Son las seis y
el primer cuarto de una mañana de julio, y en esta región del Atlántico a la
que se asoma Biarritz hace fresco para llevar puesto sólo un traje de baño.
Pero hoy necesito sentir.
He venido a buscar una playa dormida
y aún vacía. He venido a buscar en el océano ese momento en que él se levanta
de la cama y se despide de la noche con un beso y a su amorío le llaman alba.
He venido a buscarme a mí.
Pido permiso y las gaviotas que
abarrotan la orilla me hacen hueco para integrarme al mar. Está cálido, y lo
percibo como entrar en el cuerpo de una mujer en una madrugada de invierno. Tal
vez para mí el mar sea eso, volver a donde nace la vida.
Apenas distingo el rompiente, pronto
llegará la luz que ya se anuncia, pero sé de sonidos que traen las mareas y el
que se acerca es suave. Remo tumbado sobre mi tabla con poco más que un pequeño
balanceo al ritmo de la habanera que interpreta la brisa, y me deslizo como por
encima de una sábana que los amantes acaban de dejar un poquito desordenada.
Remonto una primera ola que justo me
moja el pelo y en mis ojos las lágrimas tienen compañía. El mar hace que no se
note cuando uno llora. Sólo otra pleamar en la mirada y esperanza, porque la
esperanza es esa línea de fondo a la que las intenciones se dirigen sin que
importe que no haya marea para volver.
La luz del faro acaricia la
superficie y yo supongo que por última vez, porque los faros entienden de
colores y porque saben que no fueron hechos para competir con el azul que al
cielo y agua les trae el día.
Entonces, me siento sobre la tabla,
que es como sentarse sobre el propio mar o como en el suelo de esa olvidada
ermita, casi derruida y desacralizada, y que tal vez sea el único territorio en
el que Dios existe. Y no puedo evitar sentir envidia de los que se fueron
porque yo tengo miedo. El peor de los miedos. Estoy cansado de querer y que se
me vayan. De llorar ausencias y recordar no consuela. Y tengo muchas dudas
porque no sé qué es peor, no quiero convertirme en la ausencia de nadie, de los
que quiero aunque yo no sea como me parieron y tal vez por eso últimamente sólo
reparto desplantes. Y es que todo termina doliendo. Menos el mar.
Miro el horizonte y es una
posibilidad. Allí está el destierro pero con abismo, sin garantías. Para ese
siempre hay tiempo. Y ahora llega una ola, pequeña pero suficiente. Y la bailo
porque quizá ese sea mi destino, hasta que la música se pare, hasta que el mar se
duerma y a mí me admita en su sueño.
Oscar da Cunha
22 de julio de
2019
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