Es razonable aceptar
cualquier algoritmo mágico que nos permita sobrevivir a la muerte. Siempre se
ha reconocido como la más trascendental de las necesidades humanas, pero no
deja de ser una inestable columna sobre la que se han construido y mantiene a la
mayor parte de las convicciones místicas. Y muchas mentiras.
Todos quisiéramos saber pero pocos
son los que se arriesgan a enfrentarse a la evidencia. Se trata del espejo
maldito, al que se le niega una mirada, el que tiene el reflejo de la totalidad
y cada una de las individualidades pues no existe ser vivo que no lleve el
óbito incorporado. Huir es inútil, no sirve; aun con los ojos cerrados, todos
nos encaminamos hacia esa puerta, angosta y arcana, que no permite el paso de
la carne.
Pero el reflejo es profano, y
necesita de la memoria más profunda, la palabra de paso que se olvidó al nacer
para emprender este nuevo camino sin el amparo de los dioses. Resulta
incoherente reaprender lo que se tuvo que repudiar; como también lo es que sólo
conste lo que se busca donde no conviene mirar: al otro lado del espejo, que no
detrás. Es una expedición hacia aquello que nuestros sentidos no entienden,
hasta donde el miedo nos advierte que apremia elegir entre retroceder o
quedarnos. Y no hay garantías sobre ninguna de las dos opciones.
Se teje un hilo, como el de Ariadna,
por el que deslizarse con pretensiones de vuelta; como el de la araña, para
disponer de algo elástico si el círculo se cierra y su punto central no es
equidistante a la razón. Junto al reloj se coloca una vela blanca para que su
llama ahuyente al tiempo y se dan tres golpes, tenues, uno por cada instante
que se pretende. El inicial en que no se suplique mirar hacia fuera, donde va
quedando el laberinto. El de desplazamiento para meditar sobre el respeto a la
distancia que impone la pérdida de simetría con el horizonte. Y el final para
comprobar que no se han extraviado las monedas que, cuando parezca que todo
haya acabado, ha de reclamar el barquero. Y no se cuestiona por qué la tapa del baúl sigue abierta aunque se sepa que se ha insistido en cerrarla con
llave. Eso no se cuestiona, ahora ya no.
El raciocinio no interpreta la
ignota dimensión sin materia, el punto de equilibrio donde todo converge y sin
embargo rige la nada. No se desorienta porque el oriente no está, y cobra
sentido que no haya lejos ni cerca. Es el éxtasis del derviche, sin miedo; el
ojo interior del chamán cuando se adentra en lo paralelo, invisible para el
ignorante. No hay nigromancia en el ciego. Queda a la intemperie el albedrío y
ya se pasó por la ciénaga sin cielo donde se repudiaron seis de las siete
virtudes. De la unicidad sólo acechan escombros y el sonido es un fenómeno que
falta pero se escucha el susurro de los recién nacidos.
No es bruma, aparenta más denso,
como si lo que hubiera estuviese entre cortinas con eco. Pero no continúa el
reverbero de la lira de Orfeo aunque algo de su conmoción todavía permanece y
sólo se mueve la calma que han turbado las alas de la lechuza. No hay ojos que
miran, excepto los del recién llegado al que se le ha negado el habla. Y huele
como el frío cuando se hace alma de nadie.
Pudiera ser uno más de los extraños
sueños si no es porque se tiene la certeza de que de este no se puede
despertar. Porque no va a ser una de esas ilusiones que quedan olvidadas al no
recordarlas en la primera vigilia. Porque tampoco está ni se le espera a la
sonrisa sin cuerpo del gato de Cheshire. Y porque a ningún sueño se va
intencionadamente.
No en vano se ha deshecho el nudo y de
nada sirve negar. La oración persiste aunque se pretenda el nirvana, y las preguntas
germinan. Sólo hay zozobra en los contornos del pensamiento y la esencia ha llegado
a sus límites interiores. Es el grado donde conjugar lo venidero con fracciones
de lo ya gastado, lo real no sirve y en lo imposible están las respuestas. El
cerebro se despliega para ahuyentar los prejuicios y aparecen las primeras percepciones.
Y nada es como se esperaba.
La metamorfosis de lo humano no
tiene alas de mariposa, es el agua que contiene el aire en el que se mece, el
vacío de la piedra y el frío del fuego. Como una conjura de los elementos, que
atrapan, de nuevo, lo que se les arrebató cuando todo era un proyecto. Pero que
regresa cambiado para hacerse oír en la cabeza del recién llegado. Y lo pone a
prueba porque sólo hay contacto en los límites de la locura. Allá donde Apofis
no tiene principio ni fin. No se ve. No se oye ni hay aroma. Las explicaciones
se instalan en la cabeza, como cuando en el otro lado el viento acerca la primavera
pero no se puede descifrar en qué parte del invierno la ha conseguido. Se trata
de la misma paradoja que contiene la pirámide, las respuestas no están en el trozo
de cielo al que apunta sino en el suelo sobre la que se construyó.
Y el recién llegado llora, porque ha
accedido a esa zona franca de su mente que algún día será calor del sol sobre
otra piel, alimento de alguna esperanza y la música que el viejo hechicero baila
sobre las tumbas de los desconocidos para consuelo de los ciegos. Y no ríe
porque sabe que no se puede contar sino porque no merece la causa, y porque ha
tenido una suerte que tampoco entiende.
El camino de la locura está lleno de
gafas y bastones abandonados. Y un gorrión solitario.
Oscar da Cunha
3 de diciembre
de 2018