domingo, 31 de diciembre de 2017

Feliz Año Nuevo, amigos. Y un propósito

Por delante van ellos. No entiendo lo que dicen pero sé que son ellos, conozco sus voces. No fueron las primeras que aprendí, hubo alguna anterior pero ahora no está. De palabras sé poco, unas cuantas, sólo las que me hacen reír, aunque de las voces estoy seguro. Debe de ser normal, como lo es que todavía tenga dificultades para seguir su paso, me cuesta andar a esa velocidad porque empecé hace poco, y a veces… ¡Vaya, otra caída! Y ellos a lo suyo, contándose… No, eso todavía no me lo han enseñado. Pero yo no debería estar tan lejos. El de la derecha, mi padre, sigue atento a cualquier gesto de mi tío, y ninguno mira hacia atrás. Por lo visto es la hora para ejercer de hermano. Tampoco sé de horas, pero ya he aprendido que cuando se encienden las farolas me mandan a dormir, y hoy se han olvidado porque veo cómo se balancea el reflejo de las bombillas en el agua. Sólo unos pequeños halos de luz sobre ese mar que es negro como el suelo del puerto. Todavía no entiendo de puertos, ignoro por qué pero sé que estoy en uno y hay algunos barcos, creo que son los primeros que veo, lejos, también iluminados por alguna farola.
           Igual me tropiezo, pero voy a intentar alcanzarlos. No quiero seguir solo y no me oyen cuando les grito, eso es porque aún apenas sé pocas palabras. Sí, empiezo a correr, ya lo he hecho otras veces, creo que dos, y las heridas de la rodilla sólo han sido rasponazos porque no están lejos del suelo, a mi edad todavía no tengo nada lejos del suelo, y en este momento es mejor olvidarlo, ahí abajo todo es negro. Tengo que mirar hacia adelante antes de que ellos desaparezcan después de la última farola. Es fácil, primero un pie y luego el otro, pero más deprisa; creo que la maniobra consiste en no perder contacto, y el equilibrio con los brazos, esos sí pueden volar.
           ¡Vaya, algo ha ocurrido! ¡Otra caída! Esta ha sido diferente porque ahora los pies también vuelan, más despacio, y la luz de las farolas parece alejarse. No, ella sigue ahí, flotando encima mío, soy yo quien se aleja. ¿Por qué me hundo? Estiró una mano y a lo que podría agarrarme se desliza, me atraviesa y se queda mientras yo bajo hacia lo negro. A ellos ya no los veo. Quiero gritar pero no suena y se me llena la boca de esa oscuridad mojada. La claridad se ha convertido en un punto borroso, arriba. Y se va mientras yo sigo, caigo hacia el miedo.
           No debería asustarme porque esto también ha pasado antes, ya dejé de respirar mientras ellos no se enteraban. Nunca se enteran. Sé cómo solucionarlo, igual que las otras veces, creo que han sido seis o siete pero tengo que pensar rápido, no puedo ahogarme. ¡Eso es! Sólo el miedo es real y se trata de decirle que quizá no consiga vencerlo pero voy enfrentarme a él. Abro los ojos, también la boca con ansiedad, todo sigue oscuro pero el aire por fin entra, a bocanadas que necesito, y me incorporo. Estiro la mano, tiene que estar ahí el maldito interruptor. Tengo que comprobar que otra vez ha sido el mismo sueño…

           Nunca lo he olvidado, aunque no sé cuántas noches seguidas lo soñé, tal vez fuera en torno a una semana. Tampoco recuerdo con qué edad, en la pesadilla me veo muy niño y no me dejaron serlo mucho tiempo. Debió ser poco después, cuando tuve que empezar a enfrentarme yo solo a los miedos y empezaron a formar parte de mi mundo. Y ese reto me empujó a sentir un intenso amor por la vida, a quemarropa. Entendí que el amor, el verdadero amor, ya sólo podría dedicarlo a todo cuanto me llegara acompañado por el temor a no ser reemplazado. Me condené a convivir con el miedo, por amor; siempre ante ese desafío, esa determinación de ser yo quien ganase.
           Tal vez por eso empecé muy joven mi relación con el mar. Y aún continúo…
       Sólo mi tabla y el horizonte salvaje, despiadado con los intrépidos, obstinado en demostrar su amenaza con cada estruendo que acompaña a cada ola, la siguiente mayor que la anterior mientras remo directo al rompiente, sin saber si volveré, sin gastar una mirada hacia la playa donde quedaron las garantías. Con el temor, en cada ocasión, de que sea esa mi noche en el puerto. A veces me detengo un momento, breve, eterno porque empezó de niño, y aprieto los dientes o lanzo un juramento mientras mis brazos vuelven a hundirse en el agua para impulsar la tabla con furia, y de nuevo avanzo decidido. Sé que podrá vencerme el mar que nunca es compañero de nadie, pero jamás me convertiré en víctima del miedo que me acompaña. Entonces sonrío, el mar cree que es por él pero se equivoca.

           Hoy pasaré la última página del calendario de este año. La siguiente abrirá la puerta del novato que ya se asoma, despistado y lleno de contingencias, muchas las aprovechará el miedo. Y ya conozco a ese viejo compadre; ese fullero que se ríe de los temerarios, ingenuos que le dan la espalda para ignorar su presencia y convencerse de que no viaja con ellos; ese farsante que somete a quien sólo le cree las consecuencias. Suspiro y se me pone cara de guasa. Yo aprendí a estar atento, nos vemos a menudo y sabe que a mí siempre me encontrará dispuesto a enfrentarlo, nunca se lo voy a poner fácil. Hace tiempo que colecciono otros propósitos y adornan mi despacho, cada uno dentro de su tarro de cristal.
           
           Feliz Año Nuevo, amigos.

Oscar da Cunha
31 de diciembre de 2017

lunes, 18 de diciembre de 2017

Eso tan sencillo

No sé si empiezo a acercarme a esa pasión con la que debieron coquetear cuantos han escrito un libro desde la sinceridad, por lo menos la intuyo. Cuando tengo uno entre mis manos noto que son mucho más que papel y tinta, un soporte lleno de propósitos; algunos, fascinantes a modo de cofre del tesoro como el de Black Sam Bellamy; otros, sobrecogedoras cajas de Pandora sin aviso a navegantes. Pero en todos, dentro, están esas palabras con las que se construyeron ideas y quedaron impregnados del esfuerzo que se empleó para trasmitirlas. Escritos desde la tristeza, empujados por la emoción, creados gracias al convencimiento o envueltos en la duda; sentimientos que cobraron vida, decepciones que se dejaron como legado de lo que no pudo ser o cantos a la esperanza por lo que se vio empezar. Tampoco hay dos ejemplares iguales, porque todos los lectores somos distintos y ante un determinado párrafo cada uno ha sentido diferente. Tras pasar la última página se cierra el libro, pero nunca se encierran las ideas. Queda el lomo a la vista sobre la estantería y ya no son títulos con nombre de autor; uno es el que nos destapó esquinas desconocidas del amor, otro nos enseñó a llorar, con alguno aprendimos que la amistad era eso, simplemente eso, y con un tercero nos atormentamos al comprobar que el odio siempre llega mucho más lejos que eso.
            Frecuento alguna de las pocas librerías de segunda vida que hay en mi ciudad, me gusta esa nueva oportunidad para los libros que ya acumulan varias biografías, la que se escribió y cuantas se quedaron dentro al leerlas. A veces busco una obra en concreto, descatalogada; voy directo, pillo y salgo con el tesoro. Otras, no sé lo que busco y espero a que me encuentre. Saco un ejemplar del montón, cualquiera por el que no me intereso de quién ni cómo lo tituló. Abro sin mirar qué página y leo, entonces respiro. Si me entran ganas de quedarme dentro, ese era el que me esperaba; lo cierro y ya no lo suelto porque hay mucho buitre que se alimenta de las casualidades. Oportunistas de la opción ajena.
            Creí que el otro era un día más, me equivocaba porque si no hubiera llovido tal vez habría cruzado la calle. Por estas tierras estamos tan acostumbrados a la lluvia que nos hemos vuelto expertos en repudiarla mientras la esquivamos. Entré sin buscar nada pero en muchos libros hay sol y un rato no me vendría mal. Título y autor los miré después así que no los voy a citar, que fuera Los pasos perdidos de Carpentier no viene a cuento. Yo no lo elegí. Y la página por la que se abrió estaba amañada. Se puede encontrar cualquier cosa dentro de los libros; Emma Bovary la muerte, un amigo mío a la mujer de la que sigue enamorado, y Alicia el único mundo que quizás tenga sentido. Yo encontré un suspiro en el reverso de una fotografía. Con letra de hombre, como escriben muchas mujeres.

