jueves, 27 de agosto de 2015

VAGABUNDO

            Estoy convencido de que nuestro mundo se comporta como la ruleta de un casino trucado, no en vano la suma de los determinantes treinta y seis números que la componen nos regala la marca de la bestia: seiscientos sesenta seis. Nos movemos en torno a ese cilindro giratorio, lleno de rojos y negros, con la única excepción en verde del cero que le atribuye una de cada treinta siete posibilidades de triunfo al caótico orden del que es propietario el universo. En cada bolita que, girando intentará decidir la casilla en la que se va a determinar un incógnito porvenir, podríamos encontrar grabado nuestro nombre, y sin más que el leve el aleteo de alguna mariposa lejana conseguiría situarla en el número que aspirara a cambiar nuestro destino.
Pero no penséis que eso sólo sucede entre el glamour de algún casino, durante una noche cualquiera, otra más que nos pilla vestidos de etiqueta y con un Dry Martini en la mano. Volvíamos de una espontánea cena, en un humilde restaurante, en la que el mejor plato fue compartir nuestra intimidad, una de esas improvisadas áreas de descanso que te permite la vida cuando decide que te has ganado la propina de unas horas, un derroche que no detiene el tiempo pero lo rentabiliza con sonrisas y miradas cómplices, por tantos recuerdos que hemos conseguido salvar y por unos sueños que consiguen mantenernos a salvo. Saben a poco, siempre a breves momentos que no reprochan a esa bolita que no se le hubiera ocurrido detenerse en un número mejor porque, con el que nos tocó, hemos aprendido a conformarnos.
            La carretera se debió trazar en aquellos años en los que los topógrafos estaban convencidos de que no había nada más perfecto que las curvas de Marilyn, y yo ya empiezo a creer que la distancia más corta entre dos puntos es una falacia cuya única justificación consiste en volver a ese punto de partida en donde, todos, alguna vez, tomamos el camino equivocado. Enderecé el volante para dejar atrás ese recodo donde una vieja cruz recuerda que tarde es mejor que nunca y entonces me topé con él. Los dos pilotos traseros seguían encendidos y ya no circulan coches capaces de conservar los delanteros tras el impacto contra una pared de roca. Me detuve y corrí hasta abrir la puerta del conductor donde un anciano recostado en el asiento no cesaba de repetir:
            —Perdóname, Marta. Perdóname…
            —¿Cómo se encuentra?
            —No lo sé —contestó—. Dudo que alguien se pueda sentir tan viejo y seguir viviendo.
            —¿Hay alguien más en el coche? Estaba usted hablando de…
            —Estoy solo, hace ya… Oh, no consigo recordar el tiempo que dejé de viajar con ella.
El anciano me agarró del brazo, las pocas fuerzas que faltaban en su mano parecían haberse trasladado a su mirada.
            —Por favor, la caja. ¡Coja la caja!
            Asentí y estiré el brazo para apagar primero el contacto del vehículo. En el asiento del acompañante, quizá no fuera sólo por los años, la caricia de unas manos y el cariño con el que una y mil veces se rellenó aquella lata metálica, habían borrado la olvidada marca de las galletas que una vez contuvo.
Llamé a emergencias. La carretera no tardó en llenarse de sirenas impacientes, luces naranjas y azules, y un potente foco iluminando la escena.
—¿Está muy mal? —pregunté mientras se ocupaban de acomodarlo en una camilla.
            —Yo creo que lo más grave que tiene es la edad.
            —¿Adonde lo llevan?
            —Al hospital comarcal, allí podrá visitarlo. ¿Es usted familiar?
            (No, sólo soy el que guarda su caja).
            —No, yo pasaba por aquí y les he avisado, aunque no he visto el accidente.
             
            Cuando ya queda poca noche no hay mejor opción que sentarse a esperar un precipitado amanecer de verano, y el alba nos contó que aquella caja contenía todos los aromas de una vida que con un elástico mantenía unidos los fragmentos de un pasado; cartas con el dulce perfume que acompaña a las declaraciones de amor, cartas con el amargo olor a despedida, cartas de arrepentimiento que se niegan a olvidar la fragancia del que quedó abandonado… Cartas que, sin necesidad de cometer la profanación de abrirlas, seguían preservando su esencia, atravesando esa barrera que establece el tiempo, para sobrevivir con el propósito de conceder una esperanza a quien está dispuesto a aprender que las mismas piedras con las que otros tropezaron siguen en el camino. Pero no todas las cartas se escriben con sangre sobre piel; y en las de tinta sobre papel, la arrogancia humana no confía porque les robó la voluntad cuando aprendió a utilizarlas para engañar al futuro falsificando el pasado.

