lunes, 22 de julio de 2019

El peor de los miedos


Son las seis y el primer cuarto de una mañana de julio, y en esta región del Atlántico a la que se asoma Biarritz hace fresco para llevar puesto sólo un traje de baño. Pero hoy necesito sentir.
            He venido a buscar una playa dormida y aún vacía. He venido a buscar en el océano ese momento en que él se levanta de la cama y se despide de la noche con un beso y a su amorío le llaman alba. He venido a buscarme a mí.
            Pido permiso y las gaviotas que abarrotan la orilla me hacen hueco para integrarme al mar. Está cálido, y lo percibo como entrar en el cuerpo de una mujer en una madrugada de invierno. Tal vez para mí el mar sea eso, volver a donde nace la vida.
            Apenas distingo el rompiente, pronto llegará la luz que ya se anuncia, pero sé de sonidos que traen las mareas y el que se acerca es suave. Remo tumbado sobre mi tabla con poco más que un pequeño balanceo al ritmo de la habanera que interpreta la brisa, y me deslizo como por encima de una sábana que los amantes acaban de dejar un poquito desordenada.
            Remonto una primera ola que justo me moja el pelo y en mis ojos las lágrimas tienen compañía. El mar hace que no se note cuando uno llora. Sólo otra pleamar en la mirada y esperanza, porque la esperanza es esa línea de fondo a la que las intenciones se dirigen sin que importe que no haya marea para volver.
            La luz del faro acaricia la superficie y yo supongo que por última vez, porque los faros entienden de colores y porque saben que no fueron hechos para competir con el azul que al cielo y agua les trae el día.
            Entonces, me siento sobre la tabla, que es como sentarse sobre el propio mar o como en el suelo de esa olvidada ermita, casi derruida y desacralizada, y que tal vez sea el único territorio en el que Dios existe. Y no puedo evitar sentir envidia de los que se fueron porque yo tengo miedo. El peor de los miedos. Estoy cansado de querer y que se me vayan. De llorar ausencias y recordar no consuela. Y tengo muchas dudas porque no sé qué es peor, no quiero convertirme en la ausencia de nadie, de los que quiero aunque yo no sea como me parieron y tal vez por eso últimamente sólo reparto desplantes. Y es que todo termina doliendo. Menos el mar.
            Miro el horizonte y es una posibilidad. Allí está el destierro pero con abismo, sin garantías. Para ese siempre hay tiempo. Y ahora llega una ola, pequeña pero suficiente. Y la bailo porque quizá ese sea mi destino, hasta que la música se pare, hasta que el mar se duerma y a mí me admita en su sueño.

Oscar da Cunha
22 de julio de 2019

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