Siempre hay determinados ingredientes
que, cuando se combinan en mi camino, convierten mi cabeza en una coctelera de emociones:
un parque solitario a principios del invierno; unos pocos rayos de sol,
tímidos, como deben ser los rayos de sol en diciembre; una alfombra de hojas secas, renunciadas por los árboles para
permitirnos leer las impresiones que recogieron cuando estuvieron más cerca del
cielo… y mi perro. Él, pese a su inexperiencia, está mejor dotado que yo, las
observa, las revuelve y termina acertando; con la sonrisa en sus ojos se acerca
corriendo para regalarme la que está mejor escrita. Entonces nos sentamos en el
suelo y, con esa voz de fantasía que no se le puede negar a ningún travieso,
leo para él la poesía que cada hoja lleva grabada en la cara que, por timidez,
se escondió del sol. Pepe me escucha mirándome a los ojos y en ellos va
descubriendo la belleza de la naturaleza a la que pertenece. Son poemas que
hablan de amor, como el de una pareja que se dio su primer beso cuando había
primavera, o el de esos ancianos que se ofrecieron una caricia por si no volvía
a haber más primaveras. Poemas de esperanza que han guardado miradas, como la
de la madre que soñaba un futuro mejor para el niño que correteaba a su
alrededor, o la del propio niño que se dejaba mirar por ella mientras intentaba
esconderle la tristeza de sus ojos por el padre que perdió en esa batalla
contra el enemigo que se ocultaba en su cuerpo. Poemas que son suspiros, como
el aliento que salió de aquella carta, que él no se atrevió a abrir en casa,
anunciándole que le habían concedido el trabajo y que le garantizaba que podría
seguir abriendo sobres bajo techo. Poemas que atesoran vidas que no se lleva el
viento, que guardan lágrimas porque éstas, dulces o amargas, son las que alimentan
los árboles que siempre bordean nuestro camino.
Yo tardé más en darme cuenta, aquella
hoja contenía una nostálgica melodía que me resultaba conocida: la misma
bicicleta roja, el mismo pelo rubio pero otro parque, cosas del viento que
trasporta el tiempo. La niña estaba sentada junto a Pepe con su mano derecha
acariciándole la espalda y una sonrisa apuntando hacia mi cara.
—Me gusta tu perro y cómo lees las
hojas.
Me arrancó un rubor y una pudorosa
sensación de timidez que no recordaba desde mis primeros días de colegio,
cuando otra niña, aquella fue morena, me enseñaba a distinguir las vocales de
las consonantes.
—¿Dónde has aprendido a leer las hojas?
—me preguntó.
“¿Cuándo aprendiste a leerlas?” —me
pregunté.
No tendría más de… nunca he sabido
adivinar la edad de un niño, ni siquiera cuando yo también lo fui, tal vez
porque en ocasiones me tuve que resignar escondiendo la mía. Su sencillo pelo rubio
casi ocultaba una mirada rasgada por la sonrisa de unos ojos que se conformaban
con el color de la madera.
—Mira mi pelo. —le dije—. ¿Ves las
canas? Ahí fui aprendiendo.
—¿Puedo leer una? –me pidió.
—Claro, dile a Pepe que te escoja.
Con un gesto suyo, tras una caricia, yo
mismo me sorprendí de la suavidad con la que mi atolondrado entresacó una hoja
y delicadamente la posó en el regazo de la niña.
—Esta te va a gustar —me dijo—. Es un
poema en blanco y negro, solo tú conoces los colores que le pertenecen.
—Entonces la tendremos que leer juntos.
—le sonreí—. Tú pones las palabras y yo el color.
Su voz empezó a sonar con la misma
suavidad que utiliza la luz cuando amanece, con la igual transparencia de la
brisa que se desliza sobre un océano en calma y, entre estrofa y estrofa,
conseguí ver el color de las palabras, el color de los recuerdos que la memoria
los transforma en sepia. Aquellos olvidos que ahora recordados consiguen
abrillantar la mirada porque para ver atrás hay que mirar adentro.
—Lees muy bien. —le dije.
—Mira tus manos, la hoja la tienes tú.
—Pero… tú empezaste y yo…
—Te engañé. —Me sonrió pícaramente—. La
respuesta no está en las canas sino…
—…En saber volver atrás. —la interrumpí
asintiendo con mi cabeza.
—No, volver es muy difícil. Lo
importante es no marcharse nunca.
Sonó el reloj de alguna iglesia, no
recuerdo cuantas veces pero seguro que menos de trece y ella se incorporó.
—¡Espera! —Y le pregunté—: ¿Quién eres?
—Tú.
Oscar
da Cunha
29
de diciembre de 2013