Eran buenos
tiempos, de esos que pasan deprisa y para no volver. Allí donde quedaron amores,
amigos, promesas con la intención de no cumplirlas, y esa parte de lo que
fuimos y que lo pone difícil para convencerse de haber estado. Soñábamos con
mundos mejores sin saber que los estábamos gastando. Es lo que tienen esas
edades sin pasado.
Se alcanzaba la costa por un camino
de arena, escondido entre los matorrales, que no figuraba en ninguna guía
Michelin; y no nos imaginábamos que vendrían unos malditos años en los que cualquier
imbécil con un chisme en la mano podría saber cómo llegar hasta ese lugar donde
no hubiésemos aceptado compañía. Ahora está asfaltado y han rendido a la
naturaleza para ponerlo demasiado fácil y prohibirlo todo. Somos nosotros, hoy,
que ya hemos dejado de peinarnos, los que ya no vamos.
El horizonte era bestial, como nos
gustaba. Silencio salvo el rugido del gran azul rompiendo contra las rocas, y
nervios mientras nos planteábamos llegar allí hasta donde nos llevase el miedo.
Y nadie para decirnos que estábamos locos.
Fardábamos de cicatrices en nuestras
tablas pero éramos unos tramposos que no habíamos heredado nada. Hasta estas
aguas y en aquella época sólo llegaban las que se había jubilado de demasiados
naufragios en otros mares.
No sabíamos que éramos los últimos
de una generación adicta a jugársela sin garantía. Unos sin nombre pero con
colegas de verdad, de esos que no recuerdan lo mal que lo hiciste con ellos
sino lo bueno que fue estar juntos. Cuando el riesgo unía a un grupo de
cobardes que sólo íbamos para héroes horas después, cuando las cervezas
exageraban el mar y disimulaban lo nuestro.
Y esto es porque hoy me ha llamado
Trotsky para decirme que ha pillado un
cáncer al que ha decidido no ponerle remedio. El muy canalla es capaz de
cualquier cosa con tal de no hacerse viejo. Aseguraba que era un animal marino
condenado a vivir en el exilio, que para él era pisar tierra firme. No lo
recuerdo, ahora se me ocurre que de ahí le vino el mote, porque la política
dejó de interesarnos cuando las playas inventaron el topless y para atravesar
los inviernos nosotros debimos de inventar algo con el mismo peligro.
Me dice que no me preocupe, que él ya
perdió la suerte en aquella ola donde se tenía que haber quedado para siempre.
Y que para morir en tierra nunca es demasiado pronto. Que al final todos
echamos de menos el momento en que pudimos convertirnos en leyenda porque a los
cualquiera se les olvida rápido.
Y yo quiero suponer que todos
necesitamos sentir que formamos parte del final de algo importante. Como si en
cada una de nuestras épocas fuéramos los protagonistas de los innumerables
crepúsculos que atraviesa el mundo mientras nos deja atrás. Tal vez, y si esta
de ahora ha sido mi ola, yo recuerde, dentro de otro de otro ciclo, estos
tiempos, porque habrán llegado otros nuevos con el propósito de hacerme sentir
extranjero.
No lo sé, es posible que nuestra mayor
inquietud sea la de creernos perpetuos desplazados, como parte de una especie
en extinción de la que hablarán los demás. Y es verdad que todos atravesamos
esta vida con la convicción de hacer historia. Pero sólo la nuestra.
No lo intento y cuelgo. De las
decisiones de Trotsky no se libra ni él mismo. Y miro al cielo, que esta tarde
de jueves de mayo anuncia temporal, y me pierdo en los recuerdos…
…Llueve y la marea nos viene muy
grande. De las que a qué coño te crees que hemos venido —me dice él. Uno de los
hermanos Barland sale del agua en modo cojera y con tan sólo un trozo de tabla
para ponerla en la estantería de los trofeos. Y nosotros dos remamos juntos,
más que nada para que quede algún testigo si el otro no sale. El rompiente es
feroz como el puño de Dios cuando se cabrea; y la lluvia, que arrecia, consigue
que maldiga los aditivos que les hemos añadido a la picadura de tabaco.
—Pillamos una y nos largamos porque
la cosa está chunga —me grita recién remontamos una mole de agua que me hace
pensar en lo divertido que es el parchís, y eso que te lo diga Trotsky es muy serio.
Por fin nos lanzamos. Bailamos la
pared de mar sin mirar atrás. Ya no hay miedo. Y a ver quién se atreve a
decirme que no existe el cielo porque yo sé que, aunque es terrible y salado, en
él siempre hay un tipo con rizos, sonrisa de las que no se venden fácil y una
camioneta en la que no deja de sonar el tema de Bob Dylan con el que acabo de
escribir esto según me ha salido.
Va por ti, J. P. C.
* Si lo pinchan, denle caña al volumen y sírvanse
una cerveza (paga Trotsky).