domingo, 29 de diciembre de 2013

DE PALABRAS Y COLORES

Siempre hay determinados ingredientes que, cuando se combinan en mi camino, convierten mi cabeza en una coctelera de emociones: un parque solitario a principios del invierno; unos pocos rayos de sol, tímidos, como deben ser los rayos de sol en diciembre; una alfombra de  hojas secas, renunciadas por los árboles para permitirnos leer las impresiones que recogieron cuando estuvieron más cerca del cielo… y mi perro. Él, pese a su inexperiencia, está mejor dotado que yo, las observa, las revuelve y termina acertando; con la sonrisa en sus ojos se acerca corriendo para regalarme la que está mejor escrita. Entonces nos sentamos en el suelo y, con esa voz de fantasía que no se le puede negar a ningún travieso, leo para él la poesía que cada hoja lleva grabada en la cara que, por timidez, se escondió del sol. Pepe me escucha mirándome a los ojos y en ellos va descubriendo la belleza de la naturaleza a la que pertenece. Son poemas que hablan de amor, como el de una pareja que se dio su primer beso cuando había primavera, o el de esos ancianos que se ofrecieron una caricia por si no volvía a haber más primaveras. Poemas de esperanza que han guardado miradas, como la de la madre que soñaba un futuro mejor para el niño que correteaba a su alrededor, o la del propio niño que se dejaba mirar por ella mientras intentaba esconderle la tristeza de sus ojos por el padre que perdió en esa batalla contra el enemigo que se ocultaba en su cuerpo. Poemas que son suspiros, como el aliento que salió de aquella carta, que él no se atrevió a abrir en casa, anunciándole que le habían concedido el trabajo y que le garantizaba que podría seguir abriendo sobres bajo techo. Poemas que atesoran vidas que no se lleva el viento, que guardan lágrimas porque éstas, dulces o amargas, son las que alimentan los árboles que siempre bordean nuestro camino.  

Yo tardé más en darme cuenta, aquella hoja contenía una nostálgica melodía que me resultaba conocida: la misma bicicleta roja, el mismo pelo rubio pero otro parque, cosas del viento que trasporta el tiempo. La niña estaba sentada junto a Pepe con su mano derecha acariciándole la espalda y una sonrisa apuntando hacia mi cara.

—Me gusta tu perro y cómo lees las hojas.
Me arrancó un rubor y una pudorosa sensación de timidez que no recordaba desde mis primeros días de colegio, cuando otra niña, aquella fue morena, me enseñaba a distinguir las vocales de las consonantes. 

—¿Dónde has aprendido a leer las hojas? —me preguntó.
“¿Cuándo aprendiste a leerlas?” —me pregunté.

No tendría más de… nunca he sabido adivinar la edad de un niño, ni siquiera cuando yo también lo fui, tal vez porque en ocasiones me tuve que resignar escondiendo la mía. Su sencillo pelo rubio casi ocultaba una mirada rasgada por la sonrisa de unos ojos que se conformaban con el color de la madera.

—Mira mi pelo. —le dije—. ¿Ves las canas? Ahí fui aprendiendo.
—¿Puedo leer una? –me pidió.
—Claro, dile a Pepe que te escoja.
Con un gesto suyo, tras una caricia, yo mismo me sorprendí de la suavidad con la que mi atolondrado entresacó una hoja y delicadamente la posó en el regazo de la niña.
—Esta te va a gustar —me dijo—. Es un poema en blanco y negro, solo tú conoces los colores que le pertenecen.
—Entonces la tendremos que leer juntos. —le sonreí—. Tú pones las palabras y yo el color.

Su voz empezó a sonar con la misma suavidad que utiliza la luz cuando amanece, con la igual transparencia de la brisa que se desliza sobre un océano en calma y, entre estrofa y estrofa, conseguí ver el color de las palabras, el color de los recuerdos que la memoria los transforma en sepia. Aquellos olvidos que ahora recordados consiguen abrillantar la mirada porque para ver atrás hay que mirar adentro.

—Lees muy bien. —le dije.
—Mira tus manos, la hoja la tienes tú.
—Pero… tú empezaste y yo…
—Te engañé. —Me sonrió pícaramente—. La respuesta no está en las canas sino…
—…En saber volver atrás. —la interrumpí asintiendo con mi cabeza.
—No, volver es muy difícil. Lo importante es no marcharse nunca.

Sonó el reloj de alguna iglesia, no recuerdo cuantas veces pero seguro que menos de trece y ella se incorporó.

—¡Espera! —Y le pregunté—: ¿Quién eres?
—Tú.

Oscar da Cunha
29 de diciembre de 2013

viernes, 27 de diciembre de 2013

RECUERDOS DE UN FUTURO…

Como todos, recuerdo muchos finales de año diferentes. Pero… aquél se me ha quedado grabado como… No sé, algunos pasajes nunca terminan de borrarse y le condenan a tu memoria a permanecer encadenada al pasado. Y no es cosa de la edad, que también, más bien se trata de la voluntad, esa necesidad de inaceptar que el tiempo ha saltado y seguimos sin movernos de la casilla en la que la torre le hizo un corte de mangas al rey blanco con un: ¡Que se enroque tu madre! Pero yo tenía treinta años menos y, salvo alguna cosilla que tampoco estoy dispuesto a desnudar, sigo siendo el mismo. No, no penséis que la vida no me ha mandado lecciones, simplemente algunas me he negado a aprenderlas aunque ellas sí se hayan aprehendido a mí.
Los termómetros no conseguían subir de los doce grados bajo cero y, para resultaros sinceros, nos importaba un carajo. Quise entrar por el “Checkpoint Charlie” pero… mi pasaporte no estaba bien visto entre los que, como siempre, se ocupan de escribir la historia. No fue un capricho, ni un error, ni tampoco chorradas del destino que suelen ser las que se encargan de demostrarte que en este mundo no hay ni buenos ni malos sino todo lo contrario, simplemente necesitaba comprobar que nada cambia el uniforme que uno viste, ni los colores de la bandera que, la mayoría de las veces, no resulta más que un abanico que se afana en espantar, por pequeña que sea, la brisa que generan esas utópicas reflexiones de libertad por las que demasiados perdieron la vida.

