domingo, 28 de diciembre de 2014

VALSE SENTIMENTALE

            El parque está completamente vacío a estas horas de la noche; hemos escondido, hasta donde termina la decencia, la intensidad de la luz de las farolas, y esa romántica melodía que se asoma desde el violín es para vosotros. Hemos hecho una pausa para esperaros porque sabemos que nunca faltáis a la cita que, de nuevo, esta últimas noches habéis retomado; como aquella en que, por febrero, cuando, bajo las flores amarillas de la mimosa que más de mil promesas después un caprichoso rayo de agosto convirtió en un tronco estéril, descifrasteis el misterio del primer beso sencillo, tímido y frágil pero profundo, no por primero sino por sincero. Ese beso que convierte a los labios en traductores del alma, y al alma en viajera que ya no comprenderá dar el siguiente paso en soledad.
         Bailad, bailad y no temáis. Estas sombras no son más que vuestros propios fantasmas de ese pasado que lleváis compartido quienes os acompañan sentadas en los bancos. Abrázala, con la suavidad que tuvieron tus fornidos brazos en aquella noche desde la que ella decidió que sus ojos eran sólo para ti, cuando lucía ese vestido azul amanecer, el primero que terminó en su curso de modista, convencida de que era el color con el que soñabas verla. Y recuerda, porque todavía no has olvidado recordar, la tímida forma de su espalda y la deliciosa porcelana que envolvía sus rasgos en torno a esa verde sonrisa que su negra melena, alborotada por el frío céfiro de invierno, no era capaz de ocultar. Y a ti, ¿por qué te va a temblar la mano aunque ya no te pintes las uñas? ¿Por qué no vas a acariciar su cabeza aunque esos rizos intenten engañarte con, sus ahora, lacias canas? Acuérdate, porque nunca has aprendido a dejar de hacerlo, de esa timbrada voz con la que pronunció tu nombre continuado por el primer te amo. De ese cuello poderoso, protegido por las solapas de su chaqueta de franela, en el que apoyaste tu frente mientras inspirabas el olor de su colonia de granel, porque las de marca, entonces, no eran propias de las parejas que se cortejaban en un parque mientras el invierno mostraba esa cara de mal genio que acostumbra en febrero.
         ¿Que el camino no fue como lo soñasteis? Pero para eso están los sueños, que se suelen llevar mal con los caminos. ¿Que cuántas promesas se rompieron? Pero son como los jarrones y se quiebran sin intención. ¿Que los chicos crecieron y os volvieron a dejar solos? Ya os costó descubrir para qué se inventó el teléfono.
         Ahora no es el momento, no le reproches las madrugadas de cama con pies fríos, mientras él recorría las carreteras con tu beso de despedida en el bolsillo de la camisa porque estaba más cerca del corazón. De los celos te costó, de esos sí que te costó desprenderte, aceptabas en silencio el generoso ramo de flores en el que nunca faltaron los iris azules, tus preferidos, con el que siempre volvía. Y reconoce que comenzaste a disfrutar de su fragancia tras aquél viaje, cuando te pidió que le acompañaras para enseñarte el mar del que siempre te contó. Junto al malecón estaba su floristería, la habitual, la que envolvía en celofán transparente con letras rosas, y tras el mostrador, el florista, que por fin conocía a la afortunada de los ojos verdes.
         No lo has olvidado pero sabes que esta noche no corresponde. El carnicero cada día trampeaba con el peso para rebajar la cuenta, porque sí, porque siempre estuvo por ella. ¿Y cuántos no, si te llevaste a la más bonita del barrio? Pero en una pareja sólo vale saber contar hasta dos, y ella siempre te demostró que con ese número se comprometió para toda la vida que está más lejos que toda una vida.
         Esta noche, pese a los primeros copos de nieve, bailad, bailad ese viejo vals que para vosotros entona el violín porque muy pronto ambos sabéis que a alguno le empezarán a fallar las piernas. Y por eso habéis retomado los paseos por el antiguo parque que, aunque no ha cambiado, lo veis diferente porque ahora las ilusiones han cedido el paso a los recuerdos, la vieja trampa del futuro que se convierte en pasado para concedernos sólo el valor del ahora. Y los dos tenéis aprendido que la arruga es bella, no porque lo dijera Balenciaga, sino porque con sonrisas y lágrimas decidisteis construir una vida; y esa por donde ahora se desliza tu gota de felicidad, preciosa dama, tú no quieres verla, elegante caballero. Con cada giro que marca el violín alrededor de vuestro seco tronco de mimosa en flor, el vals le devuelve a él sus castaños rizos y a ti el vuelo de esa cara de ángel. A ti el valor para elevarla hasta ese paraíso con olor a leña de hogar y a ella el color de las cortinas de vuestra intimidad.
¿Por qué mirar más allá? ¿Para qué evocar más atrás? En la vida sólo cuenta el momento cuando se ha sido capaz de vivir cada momento durante toda una vida. Y ahora cambiad ese viejo anillo de plata que ya caducó, porque ya son cincuenta años y los dos lleváis escondido el de oro. Este es el momento, esta es vuestra noche y yo, que no soy más que el envidioso narrador, os dejo solos. Bailad, seguid bailando mientras el arco acaricie las cuerdas, hasta que el último aliento se os escape como siempre soñasteis, juntos. Y como sólo supisteis aceptar, enamorados.