A mediodía, como siempre a mediodía, mi amor.
Entre las horas.
En ese hueco donde se nos perdió el tiempo.
A mediodía, te espero a mediodía, mi amor.

            Me lo llevé con el presentimiento de cometer una tontería. La foto no presentaba demasiado desgaste, pero aunque hubiera sido de ayer, supe que era una tontería. El tiempo no cura nada, a lo sumo termina matando al mensajero. Y yo sólo me agarraba a un viejo mensaje y a unas fechas en las que mi reloj se vuelve más tolerante.
            El lugar de la cita me pillaba a mano, y confié en que esa otra dimensión, tan incomprensible porque siquiera podemos aspirar a comprenderla cuando nos ha dejado una nota, pudiera estar de vacaciones.
            El paseo de La Concha atrae a turistas y vecinos, pero por distintos motivos. Los primeros quieren guardar el haber estado, y los de casa sabemos que en alguna puesta de sol nosotros no estaremos y en los folletos del futuro nunca hay garantías.
            Es durante el segundo mediodía, sentado en el banco y con el libro a la vista, cuando empiezo a tontear con los reincidentes. Fracaso con una elegante anciana, la cara con la que huye al tomarme por un pervertido arranca una sonrisa cómplice en el caballero que repite observando desde la barandilla. Pelo abundante y blanco, la mirada firme, decidida incluso si hubo errores, el porte digno, accesible por no temer más miedos, y unas facciones con las que sólo se llega hasta esa edad cuando se ha hecho el camino correcto. Las arrugas en su sitio.
            Intento convencerme de que es una tontería, no puede ser él porque yo imaginé a una mujer y sólo mis personajes de ficción me estafan, pero se acerca y me señala el libro. Se sienta a mi lado, sin saludo, y en sus ojos veo que no vamos a hablar de literatura. Por eso saco la fotografía, la giro y le muestro el suspiro. Él me lo pide mientras me cuenta que el libro, junto con el talante para aguantar más pacientes, se dejaron perder durante un traslado. Acepto como siempre lo hago, con clausula de rescisión, y él sonríe porque es de los que entiende de curiosidades.
            El tiempo del que me habla parece muy lejano, pero sólo porque se usaban las cabinas de teléfono y ellos estaban casados por lo aparente, sin que ninguna de sus parejas lo llegara a sospechar. Descubrieron que compartían inclinaciones sexuales, a ella también le gustaba la aventura.
            Pero de incógnito, como en las más imprudentes correrías, se presentó la fatalidad y se enamoraron a imposible. Fueron discretos, sólo confiaron en los más íntimos porque sabían que esos traicionan con mejor estilo, y lo suyo no era una infidelidad de quitarse las bragas sino el sombrero.
            Ahora soy yo quien señalo la foto y pregunto qué acabó mal. Intuyo la tragedia, y sólo se pude convivir con la tristeza chapuceando un mal arreglo, una cita diaria con el pasado. Él me observa, sorprendido, distingo una sombra en sus ojos con los que me dedica un gesto serio antes de confesar que no repararon en la conspiración de sus parejas, su venganza fue la tolerancia y en silencio permitieron que la rutina hiciera el trabajo sucio. Aquel fue el peor castigo para dos amantes de la aventura. No lo superaron.
            Se pone en pie mientras noto un nuevo brillo en su mirada y veo a una dama acercarse por el paseo. Le interrogo con un gesto y él sonríe al devolverme el suspiro con el libro que dejó de necesitar.
            Los veo alejarse despacio, cogidos por el brazo y algo más. Dos viejos cansados que ya han gastado el viaje hacia su Ítaca y se conforman con eso tan sencillo que llamamos amor pero desconocemos cómo funciona.

Oscar da Cunha
18 de diciembre de 2017

viernes, 8 de diciembre de 2017

Rocamadour

Camino y hace frío, lo sé porque llevo un buen rato sin fumar, y al respirar, por mi nariz salen dos pequeñas imitaciones de nube. Hoy las calles están vacías. Esta maravilla medieval colgada en un acantilado se convierte en un auténtico desafío para las piernas. La mirada aún quiere más mientras el pensamiento va pidiendo treguas. Es difícil, Rocamadour es difícil de entender. La obra del hombre y la naturaleza se entrometen, enredadas, como si cada una pretendiera confundir quién talló primero y para qué; quién ostenta más poder, la roca eterna o la intención humana. Acaso sea una demostración de que siempre han caminado juntas, y uno se pregunta dónde descansan los dioses cuando le ceden el paso al mortal. También lo contrario.
            Aquí no es festivo, atardece un día más de principios de este mes en el que la sociedad sólo piensa en celebrar y comprar porque ha oído que toca. Aunque no se pueda. Tú lo mereces es el lema que se impone a la razón. Pero aquí la razón parece muy sólida. Parece. El desafío es interpretarla cuando también hay negocio en torno a ella. Tal vez se crearan las razones porque el negocio las inventó mientras esperaba. Yo prefiero suponer que llegaron antes, cuando en vez de las consecuencias se consideraron los antecedentes. Aunque es un consuelo que tampoco consuela y en ocasiones dudo, y no puedo dejar de sospechar que el jardín del Edén lo creara una empresa de mantenimiento para que con ella se estrenara el mundo.
            Él es quien me aborda, tal vez aburrido de que le roben su soledad para hacerle preguntas y esta vez busque venganza porque yo sólo saludo. Se mantiene dos peldaños por encima mío y a mí me parece bien porque la escalera se las trae y yo iba de subida, y porque ya llevo un par de horas con el cuello estirado y la vista alzada, me va a costar recuperar la postura y prefiero hacerlo sin compañía.
            —Usted me preocupa, no hace fotos.
            Lo miro con curiosidad, sin contraatacar. Se trata un hombre viejo pero no anciano, y aparenta haber gastado más vida que años. En lo de tocar las narices sí parece francés, aunque le faltan la gorra y la baguette. El tipo a lo suyo.
            —Los demás, la mayoría, enganchan el teléfono a esos palitos y luego se marchan mirando la pantalla.
            —Yo no. —Y me encojo de hombros. Cuando me propongo hacer amigos lo bordo—. Yo he venido para estar, ¿y por qué debería importarme lo que a usted le preocupa?
            —A los otros, o a casi todos, no les interesa estar, sólo guardar el certificado de haber estado.
            Saco las manos de los bolsillos, cojo mi paquete de tabaco y me llevo un cigarrillo a la boca. Antes de encenderlo estiro la mano y ofrezco.
            —¿Y eso le parece mejor?
            —Así se marchan antes. Y cuando ya lo han visto no necesitan volver. Usted es de los reincidentes.
            —Lo prefiero a ser estúpido. —No sé por qué, estoy convencido pero se lo suelto con un murmullo.
            —Rocamadour ha sido desde hace siglos un lugar de peregrinación —se arranca el viejo—, y lo más absurdo de peregrinar es esa pretensión por encontrar en el destino lo que no se supo hallar durante el camino. Aquí no hay respuestas, en ningún sitio las hay. —Me apunta con el dedo—. Los estúpidos son los que vuelven. Les deslumbra lo extraordinario y ya no son capaces de orientar su mirada.
            Empieza a alejarse por las escaleras del santuario, sin despedidas. No ve cómo levanto las manos para señalar lo que me rodea pero le llega mi voz.
            —¿Qué sentido tiene todo esto?
            Se detiene, gira la cabeza y me responde antes de continuar.
            —Ninguno.
            Acaba de apagarse el día y lo sustituye la luz del hombre. Tal vez crearla fue el primer error, o quizás alguien menos estúpido descubrió que podía suplantar a los dioses. Al fin y al cabo, desde que dejamos las cavernas, ¿a quién le interesa sólo una roca?
            Salgo del poblado y me detengo. Rocamadour iluminado parece más humano. Parece. Yo sólo sé que tengo que volver.

