El
maestro de ceremonias levantó su chistera al grito de: ¡¡Que empiece la
función!!
La orquesta, con su director puesto en
pie atacó esos primeros compases, que una y mil veces habíamos escuchado y
todavía conseguían encender el brillo de todas las miradas pendientes de la
pista. Los focos resaltaron el fieltro rojo de cuyos extremos empezaron a
salir, como si se tratara de la recta final de una larga etapa en la que la
velocidad era lo único importante, dos pelotones de monociclistas girando y
cruzándose vertiginosamente entre ellos, al tiempo que un grupo de acróbatas
hacía su aparición por el centro del grueso telón de fondo. Con sus coloridos
trajes, las piruetas, saltos, dobles, triples y tirabuzones, resultaban imposibles
de seguir con la mirada que se confundía con el fulgor de los tragafuegos que,
como dragones hambrientos, lanzaban zigzagueantes llamaradas entre las patas de
un tropel de caballería, enjaezada hasta los ollares, sobre el que las
equilibristas amazonas cabalgaban con inverosímiles posturas, esquivando varios
grupos de imparables malabaristas y antipodistas que enviaban y recogían con manos
y pies una incontable variedad de mazas, aros machetes, diábolos y platos
chinos. Y entre ellos, cruzaban como saetas imposibles los afilados cuchillos
de dos lanzadores, con los ojos vendados, que se habían situado enfrentados en
el perímetro de la pista, consiguiendo perfilar milimétricamente la figura de
la muchacha que el contrario tenía a su espalda, sin importarles las
contorsiones de la docena de payasos que, tras cada grotesca bofetada, llenaban
de confuso color con sus llamativos trajes contrastando con las definidas rayas
que, obedientes al golpe del látigo, presentaba una manda de tigres al tiempo que
con un suave trote escoltaban al enorme elefante, cuya trompa cogió con
suavidad de serpiente a una bella trapecista salida de la negra chistera del
mago para acercarla hasta una escalera de cuerda que no tardó en concluir,
añadiendo al imparable festival su balanceo en un trapecio sin red y, tras
besar el cielo de la carpa, desentendió sus manos del balancín realizando un
triple mortal iluminado por un nuevo foco azul que la hizo volar libre entre el
griterío de admiración de un público desbordado por el espectáculo. Estiró sus
brazos y un portor disparado por un cañón que atronó las gradas, consiguió
asirla en el mismo instante en que con sus piernas se sujetaba a un segundo
columpio, liberado por uno de los niños, el izquierdo, situado en el extremo de
la barra de equilibrio de un funambulista que cruzaba sobre el alambre la
perpendicular de la trayectoria que dibujaba un rayo de luz sobre el que, con
una indescifrable estabilidad, giraba el tutú de una grácil bailarina rodeada
de cisnes blancos y envuelta en una nebulosa de pompas de jabón que parecían
ascender brotando del mango de las espadas clavadas hasta las entrañas en dos
faquires levitantes a escasos centímetros de sus respectivas camas de puntas
afiladas, portadas sobre el lomo de dos panteras negras empeñadas en seguir las
estelas que una infinidad de rayos láser trazaban en la arena, apenas visible, en
aquella gran pista convertida en una plataforma pirotécnica empeñada en elevar doradas
palmeras que, al caer, centelleaban sobre las cabezas de los asombrados
espectadores, entre los cuales, parte del elenco se había camuflado para lanzar
caramelos brillantes que explotaban en el aire convertidos en palomas cuyo
blanco aleteo no conseguía confundir el vuelo de unos saltimbanquis que, a
media altura del espectacular conjunto, tras saltar sobre sus lonas elásticas,
entrecruzaban sus cuerpos, confusos por los destellos de las lentejuelas de sus
trajes, sin que nadie de la hipnotizada audiencia acertara a saber con cuantas
piernas y brazos ajenos aterrizaban despareciendo dentro del cesto del
encantador de cobras asiáticas que asomaban la parte más peligrosa de su
naturaleza bailando al ritmo de la orquesta.
Y de repente, oscuridad y silencio
absolutos. Bajo la cúpula de lona sólo el chirrido de las cervicales de algunos
espectadores intentando conservar la presencia, en esa tiniebla súbita, de
quien tenían a su lado. El miedo a la soledad acompañada. El estupor de la
calma tras la tempestad. La vida, desbordante de sensaciones, que se detiene
sin avisar. La muerte inesperada del espectáculo. La nada tras el todo que
siempre nos pilla desprevenidos y nos
aturde.
Un suave foco anaranjado que nace en la
parte alta de la carpa realza la extraordinaria melena de un orgulloso león
solitario sentado en el centro de la pista, sin jaula, sin domador, libre. De
las gradas más altas sale algún suspiro, hay mucha carne por medio. En los
palcos que rodean la pista se huele el desasosiego, de hecho apesta. El león
gira su cabeza a izquierda y derecha, paseando su mirada por todo el anfiteatro.
Con la sobriedad de quien se sabe observado por cientos de ojos, se incorpora y
comienza a rodear la pista lentamente. Pese al silencio, sus pisadas sobre la
arena son mudas, delicadas. En cada momento, con su cabeza agachada parece
estar reflexionando sobre cual va a ser su siguiente movimiento, su actuación.