Oscar da Cunha
28 de diciembre de 2014





lunes, 22 de diciembre de 2014

UNA BRISA CON PRÓLOGO

Una vez más nos encontrábamos sentados sobre la piedra del tiempo. Es un cómodo saliente rocoso, plano, lo bastante ancho como para apoyar la espalda en la pared de la montaña sin perder los pies en el vacío. Alguna vez ya os he hablado de ella y nosotros la llamamos así mientras, todavía, el perezoso sol de otoño todavía consigue mantenernos juntos.

           —¿Te has fijado en la mariposa?
         —Es un papel de colores.
         —Los papeles no vuelan.
         —Sí, cuando se los lleva el viento.
         —Observa. Hoy no hay viento, ni siquiera un prólogo de brisa. Es una mariposa.
         —No sabía que la brisa tuviese prólogo. Eso sólo pasa en los libros.
        —Todo lo que existe tiene un prólogo. Nosotros antes de nacer, la semilla que termina germinando en un árbol, el huevo de la serpiente, y hasta el propio universo tuvo su prólogo con el Big-Bang.
         —¿O sea que no existe nada sin prologo?
          —No, nada.
          —¿Y Dios, cual fue el prólogo de Dios?
          —¿Por qué me preguntas eso?
          —Porque yo sigo viendo sólo un papel de colores. 
                 —Te deslumbra la belleza de sus alas por eso no ves el alma que vive en ella.
         —¿Las mariposas tienen alma?
         —¿Qué te importa, si no eres capaz de ver más allá de los colores en un trozo de papel?
         —Quizás tengas razón y sea una mariposa, no hay brisa.
         —Tu problema no es el viento, él nunca justificará tu incapacidad para distinguir las diferentes versiones de la realidad.
         —Sólo hay una realidad, lo demás es imaginación.
         —¿Y dónde estableces el límite?
         —En nuestros sentidos, en la percepción de las cosas.
         —¿Puedes percibir la soledad o el miedo en un desconocido con quien te cruzas en la calle?
         —No, no soy capaz, lo reconozco.
         —¿Sabes por qué? Porque no te fijas en las fisuras. Toda situación, por consistente que se nos presente, tiene alguna grieta a través de la que podemos acertar para ver esos pequeños rayos de luz, escasos fragmentos de claridad que se filtran complementando la auténtica realidad y que tú llamas imaginación. A veces, gracias a esas pequeñas rendijas, conseguimos encontrar la razón para continuar sobrellevando nuestras vidas.
         —Me parece mediocre vivir pendiente de esas pequeñas fisuras.
         —Te equivocas, lo verdaderamente mediocre consiste en conformarse con aceptar la artificiosa realidad con la que intentan convencernos. Nunca descubrirás la importancia de lo genuino en los grandes escaparates.
         —¿Y Dios, por qué fisura atraviesa su prólogo?
         —¿De qué color eran los ojos de la mariposa?
         —Sólo he podido ver sus alas. ¿Y tú?
         —Me conformo con verlas volar, no me atrevo a mirarlas a los ojos.
         —¡Mira, otra mariposa! Esa es blanca.
         —Lo siento, esta vez sí se trata de un trozo de papel.
         —No lo entiendo, no he sentido el prólogo de la brisa.
         —Porque ha entrado por una pequeña rendija, justo la que ha creado el epílogo del día, este es el preciso momento en el que tú desapareces y yo vuelvo a mi soledad.