Oscar da Cunha
8 de diciembre de 2017

domingo, 3 de diciembre de 2017

Por un puñado de palabras

Quien cuenta someramente lo que ve, se arriesga a no igualar el artificio de una buena imagen. Hay virtuosos que se esfuerzan por penetrar en una escena, minuciosos hasta el límite con cada detalle de un entorno estático, y como mucho no superan más que lo mismo, una buena imagen. Pero si la sola imagen fuera tan poderosa merecería el esfuerzo, y bastaría con repartir fotografías de solomillos para acabar con el hambre o retratos con sonrisa para confortar tantas soledades. Acomodados en esta postura de la imagen, de lo aparente e instantáneo, le ofrecemos un folleto en colorines sobre Maldivas al mendigo que intenta aguantar el frío entre cartones. Tras un par de amaneceres, cuando se ha rendido ante el invierno, lo culpamos por no haber sabido utilizar las escenas, por no haberse reinventado dentro de los nuevos cánones de la mendicidad. Y los más simples nos conformamos, pero empieza a abundar esa anómala pluralidad que se indigna con un mezquino malversador de imágenes.
            A veces reviso viejas fotos. No se ve ningún cazo en ellas pero yo huelo el chocolate mientras por la espalda me llega el repiqueteo de la máquina de coser; y mi abuela, sin apartar su mirada de la ventana tras la que no cesa la lluvia, con ese acento francés al que jamás querrá renunciar, me cuenta de aquella juventud en la que otra lluvia se llevó, sin billete de vuelta, a su padre hasta las trincheras para defender sus tierras de los alemanes. En la radio, un señor dice que el hombre acaba de pisar la luna y abuela agita su cabeza lamentando que todavía no hayamos aprendido a caminar sobre la tierra. Es cuando cierra la capilla limosnera porque de esa esperanza ya dejó de esperar nada bueno. Y tose, siempre tose por culpa de la cocina económica mientras comprueba ese bolsillo donde esconde el paquete de Chester. Enrolla su metro y medio de cinta para entallar sisas y sonríe con gafas y yo la acompaño, quizá en esta nueva anécdota su padre haya vuelto para dirigir la vendimia. Y habrá calma, los vientos dejarán de alborotar porque en casa no hay quien le replique al Calendario Zaragozano.
            Huellas que nunca se desenfocan.
            Entonces, abro los ojos y veo que he estado mirando las fotos por su reverso. Que fueron las palabras las que, en cada instante, formaron las estampas del álbum que llevo dentro. Voces con mirada y manos que guiaron la mía. Objetos que siguen hablando desde cada escena que nunca es pasado, porque el pajarito del reloj sigue vivo y da las horas, que no importan, cada una sólo cuenta las sensaciones que quedaron dentro, con murmullo, olor y reto por superar. Y a esas imágenes sólo llego con la memoria, porque no sumó ni el plano ni el momento, sólo valen por cuanto se rellenó con sentimientos.
            Paseo, y más allá de la curva sobre el camino hay luz, es donde se abre la arboleda y la luna se cuela, me acerco y veo sombras que no salen en la escena porque son antepasados, incluso yo también estoy en antepasado. Sospecho que la imagen tampoco cuenta hasta que me añado, los escucho y hablo con ellos. Y la intuición no me traiciona porque no hay retrato que valga si las emociones quedan fuera, porque en el interior hay más y eso sólo se construye con palabras.
            Apago la mirada y veo.
            Y algunos se empeñan en hablarme de imágenes.

Oscar da Cunha

3 de diciembre de 2017

sábado, 25 de noviembre de 2017

Años perros


Todos acumulamos momentos importantes en nuestra memoria. Fechas, lugares, aquella dimisión cuando la cosa estaba al dente, el primer sopapo de esa chica que años después nos sigue sacudiendo otros pero por el motivo contrario. Situaciones que cambiaron nuestro camino o marcaron un principio y un lo que llegó. Son esas lonchas de pasado que de vez en cuando sacamos de la cabeza, supervivientes del tiempo, y cada una nos recuerda que recorrimos diferentes andurriales en los que fuimos retocando piezas para llegar hasta donde hoy todavía intentamos llegar.
            Nostálgicos hay de todo tipo. Los materialistas: «Empezamos a viajar en tren cuando nos robaron el coche…». Inquietos: «Empecé a viajar en tren cuando me quitaron el carné por conducir borracho…». Incómodos: « Fue a partir de que yo ganara mi tercer campeonato de golf y a ti te mandaran al paro…». Más incómodos: «Aquellos años con ella, ¡qué bomba, chico! Luego se casó contigo y perdió mucho». Es incalculable el catálogo de subespecies, tal vez tan variado como individuos, pero hasta con los estúpidos tenemos lo mismo en común: Nos gusta hacer departamentos con lo que dejamos atrás, etapas archivadas con una etiqueta en la que figura un elemento que sobresalió.
            Cuando yo me giro están todos, esos cabrones peludos a los que no necesité explicarles mis lágrimas para que las compartieran, que me contagiaron sus sonrisas cuando yo no pregunté; quizá porque sólo fuera el amor del compañero, y en ese que ellos están licenciados nosotros aún somos aprendices.
            Se me ha borrado el camino que hago para ir al colegio, pero conservo la mirada de Tony mientras me acompaña, mientras me agarra del pantalón porque soy un crío y para que aprenda que me espera mucho camino con semáforos en rojo. Y el último timbre no me alegra porque se hayan acabado las clases del día, sino porque hay una puerta tras la que él llevará rato esperando.
            Tengo colegas que me desempolvan los años de grandes olas; me hablan de temporales, de granizo golpeando la tabla y galernas de este Cantábrico cuando se empeña en demostrar que el escritor del Apocalipsis se curtió de reportero por aquí. Yo veo lo mismo pero con sol, sombrillas en bikini, y unos ojos que nacieron para no destapar más que esa parte que también tiene de buena la vida. Porque ahí siempre está Gran Max.
            Y sé de una época durante la que viajé mucho. Diría que fueron mañanas de reuniones y pesadas tardes aguantando discordias, pero mentiría, porque sólo hubo mediodías en los que Loiti y yo compartimos bocadillo y paseo, y por eso podría hablaros mucho sobre los parques de nuestra geografía. La lluvia y el sol. Y sobre distinguir en su especie a los chicos de la chicas por su cara.
            Me sé de otra con dos puertas. Atravesé la primera en la que me fue bien y se llenó de compañías. Después me fue mejor, mientras me echaban por la segunda fui aprendiendo cómo los malos momentos son el mejor detergente para la mayoría de compañías. Las he olvidado todas y sólo queda un momento, largo y sereno, una  época sin precio porque Vieja Nati le puso su nombre a todo lo que tuve y a lo que me salvó de lo que me faltaba.
            Y desde hace un tiempo suceden muchas cosas. Se irán, dejarán huella como las anteriores, y cuando llegue el momento de mirar hacia atrás, cuando me pregunten qué pasó, y si recuerdo, lo haré como siempre con orgullo, que sólo pasó una verdad que fue Enano Pepe.
            Mis perros van marcando cada una de mis épocas; esa parte noble de mi familia, esos grandes tipos me van salvando de la vida. Y tal vez también me salven de la muerte, haciéndome un pequeño hueco, aunque sólo sea de observador, en ese auténtico paraíso suyo que es mejor que la chapuza, esa mala copia que nosotros tuvimos que inventar para consolarnos.