         Vida que quemábamos durante las últimas tardes de un ochenta y cuatro en aquél apartamento de Andrea, en la Hermannstraße, jugando a soñar el blanco y negro de ese nuevo mundo que nos habíamos empeñado en creer que seríamos capaces de colorear.  
Bailábamos en los salones del palacio de Charlottenburg al silencio de Strauss celebrando un futuro que sólo sonaba en nuestra imaginación; bailábamos las noches de Spandau convencidos de que con el último Rudolf Hess se apagaba la hoguera y sobre nadie volverían a caer las cenizas de la vulnerabilidad del hermano de Caín.
Derribábamos muros imaginarios entretanto, amparados por la oscuridad del U-Bahn, cambiábamos de mundo sin cambiar de ciudad, cargados de clandestinas tabletas de chocolate y al volvernos, con los bolsillos llenos de sonrisas del este, apedreábamos un muro de la vergüenza sin saber que los muros se comportan como la energía de Einstein, nunca desparecen, sólo cambian de condenados.  

Condenados a explotar el minuto último disfrutando de los colorines que iluminaban el cielo del primero que ya imaginábamos como el definitivo que aún hoy seguimos esperando, mientras les lanzábamos a los VoPos las botellas vacías de Henkell-Trocken sin suponer que todavía, al presente, seguiríamos recogiendo los cristales.

Cristales a través de los que, como las lágrimas de aquél tiempo que se congelaban al brotar, hoy seguimos utilizando para cubrirnos los ojos con la ilusión de ver llegar un día en el que soñar ya no sea necesario y podamos mirarnos todos de frente y felicitarnos, no por un nuevo año que empieza sino por una nueva vida que tan sólo continúa como desde el principio tuvo que ser.

Oscar da Cunha
27 de diciembre de 2013

lunes, 18 de noviembre de 2013

COSAS DE CASA

Llueve como si nunca hubiese caído una gota, como si los ríos estuviesen sedientos de esas lágrimas dulces para, con la pleamar, encontrar la excusa que llevan meses buscando con el fin de desbordarse. Como si el mar necesitase algo de ese cielo, casi negro, tal vez buscando la orilla que nunca alcanzó en la temporada de baños y ballenas floreadas. Como si las alcantarillas implorasen una justificación para que los empleados municipales las desnuden. Como si a los que trabajamos por esta latitud que llaman Norte nos importase un carajo ir nadando por las calles.
Los arbolitos llorando lágrimas de agua y hojas —es el otoño—. Las puñeteras losetas de las aceras, siempre desenfoscadas, que se encargan de dar de beber a tus pies embutidos en esos zapatos sobre los que te prometieron: “son impermeables”. La gabardina empapada, ¡sí! esa que te vendieron al precio de una armadura impenetrable al invierno polar. El sombrero, que está buscando nuevas cabezas sobre las que sentirse más estable, sale volando por el agradable viento del noroeste. ¡Vamos, una puta mierda!
La peña que, por darle un uso al volante, se cambia de calle para comprar el pan justo a la salida de su portal. El del taller, ese que no consigue cambiarle ni unas bujías al buga de su primo, el que presume de mantener un coche necesitado de pasar la ITV cada diez minutos y ocupa tres plazas de aparcamiento por esas cosas de la edad. El minusválido que aspira a que los bancos vuelvan a dar créditos para comprarse algo parecido a un vehículo pero que invierte las aburridas horas de su vida mirando por la ventana por si algún desalmado ocupa su plaza, debidamente señalizada, teléfono en mano, para denunciar al delincuente que justo se permite unos minutos, los que necesita para entregar bajo el torrente de agua que no cesa, esos papeles que su asesor lleva semanas reclamándole.
Y así horas, escenas de este clima Cantábrico que ha decidido encabritarse con los encabronados que no acertamos a escaparnos porque nos pensamos que como aquí no se vive en ningún sitio.
Y yo buscando plaza para aparcar mi coche.
Lo veo retroceder, luces y bocina tronando en esa calle donde ni el arca de Noe se sentiría cómoda, reclamando ese espacio que debía estar esperando antes de que al patriarca le pasasen los planos. Me detengo: ¡vale tío, tú la viste antes! Y su moza… apoyando desde la acera:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Me permito un humilde gesto de aquiescencia con mis manos. Seguramente bajo el chaparrón ella no lo aprecia e insiste:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Repito el gesto mientras el coche de su maromo retrocede hasta conseguir la ansiada plaza, pero este jodido clima… y ella insiste:
—¡¡No te estoy diciendo que te pares!!
Ya se me han inflado los guardinoflios y me bajo, valiente, sin impermeable, con dos… bajo el diluvio.
—¿Por qué sigues gritando? —le pregunto— Ya le he dejado suficiente espacio para aparcar un trolebús.
—¡¡Joder, te he dicho que te pares!! —insiste.
—¿Y con qué autoridad me gritas? —Se me habían inflado, pero… ya lo he dicho.
El maromo que se apea del buga. —¿Qué pasa?
—Que va para soprano —le digo —. ¿O no la has oído?
Los dejo discutiendo en la acera, no estoy para seguir mojándome y me subo al coche, ya no soy Gene Kelly.
Este jodido clima…

Oscar da Cunha

18 de Noviembre de 2013, y sigue lloviendo.

