errores antiguos le falta ese punto de responsabilidad de las noticias sin opinadores.
            Prefiero descartar opciones. Reviso la instalación eléctrica de toda la casa y compruebo el alumbrado público, lejano, por el de mi entorno ya me ocupé de que no estuviera. Me resigno, la miro con tristeza y le pido permiso. Es una vieja dama, y con respeto desabrocho por su espalda el acartonado corsé en busca de la válvula fundida. No recuerdo si me queda recambio, tendré que buscarlo en unos de esos cementerios donde las exponen para ser contempladas mientras nos miran tristes, culpables de pertenecer a un borroso pasado que ahora se llama ficción porque parece que nadie vivió en él.
            Pero esa tapa de cartón sale con la compañía de una confidencia. Despego y despliego el papel de estraza. «Viento» de Malinowski asoma con apenas cuarenta pétalos y hoy descubro que me confió mucho más que su radio.
            Ahora entiendo que se había hecho amigo de una resistencia plena, y esa otra de rebajas por final de temporada no le interesaba. Poco le importaron que sus largos paseos se convirtieran en de a pocos, y soportó esa prisión dentro de un cuerpo con demasiado uso encajando los intermedios. Pero a su cabeza no iba a concederle esos desfiles por el paraíso de los lelos.
            Hoy me sorprende con que no sólo se preocupara por la evidencia, su discreto mundo estaba completo de esas inquietudes que encuentran respuesta en ese jeroglífico que se nos va quedando en el pasado. A veces nos miraba con firmeza y sonreía, sin motivo para los de fuera, decía que era la edad, nunca confesó que tenía el interior lleno de conclusiones. Y se mantenía sincero al afirmar que cuidaba de sus gafas para no dejar de manejarse con las herramientas, las de su caja, las que casi no usaba. Porque eran otras de las que hablaba, y las amaba en ese secreto que esconde el papel. Como si él mismo se las hubiera prohibido para disfrutarlas con el dulce sabor del pecado. Y preguntándose cuántas manzanas son herederas de la primera.
            No sé cuándo las descubrió, quizá se lo contara a Malinowski y por eso le dedicó su libro. Ya me inquieta dónde estarán los otros, de los que citaba fragmentos de memoria y añadía por descuido alguna reflexión.
            Los buscaré, Nano, me lo tomaré como un nuevo camino que me has abierto. Tal vez me dejaste la primera pista en el último párrafo que subrayaste. 
Muchas lunas han pasado
desde que dejé tierra firme.
Preferí los peligros de la mar
a la monotonía ciudadana.
… ¿Hasta cuándo resistirá mi precaria balsa
el avanzar y avanzar contra la corriente?
E. J. Malinowski
            Te contaré.

Oscar da Cunha
15 de octubre de 2017

lunes, 9 de octubre de 2017

El Rincón de los Poetas

«Es tan fácil hacer sufrir a un ser que nos ama, tan fácil que ni siquiera puede ser divertido.»

Maurice Rostand (hijo de Edmond Rostand y Rosemonde Gérard).
El rincón de los poetas. "Villa Arnaga" – Cambo-les-Bains

Cuántas puertas abre una sonrisa


Cuántas puertas abre una sonrisa.
(Tal vez pudo decirlo Josephine Baker)