         No es conveniente, pero hasta con nuestra propia sombra podemos jugar al escondite.
Hace tiempo que intento adivinar el color de los ojos de las mariposas.

Oscar da Cunha

22 de diciembre de 2014 

sábado, 13 de diciembre de 2014

UN VIEJO LIBRO

          Para los poco más de cuatro amigos que me leéis, una advertencia: si estáis buscando un poco de literatura, lo siento, aquí no la encontraréis. Pero si lo que queréis es saber algo más sobre mi mundo, adelante, este es un pequeño esbozo, quizá no sea suficiente para vosotros pero es todo lo que estoy dispuesto a ofrecer. De momento.

            Lo reconozco, soy un desastre y el desorden no es más que otro de mis defectos del que me gusta abusar. ¿Por qué no, si más o menos consigo localizar todo en mi laberinto particular? Y si además lo trasladamos al mundo de mis libros, no me parece lógica una distribución por autores, materias, editoriales…, incluso la típica estructura, en cada estantería, para que todo luzca en una militar formación de tamaños y colores me parece una majadería. Cada volumen vive en el lugar que por su naturaleza considero que le corresponde. “La Divina comedia” de Dante siempre estará acomodada sobre el viejo tocadiscos en el que el “Réquiem” de Mozart espera a que la aguja comience a rascar el surco del Dies Irae. Los de Murakami se me amontonan con los de Vázquez Montalbán, ya sé que es una extraña combinación pero ellos se encuentran a gusto sobre los altavoces y, hasta la fecha, ni a Pepe Carvalho ni a Hoshino les he visto discutir cuando Chet Baker acaricia My Funny Valentine. A Balzac y Eco procuro mantenerlos separados, el suelo de mi escritorio tiene las suficientes esquinas, y lo siento por don Umberto pero el Père-Lachaise me pilla más a mano en ese rincón que todavía conserva mi memoria que su “Cementerio de Praga”. Los de mi primo Stephen King van por libre, y son capaces de instalarse en cualquiera de las telarañas que cuidadosamente mantengo para que en ellas se queden atrapadas sus pesadillas. A Baroja lo atesoro embalsamando entre mis recuerdos, y con su conspirador Aviraneta me siento más identificado que con ese espadachín fracasado de Alatriste.
          Por supuesto que hay más y que nunca llegarán a ser demasiados. Intrigas, romances, fantasías y realidades, ensayos y farsas, clásicos y de vanguardia, épicos, poesía y sátira, policíacos, biografías…, y hasta alguno que no fui capaz de terminar y que por respeto al autor no mencionaré, jamás admitiré en público haber comprado una novela de Clive Cussler.
          Pero el otro día…, me encontraba buscando un párrafo de Saramago que no terminaba de recordar con mi habitual irresolución, hasta que me di cuenta de que estaba recorriendo los pasos de Combray, perdido por “El camino de Swann”. Nunca me ha gustado el té, ni siquiera el de tía Leoncia, y fue mordisqueando una de las magdalenas de Proust cuando me fijé en Él. Era un viejo volumen, engañosamente ignorado, sin título y con dos ingenuos cierres metálicos que no pretendían encubrir ningún secreto. Me senté en el suelo porque estaba más cerca del libro y le pregunté:
          —¿Tú quién eres?