            No me costó localizarlo en su habitación de la tercera planta del hospital comarcal. Me extrañó que no estuviese conectado a ninguno de esos aparatos a los que son tan aficionados en los hospitales. La palidez de su cara y sus ojos abiertos sin mirar hacia ninguna parte denotaban que su última apuesta era un final sin dolor.
            —Tiene buen aspecto —le mentí.
            —¿Ya ha empezado a trabajar el embalsamador?
—¿Se acuerda de mí?
—De su cara no y sigo sin verla, perdí mis gafas en el accidente; pero a su voz le confié mi caja. ¿Las ha leído?
—Ya sabe que aunque lo hubiera hecho le iba a contestar que no.
—¿Y a qué espera? ¿Se piensa que las he guardado todos estos años para que me entierren con ellas? Cada una de esas cartas está escrita en los momentos más importantes de mi vida con Marta, ella era mi esposa, por ella conocí la luz y la oscuridad. Son lo más importante que puedo legar a este mundo, las consecuencias de mis aciertos y mis fracasos. Vuelva a su casa y no pierda más el tiempo con este proyecto de cadáver, algo aprenderá, todavía está en edad de cometer muchos errores.
Me giré con la caja bajo el brazo y sin despedirme. Creo que alguna vez ya he comentado que no me gustan las despedidas, tal vez por eso en mi historial sólo haya dimisiones.
—¡Espere! Hay una carta, la última. Esa no quiero que la lea hasta mañana.
—Usted decide —le dije sacando de la caja el paquete con el elástico que aún intentaba conservar unidos todos aquellos olores—. Son suyas.
—Ya no —me contestó mientras, con lo que en otros tiempos fuera una mano, extraía el último sobre del fajo. Me fijé en que el nombre del destinatario estaba en blanco—. Solo ésta y por pocas horas.

Querida Marta…
…Y todavía sigo confundido ¿por qué a la belleza no le pusieron tu nombre?
…Sé que después de meses buscándonos la mirada, serás tú la que tenga más valor para dar ese primer paso.
…A ti no te tembló la voz, era mi alma la que vibraba cuando, y ya agarrados bajo los árboles del parque, bailamos nuestra primera vez y tú me regalaste ese: “creí que no me lo ibas a pedir nunca”.
            …Me sentía tan celoso de la lluvia cuando acariciaba tus labios, me sentía tan celoso hasta que tú me los entregaste con el primer beso.
            …Y volvía, repitiendo todos tus “Te quiero” tras dejarte, cada noche, bajo la luz que esperaba encendida en el salón de tus padres. Y volvía, saboreando por cada calle que todavía conservaba tu perfume de nomeolvides. Y volvía, bailando con la vida que nos estaba prometiendo una eternidad de amaneceres…

            Querida Marta…
            …Y tu vehemencia, o esa discreta elegancia en adivinarme las intenciones cuando, antes de que sacara el anillo de pedida de mi bolsillo, el brillo de tu mirada se anticipó con ese “Sí quiero” que serenó las inquietudes de mi corazón.
            …Las tardes que se llenaban de proyectos y las noches de insomnios por la distancia entre nuestros cuerpos.
            …Las mañanas escogiendo nombres y a esos nombres colores de habitación para la familia que habíamos decido que nos viera envejecer juntos.
            …Me decían que nunca te habían visto tan preciosa con tu vestido blanco. Nunca aprendieron a mirarte como yo.
            …Cómo convertimos cada noche en “No es suficiente. Cada amanecer en “Aún  queda luna”. Y cada mediodía en un velo rosáceo continuante en acariciar nuestros cuerpos.
           
