sábado, 15 de diciembre de 2018

Ruido de gatos


Se supone que lo extraño siempre pasa a medianoche. Quizá por eso sea la hora elegida por el tiempo para incluir ese umbral en el que se debe dejar atrás un día, un mes, un año… aunque a veces lo más extraño sólo sea despedirse de ese caprichoso segundo anterior que ha contenido una vida. En la medianoche está ese temerario instante que decide si se podrá dormir o se habrá uno condenado a aprovechar que nadie molesta para intimar con la puerta del frigorífico.
            Paso la página 247 del libro mientras mi perro ronca a mi lado. El reloj de la mesilla marca las cero y pico, y la lámpara amenaza con uno más de sus gratuitos parpadeos pero sin rematar. Otra medianoche superada, le confirmo al inspector Anderson, que es el protagonista de la novela y ya tenemos confianza. Levanta la cabeza, mi perro, como si alguien hubiera pulsado el interruptor de que es la hora de asustarse. Se pone en pie, sobre la cama, y recorre la habitación con un por dónde se asoma hoy el miedo en su mirada. No tarda en verlo justo en la esquina de siempre, en la que para mí sólo hay un cuadro cruel porque el amanecer nunca llega a consumarse, y me mira desconcertado, decepcionado ante mi ceguera, y asustado porque percibe que no cuenta con mi ayuda. Ese miedo no lo compartimos. Le pido permiso a Anderson y me esfuerzo, como cada noche, en tranquilizar a mi compañero que no entiende por qué ese motín de la realidad me respeta; o tal vez me desprecie y por eso yo sea incapaz de recibir esas interferencias en el canal visible. Se revuelve incómodo, con los pelos del cogote apuntados hacia el miedo, y con el rabo empujándole el culo huye escaleras abajo.
            Al otro lado de la ventana hay ruido de gatos, los de la camorra deben de estar afianzando el territorio. Ellos son los protagonistas del mundo mientras nos perdemos en esos simulacros de la realidad que llamamos sueños. No lo sé, me pregunto si alguna de sus cosas será la propina que le falta a este enredo en el que vivimos, y acaso todo sea tan sencillo como el ruido de gatos que suena pero en una emisora que no acertamos a sintonizar. Lo demás tal vez no suceda más que en la imaginación.
            Hay quien dice que en la cabeza se generan diez pensamientos detrás de cada uno de los que somos conscientes. Y yo me repito con una sonrisa que ese es el único fenómeno extraño que consigo admitir. Y como una noche más, cojo la silla a tiempo, al vuelo y antes de que me destroce la lámpara del techo, y con el martillo vuelvo a clavarla en el suelo.