viernes, 15 de noviembre de 2013

Y LO DEMÁS… ME SOBRA

Quienes me conocéis, mis cuatro amigos, ya sabéis de mis extrañas costumbres. Una de ellas… no consigo conciliar el sueño sin antes pasear, recorriendo entre recogimiento y silencio, el camino que conduce a mi casa; es un camino tranquilo, despoblado y solitario en el que me gusta acompañarme del brillo de las estrellas y meditar con mi sombra que, gracias a la luz de la luna, suele ser mi única compañera. Pero… este clima Cantábrico, ya pasado el verano, acostumbra a apagar el cielo con ese manto de brumas y nubes que tiene la rutina de acercarse desde el mar.
La otra noche no fue sino una más de las que, en plena oscuridad, me vi obligado a medir cada uno de mis pasos. La tormenta que se avecinaba y la ausencia de farolas —una de las ventajas de vivir en tierra de nadie—, consiguieron que mi única compañera fuese Morgana, esa lechuza —a menudo dudo de que sea la misma— que me ronda cuando las agujas del reloj ya han agotado su paseo por la esfera del reloj de la iglesia de abajo, y entonces las vi bailando a mi alrededor.
Eran dos. Sí, dos. ¡Que estupidez! No se pueden tener dos sombras cuando ni siquiera hay luz suficiente para conseguir una. Bailaban a mi alrededor, no en torno a mí, sino a mi alrededor; parece lo mismo pero… si lo hubieseis visto, lo comprenderíais, es uno de esos pequeños matices que no resultan fáciles de explicar con palabras. Como la serenidad de un instante o la fragilidad de un éxtasis, cada uno tiene la oportunidad de disfrutarlo en su intimidad y… sacarlo fuera, compartirlo… quizá ni sea conveniente.
Pasada la medianoche y aún fumando —lo que venden en los estancos, que enseguida os da por pensar de más—. Oscarín, o te agarras los machos o sales corriendo; las tienes largas —hablo de las agallas— y esta es la ocasión.
Pregunté.
—No sólo el cuerpo tiene sombra —me contestó una.
—Del alma también hay contorno —le acompañó la otra.
—¡Ya estamos! —me dije—. Esta es nueva, yo siempre buscando mi alma y ahora me sale doble, tengo que dejar de leer: “Fumar perjudica gravemente su salud”. Si lo pone en todas las cajetillas…
—Mira bien —saltaron al unísono—. ¡No! ¡Mejor mira dentro!
—¿De las cajetillas? —pregunté.
—¡De ti! —me contestaron.
Miré.
—¿Aún no nos reconoces? ¿Todavía sigues sin valorar lo que conservas? —Fue un eco que sonó dentro de mi cabeza, ya sabéis, como cuando piensas y te da por estar en Babia.
—Yo soy la sombra de tus sueños —dijo una.
—Y yo la de tus ilusiones —le sonrió la otra—. Pese a la oscuridad seguimos contigo, nunca te hemos abandonado. Eres un tipo con suerte. Pero… no nos desestimes, tal vez algún día nos aburramos de ti.
Miré. Esta vez hacia afuera. Aún con la tormenta encima se me aparecieron todas las estrellas del cielo y la luna en creciente. Dentro de mi cabeza comenzó a sonar una melodía y al volver hacia casa me di cuenta de que éramos tres.
Que la fortuna me conserve mis sombras. Lo demás… me sobra.

         
©Oscar da Cunha
15 de Noviembre de 2013

sábado, 2 de noviembre de 2013

COMPAÑEROS

Fue en el paseo del río, mientras yo disfrutaba de la fogosidad de mi cachorro, cuando los volví a ver. Los cuatro amigos que me leéis habitualmente ya conocéis mi oficio de voyeur, siempre he considerado que la vida está llena de pequeñas esquinas que habitualmente se nos escapan pero, poniéndoles un algo de interés, son capaces de enriquecernos más que las grandes noticias que no están fabricadas más que para distraer a las masas. Y perdónenme aquellos que se sientan aludidos, pero el pan y circo se inventó hace muchos siglos, como el fuego, o como el oficio más viejo del mundo, que no es el que estáis pensando, tarambanas, sino aquél en el que el más fuerte se aprovecha del esfuerzo del más débil. En esto no hemos evolucionado, todavía somos una especie joven y si, pese a los muchos intentos, nuestra capacidad de autodestruirnos sigue fallando, quizás algún día consigamos alcanzar ciertas metas de felicidad tan sólo intercambiando impresiones y emociones con nuestros semejantes.
Decía que los suelo ver en el paseo del río, a los dos, no sería capaz de distinguir quién es más anciano, si el hombre o el perro, ambos están ya jubilados de sus tareas y, como buenos camaradas, el uno respeta el descanso del otro, alternativamente. Cuando al humano le pesan sus zapatos se sienta en uno de los bancos con el chucho debajo; y viceversa, cuando el animal se detiene para recuperar el aliento, el abuelo —todos son abuelos a esas edades— se espera comprensivo, apoyado en su bastón.  De vez en cuando intercambian alguna mirada, como esperando ver quién cede primero y da la orden de volver a casa para poner fin a esa tortura diaria que consigue mantener la sangre circulando por sus venas.
—Se le ve muy viejito —le comenté al anciano—. ¿Qué años tiene?
—Los mismos que yo, más o menos —me contestó—. Ambos estamos ya en ese punto en el que no importa lo vivido, porque la memoria falla y menos aún lo por vivir, porque ya no pertenecemos a este mundo que a ninguno de los dos nos interesa entender.
Esa última frase me empujo a reflexionar —acto que cada vez procuro evitar más a menudo— en la ironía que encierra nuestra vida, cuanto más has caminado, cuantas más experiencias tienes para compartir, a menos gente le interesan y no es inusual que a muchos ancianos haya que sacarles su historia con sacacorchos. Su pasado pertenece a una irrealidad que se quedó atrapada bajo los tilos donde bailaban los sábados durante las tardes de verano, y en los matasellos de las cartas con las que se declaraban unos sentimientos que no desaparecían entre la trivialidad de la telefonía móvil.
Aproveché unos de sus descansos para acompañarlos en un banco e iniciamos una conversación que me niego a transcribir, a nadie le interesa ya leer sobre nada que no aparezca en la televisión.
—El mío también fue joven —dijo con nostalgia mirando las mil correrías de mi cachorro—. Ahora, cada noche nos abrazamos en la cama, con la esperanza de ver amanecer juntos o de no volvernos despertar, a ninguno nos interesa un minuto de esta vida sin el otro. Yo creo en Dios —me lanzó con solemnidad—, y él también —señaló mientras acariciaba a su compañero—, a ambos nos consuela saber que Él nunca nos separará.
Con la primera ráfaga de viento fresco que anunciaba el declive del día se pusieron en pie y, mientras lentamente se alejaban el uno junto al otro, me di cuenta de lo hermosa que es la amistad, aunque para algunos se llame fe.

