He visto
llover de muchas maneras. Quizá no exista nada como la lluvia que cae sobre una
piel desnuda. Es mi preferida. O tal vez puede que un cuerpo con gotas,
cualquier cuerpo con gotas, sea mi ideal para calmar la sed. No conozco mejor
forma de beber. Puedo imaginar cualquier cosa cuando saboreo el agua sobre una
piel desnuda, y cualquier cosa es un sitio peligroso, de esos a los que uno
llega dispuesto a no olvidar, después, cuando ya se ha marchado.
El cuello mojado huele a sexo
adolescente, todo aún por descubrir. Debería estar prohibido perfumarse el
cuello. Esa parte es la entrada al infierno; se promete con lo que está sobre
él mientras arde lo que domina debajo. Y si hay que quemarse en la hoguera que
no sea sólo por el fuego, eso es banal. El resto es camino, justo donde vive el
tiempo, el lugar en que detenerse para hacer experimentos y allí sólo cuentan
la situación y el momento, a secas. Donde no se habla de futuro al que ninguno
quiere ir para tampoco añorar un pasado. Tal vez mañana haya sequía y el agua
de ayer ya se hizo hielo. Donde uno se convierte en acompañante de cualquiera
de esas atrevidas lágrimas del cielo para descubrir hasta donde es capaz de
llegar. Esa es la insólita realidad. Siempre más allá de lo permitido porque es
en el cuerpo en donde hay que arriesgarse; no se encuentra lo que no se busca,
hasta toparse con lo desconocido, lo que nadie supo alcanzar, donde no hubo
caminante al que se le invitara a hacer ese camino clandestino. Y esa es la
victoria del que invita. No cede, no consiente; ya se ha rendido con
condiciones, sin duda, la única que admite el juego: esa puerta que es ahora o
no. La piel ha dejado de ser suficiente y en la capitulación no basta con el
placer porque se exige exceso. Todos los excesos. Uno por cada gota y la piel
está empapada.
Hay un punto de equilibrio, justo en
el borde del abismo, allí donde cada uno exhibe sus demonios y, con fuerza, se ciñe al otro para lanzarse. Allí donde no
hay beso sin mordedura ni caricia sin llaga. Donde la frontera entre placer y
dolor se confunden. El amante es el enemigo y todo es egoísmo, ganas de robar
mientras poco a poco llega esa cuchillada que lo perfecto es que sea doble.
Sólo en la mirada hay distancia entre los desconocidos que ahora sí, ahora se
odian como dos que se derraman juntos saben hacerlo. El reino de la violencia
abre sus puertas y la carne sufre porque se estremece y lo quiere todo, aunque
todo es un lugar ficticio, un cruel punto de encuentro al que no se debe volver.
Reincidir no se puede, ese es otro horizonte, el más peligroso.
Entonces vuelve a caer la lluvia
sobre los cuerpos desnudos y ya frágiles. Dos amantes y una lluvia que no moja.
Es lluvia negra.
Oscar da Cunha
12 de octubre
de 2019