Llega sin
empujar, entre esos primeros cafés con los que de nuevo uno se anticipa al amanecer.
La terraza aún te acoge descalzo, taza en mano, serenidad y el gato que ha
pasado la noche sobre la hamaca bosteza sin prisa. Los momentos se han vuelto perezosos
y ahora dejan hueco. En el calendario que ya no se mira terminó ese largo
domingo que dura tanto como el calor. Y te recibe una playa con los rulos
puestos y bata de casa que nos saluda de a uno a los de siempre. La alfombra de
entrada ha recuperado ese color que nunca pasa de moda, y al mar, que estaba de
vacaciones, se le pone el talante de aventura. Comienza la temporada de cielos
imprevisibles en los que el azul se vuelve un lujo, al arcoíris se le pretenden
horas extras y los vientos andan despistados porque todavía quedan puertas
abiertas.
Es el ahora de los lugares secretos,
escondites que no tienen nombre para que los de fuera no aprendan. Se comparten
sardinas con olor a viejo barco sin intermediarios, sabor a apretón de manos y
esa brasa que fue madera en la pata del pirata. Los de la mesa de atrás cantan
amores perdidos en otras orillas donde nunca atracaron, y todo se contagia. Premeditadas
tabernas mal asentadas sobre la arena, como nos gustan a los que lucimos cada
vez más pelo color de sal, con los pies desnudos, la mirada remando hacia el
horizonte y cara de ver ballenas que no nos importa a dónde vayan con tal de
que lleguen. «Mira, una acaba de soltar un chorro». Y le birlas chipirón y
medio al colega de la derecha.
Se estiran las tardes de terraza
hasta que al sol le da por aparecer en escena sólo para recoger los aplausos. Cuentan
que en esas sillas se negociaba el placer por minutos, colores de ojos y maquillaje
de puerto, porque han sobrevivido naufragios delante de todo y justo donde nadie se
fija. Quizá las gaviotas guardan el secreto y por eso ríen, pero a lo que hubo
no le incomoda. Y aunque ninguno lo conocimos la imaginación aprieta. Es la
nostalgia, que cuando no anda a codazos por el paisaje se hace panorama en
versión marinera con escabeche de exagerar.
Siempre esperamos a ese entonces que
no broncea pero mantiene. Y curte el alma de no renuncia a guarida de pulpo,
perfume de anchoa y piel de bonanza mientras aguante. Para que, cuando con paso
de cangrejo y marejada en las entrañas nos alejemos y nos pregunten, se nos
escape el orgullo: Soy de Mar.
Oscar da Cunha
17 de
septiembre de 2017
Quedé embriagada de perfumes y sabores salitrosos. Yo también soy de mar...precioso tu texto!!
ResponderEliminarGracias, Begoña. Cómo delimita los tiempos del año y los caracteres de sus gentes, ¿verdad?
ResponderEliminarUn abrazo.
"Comienza la temporada de cielos imprevisibles en los que el azul se vuelve un lujo, al arcoíris se le pretenden horas extras y los vientos andan despistados porque todavía quedan puertas abiertas"Días atrás alguien escribió sobre esto cierto comentario pero otro alguien dijo de ella que era bruja y ¡Voto a Rus no dé yo un ardite porque me digan cosa más cierta ! Bruja avería porque el comentario voló.Enfín,Salao ¿qué quieres que te diga,que la que también soy de mar soy yo que nací en el Mediterráneo pero me mola el Cantábrico y a él volaré por fin de nuevo.Gracias por compartir tan hermosas sensaciones,como toujours, y abrazos atlánticos desde Ferrolterra
ResponderEliminarYa conoces el dicho: Uno no es de donde nace…, que podrían decir dos grandes de los mares como Garibay (Valladolid) y Avellaneda (Burgos). Cuando cierras los ojos, catas el aire lleno de sal y de madera de puerto, y dices casa. Ahí no hay dudas.
ResponderEliminarUn abrazo B. B. y gracias por estar siempre junto a uno.
Entrañable escritura cargada de sinestesia: se huele. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarCómo me alegro de que hayas disfrutado de las sensaciones, Manuel. Un placer recibir tu visita.
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