©Oscar da Cunha

2 de Noviembre de 2013
(Día de los fieles difuntos)

viernes, 25 de octubre de 2013

IN PETRA VERITAS EST


Ya llevaba un buen rato intentando descifrar los símbolos y letras de aquellas estelas funerarias cuando el muchacho se me acercó.
         —¿Qué buscas hijo?
         Lo miré por encima de mis gafas —no eran las de sol, sino las que se convierten en imprescindibles con la edad—. Apenas si se merecía la treintena, su mirada justo alcanzaba mi barbilla, pelo corto y sonrisa condescendiente.
         —¿Importa? —le contesté interrogante.
         —A mi sí. Quizás pudiera ayudarte. 
         Le sonreí con la frívola vanidad que, por costumbre, utilizamos quienes ya peinamos más canas que flequillo.
         —¿Lo de hijo es por eso? —Señalé su alzacuello blanco, apenas visible bajo el jersey azul marino.
         —Sí, soy el párroco de la iglesia. Pero… puedes tutearme, por aquí todos lo hacen.
         —Tú también —le contesté—, los de tu edad acostumbran a hacerlo y yo me siento más cómodo.
         —Me llamo Damián, padre Damián —y me tendió su mano.
         —Encantado —le dije estrechándosela pero sin citar mi nombre.
         —Llevas ya un rato paseando por aquí y me he fijado que observas detenidamente cada estela.
         —La verja de entrada estaba abierta y… —continué con sorna—, no habré cometido algún pecado…, padre.
         Sonrío con indulgencia, y también, porqué no decirlo, con resignación.
         —Tal vez por mi aspecto no inspire mucho respeto, ya sabes lo que dicen: el hábito no hace al monje. Insisto: ¿puedo ayudarte?

         Todavía sigo preguntándome qué fue lo que me convenció, los alzacuellos no me inspiran respeto, su voz era corriente, su juventud casi humillante, pero su actitud…, quizás ahí estuvo la clave. Nos sentamos en el banco de piedra que se ve a la izquierda de la foto, justo delante de la estela que presenta las tres cruces.

         —Verás Damián—comencé—, la familia de mi abuela era originaria de este pueblo y, durante la guerra, por estas cosas de las lindes de tierras, las envidias, las viejas rivalidades, ya sabes…, fueron denunciados y fusilados. Sólo mi abuela se libró de la masacre pero nunca consiguió olvidar los nombres de los delatores.

         —¿Y tú estás aquí buscando su tumba? —soltó con una carcajada—. Estas estelas son muy antiguas, de siglos anteriores a la guerra, aquí no los encontrarás, de hecho este no era su emplazamiento original ya no son más que un decorado, nadie hay enterrado debajo. Además ¿qué pretendes? La venganza no es buena compañera.
         —Sólo intentaba encontrar un nombre tallado en la piedra.
         —¿Para qué?
         —No lo sé —respondí—. ¿Qué se puede hacer con un nombre tallado sobre una piedra?
         —Depende de tu corazón, recordar u olvidar.
         —No puedo recordarlos porque nunca llegué a conocerlos, sólo hay nombres en mi memoria. Tampoco puedo olvidarlos, la imagen de aquellos sucesos se grabó en mi cabeza escuchando las historias de mi abuela.
         —¿Y cómo te sientes mejor? Recordando a tu abuela o alimentando el rencor que te inspiraron aquellas historias.

         Le miré de reojo, él estaba sentado a mi derecha.
         —Típica respuesta de cura —le dije.
         —No —me contestó— Es una reflexión más secular que religiosa. ¿Sabes?, las estelas no son más que piedras, como este banco o los sillares de la propia iglesia, no busques respuestas en ellas.
         —Y entonces… ¿Para qué están? ¿De qué sirven?
         —Para que no olvidemos que, mientras vivamos, utilicemos nuestro corazón, para evitar que éste se convierta en piedra. Busca dentro de ti y quédate con lo que más te reconforte. El resto es pasado, exánime. La piedra, con el tiempo se va desgastando, sus inscripciones lentamente van borrándose, lo que guardes en tu interior viajará siempre contigo.
         Me giré un breve instante para sacar un cigarrillo.
         —¿Puedo fumar? —Pero al volverme ya no había nadie sentado en el banco, junto a mí sólo quedaba un pequeño alzacuellos, viejo, amarilleado por los años. Poco tiempo tuve para advertirlo, una ráfaga de viento se lo llevó y despareció sobrevolando el tejado de la iglesia. Miré las estelas y ya no vi más que piedras. Encendí el cigarrillo y salí serenamente del lugar, lo que pueda estar escrito en ellas también se lo llevará el viento. De mi abuela recuerdo tantas cosas…, pero sobre todo una frase: No recojas las tempestades que otros vientos sembraron.