          Me molestó que no me contestara y su primera reacción al soltar los pasadores fue el perfume que me envió. Un olor a invierno del sesenta y uno, a carbón de cocina económica y a espejo satisfecho reflejando un niño, todavía en pañales, con una pelota en blanco y negro. En la siguiente página estaba escrito el nervioso pedaleo de una máquina de coser, bajo una impertinente radio de madera que no parecía incomodarse por las lágrimas de una desconsolada Amelia al enterarse de que su amor por Fernando —uno más de los que se marchitaban en las novelas de aquellas tardes grises de modista—, era imposible porque él ya estaba casado.   
          Seguí pasando pétalos de papel con aroma a vuelo de gaviotas sobre una descarada sonrisa de espuma que se impacientaba por llenar de sal una toalla. Mientras, una joven morena con un cigarrillo en la mano de la misma marca que los que mi madre consumía, huía de la marea poniéndole una mueca a otro joven cuya pícara dentadura blanqueaba bajo una bronceada calva como la ausencia de pelo en la cabeza de mi padre. Y Dandi, nuestro callejero de pura raza, ladraba sin conseguir espantar a las olas, porque lo de Poseidón no es más que una patraña y el mar sólo obedece al canto del sol y al susurro de la luna.
          Otra página me acercó el sabor de la letra D, que en algunas escaleras se encuentra enfrentada con la A. ¡Qué ignorantes son algunas puertas! No se dan cuenta de que sus cerrojos no son valientes cuando dentro de ambas se sueñan las mismas ilusiones y se sufren parecidas realidades; y hay tres caminos para cruzarlas, la amistad, la alegría y el dolor. En ese capítulo me distraje tanto como para convencerme de que aún sigue abierto, y ni siquiera los que ya se fueron conseguirán que el aura de su recuerdo pase de hoja, porque la tinta con la que fue escrito tiene raíces más profundas que las de un roble.
          Volví a deslizar mis dedos para avanzar retrocediendo. La señora de la foto, con unos labios tan finos que podrían pintarse a plumilla, sus gafas cuya montura hacía dos guerras que había renegado de imitar al nácar, pelo blanco e idéntico acento francés que el de mi abuela paterna, pretendía convencerme de que l´eau se pronunciaba “lo” y que tenía la misma transparencia que el agua. Me pareció de lo más insensato, cuando tan sólo era necesario abrir el grifo y escuchar su murmullo; o atravesar el cristal de la ventana, en las tardes de invierno, y comprobar que resultaba un desprecio llamarles gotas de “lo” a aquellas lágrimas que, sobre mi mano, la tristeza de un cielo incomprendido había querido compartir.
          Cambié mi postura sentado sobre el mismo suelo que se empeñaba en girar como un adagio a mi alrededor, y el viejo libro aprovechó alguna vuelta que me negué a contar para destaparme unas líneas en las que, aun escritas con carcomidas palabras, conseguí recuperar el recuerdo de aquel olor que desde Chocolates Elgorrriaga perfumaba, cada mañana, un camino al colegio que se pisaba con botas de goma sobre charcos de cristal; y siempre sonriéndole a esa temeraria ansiedad que, apretando los dientes y con más piel de gallo que de gallina, me llevaba a sentarme en el mismo pupitre en el que aquella morenita se convirtió en mi primer amor y yo en alguno más de sus muchos ¡déjame en paz! Gracias a ella la tabla del dos se convirtió en mi preferida porque era la primera en pasar por catorce, pese a que con un amañado siete de corazones bajo mi manga se asomó el verano sin llegar a ver el suyo.
