Menos mal que
lo tengo, porque desde mi despacho, donde suelo estar enredado con mil
chorradas, no soy capaz de oír el pitido de la lavadora. Es entonces cuando
llega él, con esa manía que tienen los perros de romper la soledad, para
avisarme de que la máquina ha decidido que es la hora de hacer cosas serias.
Metemos los trapos en un balde (a mí
se me descuidan por el suelo los bóxer y otras menudencias que él recoge y las
añade al montón de lo limpio), y nos vamos a esa parte trasera de la casa que
no se ve cuando alguna de las visitas la mira en plan bonito y que sirve para la
intendencia. Es mi sitio preferido, con un par de cuerdas, trastos apilados que
me da pena tirar porque tuvieron vida y sé que allí hacen noche algunos de esos
gatos a los que siempre les faltó un domicilio, y de donde nace una colina
salvaje que podría haber sido un jardín pero a la que no me da la gana de quitarle
el misterio.
Dejo la ropa de cualquier manera en
las cuerdas que para eso inventaron la plancha, y le sigo. Nunca le falta una
aventura en la que complicarme, aunque no exista, aunque no haya nada que
perseguir; él ladra, finge que me necesita para poner orden en ese pequeño
mundo nuestro, lleno de invasores con alas como las de Campanilla y piratas de
los de verdad, tuertos y de los que presentan batalla, aunque recuerden que ya
los hayamos perseguido tras cada lavado y cazarlos sería un fracaso. Mi perro se
lo monta para implicarme en esa sustancia mágica que envuelve a esos seres que
viven con nosotros y que les sirve para convencernos de que no hay momento en
el que dejamos de ser niños que no tenga remedio.
A menudo sonrío con envidia al
mirarlo; en sus ojos ligeramente achinados, siempre dispuestos a proponerme
alguna catástrofe, voy aprendiendo a leer el mundo. Él lo divide en dos partes,
únicamente dos. Una pequeñita que la componen las cosas, y sólo son útiles
aquellas que sirven para romperlas, todas las demás complican la vida. Y otra
muy grande que está llena de sentimientos. Con los de su especie la naturaleza
fue generosa no esclavizándolos con el don de la palabra porque las más
sinceras emociones se transmiten con hechos.
Yo nunca le digo cuándo me duele por
dentro. Tiene un viejo peluche al que llamamos Tripas, lo saca de debajo de la
librería donde vive y me llena el suelo de algodones. Entonces empieza un folclore
en el que yo recojo y él huye con los restos, y terminamos buscando pedacitos
de Tripas en esas esquinas donde él sabe que se quedaron arrinconadas algunas
sonrisas. Nos olvidamos de los algodones cuando me tumbo en el suelo y cierro
los ojos para sentir mejor la caricia de su cara peluda empeñada en secar mis lágrimas
mientras me da la risa, y él levanta la cabeza para lanzar un aullido de esos
que ha debido copiar de algún documental que vemos juntos y dejarles claro a
los fantasmas quién manda.
Algo ha oído de mi afición a
escribir y él recoge alguna de las hojas que se le despeina a cualquiera de los
árboles del jardín y entra en mi despacho con ella en la boca, la deja a mis
pies y se tumba sin dejar de mirarme. Es su manera de aceptar el rollo raro en
el que ando metido. Un símbolo, una metáfora con la que trabaja su cerebro. En
su idioma me dice que lo necesito para entender esos capítulos de la vida que
no se escriben, capítulos que quiere compartir conmigo porque sabe que nos
hacen falta; los que están llenos de tímidos olores, sonidos dormidos y
pequeños escondites de la naturaleza reservados a quienes, como él, conocen los
pasos de bailes correctos y que a nosotros, los humanos, se nos empezaron a tropezar
hace tiempo y ellos están configurados de serie para percibir tanto de lo que
se nos quedó atrás que no hay persona completa sin su perro. Pero yo dependo de
él aún más y no se lo cuento para que no se le acumule el trabajo y se me
desgaste, porque muchas veces ando perdido igual que un ciego por caminos
desconocidos y necesito a mi lazarillo. A ese pequeñajo que es como una
chincheta con cuatro puntas y un poco de pelo que protege de la intemperie a un
corazón que ladra para que yo siga su voz.
A veces vemos películas juntos, y en
las escenas románticas se me sube encima y sólo me dice yo también, porque es
macho y en las cuestiones del amor los de nuestro sexo vamos escasos de
expresión, aunque la especie sea distinta.
Respeto sus momentos de intimidad,
cuando ya de noche, subo a la habitación y él se queda abajo hasta que a mí se
me alborotan las letras de la novela de turno y apago la luz. Sé que necesita
ese espacio para llorar ausencias, y sé que no quiere que yo lo vea. Él no
nació para trasmitir tristezas y es de los que entiende que lo que sangra
dentro no se saca. Después oigo sus pisadas en la escalera y me dispongo a dormir
tranquilo, me despertará el alba y una cara dispuesta a lo que sea que nos
traiga el día mientras sea para los dos. Y al cerrar los ojos, abro la
misteriosa puerta del mundo de los sueños sin miedo porque yo tengo perro. Mi
perro.
Oscar da Cunha
27 de
septiembre de 2019