Oscar da Cunha
25 de Noviembre de 2017

martes, 31 de octubre de 2017

La del cantero manco

Pudiera ser otro de esos extraños caprichos que se permitió la geografía cuando todavía ninguno de los nuestros andaba por aquí para molestarla. Uno de esos descuidos que interpretamos como casualidades precisamente cuando no nos molestamos en interpretarlos. Pero no lo es. Se trata de otro intento del caos por dejar claro que lo inventamos nosotros. Porque aquellos caballeros que se decidieron por ese perdido lugar del mapa para erigir un temperado taller dedicado a la abstracción, aquellos guerreros iniciados que también escogieron flamear el Beaussant con los dos colores que sólo tienen un sencillo nombre pero tantos significados como intenciones los mortales, descubrieron, que desde allí, tuviera sentido que la galopada de sus monturas acercara por igual al cabo Creus que al Finisterre.
            En torno a esa simbólica logia que sorprende en el interior del cañón del río Lobos, allá donde la montaña se convierte en anfiteatro del mundo y la cueva es un ojo de la tierra que curiosea, se atropan los perfumes; como el del inquebrantable enebro, los del espliego, el memorioso tomillo y la aliaga, el romance entre enea y menta salvajes, y la apasionada salvia. Situado tierra adentro, pero al pasear, con la mirada cerrada y la piel abierta, la memoria se impregna de sal, con equilibrada contigüidad Atlántica y Mediterránea. Porque Ucero también es puerto de mar para quien navega con los entresijos del interior atareados.
            Lo recuerdo en mi ya lejana primera visita, por estas fechas en las que los más estimulantes momentos de la tarde, con la hora recién cambiada, apaciguan el cielo, y su azul deja paso al velo naranja de la nostalgia, a la soledad y al olvido que se ha de recuperar, a todos los olvidos.
            Y de ellos recuerdo que Beatriz y Alonso nunca pudieron ser sus nombres.
            La dama mantiene la belleza de la tierra donde ha madurado el fruto y el arbusto se ha hecho flor, todas las flores. Un rostro por donde el tiempo supo pasar con respeto, y si hubo heridas fueron las propias del camino al que se ha querido volver, sin mirar atrás, y reincidir, porque el único viaje al que se perdona sincero es al que dolió, tal vez con todos los dolores con los que cuesta amar, y todos sus desafíos en el horizonte.
            De él, la mirada, completa de encrucijadas rubricadas por errores y aciertos. Sus ojos aún dispuestos, como ayer, a navegar mares siempre encontrando puerto en su compañera. Atractivo, como la roca cincelada por el maestro del vivir y los vientos, que entre huecos permite el sueño que se persigue para coger fuerza, con ese empeño por arreciar en contra y a favor hasta desgastar unas facciones resignadas con que sólo haya sido el uso.
            Cae la luz entre las sabinas y recuerdo cómo él la abraza y ella lo peina donde hubo cabello, porque juntos consiguieron llegar y de ayer a hoy han sido tres suspiros y un bolero. Y se miran en el reflejo de las lágrimas gastadas, todas las lágrimas con las que aprendieron a nadar, sin miedo y Bécquer se equivocaba. A por la banda azul deciden subir de a dos, como han hecho su vida, todas las vidas. Otro beso con la penúltima promesa y la rama del quejigo señala la umbría junto al riachuelo de los deseos, ahora cuando brilla de hazañas pequeñas, íntimas y silenciosas, que fueron las más difíciles.
            De Poniente llegan risas que son gaviotas, es la edad en la que ellos también volaron. Uno quiso probar nuevos mares, y al otro le dieron igual porque no importó qué orilla si la arena confundía dos andares y un te quiero, todos los te quiero. Levante trae tramontana y el tañido del campanario que llama a puerto cuando se hizo hogar, lumbre de carrasco y alcornoque. Rascasa en el plato y un principio de perfil, todos los principios, como aquel cuadro donde las espinas parecieron más chiquitas.
            Entre la jara, una secreta senda y no ilumina la luna, distraída; es por el faro de las ánimas que llama desde su monte, y Gustavo Adolfo despierta del sueño para mirarlos, se le hicieron ancianos, y donde él puso leyenda ellos consiguieron romance, todos los romances. Y nada vale el papel ante el amor cuando se escribe sobre piel, de sudor y llanto que se evapora pero quedó, y ahí estuvo el aliento, todos los alientos.
            Los recuerdo marchar hacia la oscuridad en esa ya casi noche que no devuelve las visitas. Se confunden dos brisas y en el desfiladero aúlla el lobo enamorado de la muerte. Espero y acumulo momentos de esos que no importa cuántos. Con ellos han huido los mejores y los que dejaron sólo servirán para hacer prácticas. Espero hasta que el faro ya no alumbra y de sus pisadas quedaron huellas, entre Creus y Finisterre, en ese punto medio donde fueron para buscar eternidad. Y que se encargue la tierra si ha de merecer, todas las tierras.
            Por el monte de las ánimas ahora bajan dos melodías, una con el flabiol y otra con gaita, y en la cañada se retira el silencio entre muñeira y sardana. La lechuza no tiene noche para ruidos, pero el autillo, más retozón, la convence y ya somos cuatro con la sombra del poeta. Sé que tengo que elegir, no me lo han puesto difícil, llevo rato sentado y esta opción ya está gastada. Me levanto y los acompaño en el baile que se ha de celebrar, en todos los bailes.
            Y que el manco talle la piedra con maza y cincel, todas las piedras. Allá él cómo se las apañe.

Oscar da Cunha
31 de octubre de 2017

domingo, 15 de octubre de 2017

Gracias, Malinowski

Recuerdo sus últimos días. Ninguno imaginábamos que pudieran serlo mientras él lo sabía. No era uno de esos hombres vulgares a los que la muerte viene a buscar. Y ahora estoy convencido de que fue él quien la llamó para imponerle fecha y hora. Sin discutir.
            Después de noventa y un años conocía demasiado mundo y estaba aburrido de sus repeticiones. Y tampoco esperaba mejores versiones de sí mismo.
            Austero, con las palabras medidas y en su sitio. Gestos sólo los necesarios, más los que se le solicitasen, porque él nunca hizo caso de esa voz que bautiza jueces, y prefería entregarse a las intenciones.
            Durante esas fechas sólo me encomendó dos cosas —ya me había perdonado por haberme llevado a su hija—, y adopté su vieja radio. Ella, desde entonces, me cuenta cómo viene el día cuando la exclusiva ya la comparto con los pájaros más tempraneros, y por el oriente del que todos estamos llega el aroma de los primeros cafés. Y el cielo todavía lleno de esa luz discreta que conserva el sueño reciente, el que nos prometemos cuando la mirada se acaba de reiniciar.
            Esta mañana tampoco se enciende al girar el dial. Y en la memoria la indicación de su viejo compañero: «Dos golpecitos suaves, aquí, junto al ojo mágico. Tiene ya las maneras gastadas y hay que despertarla».
            Nada.
            Silencio, e insisto. No me interesa lo que cuenta pero necesito que lo haga ella, desde ese altavoz de otro tiempo con el que consigue que nada me parezca nuevo y yo empiece el día despreocupado. A la versión moderna de los errores antiguos le falta ese punto de responsabilidad de las noticias sin opinadores.
            Prefiero descartar opciones. Reviso la instalación eléctrica de toda la casa y compruebo el alumbrado público, lejano, por el de mi entorno ya me ocupé de que no estuviera. Me resigno, la miro con tristeza y le pido permiso. Es una vieja dama, y con respeto desabrocho por su espalda el acartonado corsé en busca de la válvula fundida. No recuerdo si me queda recambio, tendré que buscarlo en unos de esos cementerios donde las exponen para ser contempladas mientras nos miran tristes, culpables de pertenecer a un borroso pasado que ahora se llama ficción porque parece que nadie vivió en él.
            Pero esa tapa de cartón sale con la compañía de una confidencia. Despego y despliego el papel de estraza. «Viento» de Malinowski asoma con apenas cuarenta pétalos y hoy descubro que me confió mucho más que su radio.
            Ahora entiendo que se había hecho amigo de una resistencia plena, y esa otra de rebajas por final de temporada no le interesaba. Poco le importaron que sus largos paseos se convirtieran en de a pocos, y soportó esa prisión dentro de un cuerpo con demasiado uso encajando los intermedios. Pero a su cabeza no iba a concederle esos desfiles por el paraíso de los lelos.
            Hoy me sorprende con que no sólo se preocupara por la evidencia, su discreto mundo estaba completo de esas inquietudes que encuentran respuesta en ese jeroglífico que se nos va quedando en el pasado. A veces nos miraba con firmeza y sonreía, sin motivo para los de fuera, decía que era la edad, nunca confesó que tenía el interior lleno de conclusiones. Y se mantenía sincero al afirmar que cuidaba de sus gafas para no dejar de manejarse con las herramientas, las de su caja, las que casi no usaba. Porque eran otras de las que hablaba, y las amaba en ese secreto que esconde el papel. Como si él mismo se las hubiera prohibido para disfrutarlas con el dulce sabor del pecado. Y preguntándose cuántas manzanas son herederas de la primera.
            No sé cuándo las descubrió, quizá se lo contara a Malinowski y por eso le dedicó su libro. Ya me inquieta dónde estarán los otros, de los que citaba fragmentos de memoria y añadía por descuido alguna reflexión.
            Los buscaré, Nano, me lo tomaré como un nuevo camino que me has abierto. Tal vez me dejaste la primera pista en el último párrafo que subrayaste. 
Muchas lunas han pasado
desde que dejé tierra firme.
Preferí los peligros de la mar
a la monotonía ciudadana.
… ¿Hasta cuándo resistirá mi precaria balsa
el avanzar y avanzar contra la corriente?
E. J. Malinowski
            Te contaré.