            Querida Marta…
            …Dejaron de importar los años que fueron transcurriendo. Ni nuestra incapacidad por ser más de dos te hizo menos hermosa ante mis ojos.
            …No lo consideré como una alternativa, pero mis éxitos profesionales encubrieron parte de esa soledad en la que en ocasiones nos faltaron palabras.
            …Pero tu sonrisa, a veces de felicidad, me convencía de que nuestros propósitos del pasado sólo fueron un sueño que, como la brisa de cada estación, podía sustituirse por la de la de la siguiente.
            …Y nunca nos faltaron amigos, familias en cuyos problemas creíamos confirmar que nuestro destino había sido mejor.
            …Y empecé a entender que en tus solitarios paseos por el malecón intentabas darle forma a nuestras aspiraciones que justificaban mis cada vez más largas ausencias.

            Querida Marta…
            …Y aunque te aleje de mí, comprendo tu apego a nuestra primera casa donde todo comenzó, y entre los recuerdos de una vida aceptes que por mi arte soy reclamado lejos de ti.
            …En cada regreso me duele advertir esa nueva arruga por la que se ha deslizado la lágrima que mi ausencia no ha podido secar, y esas desconocidas canas que han nacido en los despertares de una cama vacía.
            …No puedes reprocharme que entre mis cartas haya cada vez más distancia, en tus respuestas me entristece reconocerme más extranjero. Si hubieras decidido seguirme…
            …Pero no puedo renunciar a esto, por lo que tanto he trabajado. Ahora ya es mi vida y no sería capaz de entender otra en la que cada paso no conlleve un reconocimiento.
            …Tu ausencia, que ahora considero abandono, me parece un injusto castigo que no estoy dispuesto a permitir que empañe el barniz brillante que me acompaña.

            Querida Marta…
            …Y en tu última carta he creído intuir una llamada de auxilio. El deterioro en tu salud no radica sino en la soledad por tu negativa a compartir la  nueva vida que tanto esfuerzo me ha costado.
            …No debo sentirme culpable, ambos sabíamos y aceptamos que nuestros destinos, pese a la distancia, seguirían unidos, como en aquél primer baile bajo los árboles del parque, como en el “Sí quiero” con el que asumiste que el camino sería largo y difícil.
            …Acepto renunciar a ésta, mi biografía, que tantos éxitos nos ha proporcionado, con la que he procurado que ninguna carencia apagara tu sonrisa, y en breve volveré a ti.
            …Y has de permitirme una última voluntad, aunque retrase mi vuelta. No puedo ni debo abandonar esta ciudad, que me ha encumbrado a la celebridad, por la puerta de arrastre.
            …Atrás quedará la gloria, y serán muchos los que quieran conservar mi firma entre su galería de ilustres. Después, y aunque la renuncia es grande, volveré a ejercer de marido anónimo en nuestra pequeña ciudad de provincias.
            …Has estado ausente en tanta vida de la que tengo que contarte… 

            Víctor Hugo decía que un espectáculo más grande que el mar es el cielo, y que un espectáculo aún más grande que el cielo es el alma humana. Y yo soy un curioso espectador, insaciable, y quizás por intentar encontrar la mía me asomo a esas rendijas que me permiten descubrir en los demás lo que yo también llevo dentro.
            Ahora os tendría que contar que, al día siguiente, cuando llegué a su habitación de la tercera planta del hospital comarcal la encontré vacía; que cuando pregunté por él me dijeron que no había sobrevivido a la clandestinidad de la noche, y que sobre la mesilla había dejado una carta para mí; pero no hace falta porque ya lo habréis adivinado. Os debería contar que me senté sobre la cama, acariciando la almohada que se había llevado el secreto de su último sueño; que mi bolita de la ruleta se acababa de  detener en el cero, concediéndole otro triunfo al caos universal y dejando en mí un vacío y que para rellenar ese vacío echaba de menos al anciano; y que por eso se me humedecieron los ojos frente a la ventana por la que el sol me confirmaba que la vida siempre continúa; pero tampoco hace falta mentir porque ya habréis adivinado que lo único que hice fue abalanzarme sobre la carta. La última carta.
            En el sobre, ahora se leía una solitaria palabra: “Vagabundo”.