Oscar da Cunha
25 de octubre de 2013
        
          

miércoles, 23 de octubre de 2013

MACHADO EN LA MEMORIA

Me gusta Antonio, yo aseguraría que es por no tener la posibilidad de discutir con él. Pero… ¿quién sabe? quizá sea todo lo contrario y lo añore cuando me da por pensar —mala costumbre adquirida y además mal vista en nuestros tiempos—. Cuantas veces tengo la sensación de que no por mucho andar hago camino, de que mis pasos no son más que la vuelta a un círculo que me devuelven al lugar de inicio, sin otro aprendizaje de lo recorrido que el cambio estacional que observo en mi entorno, hojas que caen, ramas ahora desnudas y después soberbias, insultantemente floridas, y otro ciclo que se reinventa, ignorándome, despreciando mis pasos, mi admiración por esa naturaleza que sí hace camino sin andar.
         No sé Antonio, si tú tuviste cuevas en tu caminar, si tus pasos siempre fueron bajo la luz, pero a mi no me ocurre. Mi exilio no es otro que el de mis dudas. ¿Sabes?, a mi me toca recorrer de caverna en caverna. Ya, ya sé que los tiempos no están para luces, pero yo no me refiero a esas oscuridades, cuando la noche tenía nombre, cuando el enemigo incluso daba la cara. Ahora, cada tramo te traiciona, en cada curva se encubre la luz y cada paso te introduce en una nueva penumbra. Dentro oigo voces, llantos y discursos que me desgarran, tardo en salir del túnel, un poco de aire fresco y el agua que baja clara a mi izquierda pero… tan breve.
         ¿Y vosotros? Los demás, no os oigo, todos parecéis estar fuera aunque no sois más que voces en la oscuridad, en ese lóbrego corredor que habéis convertido en vuestro refugio, en esa caverna donde vuestro miedo no tiene sombra, donde la mirada angustiada del compañero no se advierte, donde vuestro lamento, cuando llegue, también pasará desapercibido.
         No es éste el camino que tú viste ¿verdad Antonio? No es este el futuro con el que tú soñaste. En la oscuridad no se aprecian las huellas y al volver la vista atrás tampoco se ve la senda porque cuando la iluminación nos abandona corremos el riesgo de volverla a pisar. Ya no se hace camino porque todos vamos errantes y desde dentro del túnel ni siquiera se aprecian las estelas en la mar.

©Oscar da Cunha
23 de octubre de 2013

lunes, 7 de octubre de 2013

ÉL

Ya de niño era diferente, ni mejor ni peor, prudentemente no era capaz de comportarse como los demás. Pese a su gran tamaño nunca aceptaba imponerse a los más débiles, pese a su fuerza nunca hizo de ésta una barrera que le protegiese de las burlas de quienes nos aprovechábamos de su inocencia. Era como nosotros cuando nos mirábamos al espejo en la soledad de la noche, con el pijama de colorines y el miedo a mirar debajo de la cama. En el fondo era como todos quisiéramos ser y nunca nos atrevimos a serlo. Él no cazaba pajarillos, no dañaba los jardines ni les ataba cuerdas con botes a los perros. Mientras todos avanzábamos de curso, él se mantenía fiel a las asignaturas que año tras año insistió en repetir. Recuerdo que, cuando a nosotros se nos iban las ganas detrás de las faldas plisadas de todas las chicas del colegio vecino, él solo tenía ojos para sonreír a la cálida mirada de su madre.
Como ocurre con todas las biografías, los años pasaron, unos nos fuimos por ciencias, otros por letras y él decidió seguir siendo un niño. El tiempo todo lo cura menos la inocencia, mientras la vida nos fue cubriendo de responsabilidades él aprendió a predecir los otoños y las primaveras. A muchos, los ciclos nos fueron sorprendiendo con sus múltiples laberintos y alguno se quedó perdido sin llegar jamás a  encontrar  la salida, él siempre caminó bajo la luz del sol y, sin pretender llegar a ninguna parte, quizás esté más cerca de la verdad que cualquiera de los que en su día fuimos sus desagradecidos compañeros.
Ya no es como ayer, nadie le señala con el dedo, ninguno se atreve a sonreír a su espalda. A veces, lo veo galanteando cariñosamente a una anciana a la que jamás dejará abandonada. Otras, camina custodiado por el revoloteo de mil pajarillos y si te acercas a él puedes saborear la paz que acompaña a la auténtica libertad. No, ya no es como ayer, ahora todos lo respetamos. Él no ha cambiado, los demás, por desgracia tampoco, pero a todos nos lleva muchos cursos de ventaja.     