Oscar da Cunha
15 de octubre de 2017

lunes, 9 de octubre de 2017

El Rincón de los Poetas

«Es tan fácil hacer sufrir a un ser que nos ama, tan fácil que ni siquiera puede ser divertido.»

Maurice Rostand (hijo de Edmond Rostand y Rosemonde Gérard).
El rincón de los poetas. "Villa Arnaga" – Cambo-les-Bains

Cuántas puertas abre una sonrisa


Cuántas puertas abre una sonrisa.
(Tal vez pudo decirlo Josephine Baker)

domingo, 17 de septiembre de 2017

SOY DE MAR

Llega sin empujar, entre esos primeros cafés con los que de nuevo uno se anticipa al amanecer. La terraza aún te acoge descalzo, taza en mano, serenidad y el gato que ha pasado la noche sobre la hamaca bosteza sin prisa. Los momentos se han vuelto perezosos y ahora dejan hueco. En el calendario que ya no se mira terminó ese largo domingo que dura tanto como el calor. Y te recibe una playa con los rulos puestos y bata de casa que nos saluda de a uno a los de siempre. La alfombra de entrada ha recuperado ese color que nunca pasa de moda, y al mar, que estaba de vacaciones, se le pone el talante de aventura. Comienza la temporada de cielos imprevisibles en los que el azul se vuelve un lujo, al arcoíris se le pretenden horas extras y los vientos andan despistados porque todavía quedan puertas abiertas.
            Es el ahora de los lugares secretos, escondites que no tienen nombre para que los de fuera no aprendan. Se comparten sardinas con olor a viejo barco sin intermediarios, sabor a apretón de manos y esa brasa que fue madera en la pata del pirata. Los de la mesa de atrás cantan amores perdidos en otras orillas donde nunca atracaron, y todo se contagia. Premeditadas tabernas mal asentadas sobre la arena, como nos gustan a los que lucimos cada vez más pelo color de sal, con los pies desnudos, la mirada remando hacia el horizonte y cara de ver ballenas que no nos importa a dónde vayan con tal de que lleguen. «Mira, una acaba de soltar un chorro». Y le birlas chipirón y medio al colega de la derecha.
            Se estiran las tardes de terraza hasta que al sol le da por aparecer en escena sólo para recoger los aplausos. Cuentan que en esas sillas se negociaba el placer por minutos, colores de ojos y maquillaje de puerto, porque han sobrevivido naufragios delante de todo y justo donde nadie se fija. Quizá las gaviotas guardan el secreto y por eso ríen, pero a lo que hubo no le incomoda. Y aunque ninguno lo conocimos la imaginación aprieta. Es la nostalgia, que cuando no anda a codazos por el paisaje se hace panorama en versión marinera con escabeche de exagerar.
            Siempre esperamos a ese entonces que no broncea pero mantiene. Y curte el alma de no renuncia a guarida de pulpo, perfume de anchoa y piel de bonanza mientras aguante. Para que, cuando con paso de cangrejo y marejada en las entrañas nos alejemos y nos pregunten, se nos escape el orgullo: Soy de Mar.

Oscar da Cunha
17 de septiembre de 2017

domingo, 27 de agosto de 2017

ENTRE LAS RAYAS DE UNA SOMBRILLA

Charlan. Siempre están en ello. Los tres. Cuando se sientan, ella mantiene una cierta distancia con esa anciana pareja pero la conversación nunca cesa. No parecen veraneantes. Quizá sea porque me he acostumbrado a verlos cada vez que voy, y sin ese trío en torno a las rayas de esa sombrilla, a la playa le faltaría el mar. No recuerdo cuál fue la primera vez que los vi, creo que no la hubo. Bronceados hasta el límite que permite nuestra raza, y sin embargo, ella es la única que, a ratos, se tumba como si necesitase más, y el movimiento su cabeza y manos me convence de que la conversación debe de ser el mejor protector solar.
            No quiero hacerlo, me parece más obsceno mirar el reloj que su desnudez, pero estoy seguro. Hay un ritmo. Como en una función pautada con estudiados actos de idéntico tiempo, apuran cada intermedio para visitar ese ambigú que está en la orilla. Un breve baño. Los tres. Y no sé si vuelven a sus butacas o a escena. Entonces, todo se reinicia: La misma nube que regresa tras esos minutos que tampoco he medido. La señora del perro, que aprovecha la sombra para sacudir su toalla y recoger el sesgado repaso del solitario mirón al que le han encuadernado el periódico con la portada al revés. Lo del niño no cuenta, sólo es un niño y se repite porque le da la gana, y porque ya va intuyendo que por lo suyo sólo se pasa una vez.
            Percibo algo extraño que no me inquieta, y me pregunto por qué me resulta razonable que no lo sea. Fijo la mirada en ellos. La entrometo. No sé si ella la ha descubierto pero se levanta. Sola, en esta ocasión. Camina hasta el borde y se detiene. El agua no le interesa porque desde allí se vuelve para mirarme. Seria. Sorprendida. Como si fuera la primera vez de una sensación que comparte. Es inútil hacerme el discreto. Ya es tarde para eso. Me levanto y voy. Yo tampoco sonrío, sin  esfuerzo. Y alargo la mirada hasta la anciana pareja antes de enfrentarme a la suya que ya tengo a la distancia de un susurro. Ella asiente mientras los señala y me dice que son los suyos, pero no habla de sus nombres. Me cuenta lo mucho que se amaron y no les reprocha que siempre fueron esposos antes que padres. Porque por delante de ella llegó una fascinante historia y este verano han decidido contársela. No quieren que se olvide, como el accidente, que algunos, no tan íntimos aunque pusieron flores en el cementerio, ya están olvidando.
            Hago un gesto estéril con la mano para quitarme unas gafas de sol que no llevo pero protegen mis ojos. La miro fijamente y con intención porque yo también vi esa película. Y la desigual, donde eran los muertos quienes veían vivos sin entenderlo.
            Entonces sonríe cuando niega. Sólo una vez. Y me habla de personas, de lugares y de sentimientos. Me habla de quienes al detenernos encontramos palabras escritas. O tal vez sea al revés.
            Se despide con la promesa de enviarme el manuscrito. Será por otoño. Aún queda verano, aún quedan palabras que poner. Palabras que toman el sol y se bañan. Palabras que son una vida, un amor y una tragedia. Palabras que vemos, cuando sabemos mirar. Sensaciones que vivimos, cuando las palabras enredan con nuestra cabeza. Cuando empujan.