La luz del foco se mueve a la misma velocidad que el animal, ni lo persigue ni
se anticipa, ambos parecen estar sincronizados como el tic y el tac de un reloj
ajustado con perfección metronómica. Cuando su posición alcanza las seis vuelve
a levantar su cuidada melena.
—¿Asustados o sorprendidos? —Ahora se
sienta con elegancia y hace un gesto de desdén con la cabeza—. ¡Oh, un león que
habla! Esto es el circo, señoras y señores. Aquí todo es posible y real, lo
acaban de ver, no hay ningún truco. Aunque para serles sinceros he de confesar
que el número de los faquires es una falacia, nunca me ha gustado por la
tristeza que lleva implícita. No, no se trata de ningún tipo de espada con el
filo retráctil, la respuesta es más sencilla, no tienen dentro de su cuerpo
nada que se pueda romper. Ni siquiera son verdaderos faquires venidos del
misterioso Oriente, uno es de Albacete y el otro…, creo recordar que lo
recogimos entre las calles de Cartagena. Son víctimas, tan sólo dos víctimas
más de las muchas que ese sistema creado por humanos y para humanos va dejando
tiradas por el camino después de haberles robado hasta las entrañas. Porque el
circo, el verdadero circo no está aquí dentro. Aquí todos asumimos que somos
actores que durante dos funciones diarias exhibimos lo que con mucho esfuerzo
practicamos a lo largo del año, pero no es más que nuestro trabajo. Señoras y
señores, la vida, su vida, ese es el verdadero circo del mundo. Ustedes vienen
aquí para olvidar que son los auténticos payasos de los que unos pocos, y esto
sí que tiene realmente gracia, elegidos por ustedes, nunca han dejado ni
dejarán de reírse. ¿Cómo lo llaman? ¡Ah, sí, democracia! La inventaron los
griegos cinco siglos antes de nuestra era y desde entonces no han sido capaces
de crear nada mejor. ¡Brillante!
—Vienen aquí y se les corta la
respiración cuando Melinda, la trapecista, suelta su balancín y sin red se
lanza a un vació al que todavía, Christian, su portor, tardará en llegar. ¿Pero
qué hacen ustedes con sus vidas? No quiero ni imaginar la profundidad de ese
vacío cuando, con los ojos cerrados y una sonrisa de satisfacción, se lanzan a
él estampando su firma sobre una batería de papeles que les mantendrá hipotecados
durante por lo menos veinte años. ¡Veinte años! Y no son capaces de ver todos
los que nunca llegan al final, a los brazos del portor, y destrozan, y
arrastran en ese destrozo, su vida y las de cuantos les rodean. Eso sí que da
vértigo. Y lo ignoran, y se sienten seguros cuando, al atravesar la doble
puerta de seguridad del banco, lo que hacen es entrar en la jaula de los
verdaderos depredadores; y esos, señoras y señores, no son como mis primos, los
tigres que acaban de ver, a los nuestros no los hemos domesticado, ha bastado
con hacerles entender el placer de conformarse con lo que necesitan. Los suyos,
esos carniceros de corbata, siempre tienen sitio en el estómago.
—No, no me olvido del equilibrio, de
ese fino alambre sobre el que pretenden construir sus vidas. ¡¡André, eres un
aficionado!! ¿No se lo he presentado? Es nuestro equilibrista, ha invertido
todos los días que contienen veinte años hasta poder llevar en los extremos de
su barra a sus dos hijos bajo la atenta mirada de su mujer. Ustedes les superan.
Un chapucero romance de verano, cuatro WhatsApp con faltas de ortografía y ya
caminan juntos. ¡Bienvenida la eternidad! Y después, a cualquier mancha le
adjudican el mismo precio. Qué más da si son unas gotas de café sobre el mantel,
que por cierto es de plástico; o los restos de un carmín, cuyo número no
conocemos, en el cuello de la camisa. Al fin y al cabo el otro siempre ha sido
un desconocido y de los niños se han ocupado los abuelos. ¡Crac, se rompió el
alambre!
—Por cierto, Raimón y Jordi son íntimos,
los recordarán lanzándose cuchillos en medio del desbarajuste de la pista. Cada
uno tiene a su mujer a su espalda, cada una es la que sí ve llegar las
puñaladas del mejor amigo de su marido. ¡Ah, la amistad! Aquí funciona. Sí, no
me miren con ese sarcasmo, la amistad existe y se considera un valor; pero en
su circo, en el de su vida, todos los valores cotizan en bolsa. En la próxima
función no se fijen en la trayectoria de los cuchillos, nunca fallan porque la
amistad es sincera. Observen la confiada mirada que cada una de las mujeres
dedica al amigo de su marido, que también es su verdadero amigo, y no se
pregunten si ustedes expondrían a su mujer a semejante riesgo, miren más
adentro y háganse la pregunta correcta: ¿estarían preparados para lanzar los
cuchillos?
Pero ustedes no han pagado entrada para
aguantar el discurso de un león, quieren espectáculo, siempre quieren
espectáculo. No obstante la función terminó antes de que yo llegara, la
orquesta hace mucho tiempo que se marchó. Si se sienten defraudados pueden
pedir el reintegro de su billete a la salida.
Ahora son ustedes los actores, el verdadero
espectáculo está fuera, salgan y continúen con su vida, nosotros también
andamos por la calle y nos gusta ver su circo, no nos decepcionen.
Oscar da Cunha
15 de abril de
2015
Musica: Le
Grande Parade Du Cirque Jean Laporte