©Oscar da Cunha

7 de Octubre de 2013

sábado, 31 de agosto de 2013

UNO MAS UNO SIEMPRE SON DOS

Sucedió en pleno centro; en estas ciudades de miniatura le llamamos centro a todo aquello en donde no somos capaces de aparcar el coche en menos de cinco minutos. Más de mediodía pero, sólo lo justo para que los afortunados que tenemos curro miremos el reloj con la traidora coartada de que las horas que le quedan al viernes ya no merezcan la pena. Uno de esos momentos en los que, si el teléfono suena y el número no figura entre la agenda —cada vez más exigua— de los amigos, el ruido de la circulación, o la banda sonora de: “Tengo la aguja al rojo” —no tardarán en presentarla en los multicines— te restringen las trompas de Eustaquio; y, visto lo visto, si el que llama ha aguantado hasta hoy podrá esperar al lunes.
Ya se me fue la pinza... Decía que los vi en pleno centro, agarrados de la mano e intercambiando una animada conversación, cosa que a la mayoría de parejas se les ha perdido en algún orificio de su pasado. De vez en cuando se regalaban un beso, nada escandaloso, sólo una manifestación trivial del cariño que debían sentir el uno por el otro; pero por lo visto, más bien por lo que yo veía, a muchos de con los que se cruzaban se les escapó una mirada reprobatoria, sucede que justipreciar en los demás la costumbre que ya se perdió o nunca se tuvo, incomoda más que un grano en salve sea la parte.
Se detuvieron frente al escaparate de una joyería y yo no pude resistir acercarme: ya he confesado numerosas veces que soy un voyeur y observar sin participar, o sea sin incomodar, es mi juego favorito. El primero señaló un anillo y el segundo otro, tampoco estamos hablando de la pareja perfecta, esto no es más que un chisme sobre un suceso real que escribo para dejar reposar las fantasías que sí suceden en la novelas. Ambos descorcharon una sonrisa, a mi no me engañaron, el brillo de sus miradas era sincero, lo vi reflejado en el cristal que cuando está limpio no miente. Un nuevo beso para intentar asumir el precio de la etiqueta y dentro, el gesto de satisfacción del comerciante que veía la posibilidad de no cerrar la mañana en blanco, en estos tiempos, y habiendo venta por medio, no se le niega a nadie la cortesía.  
Me senté en el banco de enfrente, un par de cigarrillos fueron una buena excusa. Salieron de nuevo cogidos de la mano y, seguramente con la humana ilusión puesta en el momento de anillarse juntos, se besaron y continuaron por la calle abrazados como cualquier pareja de enamorados que está a punto de asumir un compromiso. Reconozco que la mayoría de transeúntes no se escandalizó, pero sólo esos, la mayoría, que hoy en día se considera tan sólo la mitad más uno, a los otros sigo sin entenderlos. Era una pareja vistosa, el más alto lucía una cuidada barba y al bajito, el de los ojos azules, creo que lo conozco, al menos su bigote rubio me suena.

Oscar da Cunha
31 de agosto de 2013

miércoles, 21 de agosto de 2013

LA LEYENDA DE LISARDO VARGAS

Serían más de las once; sí, seguro, hacía un buen rato que las campanadas de la iglesia habían tañido once veces. Entré en la taberna, necesitaba un café; bueno no, para que nos vamos a engañar, nadie necesita un café después de las once si se ha levantado cuatro horas antes; lo que me hacía falta era un retrete, aunque tampoco me urgía y en los alrededores cualquier árbol hubiera sido suficiente, necesitaba hacer tiempo. Los malditos relojes tienen la caprichosa costumbre de moverse a su voluntad, si vas ajustado de horario, vuelan; por el contrario, cuando toca esperar, las agujas se inmovilizan, ¡qué digo!, se te ríen a la cara, te desafían retrasando su movimiento hasta que tu paciencia llega a su Finisterre.
A lo que iba, entré en la taberna y pedí un café. En la barra, un tipo se sujetaba a la realidad gracias a su vaso de vino.
         —¡Eh, tú!
         Miré a mi alrededor, no había nadie más, luego ese: “eh, tú” era para mí. El tipo era alto y ancho, aunque en su espalda se notaba que lo que había en su cabeza pesaba demasiado; se me acercó arrastrando unas gastadas botas sin soltarme la mirada de los ojos; él los tenía de un negro que podría competir con el azabache, los míos como siempre, corrientes. Su mirada era frontal, directa; la mía oblicua, con ese gesto que tengo tan ensayado y que me hace parecer un tipo duro.
         —¿Conoces la leyenda de Lisardo Vargas? —Su voz era pastosa; ¡no!, más bien era atrasada, con a, como si antes de salir por su boca, franquease un túnel en el que sus años bisiestos duplicaran los míos.
         —¡Sí, sí por supuesto! —Fue la desdeñosa respuesta que utilicé para quitármelo de encima; el café de mi taza estaba recién hervido, si la cosa se ponía fea no me iba a pillar desarmado.
         —¡Y un cojón! ¡Ya quisieras!
         Se retiró hasta su vaso con la sonrisa del que calla otorga y no hay más ignorante que quién se niega a escuchar una confesión de taberna.
            La curiosidad mató al gato y yo, afortunadamente, todavía conservo tres de mis siete vidas; las manecillas del reloj aún me traicionaban y decidí acercarme a él.
         —¿Sabes? —Esta vez mi tono era más humilde aunque el café en mi mano seguía caliente, algo se aprende después de cuatro fracasos.
»Creo que me he confundido, la de Lisardo Vargas no la conozco.
—¡Ya! y como te sobra tiempo has decidido escuchar a un borracho. Te he visto mirar el reloj.
—Sí —confesé, es mejor pecar de sincero que de curioso.
—…tá bien, pero me pagas el vino.
—Faltaría…
—Verás —comenzó con un aspaviento triunfante—. El tal Lisardo era contrabandista, eso por aquí no tiene ningún mérito, por estos montes hay mil senderos cuyos tramos nunca sabes a qué país pertenecen, quien no pasaba tabaco lo hacía con medicinas, licores… Luego llegaron las radios…, hasta con ganado se les ha engañado a los carabineros. Pero Vargas era especial, él traficaba con lo más importante que te puedas imaginar.
Me miró con sus ojos negros, quería la pregunta, les pasa a todos los que cuentan leyendas, es parte de la moneda con la que cobran.
—¿Con qué? —Le seguí la jugada y aguanté la prolongada pausa, no es mi primera taberna.
—Lisardo Vargas traficaba con ideas —Se bebió el vino de un trago y golpeó la barra con el vaso vació.
»¡¡Ideas!! —Se señaló con el índice la sesera.
»No existe nada más caro en esta vida.
—Entiendo —le solté.
—¡Qué coño vas a entender! Eran los tiempos de la posguerra, y los que pensaban se tuvieron que marchar. Él cogía las ideas y las pasaba de contrabando, era la mercancía que mejor se recibía, la que le daba un soplo de esperanza a la gente, la que les hizo aguantar sin resignarse, sin malgastar el carácter que tenían luchando contra una situación que no podían cambiar.
—¿Y cómo acabó? —El café ya se me había enfriado.
—Lo fusilaron.
—¡Vaya! Mala suerte.
—Dos veces, lo fusilaron dos veces —El tipo me miró con orgullo, apoyado sobre la barra con el codo derecho.
—¿Dos veces?
—¡Sorprendente! ¿Verdad? Es lo que tiene traficar con ideas, de todas ellas se guardó la mejor.
Me dio unas palmaditas en el hombro y desapareció de la taberna arrastrando sus viejas botas.
Me quedé un rato pensando, hasta que escuché la campanada de la iglesia dando la media, llamé al tabernero.
—Cóbrame el café y el vino de…
—Lisardo Vargas —me contestó.