Oscar da Cunha

27 de agosto de 2017

miércoles, 16 de agosto de 2017

VERANO DEL 76

Si en aquella época me hubieran advertido de que alguien como yo podría llegar a tener recuerdos que traspasaran la absurda barrera de los cuarenta años, tal vez habría invertido algunas lluviosas mañanas dominicales de invierno en ir a misa. Con lo que me estaba costando alcanzar los dieciocho, llegar más allá podía considerarlo una tortura de la que sólo conseguiría librarme teniendo éxito en esa subasta de acciones del paraíso
            En el instituto me iba bien, ya me estaba empezando a familiarizar con las más elementales nociones de Eisntein. Yo lo imaginaba como un señor que había vivido en un país donde siempre era verano, porque sólo desde el verano te das cuenta de que el tiempo es relativo. Lo importante sucede de julio a septiembre, durante ese periodo vives a la velocidad de la luz, y el resto del año se ralentiza mientras te pesan los pies acarreando con el cuadrado de la masa. Y claro, te da por pensar. Esa estrafalaria actividad con la que rellenas tu vida cuando no tienes cosas urgentes que hacer.
            Tenía que librarme de aquellas malditas clases.
            Supuse que debía de haber cometido el octavo pecado capital para estar condenado a esos satánicos cursos de acordeón. ¿Qué podía haber dentro de aquel siniestro instrumento para sonar tan horrible cuando mis orejas se situaban detrás de él? Cuando delicadamente lo colocaba como a un niño sobre mis piernas y empezaba a berrear. Sí, fui rotundo. Decidí que después de él no volvería a apretar contra mi pecho nada que sonase a quiero caca. Y aquí estoy, sin hijos.
            Dada mi lozana candidez, el pacto —en casa se empeñaban en enseñarme que a esta vida no hemos venido para abonar los campos sino facturas— me pareció razonable cuando encontré el trabajo que se adaptaba a mis profundos dogmas: Pasta y Playa. Estaba dispuesto a pasarme aquel verano cobrando el alquiler de toldos y sombrillas a cambio de que mi acordeón viajase, como donativo irretornable y merced a la devoción familiar por Fray Tomás de Berlanga, para formar parte de la coral polifónica de las islas Galápagos. Hoy entiendo que alguien me estaba vendiendo los agujeros del queso cuando mi padre, con los ojos empañados y sin dejar de acariciar ese perverso instrumento que él mismo compró con entusiasmo y la ignorancia de que me estaba empujando al desengaño —la única música que ya para siempre interpretarían mis manos saldría de una aguja y un vinilo—, insistió en que necesitaba soledad para despedirse y acomodarlo en la caja que poco después vendría a recoger el transporte. El acordeón siguió en casa y a mi padre no volví a verlo.
            Si exceptuamos la mili y por otros motivos, creo que mi piel nunca ha llegado a estar tan oscura como durante aquel verano del que recuerdo muchas cosas.
            Había que solucionar el problema de los perros y los niños. Atraían las miradas y se llevaban un montón de sonrisas. Por fin, los perros —criaturas de la naturaleza, ellas— terminaron por ser expulsados de un espacio natural. Y los que eran niños por aquel año, incapaces de mantener el nivel, se fueron especializando en fabricar orcos en miniatura para evitar la competencia.
            El ruido sí era un poco molesto. Y aquellos vendedores de patatas fritas y botellines de cristal, aunque simpáticos, resultaban algo agresivos. Ahora todo es más civilizado, el tipo se acerca en silencio, discreto. Si te guiña el ojo derecho es para costo, lo del izquierdo todavía no lo he probado.
            Bueno, este otro detalle no tiene mucha importancia, pero como hoy me ha dado por hacer memoria… Las cosas se pedían por favor y después se daban las gracias. Lo juro. Y yo, que soy un nostálgico —por eso no dejo de fumar—, vuelvo sentirme como un chiquillo cada vez que meto las moneditas, pulso el botón de lo que queda, y la máquina, con esa voz tan de máquina de los setenta me suelta eso de: «Su tabaco. Gracias». Entonces, salgo del chiringuito con la sonrisa de como si por fin le acabara de convencer de que ella sí es esa a la propia Mari Trini. También es verdad que antes aquella palabrería era más necesaria, sobraba tiempo y se hablaba. Han pasado cuatro décadas y se nota el nivel. El que no es ejecutivo de algo, dirige lo otro. Absortos en el móvil, consagrados a seguir abrillantando un poco este nuevo mundo —«tofu no queda, se lo cambié al gato por una lata de lo suyo»—, les sobra la otra mano para señalar lo que quieren, y largarse.
            Entre toldo y sombrilla, me daba un baño. Aunque luego tuviera que pasar por la ducha para quitarme el apestoso olor a agua de mar. Ahora lo han solucionado y me han dicho que van a mejorarlo poniendo letreros. Yo soy de la opinión de que no hacen falta, ya se distinguen sobre la superficie esos cercos untuosos de —sírvase-usted-mismo— los bronceadores, y el perfume de a lo que toque, que es verano y mola la aventura: banana, coco, floral o queso Idiazábal.
            Recuerdo mucho más de aquel verano del 76, pero sobre todo la recuerdo a ella.
            Ella se convirtió en mi tercer amor definitivo de aquel verano. No, espera, fue el cuarto. El tercero me rompió el corazón por la parte del embrague cuando la Vespa amarilla me dejó por aquel pretencioso. Por suerte a él sólo lo veo cada cuatro años, en esos carteles de la calle, durante esos días en los que ellos nos llaman compañeros a quienes sí vamos a la cárcel cuando nos pillan robando. Pero la vida te las devuelve todas, actualmente él ya tiene asumido que su peine le resulta tan prescindible como a mí votar, y la Vespa la fundieron para hacer chapas reivindicativas contra los motores de combustión.
            Al momento supe que era ella, esa chica de la que hasta el más furtivo de sus detalles iba a quedar grabado en mi memoria, de por vida. ¡Cómo la añoro! Aunque ahora no recuerdo bien si era rubia o morena. Ni sus ojos. El único color que me viene a la cabeza es el rojo intenso de su bikini, como una señal de prohibido pegada a las partes más interesantes de su cuerpo y sin una maldita raya que distrajese mi atención. Alta, muy alta, con un basamento de sillares y mampostería… (¡Vaya, perdón! Me tengo que quitar esta manía de escribir mientras ojeo folletos turísticos). Bueno, era de su tamaño, y yo estaba convencido de que la naturaleza había hecho horas extras para proporcionar el resto. Nunca me dijo su nombre, y desde luego que enseguida capte esos «¡Lárgate!» que continuamente me dedicaba como una inequívoca señal de que yo había superado todas las verificaciones preliminares y ya estaba ante la prueba final.
            Me fui.
            Aquello era ligar. Te pasabas el verano cruzando miradas, y cuando ya te ibas a lanzar, llegaban las lluvias, los libros del nuevo curso y esa imaginación con la que sobrevivías durante el invierno. Hasta el repetir el mismo verano, el del 76, en el que ella reaparecía, también ahora uno de esos maromos que le aplicaba el bronceador como si fuera su dueño.
            Pero fue un verano mágico y el bikini rojo cambiaba de cuerpo.

            El otro día, y después de toda una vida de inviernos, sus fantasías y veranos que hicieron mejor en quedarse donde estaban, me tropecé con ella. Me reconoció y yo no conseguí convencerla de que se equivocaba.
            —¡Cuánto tiempo! ¿Ya no recoges toldos?
            —Lo dejé.
            —¡Sigues igual!
            —No creo —Esforzándome en abarcarla con la mirada—. No podíamos estar tan mal hace poco más de cuarenta años.
            —Ha sido un placer volver a verte —Y pude ver una enorme espalda que se marchaba.
            —Yo lo siento como no te imaginas.
            Ella se giró con una extraña sonrisa.
            Yo dispuesto a escupir el sabor amargo entre los dientes.
            —Acabas de arruinarme aquel verano del 76.

