Si en aquella época me hubieran advertido
de que alguien como yo podría llegar a tener recuerdos que traspasaran la absurda
barrera de los cuarenta años, tal vez habría invertido algunas lluviosas
mañanas dominicales de invierno en ir a misa. Con lo que me estaba costando alcanzar
los dieciocho, llegar más allá podía considerarlo una tortura de la que sólo conseguiría
librarme teniendo éxito en esa subasta de acciones del paraíso
En
el instituto me iba bien, ya me estaba empezando a familiarizar con las más
elementales nociones de Eisntein. Yo lo imaginaba como un señor que había
vivido en un país donde siempre era verano, porque sólo desde el verano te das
cuenta de que el tiempo es relativo. Lo importante sucede de julio a septiembre,
durante ese periodo vives a la velocidad de la luz, y el resto del año se
ralentiza mientras te pesan los pies acarreando con el cuadrado de la masa. Y
claro, te da por pensar. Esa estrafalaria actividad con la que rellenas tu vida
cuando no tienes cosas urgentes que hacer.
Tenía
que librarme de aquellas malditas clases.
Supuse
que debía de haber cometido el octavo pecado capital para estar condenado a
esos satánicos cursos de acordeón. ¿Qué podía haber dentro de aquel siniestro
instrumento para sonar tan horrible cuando mis orejas se situaban detrás de él?
Cuando delicadamente lo colocaba como a un niño sobre mis piernas y empezaba a
berrear. Sí, fui rotundo. Decidí que después de él no volvería a apretar contra
mi pecho nada que sonase a quiero caca. Y aquí estoy, sin hijos.
Dada
mi lozana candidez, el pacto —en casa se empeñaban en enseñarme que a esta vida
no hemos venido para abonar los campos sino facturas— me pareció razonable
cuando encontré el trabajo que se adaptaba a mis profundos dogmas: Pasta y
Playa. Estaba dispuesto a pasarme aquel verano cobrando el alquiler de toldos y
sombrillas a cambio de que mi acordeón viajase, como donativo irretornable y merced
a la devoción familiar por Fray Tomás de Berlanga, para formar parte de la
coral polifónica de las islas Galápagos. Hoy entiendo que alguien me estaba vendiendo
los agujeros del queso cuando mi padre, con los ojos empañados y sin dejar de acariciar
ese perverso instrumento que él mismo compró con entusiasmo y la ignorancia de
que me estaba empujando al desengaño —la única música que ya para siempre
interpretarían mis manos saldría de una aguja y un vinilo—, insistió en que
necesitaba soledad para despedirse y acomodarlo en la caja que poco después vendría
a recoger el transporte. El acordeón siguió en casa y a mi padre no volví a
verlo.
Si
exceptuamos la mili y por otros motivos, creo que mi piel nunca ha llegado a
estar tan oscura como durante aquel verano del que recuerdo muchas cosas.
Había
que solucionar el problema de los perros y los niños. Atraían las miradas y se
llevaban un montón de sonrisas. Por fin, los perros —criaturas de la
naturaleza, ellas— terminaron por ser expulsados de un espacio natural. Y los que
eran niños por aquel año, incapaces de mantener el nivel, se fueron especializando
en fabricar orcos en miniatura para evitar la competencia.
El
ruido sí era un poco molesto. Y aquellos vendedores de patatas fritas y
botellines de cristal, aunque simpáticos, resultaban algo agresivos. Ahora todo
es más civilizado, el tipo se acerca en silencio, discreto. Si te guiña el ojo
derecho es para costo, lo del izquierdo todavía no lo he probado.
Bueno,
este otro detalle no tiene mucha importancia, pero como hoy me ha dado por
hacer memoria… Las cosas se pedían por favor y después se daban las gracias. Lo
juro. Y yo, que soy un nostálgico —por eso no dejo de fumar—, vuelvo sentirme
como un chiquillo cada vez que meto las moneditas, pulso el botón de lo que
queda, y la máquina, con esa voz tan de máquina de los setenta me suelta eso
de: «Su tabaco. Gracias». Entonces, salgo del chiringuito con la sonrisa de como
si por fin le acabara de convencer de que ella sí es esa a la propia Mari
Trini. También es verdad que antes aquella palabrería era más necesaria,
sobraba tiempo y se hablaba. Han pasado cuatro décadas y se nota el nivel. El
que no es ejecutivo de algo, dirige lo otro. Absortos en el móvil, consagrados
a seguir abrillantando un poco este nuevo mundo —«tofu no queda, se lo cambié
al gato por una lata de lo suyo»—, les sobra la otra mano para señalar lo que
quieren, y largarse.
