viernes, 25 de octubre de 2013

IN PETRA VERITAS EST


Ya llevaba un buen rato intentando descifrar los símbolos y letras de aquellas estelas funerarias cuando el muchacho se me acercó.
         —¿Qué buscas hijo?
         Lo miré por encima de mis gafas —no eran las de sol, sino las que se convierten en imprescindibles con la edad—. Apenas si se merecía la treintena, su mirada justo alcanzaba mi barbilla, pelo corto y sonrisa condescendiente.
         —¿Importa? —le contesté interrogante.
         —A mi sí. Quizás pudiera ayudarte. 
         Le sonreí con la frívola vanidad que, por costumbre, utilizamos quienes ya peinamos más canas que flequillo.
         —¿Lo de hijo es por eso? —Señalé su alzacuello blanco, apenas visible bajo el jersey azul marino.
         —Sí, soy el párroco de la iglesia. Pero… puedes tutearme, por aquí todos lo hacen.
         —Tú también —le contesté—, los de tu edad acostumbran a hacerlo y yo me siento más cómodo.
         —Me llamo Damián, padre Damián —y me tendió su mano.
         —Encantado —le dije estrechándosela pero sin citar mi nombre.
         —Llevas ya un rato paseando por aquí y me he fijado que observas detenidamente cada estela.
         —La verja de entrada estaba abierta y… —continué con sorna—, no habré cometido algún pecado…, padre.
         Sonrío con indulgencia, y también, porqué no decirlo, con resignación.
         —Tal vez por mi aspecto no inspire mucho respeto, ya sabes lo que dicen: el hábito no hace al monje. Insisto: ¿puedo ayudarte?

         Todavía sigo preguntándome qué fue lo que me convenció, los alzacuellos no me inspiran respeto, su voz era corriente, su juventud casi humillante, pero su actitud…, quizás ahí estuvo la clave. Nos sentamos en el banco de piedra que se ve a la izquierda de la foto, justo delante de la estela que presenta las tres cruces.

         —Verás Damián—comencé—, la familia de mi abuela era originaria de este pueblo y, durante la guerra, por estas cosas de las lindes de tierras, las envidias, las viejas rivalidades, ya sabes…, fueron denunciados y fusilados. Sólo mi abuela se libró de la masacre pero nunca consiguió olvidar los nombres de los delatores.

         —¿Y tú estás aquí buscando su tumba? —soltó con una carcajada—. Estas estelas son muy antiguas, de siglos anteriores a la guerra, aquí no los encontrarás, de hecho este no era su emplazamiento original ya no son más que un decorado, nadie hay enterrado debajo. Además ¿qué pretendes? La venganza no es buena compañera.
         —Sólo intentaba encontrar un nombre tallado en la piedra.
         —¿Para qué?
         —No lo sé —respondí—. ¿Qué se puede hacer con un nombre tallado sobre una piedra?
         —Depende de tu corazón, recordar u olvidar.
         —No puedo recordarlos porque nunca llegué a conocerlos, sólo hay nombres en mi memoria. Tampoco puedo olvidarlos, la imagen de aquellos sucesos se grabó en mi cabeza escuchando las historias de mi abuela.
         —¿Y cómo te sientes mejor? Recordando a tu abuela o alimentando el rencor que te inspiraron aquellas historias.

         Le miré de reojo, él estaba sentado a mi derecha.
         —Típica respuesta de cura —le dije.
         —No —me contestó— Es una reflexión más secular que religiosa. ¿Sabes?, las estelas no son más que piedras, como este banco o los sillares de la propia iglesia, no busques respuestas en ellas.
         —Y entonces… ¿Para qué están? ¿De qué sirven?
         —Para que no olvidemos que, mientras vivamos, utilicemos nuestro corazón, para evitar que éste se convierta en piedra. Busca dentro de ti y quédate con lo que más te reconforte. El resto es pasado, exánime. La piedra, con el tiempo se va desgastando, sus inscripciones lentamente van borrándose, lo que guardes en tu interior viajará siempre contigo.
         Me giré un breve instante para sacar un cigarrillo.
         —¿Puedo fumar? —Pero al volverme ya no había nadie sentado en el banco, junto a mí sólo quedaba un pequeño alzacuellos, viejo, amarilleado por los años. Poco tiempo tuve para advertirlo, una ráfaga de viento se lo llevó y despareció sobrevolando el tejado de la iglesia. Miré las estelas y ya no vi más que piedras. Encendí el cigarrillo y salí serenamente del lugar, lo que pueda estar escrito en ellas también se lo llevará el viento. De mi abuela recuerdo tantas cosas…, pero sobre todo una frase: No recojas las tempestades que otros vientos sembraron.