Oscar da Cunha
16 de Agosto del 76

domingo, 6 de agosto de 2017

OTRA MUESCA QUE ME SANGRA EN LA MEMORIA

Hoy es un mal día, uno de esos en los que observo el verano con desprecio. Hoy lo imagino tal que si de una chapucera pausa de esa línea por la que transita el calendario se tratara. Una parada obligatoria que nos impone el tiempo para recordarnos que hubo un antaño en el que todo debió ser infierno, ese que antes de marcharse, nos dejó, a modo de intencionado olvido, una bazofia a sabiendas de que sería bien recibida —más o menos despistada hacia la mitad del año— como una estación añorada por cierta gente que va tan ligera de ropa para ventilar esa configuración de gentuza que chulean llevar instalada de serie.
            Sé que no soy objetivo porque el verano ya existía antes de nuestra especie, pero hoy el día no está para andarse con objetividades —aunque el verano no tenga la culpa de haberse infectado por esa enfermedad llamada vacaciones, ese virus con aspiraciones de epidemia que lo justifica todo con tal de transformar lo racional en grotesco— porque el verano tampoco pone de su parte, con ese revoltijo de calor, música chabacana, incendios para conmemorar lo divino que nos fue durante la inquisición, y una hora de adelanto para que no nos llamen paletos desde el Reichstag. Esos y otros muchos complementos son los que, no distorsionan precisamente al individuo sino que animan a aquellos que ya están distorsionados a ejercer como hijos de una distraída madre y progenitor de pago.
            Y ha sido cualquiera de esos miserables —uno más de los que equivocan la vida de los demás con la suya, esa que no vale ni la tinta que se malgastó para inscribirlo porque aquel día en el registro no había mierda a mano— el que lo ha abandonado.
            Reconozco esa manera de caminar, desorientada ya que siempre se renuncia a ellos en un territorio hostil donde no consiguen orientarse, y porque sus ojos intuyen que la supervivencia también tiene los últimos minutos gastados. Precipitada por no recordar qué artículo de su manual de instrucciones se ha saltado y ese castigo es nuevo, desconocido, y sólo puede ser un error que él no entiende. Porque se le ve joven, apenas ha tenido tiempo de conocer a los humanos y no sabe que en nosotros se inspiraron los demonios aunque nunca hayan conseguido igualarnos. Y porque fuimos tan perversos al domesticar su especie que les desactivamos la crueldad para no tener competencia.
            La carretera apenas tiene arcén, un coche le despeina el negro flequillo rizado soplándole un bocinazo de regalo al rebasarlo; ese conductor ha tenido mala puntería y se jura el desquite. Si el día se da como debe tal vez más adelante tenga ya la oportunidad de encontrarse con otro desamparado y ese no se le escapará. Intento detenerme en el carril contrario de la estrecha calzada, pero tampoco tiene apenas arcén y es insuficiente para la paciencia del energúmeno que me sigue, empujando, sin querer reducir. Una pareja que no me perdona que les robe un par de minutos de playa. Me repugnan más los dos niños que llevan detrás, los gestos que me dedican me confirman que las nuevas generaciones vienen dispuestas a superar lo que ven en casa.
            Sólo son cincuenta metros y hay un camino a la derecha. Dejo el coche y todo sucede muy rápido, sólo son cincuenta metros pero oigo el golpe. No llega fuerte pero desde esa distancia compruebo que ha sido riguroso y ya no es más que un bulto en la cuneta. Queda un vidrioso ojillo abierto que ya se está saludando con la muerte cuando me agacho para acariciar un pelaje que continúa siendo suave. Él ya no llora y a mí se me inunda la mirada. Le quito un collar sin nombre, rojo, de nylon y con un dibujo de flores blancas que no han tenido tiempo de marchitarse. Él ya no lo necesita, lo guardaré junto con los de los nobles compañeros que han acompañado cada tramo de mi vida, convencido de que hay un cielo para esos inocentes al que ninguno de nosotros llegará, un cielo donde el premio eterno que se han ganado sea no recordarnos. Es todo lo que lo que puedo hacer por él.
            Los coches siguen pasando, aminoran al verme y me advierten a tiempo de su presencia con un bocinazo. En ese punto hay buena visibilidad y sé que no me van atropellar, sé que no están dispuestos a convertirme en el incómodo tropiezo que les arruine un domingo de playa. Son la ventajas de ser un humano, no sé a cuantos puntos de su carnet equivalgo pero los que sean me hacen sentirme protegido, soy un lujo que muchos no se pueden permitir.
            Pasan minutos que no cuento y miro al sol que ahora está más alto, lejano, inalcanzable. Se cree grandioso, magnífico, el muy arrogante no sabe que en nuestra cultura no pasa de ser otra cosa que la estrella del rock que vuelve cada verano, uno más de nuestros nuevos dioses, como las rebajas de invierno, el wifi gratis o los anormales escogidos por la mayoría porque son los que mejor nos representan.
            Percibo que mis lágrimas y yo estamos de sobra, y me alargo con un despido lleno de respeto cuando un estático silencio sobre los hierbajos de la cuneta, mezquino e inapelable, me confirma que el pobre animal ya ha dejado de agitar irreversiblemente sus patas. Él no hubiese hecho menos por mí.

Oscar da Cunha
6 de agosto de 2017


domingo, 23 de julio de 2017

FANTASMAS


     Siempre paso frente a ella, frente a esa casa. Dicen que la habitan fantasmas pero yo, que la he visitado, puedo afirmar que es mentira, no los hay. A diario me detengo y la miro, no quiero volver a entrar, ya lo he hecho otras veces. No me asustan los fantasmas que sé que no están, lo que me asusta es pensar que ellos no sean capaces de verme a mí. 
      La esencia del miedo vive en lo que uno no ve.

Oscar da Cunha
23 de julio de 2017

Gymnopédie Nº 1 (Erik Satie)
* Se sugiere escuchar completo. Y salir.

domingo, 16 de julio de 2017

ENTRE EL ALBOROTO

A ella todavía se la ve muy joven, a él un poco menos pero se le oye más. Discuten. Hay gente por el paseo, con poca ropa, y el bullicio prefiere la sombra. Aun así se les escucha y no lo parece porque nadie mira. Tal vez sea por mar o montaña, pero intuyo que de eso ya hubo antes y quizá ahora sea por menú o carta.
            Me distraigo corriendo tras la mujer a la que he visto salir del cajero al que he llegado a tiempo para encontrar una tarjeta olvidada. Acabo de ganar una sonrisa de agradecimiento y qué fácil ha sido. Le preocupa más su cabeza porque los despistes aumentan, y yo me encojo de hombros mientras me río recordando que los míos dejaron de empujar cuando descubrieron que ya no quedaba sitio. Siguen discutiendo, más alto y él ha dejado de apoyar las manos en la cintura. Los señala y me pregunta con su mirada tan apretada como un pase de Manolete. Y tiene razón cuando me corrige por buscarles una excusa, en cuanto se descorcha esa botella hasta el mejor caldo termina en vinagre. La tolerancia amaña su propia alquimia.
            En la esquina hay un perrillo con los ojos despistados. Intenta convencerse de que se ha perdido mientras busca explicaciones que nunca encontrará porque por su imaginación no pasa un tren con destino Abandono. Recuerda que se hizo pis cuando era chiquito, y ahora que ha aprendido, el miedo está a punto de reventarle la vejiga pero no se atreve a echar ni gota. Sabe comportarse en un mundo de humanos donde son los humanos a los que les falta vergüenza. Y va entendiendo, sin conocer a Darwin y saber que se equivocaba, que no mandamos nosotros por adaptarnos mejor a los cambios sino por ser los más despiadados para esquivarlos. Ellos han elevado el tono y cuando dos gritan ya no es discusión, es un desafío para ver quién impone sus razones aunque se vaya alejando de tenerlas. Noto un estremecimiento en el animal y me acerco para consolarlo, pero no son mi mano ni mi voz las que su soledad está esperando. Ya nunca le llegarán las desagradecidas que lo han despreciado, porque los perros no son incómodos para el verano y tal vez el calor sea la excusa que utiliza la dignidad para marcharse de vacaciones, y no volver a donde no es bien recibida.
            Ahora hay alboroto delante del puesto de los helados, y esos enanos cabrones parecen venir configurados de fábrica para desenvolverse en estos nuevos tiempos de codazos y empujones. Tienen suerte de nacer más espabilados y sin pretensiones de cambiar el mundo, les basta con el que ven y saben que se va a tratar de pillar hueco para sobrevivir. Ellos no tienen la culpa, es incluso peor, pienso al verlos, todos han sido víctimas de un parto sin piedad. Desterrados en esta pesadilla de sociedad que hemos ido fabricando nosotros, los de la generación anterior, los que sí soñábamos con cambiar el mundo y sólo somos capaces de generar más ejemplares para que en el reparto nos toque un trozo más pequeño de mierda. No les importa la discusión que ahora se ha convertido en bronca y manos que van muy deprisa, tal vez les parezca una más de las que padecen cada día. Y me preocupa que con los años les resulte indiferente, y esos enanos se conviertan en protagonistas de lo que ya han asumido como un acto cotidiano. La forma de malvivir a la que se la pimpla el relevo generacional.
            Gente que pasa, pero no pasa porque se dan la vuelta para mirarla de espaldas. La chica luce un playero vestido transparente que no se anda con insinuaciones, tampoco es cuestión de agradecerle que su tanga negro no lleve parte de arriba, pero de una sonrisa y un vistazo de frente no me apeo, y esos ojos rubios me confirman que ella lo prefiere. Algo me dice que entiende de miradas y esquinas tan oscuras como las intenciones de muchos; que el cielo la juzgue porque yo no llevo suelto, y aunque ahora todos lo hagan gratis no es mi estilo, y tampoco las tengo conmigo en salir ileso de los tribunales.
            Un grupo con sus tablas de surf. El viejo que lee el periódico a pelo y sentado en el banco bajo la sombra, y me jode, porque yo sin gafas no puedo ni en el tendido de sol. Suena un móvil con la canción del verano, debe de ser un modelo vintage porque aquel verano de la canción a mí todavía me planchaban los pantalones cortos. Cruza una pareja en bicicleta, seguro que son polis, salvo ellos nadie pedalea despacio y por el carril donde no haya peña que avasallar. Una lata de Pepsi rodando por el suelo, no es la única pero a las otras no les distingo la marca. Dos que se saludan con alegría, todavía queda no perdamos la esperanza. Tres que van de la mano, eso es vicio. El del chiringuito está asando sardinas pero huelen a plástico, será por el flotador, cosas de la normativa. Y entre el jaleo dejo de oír sus gritos porque ya los ha sustituido la hostia que nunca es sustituto de nada. Ella se tapa la cara y de él veo una espalda cobarde que huye. Yo también tuve primos en las cavernas y no me faltan las ganas de ejercer, pero hay que escoger y ella todavía tiene arreglo. Me detiene una mano que agarra mi brazo, sin fuerza, aunque al girarme entiendo que aprieta. No sé entre cuáles de sus arrugas están esos ojos tristes que me miran, que me piden que no vaya y la deje sola, que ella tuvo la desgracia de ser consolada muchas veces, y que ese consuelo es traidor porque le acompaña, después, el impulso de reincidir. Asiente con una cara erosionada por demasiada vida en la que una lágrima tiene un complicado recorrido y comprendo su gesto.
            Miro hacia la joven que continúa solitaria y le pido al mundo que por una vez no sea cabrón, que se pare y que la aísle, que la deje ganar la partida.