            Vagabundo…
            …Porque eso somos cada uno de nosotros, desamparados exploradores sin mapa, porque esta vida no regala mapas. Seguimos una ruta que nos marca el instinto, dejándonos convencer por lo que llamamos intuición que, como todo cuanto habita en nosotros, no es más que la ilusión de un mundo lleno de traidores espejos ante los que nos vamos maquillando para enamorarnos de nuestro falseado reflejo. Y ni eso nos queda al final, ese final en el que, ya sí, irrumpe con un libro de reclamaciones señalando en rojo que la palabra clave nunca ha sido nuestro nombre. Erramos atentos a todos cuantos nos alaban o nos critican, sin apreciar en el silencio de quien ha decidido estar a nuestro lado que, con un gesto o una mirada, es suficiente. Y cuando ese silencio, el único sincero, desaparece, nos empeñamos en rescatar la memoria en un tiempo ya perdido. Porque es el tiempo, amigo vagabundo, es el tiempo quien conoce todas las respuestas. Y yo no quise escucharlo, yo lo desprecié.

            Querida Marta.
            ¿Para qué sirve escribir una carta que ya no puede ser leída?      
Llegué dispuesto a compartir contigo mis éxitos cuando tú ya habías decidido que no merecía ni siquiera estorbar en tu derrota ante la soledad. Por perseguir mi vanidad te sentencié a renunciar a esa vida de ilusiones y ahora entiendo que, aunque los sueños no se cumplan, soñarlos juntos no es el origen sino la razón.
            Encontré una casa vacía tras mi tardío regreso, y una tumba con tu nombre solitario sobre una pequeña placa en la que, desde hace años, fui condenando a no dejar espacio para mí. Tú siempre has tenido un alma pura, pero… ¿podré perdonarme yo?
¿Para qué sirvió cada error si de ninguno quise aprender? 
Me olvidé de ti dedicando mi atención a los que pronto me han empezado a olvidar. Que egoístas somos, cortamos la flor más hermosa, y privándola de la raíz que la mantiene con vida pretendemos hacerla nuestra, para después abandonarla en ese jarrón, el de los olvidos, donde se marchita porque su destino era seguir coloreando un jardín lleno de deseos que dejaron de ser los nuestros.
¿Para qué sirven los recuerdos si ya no hay posibilidad de vivir en ellos?
El arrepentimiento es inútil cuando sólo es un engaño para discretos vadeos del orgullo que una y otra vez nos arrastra sin volver la mirada. Cuando despreciamos los compromisos bajo la serena luz de una luna sincera por seguir el hipócrita esplendor de las traidoras monedas bajo el sol.
            Me enseñaste el amor y lo olvidé. Me enseñaste el más bello de los bailes y me perdí entre pasos desconocidos. Y hasta con tu muerte me enseñaste que más vale la soledad que el desprecio. Y ahora que he aprendido que sólo he sido un vagabundo que se cruzó en tu vida para romperla. Ahora que sólo me queda un tiempo sin tiempo. Y ahora, aunque sé que no me sirve ni de consuelo, perdóname Marta. Porque yo no puedo.

Oscar da Cunha
27 de agosto de 2015

* “Intenta no volverte un hombre de éxito, sino volverte un hombre de valor.” Albert Eisntein

