viernes, 27 de septiembre de 2019

Mi perro

Menos mal que lo tengo, porque desde mi despacho, donde suelo estar enredado con mil chorradas, no soy capaz de oír el pitido de la lavadora. Es entonces cuando llega él, con esa manía que tienen los perros de romper la soledad, para avisarme de que la máquina ha decidido que es la hora de hacer cosas serias.
            Metemos los trapos en un balde (a mí se me descuidan por el suelo los bóxer y otras menudencias que él recoge y las añade al montón de lo limpio), y nos vamos a esa parte trasera de la casa que no se ve cuando alguna de las visitas la mira en plan bonito y que sirve para la intendencia. Es mi sitio preferido, con un par de cuerdas, trastos apilados que me da pena tirar porque tuvieron vida y sé que allí hacen noche algunos de esos gatos a los que siempre les faltó un domicilio, y de donde nace una colina salvaje que podría haber sido un jardín pero a la que no me da la gana de quitarle el misterio.
            Dejo la ropa de cualquier manera en las cuerdas que para eso inventaron la plancha, y le sigo. Nunca le falta una aventura en la que complicarme, aunque no exista, aunque no haya nada que perseguir; él ladra, finge que me necesita para poner orden en ese pequeño mundo nuestro, lleno de invasores con alas como las de Campanilla y piratas de los de verdad, tuertos y de los que presentan batalla, aunque recuerden que ya los hayamos perseguido tras cada lavado y cazarlos sería un fracaso. Mi perro se lo monta para implicarme en esa sustancia mágica que envuelve a esos seres que viven con nosotros y que les sirve para convencernos de que no hay momento en el que dejamos de ser niños que no tenga remedio.
            A menudo sonrío con envidia al mirarlo; en sus ojos ligeramente achinados, siempre dispuestos a proponerme alguna catástrofe, voy aprendiendo a leer el mundo. Él lo divide en dos partes, únicamente dos. Una pequeñita que la componen las cosas, y sólo son útiles aquellas que sirven para romperlas, todas las demás complican la vida. Y otra muy grande que está llena de sentimientos. Con los de su especie la naturaleza fue generosa no esclavizándolos con el don de la palabra porque las más sinceras emociones se transmiten con hechos.
            Yo nunca le digo cuándo me duele por dentro. Tiene un viejo peluche al que llamamos Tripas, lo saca de debajo de la librería donde vive y me llena el suelo de algodones. Entonces empieza un folclore en el que yo recojo y él huye con los restos, y terminamos buscando pedacitos de Tripas en esas esquinas donde él sabe que se quedaron arrinconadas algunas sonrisas. Nos olvidamos de los algodones cuando me tumbo en el suelo y cierro los ojos para sentir mejor la caricia de su cara peluda empeñada en secar mis lágrimas mientras me da la risa, y él levanta la cabeza para lanzar un aullido de esos que ha debido copiar de algún documental que vemos juntos y dejarles claro a los fantasmas quién manda.
            Algo ha oído de mi afición a escribir y él recoge alguna de las hojas que se le despeina a cualquiera de los árboles del jardín y entra en mi despacho con ella en la boca, la deja a mis pies y se tumba sin dejar de mirarme. Es su manera de aceptar el rollo raro en el que ando metido. Un símbolo, una metáfora con la que trabaja su cerebro. En su idioma me dice que lo necesito para entender esos capítulos de la vida que no se escriben, capítulos que quiere compartir conmigo porque sabe que nos hacen falta; los que están llenos de tímidos olores, sonidos dormidos y pequeños escondites de la naturaleza reservados a quienes, como él, conocen los pasos de bailes correctos y que a nosotros, los humanos, se nos empezaron a tropezar hace tiempo y ellos están configurados de serie para percibir tanto de lo que se nos quedó atrás que no hay persona completa sin su perro. Pero yo dependo de él aún más y no se lo cuento para que no se le acumule el trabajo y se me desgaste, porque muchas veces ando perdido igual que un ciego por caminos desconocidos y necesito a mi lazarillo. A ese pequeñajo que es como una chincheta con cuatro puntas y un poco de pelo que protege de la intemperie a un corazón que ladra para que yo siga su voz.
            A veces vemos películas juntos, y en las escenas románticas se me sube encima y sólo me dice yo también, porque es macho y en las cuestiones del amor los de nuestro sexo vamos escasos de expresión, aunque la especie sea distinta.
            Respeto sus momentos de intimidad, cuando ya de noche, subo a la habitación y él se queda abajo hasta que a mí se me alborotan las letras de la novela de turno y apago la luz. Sé que necesita ese espacio para llorar ausencias, y sé que no quiere que yo lo vea. Él no nació para trasmitir tristezas y es de los que entiende que lo que sangra dentro no se saca. Después oigo sus pisadas en la escalera y me dispongo a dormir tranquilo, me despertará el alba y una cara dispuesta a lo que sea que nos traiga el día mientras sea para los dos. Y al cerrar los ojos, abro la misteriosa puerta del mundo de los sueños sin miedo porque yo tengo perro. Mi perro.