            Para Carmen.

Oscar da Cunha
16 de julio de 2017

miércoles, 21 de junio de 2017

LA LEYENDA DE LA CHAMBRE D´AMOUR

Sabina y Lander no se conocen. No lo saben, pero ellos van a ser los protagonistas de una leyenda que ha conseguido y seguirá arrancando muchos besos en las parejas que se pasean por ese rincón donde la Côte Basque y la Côte d´Argent también se cortejan. Si entre Biarritz y Anglet se te escapa un suspiro, tienes la suerte de haber comprendido los misterios del querer.
            A ninguno, todavía, su vida le ha contado que han nacido para encontrar en los ojos del otro el cristal que refleja eso a lo que se le da muchos nombres, cuando es tan sencillo decir sólo por ti. Ambos son jóvenes y creen que no hay dos mañanas iguales. Ambos, aún, ignoran que lo que importa no es la luz del amanecer sino que esta consiga que, aun cuando haya dos sombras, aquel que entienda de mirar sólo vea una. Sabina y Lander no saben que han nacido escogidos para perpetuar una historia para que los demás, por si alguna vez hemos dudado, ratifiquemos que aunque el amor tal vez no sea lo que mueva el mundo… Algo falla en mi frase anterior para que sí le pertenezca la exclusiva de hacerlo.
            Como cada nuevo día cuando se sacude la sábana de la noche, Lander cumple con su ritual: competir con el alba. Es su reto amable pero determinante, y aparezca aquel como decida, nunca lo hará con esa fuerza que la naturaleza no ha conseguido para doblegar su esperanza. Ya ha vencido a dieciocho inviernos, en soledad y sin vender su sonrisa. Imagina que es huérfano porque se lo han contado pero él no lo siente, en sus recuerdos no hay presencias que le permitan entristecer ausencias. Quienes siempre lo han llamado pobre no saben de ilusiones; quienes sólo han visto hogueras no entienden de fuego, y no importa que en su humildad él no lo luzca, su corazón conserva la materia prima que encendió la llama inicial ante la que, quizá, pese a no haber nacido aún la palabra, el primer humano acertó a expresar que necesitaba de otro. Enfunda en los bolsillos de su fiel pantalón vaquero unas manos curtidas por el duro trabajo en la mar, estira los hombros y lo dejamos contemplando cómo el horizonte y él se disfrutan.
            Sabina es estudiante, acude a la escuela donde descubre ese ballet por las ideas que otros se empeñan en llamar Filosofía. Su acomodada familia persevera en mantenerla bajo asedio para que asuma la condición que le corresponde, pero por más que algunos discriminen rangos ella acumula semejantes, Sabina no ejerce de pija. Es de lágrima justa, desde que agotó las que aún le sigue debiendo a ese inseparable vagabundo que decidió escoltarla a través de su infancia; quien le enseñó que no hacía falta marca ni certificado de origen, sólo una mirada y cuatro patas para ser por siempre confidente de su alma. Desde que continúa poniendole flores y añorando que él no pueda verla hecha mujer cuando ella aún le espera, mientras el tramo de cada día se hace más breve, animándole con un entristecido ¡allez mon vieux! Y una cariñosa sonrisa que sabe de despedidas.
            Todavía es una madrugada de chaqueta y Sabina ha olvidado la suya —la memoria es algo que se nos va añadiendo con la nostalgia—. Hoy no ha podido resistir la tentación de ver la danza sobre el océano, como un tango (ese pensamiento triste que se baila) en el que el faro con su último destello se abraza al primero de la aurora. Y vuelven a retrasar el paso final para mañana.
            Lander se pierde esa amanecida, y las que vendrán. Tal vez sea que la de Sabina consigue apagar el día, o acaso ya no necesita buscar más la luz que cada noche trazaba caminos en sus sueños y durante el trabajo le esperaba entre sus viejas mantas. Ella descubre cómo en su voz habla el mar cuando es sincero, y en su mano el roce de toma la mía y hasta donde me lleves. Y deciden ir juntos a ese territorio en el que lo de fuera no importa, donde besa la mirada mientras los labios están ocupados en explicar cosas pequeñas, cuando la piel se enamora incluso del poco aire aunque ya no quede entre ambos y la imaginación se ha marchado sin que ninguno la eche en falta.
            El acantilado, que está aburrido de malos hablares, les ha preparado una bahía despintada de los mapas que amaña para uso de los desprecios cuando persiguen dónde dejar caer el ancla. Allí sus encuentros son diarios y furtivos, encuentros para no perder su alma, para no perderse como la sociedad de fuera que en cada generación sólo aspira a repetirse, envejecida, adocenada y sometida a los caprichos de la envidia por quien pretende la fruta del cesto que no le corresponde. ¡Como si en los cestos enraizara sus parras la uva!
            Pero el océano, que no se lleva bien con los amores imposibles y es salado porque acumula demasiados prometeres convertidos en lágrimas, los contempla con un profundo suspiro cuando ya ha tomado su decisión. Y se los lleva para dejarnos… algo más que el dulce recuerdo de un profundo te amo. ¡Cuánto enseñan de sentimientos la roca y el mar!
Hoy se conserva esa gruta que nunca está vacía para el que sabe mirar. Y una placa habla de su leyenda que tal vez sólo lo sea pero eso no importa. Un homenaje para todos los que se han arriesgado a querer y también encuentran su nombre en la Chambre d´Amour.

Oscar da Cunha
21 de junio de 2017 (Solsticio de verano)