Ya llevaba un buen
rato intentando descifrar los símbolos y letras de aquellas estelas funerarias
cuando el muchacho se me acercó.
—¿Qué
buscas hijo?
Lo miré por
encima de mis gafas —no eran las de sol, sino las que se convierten en
imprescindibles con la edad—. Apenas si se merecía la treintena, su mirada
justo alcanzaba mi barbilla, pelo corto y sonrisa condescendiente.
—¿Importa?
—le contesté interrogante.
—A mi sí.
Quizás pudiera ayudarte.
Le sonreí
con la frívola vanidad que, por costumbre, utilizamos quienes ya peinamos más
canas que flequillo.
—¿Lo de
hijo es por eso? —Señalé su alzacuello blanco, apenas visible bajo el jersey
azul marino.
—Sí, soy el
párroco de la iglesia. Pero… puedes tutearme, por aquí todos lo hacen.
—Tú también
—le contesté—, los de tu edad acostumbran a hacerlo y yo me siento más cómodo.
—Me llamo
Damián, padre Damián —y me tendió su mano.
—Encantado
—le dije estrechándosela pero sin citar mi nombre.
—Llevas ya
un rato paseando por aquí y me he fijado que observas detenidamente cada
estela.
—La verja
de entrada estaba abierta y… —continué con sorna—, no habré cometido algún
pecado…, padre.
Sonrío con
indulgencia, y también, porqué no decirlo, con resignación.
—Tal vez
por mi aspecto no inspire mucho respeto, ya sabes lo que dicen: el hábito no
hace al monje. Insisto: ¿puedo ayudarte?
Todavía
sigo preguntándome qué fue lo que me convenció, los alzacuellos no me inspiran
respeto, su voz era corriente, su juventud casi humillante, pero su actitud…, quizás ahí estuvo la clave. Nos sentamos en el
banco de piedra que se ve a la izquierda de la foto, justo delante de la estela
que presenta las tres cruces.
—Verás Damián—comencé—,
la familia de mi abuela era originaria de este pueblo y, durante la guerra, por
estas cosas de las lindes de tierras, las envidias, las viejas rivalidades, ya
sabes…, fueron denunciados y fusilados. Sólo mi abuela se libró de la masacre
pero nunca consiguió olvidar los nombres de los delatores.
—¿Y tú estás
aquí buscando su tumba? —soltó con una carcajada—. Estas estelas son muy
antiguas, de siglos anteriores a la guerra, aquí no los encontrarás, de hecho
este no era su emplazamiento original ya no son más que un decorado, nadie hay
enterrado debajo. Además ¿qué pretendes? La venganza no es buena compañera.
—Sólo intentaba
encontrar un nombre tallado en la piedra.
—¿Para qué?
—No lo sé
—respondí—. ¿Qué se puede hacer con un nombre tallado sobre una piedra?
—Depende de
tu corazón, recordar u olvidar.
—No puedo recordarlos
porque nunca llegué a conocerlos, sólo hay nombres en mi memoria. Tampoco puedo
olvidarlos, la imagen de aquellos sucesos se grabó en mi cabeza escuchando las
historias de mi abuela.
—¿Y cómo te
sientes mejor? Recordando a tu abuela o alimentando el rencor que te inspiraron
aquellas historias.
Le miré de
reojo, él estaba sentado a mi derecha.
—Típica
respuesta de cura —le dije.
—No —me
contestó— Es una reflexión más secular que religiosa. ¿Sabes?, las estelas no
son más que piedras, como este banco o los sillares de la propia iglesia, no
busques respuestas en ellas.
—Y entonces…
¿Para qué están? ¿De qué sirven?
—Para que
no olvidemos que, mientras vivamos, utilicemos nuestro corazón, para evitar que
éste se convierta en piedra. Busca dentro de ti y quédate con lo que más te reconforte.
El resto es pasado, exánime. La piedra, con el tiempo se va desgastando, sus
inscripciones lentamente van borrándose, lo que guardes en tu interior viajará
siempre contigo.
Me giré un
breve instante para sacar un cigarrillo.
—¿Puedo
fumar? —Pero al volverme ya no había nadie sentado en el banco, junto a mí sólo
quedaba un pequeño alzacuellos, viejo, amarilleado por los años. Poco tiempo
tuve para advertirlo, una ráfaga de viento se lo llevó y despareció
sobrevolando el tejado de la iglesia. Miré las estelas y ya no vi más que
piedras. Encendí el cigarrillo y salí serenamente del lugar, lo que pueda estar
escrito en ellas también se lo llevará el viento. De mi abuela recuerdo tantas
cosas…, pero sobre todo una frase: No recojas las tempestades que otros vientos
sembraron.
Oscar da Cunha
25 de octubre de 2013