Oscar da Cunha

15 de diciembre de 2018

lunes, 3 de diciembre de 2018

El aire de la mariposa


Es razonable aceptar cualquier algoritmo mágico que nos permita sobrevivir a la muerte. Siempre se ha reconocido como la más trascendental de las necesidades humanas, pero no deja de ser una inestable columna sobre la que se han construido y mantiene a la mayor parte de las convicciones místicas. Y muchas mentiras.
            Todos quisiéramos saber pero pocos son los que se arriesgan a enfrentarse a la evidencia. Se trata del espejo maldito, al que se le niega una mirada, el que tiene el reflejo de la totalidad y cada una de las individualidades pues no existe ser vivo que no lleve el óbito incorporado. Huir es inútil, no sirve; aun con los ojos cerrados, todos nos encaminamos hacia esa puerta, angosta y arcana, que no permite el paso de la carne.
            Pero el reflejo es profano, y necesita de la memoria más profunda, la palabra de paso que se olvidó al nacer para emprender este nuevo camino sin el amparo de los dioses. Resulta incoherente reaprender lo que se tuvo que repudiar; como también lo es que sólo conste lo que se busca donde no conviene mirar: al otro lado del espejo, que no detrás. Es una expedición hacia aquello que nuestros sentidos no entienden, hasta donde el miedo nos advierte que apremia elegir entre retroceder o quedarnos. Y no hay garantías sobre ninguna de las dos opciones.
            Se teje un hilo, como el de Ariadna, por el que deslizarse con pretensiones de vuelta; como el de la araña, para disponer de algo elástico si el círculo se cierra y su punto central no es equidistante a la razón. Junto al reloj se coloca una vela blanca para que su llama ahuyente al tiempo y se dan tres golpes, tenues, uno por cada instante que se pretende. El inicial en que no se suplique mirar hacia fuera, donde va quedando el laberinto. El de desplazamiento para meditar sobre el respeto a la distancia que impone la pérdida de simetría con el horizonte. Y el final para comprobar que no se han extraviado las monedas que, cuando parezca que todo haya acabado, ha de reclamar el barquero. Y no se cuestiona por qué la tapa del baúl sigue abierta aunque se sepa que se ha insistido en cerrarla con llave. Eso no se cuestiona, ahora ya no.
            El raciocinio no interpreta la ignota dimensión sin materia, el punto de equilibrio donde todo converge y sin embargo rige la nada. No se desorienta porque el oriente no está, y cobra sentido que no haya lejos ni cerca. Es el éxtasis del derviche, sin miedo; el ojo interior del chamán cuando se adentra en lo paralelo, invisible para el ignorante. No hay nigromancia en el ciego. Queda a la intemperie el albedrío y ya se pasó por la ciénaga sin cielo donde se repudiaron seis de las siete virtudes. De la unicidad sólo acechan escombros y el sonido es un fenómeno que falta pero se escucha el susurro de los recién nacidos.
            No es bruma, aparenta más denso, como si lo que hubiera estuviese entre cortinas con eco. Pero no continúa el reverbero de la lira de Orfeo aunque algo de su conmoción todavía permanece y sólo se mueve la calma que han turbado las alas de la lechuza. No hay ojos que miran, excepto los del recién llegado al que se le ha negado el habla. Y huele como el frío cuando se hace alma de nadie.
            Pudiera ser uno más de los extraños sueños si no es porque se tiene la certeza de que de este no se puede despertar. Porque no va a ser una de esas ilusiones que quedan olvidadas al no recordarlas en la primera vigilia. Porque tampoco está ni se le espera a la sonrisa sin cuerpo del gato de Cheshire. Y porque a ningún sueño se va intencionadamente.
            No en vano se ha deshecho el nudo y de nada sirve negar. La oración persiste aunque se pretenda el nirvana, y las preguntas germinan. Sólo hay zozobra en los contornos del pensamiento y la esencia ha llegado a sus límites interiores. Es el grado donde conjugar lo venidero con fracciones de lo ya gastado, lo real no sirve y en lo imposible están las respuestas. El cerebro se despliega para ahuyentar los prejuicios y aparecen las primeras percepciones. Y nada es como se esperaba.
            La metamorfosis de lo humano no tiene alas de mariposa, es el agua que contiene el aire en el que se mece, el vacío de la piedra y el frío del fuego. Como una conjura de los elementos, que atrapan, de nuevo, lo que se les arrebató cuando todo era un proyecto. Pero que regresa cambiado para hacerse oír en la cabeza del recién llegado. Y lo pone a prueba porque sólo hay contacto en los límites de la locura. Allá donde Apofis no tiene principio ni fin. No se ve. No se oye ni hay aroma. Las explicaciones se instalan en la cabeza, como cuando en el otro lado el viento acerca la primavera pero no se puede descifrar en qué parte del invierno la ha conseguido. Se trata de la misma paradoja que contiene la pirámide, las respuestas no están en el trozo de cielo al que apunta sino en el suelo sobre la que se construyó.
            Y el recién llegado llora, porque ha accedido a esa zona franca de su mente que algún día será calor del sol sobre otra piel, alimento de alguna esperanza y la música que el viejo hechicero baila sobre las tumbas de los desconocidos para consuelo de los ciegos. Y no ríe porque sabe que no se puede contar sino porque no merece la causa, y porque ha tenido una suerte que tampoco entiende.
            El camino de la locura está lleno de gafas y bastones abandonados. Y un gorrión solitario.

Oscar da Cunha
3 de diciembre de 2018