Oscar da Cunha
21 de Agosto de 2013

martes, 20 de agosto de 2013

DENTRO DEL SILENCIO

  —¿Tienes miedo?
  —No.
  —¿Sientes algún dolor?
  —No.
  —¿Frío?
  —No, estoy bien. ¿Dónde estoy?
  —Estamos dentro del silencio.
  —¡Ah! —exclamé—. ¿Y qué hacemos aquí?
  —Esperar.
  —¿A qué?
  —A que se abra una puerta.
  —No veo ninguna puerta.
  —¿Ves algo?
  —No, no veo nada. Tampoco te veo a ti.
  —Es normal, no te preocupes…
  —No estoy preocupado.
  —… el silencio es oscuro, no hay ninguna luz, cuando te hayas acostumbrado te decepcionará porque no es eterno. Se abrirá una puerta y veremos por donde sigue el camino.
  —¿El camino? ¿Cuándo?
  —Aquí no hay cuando, no hay ahora ni después, aquí no hay tiempo, ya te lo he dicho estamos dentro del silencio.
  —Perdona, pero no entiendo nada. ¿Quién eres tú?
  —¡Ja! ¿Quién soy yo? Deberías empezar por preguntarte quién eres tú.
  —¿Yo?
  —Sí, tú. ¿Quién eres?
  —…no lo sé —respondí.
  —¡Bien! De momento te llamaremos N.
  —¿N?
  —Sí, N de Nuevo. Yo me llamo A, de Antiguo.
  —Deduzco que llevas aquí mucho tiempo…
  —Aquí no hay tiempo, ya te lo dije.
  —Bueno…, llegaste antes que yo.
  —No, llegamos a la vez. He escogido ese nombre porque yo ya he estado aquí antes.
  —Y… ¿Hay alguien más?
  —No, estamos solos, este es nuestro silencio.
  —¿Por qué estamos aquí?
  —Es lo normal en nuestra situación, no es más que un instante imperceptible, casi inmedible, pero tómatelo con calma ya te dije que aquí no hay tiempo. ¿No recuerdas nada?
  —No. ¡Bueno sí! Mi nombre, me llamo Nuevo.
  —¿Y antes, como te llamabas?
  —No hay antes, dijiste que aquí no hay tiempo.
  —Aquí no, pero antes de entrar en el silencio si lo hubo.
  —¿Y qué ocurrió? ¿Cómo era?
  —Yo no puedo recordar tu tiempo, cada uno es responsable del suyo.
  —¿Y tú? ¿Recuerdas tu tiempo?
  —¡No! Pero recuerdo una historia.
  —¿Es la historia de tu tiempo?
  —…No lo sé.
  —¡Cuéntamela, Antiguo! Igual en esa historia encontramos los recuerdos de nuestro tiempo. Si ahora compartimos el mismo silencio, es posible que también tengamos un tiempo en común.
  —No estamos aquí para eso, para contar historias. No creo que sea una buena idea…
  —¡Espera Antiguo! antes dijiste que estamos aquí porque es lo normal en nuestra situación. ¿A qué te refieres? ¿Cuál es nuestra situación?
  —Te lo acabo de decir, esperar a que se abra una puerta.
  —También me has hablado de un camino que hay detrás de la puerta, Antiguo ¿qué camino es ese?
  —No lo sé, nadie lo sabe hasta que se abre la puerta.
  —Pero tú ya has estado aquí antes.
  —Sí.
  —¿Y qué camino seguiste?
  —El camino del laberinto.
  —¿Y a donde te llevó?
  —El laberinto no lleva a ninguna parte, consiste en andar, siempre cambiando de ruta; buscar, intentando una salida y concluir que lo importante no es salir de él, sino recorrerlo.

©Oscar da Cunha
20 de agosto de 2013

Dedicado a…  

sábado, 10 de agosto de 2013

UNA NOTA P´AL DE ARRIBA

¿Sabes? Al final me estás empezando a convencer y mira que soy perro viejo y resabiado por las cicatrices bien ganadas en la calle. No lo digo por lo de ayer —me pusiste ante una de las decisiones más difíciles que he tenido que tomar en los últimos tiempos—, ni tampoco por lo de más atrás —estás al cabo de la calle de donde duele y sabes apretar la tuerca que más jode—.
En realidad no lo digo por mí, o al menos no sólo por mí; pero es que uno va haciendo amigos, aparte de los que conserva desde antes de que me preocupara en pensar en ti y siempre me sorprende que a cada uno le regales con el premio gordo de su lotería personal. He visto a unos que han perdido hijos, a otros que les has quitado el presente y a pocos que conserven ya un futuro decente; además, también mantengo vicios, oigo la radio y ojeo —ya sólo los ojeo porque trastorna menos— los periódicos, y compruebo que tienes especial predilección por los más débiles, a esos los puteas en cada esquina del planeta. Nunca das puntada sin hilo, si se mueve la tierra es justo donde malviven los más desgraciados en sus chabolas, si hay un huracán nunca se lleva por delante las mansiones de los acaudalados y cuando un río se desborda ¡qué casualidad!, siempre los barrios bajos son eso, bajos.
         Ya llevo más de cincuenta y dos febreros dando vueltas por el barrio y nunca te he visto dar la cara; te rezan, te cantan, te llaman y algunos hasta se cagan en tu madre —que se presume no la tienes— y tú, pasando de la peña. Supongo —y esto es porque me ha dado por suponer— que, desde la noche de los tiempos, ya comenzaste amargándoles la vida a nuestros primos, esos que, aunque nunca supieron contar hasta más de cien, hicieron bien los cálculos de su hipoteca y terminaron considerando que nos les salía rentable seguir aguantándote, te hicieron una butifarra y nos dejaron sus huesos, pensando en que, de entre los que llegasen por detrás, alguno se entretendría en hacer puzzles intentando descifrar donde coño está esa imagen y semejanza que se nos sospecha contigo. Supongo, como decía, que como todos los de tu pelo —esos que sí deben estar hechos a tu imagen y semejanza—, seguirás por siempre escondido, no sea que un día te pillemos en la calle y, aunque nadie esté libre de pecado, a ninguno nos tiemble el pulso para devolverte las pedradas.
         Al final, como empezaba diciendo, me estás empezando a convencer y uno se da cuenta de que cuando algo noble sucede en esta puta vida, siempre está detrás la mano, o la unión de las manos, de gente decente. De que cuando tú mandas desgracias, somos los humanos quienes tenemos que intentar devolverles la suerte a los supervivientes. Y de que no sé si estás, ni dónde estás, ni porqué estás, pero sobretodo me sigo preguntando: ¿para qué coño estás?

