Todos somos
hijos de algún dios, y en la mayoría de los casos nos convencemos de que hemos
sido adoptados por nosotros mismos. Es esa parte egocéntrica, de la que nadie
es inocente y está escondida entre los pliegues de nuestra identidad, la que
nos diferencia de los animales.
Ellos, esos inocentes a los que
consideramos haber sido creados con el único propósito de que se mantenga la
cadena trófica, sólo saben sumar. Desaparece cualquiera de sus miembros de la
manada y los que se quedan cuentan las unidades que les rodean. Son cada uno de
ellos más los demás.
A nosotros la divinidad nos enseñó a
restar y dividir. A elogiar al que falta y precisamente porque ya no está. Nos
rodeamos de cadáveres ilustres y de huecos para los que ya no hay méritos con
vida. Somos cada uno de nosotros menos los que se fueron. Todos llevamos un
cementerio en la espalda.
Utilizamos a los que se han ido como
espejo donde creemos vernos reflejados, y no importa tanto lo que hicieron como
en qué parte de sus hechos estuvimos nosotros. No heredamos las virtudes, somos
ladrones de los aciertos ajenos por miedo a que los nuestros desaparezcan en
quienes después se quedarán.
Tal vez hubo un antaño durante el
que fuimos héroes, anónimos animales con capacidad para imaginar lo que aún no
podía verse. Y entendimos que lo importante no éramos cada piedra sino esa
multitud que configura la montaña. Después, algo tuvo que sacarnos de la
caverna y sentenciarnos a caminar tras el que marcaba el paso; para, con el tiempo,
poder decir que él fue el importante porque los demás supimos seguirle. Y cada
uno por diferentes motivos. Todos somos soledades con desiguales orgullos, como
la última hoja que queda en el árbol al final del otoño y se apodera de las leyendas
de las otras, de las que se han ido llevando los vientos.
Elogiamos al que inventó el grupo para
tener extraños a quien odiar, para odiarnos entre nosotros y por las mismas envidias,
y por lo interesante que resulta en cualquier grupo ser quien da el primer paso
para romperlo. En esta tierra de dioses todos somos vencedores con sierra.
Somos soldados con las causas
gastadas, ya las usaron otros, los que tras cada batalla prometieron no volver
a dividir; y en donde crearon líneas de intercambio nosotros vemos fronteras,
no para que no pase el de enfrente sino para expulsar a cualquiera de los
nuestros. Y es que enemigo nunca ha sido el que piensa diferente, nos incomoda el
que piensa igual pero mejor. Todos somos hermanos, y el que tenga dudas que se
lo pregunte a Abel.
Miramos el mundo desde arriba, pero
los cielos no se hicieron para estar sino para tener algo a lo que parecernos. Porque
los cielos, todos, se encuentran vacíos.
Oscar da Cunha
6 de abril de
2010
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