Por delante
van ellos. No entiendo lo que dicen pero sé que son ellos, conozco sus voces.
No fueron las primeras que aprendí, hubo alguna anterior pero ahora no está. De
palabras sé poco, unas cuantas, sólo las que me hacen reír, aunque de las voces
estoy seguro. Debe de ser normal, como lo es que todavía tenga dificultades
para seguir su paso, me cuesta andar a esa velocidad porque empecé hace poco, y
a veces… ¡Vaya, otra caída! Y ellos a lo suyo, contándose… No, eso todavía no
me lo han enseñado. Pero yo no debería estar tan lejos. El de la derecha, mi
padre, sigue atento a cualquier gesto de mi tío, y ninguno mira hacia atrás. Por
lo visto es la hora para ejercer de hermano. Tampoco sé de horas, pero ya he
aprendido que cuando se encienden las farolas me mandan a dormir, y hoy se han
olvidado porque veo cómo se balancea el reflejo de las bombillas en el agua. Sólo
unos pequeños halos de luz sobre ese mar que es negro como el suelo del puerto.
Todavía no entiendo de puertos, ignoro por qué pero sé que estoy en uno y hay
algunos barcos, creo que son los primeros que veo, lejos, también iluminados
por alguna farola.
Igual me tropiezo, pero voy a
intentar alcanzarlos. No quiero seguir solo y no me oyen cuando les grito, eso
es porque aún apenas sé pocas palabras. Sí, empiezo a correr, ya lo he hecho
otras veces, creo que dos, y las heridas de la rodilla sólo han sido rasponazos
porque no están lejos del suelo, a mi edad todavía no tengo nada lejos del
suelo, y en este momento es mejor olvidarlo, ahí abajo todo es negro. Tengo que
mirar hacia adelante antes de que ellos desaparezcan después de la última
farola. Es fácil, primero un pie y luego el otro, pero más deprisa; creo que la
maniobra consiste en no perder contacto, y el equilibrio con los brazos, esos
sí pueden volar.
¡Vaya, algo ha ocurrido! ¡Otra
caída! Esta ha sido diferente porque ahora los pies también vuelan, más
despacio, y la luz de las farolas parece alejarse. No, ella sigue ahí, flotando
encima mío, soy yo quien se aleja. ¿Por qué me hundo? Estiró una mano y a lo
que podría agarrarme se desliza, me atraviesa y se queda mientras yo bajo hacia
lo negro. A ellos ya no los veo. Quiero gritar pero no suena y se me llena la
boca de esa oscuridad mojada. La claridad se ha convertido en un punto borroso,
arriba. Y se va mientras yo sigo, caigo hacia el miedo.
No debería asustarme porque esto
también ha pasado antes, ya dejé de respirar mientras ellos no se enteraban.
Nunca se enteran. Sé cómo solucionarlo, igual que las otras veces, creo que han
sido seis o siete pero tengo que pensar rápido, no puedo ahogarme. ¡Eso es!
Sólo el miedo es real y se trata de decirle que quizá no consiga vencerlo pero
voy enfrentarme a él. Abro los ojos, también la boca con ansiedad, todo sigue
oscuro pero el aire por fin entra, a bocanadas que necesito, y me incorporo.
Estiro la mano, tiene que estar ahí el maldito interruptor. Tengo que comprobar
que otra vez ha sido el mismo sueño…
Nunca lo he olvidado, aunque no sé
cuántas noches seguidas lo soñé, tal vez fuera en torno a una semana. Tampoco
recuerdo con qué edad, en la pesadilla me veo muy niño y no me dejaron serlo
mucho tiempo. Debió ser poco después, cuando tuve que empezar a enfrentarme yo
solo a los miedos y empezaron a formar parte de mi mundo. Y ese reto me empujó a
sentir un intenso amor por la vida, a quemarropa. Entendí que el amor, el
verdadero amor, ya sólo podría dedicarlo a todo cuanto me llegara acompañado
por el temor a no ser reemplazado. Me condené a convivir con el miedo, por
amor; siempre ante ese desafío, esa determinación de ser yo quien ganase.
Tal vez por eso empecé muy joven mi
relación con el mar. Y aún continúo…
Sólo mi tabla y el horizonte salvaje,
despiadado con los intrépidos, obstinado en demostrar su amenaza con cada estruendo
que acompaña a cada ola, la siguiente mayor que la anterior mientras remo directo
al rompiente, sin saber si volveré, sin gastar una mirada hacia la playa donde
quedaron las garantías. Con el temor, en cada ocasión, de que sea esa mi noche
en el puerto. A veces me detengo un momento, breve, eterno porque empezó de
niño, y aprieto los dientes o lanzo un juramento mientras mis brazos vuelven a
hundirse en el agua para impulsar la tabla con furia, y de nuevo avanzo
decidido. Sé que podrá vencerme el mar que nunca es compañero de nadie, pero
jamás me convertiré en víctima del miedo que me acompaña. Entonces sonrío, el
mar cree que es por él pero se equivoca.
Hoy pasaré la última página del
calendario de este año. La siguiente abrirá la puerta del novato que ya se
asoma, despistado y lleno de contingencias, muchas las aprovechará el miedo. Y
ya conozco a ese viejo compadre; ese fullero que se ríe de los temerarios,
ingenuos que le dan la espalda para ignorar su presencia y convencerse de que no
viaja con ellos; ese farsante que somete a quien sólo le cree las consecuencias.
Suspiro y se me pone cara de guasa. Yo aprendí a estar atento, nos vemos a
menudo y sabe que a mí siempre me encontrará dispuesto a enfrentarlo, nunca se
lo voy a poner fácil. Hace tiempo que colecciono otros propósitos y adornan mi
despacho, cada uno dentro de su tarro de cristal.
Feliz Año Nuevo, amigos.
Oscar da Cunha
31 de
diciembre de 2017