** “En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por lo que esperamos ser.” William Shakespeare 

jueves, 13 de agosto de 2015

SMILE

No habría cumplido más de nueve años cuando aprendió que la soledad no era sólo una palabra que Julio Verne utilizaba en sus novelas. Cuando, cada mañana, el engaño no consistía en prepararse el desayuno, sino en tomarlo con la única compañía del tic tac del viejo reloj de una cocina sin vida. Cuando, para hablar con ellos, empezó a asignarles nombres a todos aquellos objetos con los que, hubo un pasado en el que una familia que nunca consiguió serlo, intento construir un hogar. Al espejo del baño le llamaba Mirón, y nunca le dio tiempo a responderle mientras, frente a él, a lo único que aspiraba era a despreciar el agua con más rapidez que un gato. El sofá del salón se convirtió en Nautilus, allí mataba las horas oscuras de las tardes de invierno, evadiéndose, gracias a novelas a las que alguien les dedicó más tiempo que a él los de su sangre, por mares desconocidos y rincones del mundo donde, algunos grupos de amigos de los que siempre pretendió conseguir su aprecio, desentrañaban misterios. Cuántas veces él era el único que conocía todas las respuestas, pero siempre les ocultó que estaban escondidas entre las páginas finales, así entendió que haciendo trampa no se conquistaban amistades. El viejo tocadiscos de madera era Trovador, y dentro de él conoció a Paul Anka, a los Beatles y a una señora con voz muy elegante que se llamaba Maria Dolores Pradera. Sobre la moqueta de aquella habitación se dio cuenta que Tonight My Love Tonight era la traducción de una frase que hacía una eternidad que nadie le repetía. Que ninguno de los pasos de cebra que atravesaría camino del colegio, intentando disimular las lágrimas por una madre que en su huída se olvidó de él, era el de Abbey Road. Y que, Limeña, se había convertido en su amiga imaginaria y era la única que le dejaba que le contara, cuando con ella, intentaba respuestas colocando la aguja, una y otra vez, sobre el surco del gastado vinilo. Y al colchón nunca le quiso poner nombre porque no consiguió perdonarle que cada amanecer le despertara con la misma realidad.
Descubrió a Chaplin quien, entre las lágrimas de Candilejas, le enseñó que reírse de uno mismo era el consuelo a llorar por los demás, y que la soledad no era una desgracia, sino el camino que el destino le había preparado para, después, saber valorar las buenas compañías. Y en alguna esquina de otoño reconoció, en los ojos de un abandonado Tony, que ambos estaban destinados a compartir la tristeza capaz de convertirlos en inseparables; a mirar juntos debajo de la cama para comprobar que los fantasmas de uno no iban a poder con el sueño del compañero, y a dar las buenas noches antes de cerrar los ojos. Y aún hoy, cuando la nostalgia llora con la sonrisa por el recuerdo de un tiempo que no se perdió gracias a un perro, visita ese rincón secreto que esconde la tumba de quien le enseñó que la lealtad sólo necesita un lenguaje con dos palabras, consuelo y respeto.
Nunca le reprendieron al llegar tarde, pero el castigo por no tener a nadie que le esperara siempre fue mayor; y así, compartió las largas horas de unas vacaciones con Machulo, un gitanillo de pura raza; intercambiando chatarra por compañía, olor a multitud hacinada por perfume de frasco vacío. Hasta que, con los libros del nuevo curso bajo el brazo, se dio la vuelta para no tener que sufrir cómo el remolque se llevaba hacia el Sur el abrazo diario de un verano. Sin advertir que el mismo viento que cerraba una puerta abría la que tenía enfrente, y en su marco, una nueva complicidad comenzaba a diluir lo que hasta entonces habían sido carencias, asumiendo que para sellar el más longevo compromiso de la vida iba a ser suficiente una primera mirada.
Dejó de ser un niño introvertido un mediodía de primavera, tras abandonar el comedor del colegio y al salir al patio cuando, sentado sobre un balón que los otros no querían compartir, se dio cuenta de que a su interior sólo le habían permitido los incurables fragmentos de una familia rasgada y las solitarias cicatrices que el tiempo no olvida pero debe aprender a perdonar. Aunque dejó de ser un niño mucho antes, cuando comprendió que al grito le seguía el miedo, y éste se contagiaba; cuando al desprecio le respondía el silencio que precedía al llanto, y éste se contagiaba; cuando ellos dos se dieron cuenta de que se habían equivocado, y él comenzó a ser el irreparable error que no supieron cómo arreglar. Y dejó de ser un niño cuando ya no tuvo dudas de que le iban a robar la infancia.
Pero no se dejó, y a día de hoy todavía podréis verle trepar a un árbol para devolver a su nido el polluelo caído, ponerle calcetines a su perro para reírse con él o contemplar el mar con la misma fascinación en los ojos de la primera vez. Sonríe poco pero es de lágrima fácil, lo pone todo perdido con la ceniza de su inseparable cigarrillo y nos os digo su nombre porque ya sabéis de quién hablo.

            ¡Ah! y no le pongáis esta canción, no os perdonaría un baile. Smile

Oscar da Cunha

Hoy, 13 de agosto de 2014

miércoles, 5 de agosto de 2015

MIRAR


Pero sobre todo, mirar.

Mirar en verde cuando hay esperanza; el camino trascurre por entre la arboleda que no consigue delimitar un prado en el que, tras su horizonte, se asoma otro nuevo y que no es más que el comienzo de un acertado valle por donde nuestras ilusiones, que un día fueron sueños, despertarán saludando la llegada de un presente con el que hemos pactado que el invierno fue cosa de ayer y mañana no tendrá otoño.