Oscar da Cunha
27 de septiembre de 2019

domingo, 8 de septiembre de 2019

Saludar es de valientes

Hay tardes que se empeñan en volver, como aquella. Un par de copas después de cuatro décadas y ya ni me molesto en hacer memoria de cuántos kilómetros he puesto de por medio, y voy por la calle y me la encuentro. Me mira, aquella tarde, intenta saludarme porque sabe que yo era su amigo, y yo, como todas las veces que nos cruzamos, agacho la cabeza.
            Él siempre va como un pincel, no le afectan los calores del verano ni los temporales del invierno cantábrico. Traje y nudo inglés en la corbata, espalda recta y ese andar de comerse sólo la parte del mundo que sabe que le corresponde. Si lo viera Carlos estaría orgulloso de su hermano, de aquel niño que no tendría más de diez años cuando llegó aquella maldita tarde…

            Decían que iban a venir los ochenta para cambiarlo todo. Nosotros estábamos bien: motos con las que pringarnos las manos de grasa, buenas bandas dispuestas a hacer historia de la música, y chicas, ellas eran la gasolina de aquel tinglado.
            El «Onda» no tenía nada de especial; si le quitamos que la mujer de Jose, el amo de la barraca, era de esas de las perderse sin importar dónde. Que al mar le había dado por colocarse justo alrededor, dejando sitio para llegar y sin prometer que de allí hubiera salida, y también ese no-se-qué de que íbamos a ser los últimos de algo pero estábamos condenados a entenderlo cuando tuviéramos perspectiva. Esa cosa rara que llega junto al hacerse viejo. El «Onda» era de puta madre. No sé si ahora existe nada que se le parezca, y si lo hay espero que no me dejen entrar. Cada uno tiene su sitio.
            Pues eso, que va y al guaperas de Carlos le da por pedirme la moto. En aquella época lo compartíamos todo, no era cosa nuestra, cada uno se ponía de moda cuando ellas nos lo permitían, salvo Carlos que había nacido para ser un clásico. Él era así, tenía una novia que estaba como el Orient Express pero a él le gustaba subirse a todos los trenes. Y es que no había tren que no quisiera hacer parada en su estación.
            Es posible que sonara Against the wind de Bob Seger en la sinfonola. Sin lujos. Era K7, yo llegaba y echaba «el duro» en la ranura. Pulsaba las dos teclas y nunca tuve disgustos. Era mi marca de cantero. Vivíamos tiempos en los que el respeto contaba.
            La mía, la moto, era como la suya pero en pequeño. Menos agujero en el cilindro y las gomas que tocan suelo en plan lo mismo. De rodar. A huevo para la escapada que se le había puesto a tiro. La morena que lo había pescado, y Carlos era de los de escoger el cebo, llevaba una de esas prisas que o se resuelven o te han liado el prestigio. Y él con la moto jodida, en el taller. Debía de ser cosa del chiclé, que ni palante ni patrás, y por lo visto a la pieza que estaba por llegar le iba a crecer el pelo en el camino.
            No recuerdo en qué parte importante del mundo me estaban esperando para que la arreglara. Sólo que había llegado para saludar y largarme. Entonces vivíamos el momento con perfil bajo, faltabas un día y ya te habían olvidado. La situación era urgente; la morena ya se estaba planteando eso de pensárselo una segunda vez. Por eso no me quise marchar sin echarle una mano para convencer a Boris. Acababa de comprarse una de esas cabras que sólo saben agarrarse bien a cualquier cosa que no sea asfalto. Un motón para fardar, sin más, porque Boris era alérgico a todo espacio que no estuviera entre dos edificios.

            Por las mañanas nos reuníamos cerca de las ocho, era de asistencia obligatoria, siempre celebrábamos un cónclave para decidir quién había tenido la mejor idea con la que fumarnos las clases. No se trataba de faltar porque sí, nos gustaba ser consecuentes con nuestras maneras de darle por culo al tiempo.
            Carlos no volvería a estar. La moto había patinado justo delante del árbol en el que él se quedó para siempre. De la morena se sabía que iba a salir de esa.
            Boris llevó la moto a la chatarra y yo le acompañé para ver si allí encontraba una dignidad en mejor estado que la mía.

            Pero no agacho la cabeza, cuando me cruzo con él, por lo que ocurrió aquella tarde. Además es posible que tampoco lo sepa. La verdad es siempre peor: sé que si hubiera alguna manera de volver a aquel momento y ser los que éramos, ahora yo seguiría agachando la cabeza, contra el viento, que para eso es la banda sonora de ese fracaso.

Oscar da Cunha
8 de septiembre de 2010