          Y me encontré, sin pretensiones de odiarla, con aquella página en la que tras un, “Feliz Navidad hijo mío”, se presentaba una fotografía con el color metálico de la torre Eiffel, y porque ninguna ausencia se debe guardar entre hojas sino en el alma y porque alguien más diablo que yo me convenció de que, en ocasiones, todos nos veremos obligados a alguna distancia en nuestra vida, por eso aún la conservo. Y ya que hablamos de postales, duelen peor verlas marchar que la herida que produce recibirlas, y además está demostrado que llueve más en el “no puedo olvidarte” que en el “no me ha olvidado”. Ese capítulo me confirmó que hasta las mejores amarras se pueden romper, y a partir de ahí, nuestra mano ya no se volverá a deslizar por ellas con esa suavidad que tuvo durante los tiempos en los que la familia navegaba en el mismo barco; se recompone con comprometidos nudos en los que la nostalgia del pasado, sin ningún tipo de tregua, se atasca en aquellos temporales en los que sufrimos intentado negociar con la soledad.
          Y seguí deslizándome entre anversos y reversos en los que estaban descritos caminos que llegaron de visita y otros en cuyos cruces me perdí, luminosos bulevares, y tramposos y oscuros atajos por los que decidí asomarme, y a los que les debo lo que soy y que me deben lo que nunca pude ser. Amigos que me esperan en el otro lado porque se hartaron de este, amores llenos de otoño y en cuya primavera yo no quise creer, y respuestas con preguntas que, en cada momento, no tuve la esperanza de saber encajar. Engranajes oxidados por haber perdido la provechosa costumbre de utilizarlos, orgullosas grullas que, en la temporada que les corresponde y tras volar sobre mi cabeza, decidieron quedarse en ese Sur del que nunca volverán y que con sus alegres trompeteos todavía se siguen riendo de mi envidia, huellas profundas marcadas en un suelo que no estoy dispuesto a barrer, porque de eso está compuesto el pasado y si comentemos el error de borrarlo nos comprometemos con un presente vacío y un futuro sin patria en la que apoyarse.
          Despacio, volví a dejar el viejo volumen en esa parcela de suelo que ya estaba decidida a pertenecerle y entonces me contestó:
          —Quedan muchas páginas en blanco. Hojas que tendrás que seguir rellenando hasta que te llegue el séptimo día.
          Sin duda, todos tengamos un libro con el que sumergirnos en muchos de los intermedios que se nos van quedando por el camino, con viejas canciones que se encarguen de ir acomodando la banda sonora que nos corresponda. Entretanto, nos encontraremos comprobando que los rostros que se reflejan en las ventanas siguen siendo los nuestros aunque mudemos de piel. Buscad el que os ha sido asignado en la tramposa geometría con la que está trazado el mundo hasta que consigáis adivinar vuestra verdadera silueta.
          Yo seguiré intentando descifrar la mía mientras voy grabando con mis pasos los papeles que me quedan por interpretar. Y si tenemos suerte y nos seguimos viendo por aquí…, ya os contaré.
         