Mirar en azul; navegando entre mar y cielo, sin romper la armonía de nuestra mirada con las estelas por las que ya no hemos de volver, porque sólo nos sirvieron para alcanzar esa dignidad donde a las gotas les sobra contar más de uno; cuando somos uno, pero intacto, porque a nuestros ojos les resultan bellos pliegues de escuela las cicatrices, incluso la que una vez fue profunda, la que más destacó en la carta de navegación y ahora, cuanto hemos decidido que nos envuelva es una marina sin puertos que nos tienten a renunciar de ese absoluto sereno.

Mirar en alba cuando decidimos continuar descubriéndonos, cuando tras cada primera luz sabemos encontrar que quien amanece ya estaba antes, esperando la ocasión en que a las viejas historias, convertidas en lejanas voces, les permitiéramos escapar con la brisa de la noche. Y aprender, dejar de buscar fuera, porque no hay lugar que no esté dentro de nosotros y para el viaje más fascinante se nos concedió la tarjeta de embarque al nacer.

Mirar en mojado, cuando la alegría por un reencuentro de largo esperado nos devuelve las sonrisas compartidas durante la infancia. Y nos empeñamos en reclamarle a la amistad que ya no se marche; porque somos lo que de positivo intercambiamos, lo que añoramos del que se tuvo que alejar y en su ausencia, en ese hueco que no quedó vacío sino pendiente, continuó la música, ese baile con lo mejor de nosotros mismos que siempre perteneció a los demás.

Mirar en blanco, sin prisa por imprimir la huella de nuevos pasos, cuando ya hubimos manchado muchas sábanas para llegar hasta donde no debimos marchar; y si es necesario, regresar, ahora humildes, con los pies que desnuda la experiencia hasta un nuevo comienzo, sin el barro de los prejuicios ni la falsa tinta de las apariencias. Retomarnos, con los bolsillos vacíos, dispuestos a que sólo se llenen con lo que no deslucirá al cambiar de color.

Mirar en oro cuando a nuestro lado permanecen los que nunca nos negaron; ellos, que sin verlos, no dejaron de mirarnos; que sin compartirlas celebraron nuestras victorias, e intentando no compartirlas lloraron nuestras derrotas. Cuando no vimos su mano tendida porque sólo mirábamos al abismo, o no pensamos en asirla porque al cielo nos confundimos subiendo sin compañía. Y descubrir que el oro es la que más cuesta pintar de las miradas, porque es la única no se pinta en soledad.

Mirar en gris cuando la alegría de los que ya se fueron no se la ha llevado el tiempo, y ahora, serena, nos acompaña en las noches que no necesitan farola o en los mediodías que agradecemos sin sol, porque entre el claroscuro de la memoria nos seguimos construyendo mientras hacemos nuestro su camino; y su sombra, invisible en la penumbra, nos adopta, discreta, porque es la que nos pertenece y la que más nos honra.

Mirar en seda porque a veces nos los hemos merecido, y después de alguna de las batallas que componen la vida, con la única arma de la razón, sin causar bajas ni heridos, alcanzamos ese estado semejante a la paz interior en el que un satén con teclado de Chopin nos convence de que en la siguiente seremos capaces de hacerlo mejor. Y en la quietud del cuerpo es nuestra alma la que pasea, entre suaves olas con colores de oriente, envuelta por la caricia de la labor llevada a buen puerto, ese puerto donde se aterciopela la mirada y la esperanza nos recibe dispuesta a no negar el beso.

Mirar en poniente cuando el paisaje se sonroja, cuando la magia se despereza y al silencio se le han terminado las excusas, porque esa es la mejor hora para decidir cómo vamos a escribir los deseos de un viaje que terminará cuando nuestras ilusiones se confundan en ese Finisterre tras el que, y con una nueva luz, volveremos a caminar, siempre decididos a aprender dónde se esconde el amanecer durante la noche, para que esos seres semidivinos nos confiesen por qué nosotros, también, vivimos entre éste y el otro mundo, donde se encuentran las legítimas conexiones con la naturaleza.

Y mirar también en negro, que no es cerrar los ojos, sino con ellos bien abiertos hacia esa oscuridad, sin miedo porque una vez ya estuvimos en ella; y aunque no recordemos cuándo fue la primera, no temamos porque tampoco será la última; y si perseguimos la luz no fue en vano que conocimos su ausencia; y aunque nos parezca inútil, el negro también es un color que, como todos los del universo, se crearon para enseñarnos a mirar.

Siempre mirar.

Oscar da Cunha

5 de agosto de 2015