Entre
toldo y sombrilla, me daba un baño. Aunque luego tuviera que pasar por la ducha
para quitarme el apestoso olor a agua de mar. Ahora lo han solucionado y me han
dicho que van a mejorarlo poniendo letreros. Yo soy de la opinión de que no
hacen falta, ya se distinguen sobre la superficie esos cercos untuosos de —sírvase-usted-mismo—
los bronceadores, y el perfume de a lo que toque, que es verano y mola la
aventura: banana, coco, floral o queso Idiazábal.
Recuerdo
mucho más de aquel verano del 76, pero sobre todo la recuerdo a ella.
Ella
se convirtió en mi tercer amor definitivo de aquel verano. No, espera, fue el
cuarto. El tercero me rompió el corazón por la parte del embrague cuando la
Vespa amarilla me dejó por aquel pretencioso. Por suerte a él sólo lo veo cada
cuatro años, en esos carteles de la calle, durante esos días en los que ellos
nos llaman compañeros a quienes sí vamos a la cárcel cuando nos pillan robando.
Pero la vida te las devuelve todas, actualmente él ya tiene asumido que su
peine le resulta tan prescindible como a mí votar, y la Vespa la fundieron para
hacer chapas reivindicativas contra los motores de combustión.
Al
momento supe que era ella, esa chica de la que hasta el más furtivo de sus detalles iba a quedar grabado en mi memoria,
de por vida. ¡Cómo la añoro! Aunque ahora no recuerdo bien si era rubia o
morena. Ni sus ojos. El único color que me viene a la cabeza es el rojo intenso
de su bikini, como una señal de prohibido pegada a las partes más interesantes
de su cuerpo y sin una maldita raya que distrajese mi atención. Alta, muy alta,
con un basamento de sillares y mampostería… (¡Vaya, perdón! Me tengo que quitar
esta manía de escribir mientras ojeo folletos turísticos). Bueno, era de su
tamaño, y yo estaba convencido de que la naturaleza había hecho horas extras
para proporcionar el resto. Nunca me dijo su nombre, y desde luego que
enseguida capte esos «¡Lárgate!» que continuamente me dedicaba como una
inequívoca señal de que yo había superado todas las verificaciones preliminares
y ya estaba ante la prueba final.
Me
fui.
Aquello
era ligar. Te pasabas el verano cruzando miradas, y cuando ya te ibas a lanzar,
llegaban las lluvias, los libros del nuevo curso y esa imaginación con la que
sobrevivías durante el invierno. Hasta el repetir el mismo verano, el del 76, en
el que ella reaparecía, también ahora uno de esos maromos que le aplicaba el
bronceador como si fuera su dueño.
Pero
fue un verano mágico y el bikini rojo cambiaba de cuerpo.
El
otro día, y después de toda una vida de inviernos, sus fantasías y veranos que hicieron
mejor en quedarse donde estaban, me tropecé con ella. Me reconoció y yo no
conseguí convencerla de que se equivocaba.
—¡Cuánto
tiempo! ¿Ya no recoges toldos?
—Lo
dejé.
—¡Sigues
igual!
—No
creo —Esforzándome en abarcarla con la mirada—. No podíamos estar tan mal hace poco
más de cuarenta años.
—Ha
sido un placer volver a verte —Y pude ver una enorme espalda que se marchaba.
—Yo
lo siento como no te imaginas.
Ella
se giró con una extraña sonrisa.
Yo
dispuesto a escupir el sabor amargo entre los dientes.
—Acabas
de arruinarme aquel verano del 76.
Oscar da Cunha
16 de Agosto del 76