Oscar da Cunha

13 de diciembre de 2014 

jueves, 4 de diciembre de 2014

MI INFIERNO ERES TÚ

Pudo ser una casualidad, pero yo nunca he creído en ellas. Quizá se trató del destino, pero como no sé quién lo escribe jamás podré darle las gracias. Hay caminos que en un determinado momento se cruzan y deciden compartir el mismo paisaje, eso ocurrió con nosotros. Nos cruzamos en una discusión en Twitter, no recuerdo sobre qué tema pero sé perfectamente que yo terminé ganando, porque me gané su amistad, y el primer paisaje que decidimos compartir fue una excursión por un otoño que nunca olvidaré. Paseamos entre los recuerdos que nos traían las hojas mientras suavemente caían coqueteando con aquellos tres tiempos en Fa Mayor del maestro Vivaldi. Ambos sabíamos que las estaciones no son eternas, por eso no nos sorprendió el invierno en el que reincidimos juntando nuestras sensaciones, entremezclando nuestras frases para componer una fantasía cuyos pasos han quedado marcados sobre la nieve de un itinerario que nuestra memoria conserva. Después, como un brote primaveral con olor a tinta, floreció la idea de sincronizar nuestras letras en un trayecto de largo recorrido.
Dos desconocidos, tan solo dos caras en nuestro perfil de la red, dos contrapuestas trayectorias personales y profesionales que, como el mar y la costa cuando se juntan, decidimos crear una marea que, desde los primeros correos que intercambiamos, intuimos capaz de arrastrarnos hasta esas aguas donde se confunden la fantasía y la realidad. Tímidamente, al principio, fuimos construyendo un universo con escenarios reales donde ir acomodando a unos personajes que en ocasiones se convirtieron en nosotros mismos, en los que nunca fuimos o en los que jamás nos atrevimos a ser.
Ambos contábamos con la experiencia de haber escrito nuestra primera novela en solitario, pero cualquier similitud con este proyecto se redujo a estar frente a un teclado y una pantalla. Sentamos las bases iniciales y, a partir de ahí, como en la propia realidad fuimos aprendiendo a sorprendernos. En poco tiempo fueron ellos, Marina y Tony —los verdaderos protagonistas de esta obra—, quienes venciendo la timidez inicial tomaron las riendas de sus azarosas vidas, cruzándose correos y mensajes en la Red, ante los que nosotros, a veces con una sonrisa de complicidad, otras con esa cara que se te pone cuando… ¡pero cómo me sale con estas!, íbamos descubriendo que cuatro manos, sin duda, son mejores que dos; que uno propone y el otro dispone; que dos autores, cuando la química literaria funciona, siempre terminan sumando; y que la realidad compartiendo un proyecto nunca falla superando a la ficción.
De la mano, hemos recorrido los escenarios más singulares de París, Madrid, Barcelona, la Costa Brava o el litoral vasco-francés. Hemos viajado hasta 1980, compartiendo recuerdos e intimidades que ambos guardábamos en ese cajón de la memoria cuya llave es la emoción de sabernos en las mismas calles sin saludarnos. Nuestros protagonistas han ido atravesando esa barrera que impone el tiempo, hasta reencontrarse con realidades tan diversas como la sociedad de 1995 o la actual. Un camino sembrado de amores y desencuentros, de ilusiones y frustraciones, de complejas intrigas que rodean el mundo del arte, de corrupción de la que la política nunca está exenta, y un complejo entramado financiero en el que la distancia entre la muerte y la supervivencia depende de burbujas tan volátiles como las de una copa de champán.

En “Mi Infierno eres tú” encontraréis a una estudiante madrileña cuya afición por el teatro la llevará a las calles del barrio más bohemio del París de 1980. A un joven barcelonés intentando encontrarse a sí mismo entre los pinceles de un taller de pintura de Montmartre. Allí comenzará una apasionada relación en torno a cuyo frágil alambre irán construyendo sus vidas por separado. Un andamiaje de mafias entrecruzadas en torno al tráfico de importantes obras de arte, corrupciones políticas y fraudes inmobiliarios que nos llevarán de la mano por un documentado espejo en el que están reflejados más de treinta años de nuestra historia. Ambos personajes madurarán ante nuestra mirada sin permitirles un momento de sosiego. La suerte, sus decisiones y las complejas circunstancias que parecen atraer, mantendrán en vilo el desenlace hasta la página final de la novela. Dos vidas que, con una poderosa seducción, conforman un universo del que, como nosotros mismos, lamentareis salir.
Marina Hidalgo y Tony Perelló, Milagros del Corral y yo, junto a un heterogéneo repertorio de secundarios, hemos convivido dentro de una aventura en la que os invitamos a descubrir dónde termina la imaginación y comienza la realidad. Una novela en la que las emociones han sustituido a la tinta y que, a pesar de la distancia que ha mediado entre ambas soledades en cada escritorio, no ha impedido que trabajemos codo con codo para ofreceros el relato de dos vidas que siempre debieron ser una.

“Tal vez todos estemos condenados a arder en un infierno… —La miré fijamente antes de marcharme—… y yo sea el tuyo.” 


© Oscar da Cunha