©Oscar da Cunha

10 de agosto de 2013

viernes, 9 de agosto de 2013

HASTA PRONTO CARIÑO, ESPÉRAME ENTRE LAS ESTRELLAS


Todavía recuerdo el día que nos conocimos, estabas en la jaula del fondo, la de los que ya no se acercan a los barrotes buscando esa esperanza que les devuelva el cariño que nunca tuvieron; la de los desengañados por no haber aparecido por este mundo con el aspecto un bonito peluche con rizos; esa jaula en la que los están, saben que ese será su último hogar. Nos cruzamos los ojos y tu sincera mirada no me hizo ninguna falsa promesa; observándote, me di cuenta de que no te conformarías con cualquier cosa y aunque yo nunca he sido más que eso, me quisiste aceptar.
La primera noche ya me asombraste; te regalé un muñeco, tu primer juguete; con decisión fuiste al armario donde me habías visto guardar mi abrigo y allí lo dejaste para después volver y sentarte a mi lado, desde entonces no sé pronunciar la palabra compañera sin decir tu nombre, desde entonces siempre me han escoltado dos sombras. Has bailado cuando me has visto alegre y te he descubierto alguna lágrima cuando la tristeza me ha rodeado. Y aunque la naturaleza no te regaló gran tamaño ni fuerza poderosa, quién me afrentase, sabía que iba a tener que decidir entre su vida y la tuya. Ese valor, que nunca te faltó, es una de las muchas cosas que aprendí de ti. 
¡Y cómo has sabido hacerte amiga de mis amigos! De los auténticos, también en eso fuiste buena consejera. La vida te enseñó a mirar a los ojos y distinguir la verdad en ellos, siempre has sido una persona muy inteligente.
La suerte nos ha mantenido unidos durante trece años, sin rituales, sin papeleos pero, como se suele decir, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad y nunca te he visto protestar, aunque la cama fuese dura y fría, si era junto a mí. Nunca fuiste amiga de los lujos, cuando los hubo; y en la escasez, cuando compartíamos ración, no por casualidad elegías el trozo más pequeño.   
Entre algunas de las razones por las que nos hemos parecido es porque ambos somos callejeros y de mil razas, pero tú estuviste más acertada y te quedaste con lo mejor de cada una. La elegancia y la belleza te las guardaste bien dentro, decidida a no entregársela más que a quien las supiera apreciar, ¡qué suerte tuve de ser yo el elegido!
Fuiste mi guía en las noches sin luna, compartiste los chaparrones en cada tormenta y me ayudaste a soportar el calor bajo el sol cuando nos faltó un techo. Yo, a cambio, sólo te enseñé a nadar y a montar en la Vespa. A partir de hoy la mar estará más salada, las lágrimas nunca son dulces, y quizás, a la moto no le falten buenas razones para no volver a arrancar.
Se lo tendré que contar a Rosy, tu amiga, la compañera de esquina de Isma; no sé si acertaré con las palabras, aunque quizás no hagan falta, son de los nuestros y con una mirada será suficiente. Por los peludos no te preocupes, últimamente ya se habían dando cuenta de que no estabas en forma para hacer la ronda de cada noche y recogerlos y ya viste cómo te acompañaban despacito, a tu lado, en tus últimos paseos. Te añoraran mientras sigan en este lado pero a todos les servirá de consuelo saber que, cuando les llegue su hora, volverán a correr contigo en ese paraíso donde ya no  existe el sufrimiento y las enfermedades del cuerpo ni siquiera son un recuerdo.    
Y a mi, sé que ya me has perdonado, lo he leído en tus ojos cuando, con tu última mirada, te has despedido para descansar en el sueño final. Contra tu voluntad he tenido que tomar la decisión de poner fin a tus padecimientos, no me cabe duda de que hubieses preferido seguir a mi lado aunque la tortura de tu cuerpo te mantuviese casi paralizada pero, por una vez, la prioridad ha sido la tuya. Te has ido durmiendo, serena, relajada y por fin sin dolores mientras, yo no he dejado de acariciar tu cabeza, tu pelo, tu frente, se te han ido cerrando tus preciosos ojos con una sonrisa más sincera que la mía porque, yo me estaba desgarrando por dentro al verte marchar.
Son muchos los que te echarán de menos, supiste ganarte la amistad de los que merecían la pena, pero a mi  me dejas desnudo y pensando solamente en el día que la suerte nos vuelva a juntar.
Hasta pronto cariño, espérame entre las estrellas.   

Oscar da Cunha
9 de agosto de 2013