Oscar da Cunha
25 de octubre de 2013
        
          

miércoles, 23 de octubre de 2013

MACHADO EN LA MEMORIA

Me gusta Antonio, yo aseguraría que es por no tener la posibilidad de discutir con él. Pero… ¿quién sabe? quizá sea todo lo contrario y lo añore cuando me da por pensar —mala costumbre adquirida y además mal vista en nuestros tiempos—. Cuantas veces tengo la sensación de que no por mucho andar hago camino, de que mis pasos no son más que la vuelta a un círculo que me devuelven al lugar de inicio, sin otro aprendizaje de lo recorrido que el cambio estacional que observo en mi entorno, hojas que caen, ramas ahora desnudas y después soberbias, insultantemente floridas, y otro ciclo que se reinventa, ignorándome, despreciando mis pasos, mi admiración por esa naturaleza que sí hace camino sin andar.
         No sé Antonio, si tú tuviste cuevas en tu caminar, si tus pasos siempre fueron bajo la luz, pero a mi no me ocurre. Mi exilio no es otro que el de mis dudas. ¿Sabes?, a mi me toca recorrer de caverna en caverna. Ya, ya sé que los tiempos no están para luces, pero yo no me refiero a esas oscuridades, cuando la noche tenía nombre, cuando el enemigo incluso daba la cara. Ahora, cada tramo te traiciona, en cada curva se encubre la luz y cada paso te introduce en una nueva penumbra. Dentro oigo voces, llantos y discursos que me desgarran, tardo en salir del túnel, un poco de aire fresco y el agua que baja clara a mi izquierda pero… tan breve.
         ¿Y vosotros? Los demás, no os oigo, todos parecéis estar fuera aunque no sois más que voces en la oscuridad, en ese lóbrego corredor que habéis convertido en vuestro refugio, en esa caverna donde vuestro miedo no tiene sombra, donde la mirada angustiada del compañero no se advierte, donde vuestro lamento, cuando llegue, también pasará desapercibido.
         No es éste el camino que tú viste ¿verdad Antonio? No es este el futuro con el que tú soñaste. En la oscuridad no se aprecian las huellas y al volver la vista atrás tampoco se ve la senda porque cuando la iluminación nos abandona corremos el riesgo de volverla a pisar. Ya no se hace camino porque todos vamos errantes y desde dentro del túnel ni siquiera se aprecian las estelas en la mar.

©Oscar da Cunha
23 de octubre de 2013

lunes, 7 de octubre de 2013

ÉL

Ya de niño era diferente, ni mejor ni peor, prudentemente no era capaz de comportarse como los demás. Pese a su gran tamaño nunca aceptaba imponerse a los más débiles, pese a su fuerza nunca hizo de ésta una barrera que le protegiese de las burlas de quienes nos aprovechábamos de su inocencia. Era como nosotros cuando nos mirábamos al espejo en la soledad de la noche, con el pijama de colorines y el miedo a mirar debajo de la cama. En el fondo era como todos quisiéramos ser y nunca nos atrevimos a serlo. Él no cazaba pajarillos, no dañaba los jardines ni les ataba cuerdas con botes a los perros. Mientras todos avanzábamos de curso, él se mantenía fiel a las asignaturas que año tras año insistió en repetir. Recuerdo que, cuando a nosotros se nos iban las ganas detrás de las faldas plisadas de todas las chicas del colegio vecino, él solo tenía ojos para sonreír a la cálida mirada de su madre.
Como ocurre con todas las biografías, los años pasaron, unos nos fuimos por ciencias, otros por letras y él decidió seguir siendo un niño. El tiempo todo lo cura menos la inocencia, mientras la vida nos fue cubriendo de responsabilidades él aprendió a predecir los otoños y las primaveras. A muchos, los ciclos nos fueron sorprendiendo con sus múltiples laberintos y alguno se quedó perdido sin llegar jamás a  encontrar  la salida, él siempre caminó bajo la luz del sol y, sin pretender llegar a ninguna parte, quizás esté más cerca de la verdad que cualquiera de los que en su día fuimos sus desagradecidos compañeros.
Ya no es como ayer, nadie le señala con el dedo, ninguno se atreve a sonreír a su espalda. A veces, lo veo galanteando cariñosamente a una anciana a la que jamás dejará abandonada. Otras, camina custodiado por el revoloteo de mil pajarillos y si te acercas a él puedes saborear la paz que acompaña a la auténtica libertad. No, ya no es como ayer, ahora todos lo respetamos. Él no ha cambiado, los demás, por desgracia tampoco, pero a todos nos lleva muchos cursos de ventaja.     

©Oscar da Cunha

7 de Octubre de 2013