sábado, 12 de octubre de 2019

Lluvia negra


He visto llover de muchas maneras. Quizá no exista nada como la lluvia que cae sobre una piel desnuda. Es mi preferida. O tal vez puede que un cuerpo con gotas, cualquier cuerpo con gotas, sea mi ideal para calmar la sed. No conozco mejor forma de beber. Puedo imaginar cualquier cosa cuando saboreo el agua sobre una piel desnuda, y cualquier cosa es un sitio peligroso, de esos a los que uno llega dispuesto a no olvidar, después, cuando ya se ha marchado.
            El cuello mojado huele a sexo adolescente, todo aún por descubrir. Debería estar prohibido perfumarse el cuello. Esa parte es la entrada al infierno; se promete con lo que está sobre él mientras arde lo que domina debajo. Y si hay que quemarse en la hoguera que no sea sólo por el fuego, eso es banal. El resto es camino, justo donde vive el tiempo, el lugar en que detenerse para hacer experimentos y allí sólo cuentan la situación y el momento, a secas. Donde no se habla de futuro al que ninguno quiere ir para tampoco añorar un pasado. Tal vez mañana haya sequía y el agua de ayer ya se hizo hielo. Donde uno se convierte en acompañante de cualquiera de esas atrevidas lágrimas del cielo para descubrir hasta donde es capaz de llegar. Esa es la insólita realidad. Siempre más allá de lo permitido porque es en el cuerpo en donde hay que arriesgarse; no se encuentra lo que no se busca, hasta toparse con lo desconocido, lo que nadie supo alcanzar, donde no hubo caminante al que se le invitara a hacer ese camino clandestino. Y esa es la victoria del que invita. No cede, no consiente; ya se ha rendido con condiciones, sin duda, la única que admite el juego: esa puerta que es ahora o no. La piel ha dejado de ser suficiente y en la capitulación no basta con el placer porque se exige exceso. Todos los excesos. Uno por cada gota y la piel está empapada.
            Hay un punto de equilibrio, justo en el borde del abismo, allí donde cada uno exhibe sus demonios y, con fuerza,  se ciñe al otro para lanzarse. Allí donde no hay beso sin mordedura ni caricia sin llaga. Donde la frontera entre placer y dolor se confunden. El amante es el enemigo y todo es egoísmo, ganas de robar mientras poco a poco llega esa cuchillada que lo perfecto es que sea doble. Sólo en la mirada hay distancia entre los desconocidos que ahora sí, ahora se odian como dos que se derraman juntos saben hacerlo. El reino de la violencia abre sus puertas y la carne sufre porque se estremece y lo quiere todo, aunque todo es un lugar ficticio, un cruel punto de encuentro al que no se debe volver. Reincidir no se puede, ese es otro horizonte, el más peligroso.
            Entonces vuelve a caer la lluvia sobre los cuerpos desnudos y ya frágiles. Dos amantes y una lluvia que no moja. Es lluvia negra.

Oscar da Cunha
12 de octubre de 2019