domingo, 28 de diciembre de 2014

VALSE SENTIMENTALE

            El parque está completamente vacío a estas horas de la noche; hemos escondido, hasta donde termina la decencia, la intensidad de la luz de las farolas, y esa romántica melodía que se asoma desde el violín es para vosotros. Hemos hecho una pausa para esperaros porque sabemos que nunca faltáis a la cita que, de nuevo, esta últimas noches habéis retomado; como aquella en que, por febrero, cuando, bajo las flores amarillas de la mimosa que más de mil promesas después un caprichoso rayo de agosto convirtió en un tronco estéril, descifrasteis el misterio del primer beso sencillo, tímido y frágil pero profundo, no por primero sino por sincero. Ese beso que convierte a los labios en traductores del alma, y al alma en viajera que ya no comprenderá dar el siguiente paso en soledad.
         Bailad, bailad y no temáis. Estas sombras no son más que vuestros propios fantasmas de ese pasado que lleváis compartido quienes os acompañan sentadas en los bancos. Abrázala, con la suavidad que tuvieron tus fornidos brazos en aquella noche desde la que ella decidió que sus ojos eran sólo para ti, cuando lucía ese vestido azul amanecer, el primero que terminó en su curso de modista, convencida de que era el color con el que soñabas verla. Y recuerda, porque todavía no has olvidado recordar, la tímida forma de su espalda y la deliciosa porcelana que envolvía sus rasgos en torno a esa verde sonrisa que su negra melena, alborotada por el frío céfiro de invierno, no era capaz de ocultar. Y a ti, ¿por qué te va a temblar la mano aunque ya no te pintes las uñas? ¿Por qué no vas a acariciar su cabeza aunque esos rizos intenten engañarte con, sus ahora, lacias canas? Acuérdate, porque nunca has aprendido a dejar de hacerlo, de esa timbrada voz con la que pronunció tu nombre continuado por el primer te amo. De ese cuello poderoso, protegido por las solapas de su chaqueta de franela, en el que apoyaste tu frente mientras inspirabas el olor de su colonia de granel, porque las de marca, entonces, no eran propias de las parejas que se cortejaban en un parque mientras el invierno mostraba esa cara de mal genio que acostumbra en febrero.
         ¿Que el camino no fue como lo soñasteis? Pero para eso están los sueños, que se suelen llevar mal con los caminos. ¿Que cuántas promesas se rompieron? Pero son como los jarrones y se quiebran sin intención. ¿Que los chicos crecieron y os volvieron a dejar solos? Ya os costó descubrir para qué se inventó el teléfono.
         Ahora no es el momento, no le reproches las madrugadas de cama con pies fríos, mientras él recorría las carreteras con tu beso de despedida en el bolsillo de la camisa porque estaba más cerca del corazón. De los celos te costó, de esos sí que te costó desprenderte, aceptabas en silencio el generoso ramo de flores en el que nunca faltaron los iris azules, tus preferidos, con el que siempre volvía. Y reconoce que comenzaste a disfrutar de su fragancia tras aquél viaje, cuando te pidió que le acompañaras para enseñarte el mar del que siempre te contó. Junto al malecón estaba su floristería, la habitual, la que envolvía en celofán transparente con letras rosas, y tras el mostrador, el florista, que por fin conocía a la afortunada de los ojos verdes.
         No lo has olvidado pero sabes que esta noche no corresponde. El carnicero cada día trampeaba con el peso para rebajar la cuenta, porque sí, porque siempre estuvo por ella. ¿Y cuántos no, si te llevaste a la más bonita del barrio? Pero en una pareja sólo vale saber contar hasta dos, y ella siempre te demostró que con ese número se comprometió para toda la vida que está más lejos que toda una vida.
         Esta noche, pese a los primeros copos de nieve, bailad, bailad ese viejo vals que para vosotros entona el violín porque muy pronto ambos sabéis que a alguno le empezarán a fallar las piernas. Y por eso habéis retomado los paseos por el antiguo parque que, aunque no ha cambiado, lo veis diferente porque ahora las ilusiones han cedido el paso a los recuerdos, la vieja trampa del futuro que se convierte en pasado para concedernos sólo el valor del ahora. Y los dos tenéis aprendido que la arruga es bella, no porque lo dijera Balenciaga, sino porque con sonrisas y lágrimas decidisteis construir una vida; y esa por donde ahora se desliza tu gota de felicidad, preciosa dama, tú no quieres verla, elegante caballero. Con cada giro que marca el violín alrededor de vuestro seco tronco de mimosa en flor, el vals le devuelve a él sus castaños rizos y a ti el vuelo de esa cara de ángel. A ti el valor para elevarla hasta ese paraíso con olor a leña de hogar y a ella el color de las cortinas de vuestra intimidad.
¿Por qué mirar más allá? ¿Para qué evocar más atrás? En la vida sólo cuenta el momento cuando se ha sido capaz de vivir cada momento durante toda una vida. Y ahora cambiad ese viejo anillo de plata que ya caducó, porque ya son cincuenta años y los dos lleváis escondido el de oro. Este es el momento, esta es vuestra noche y yo, que no soy más que el envidioso narrador, os dejo solos. Bailad, seguid bailando mientras el arco acaricie las cuerdas, hasta que el último aliento se os escape como siempre soñasteis, juntos. Y como sólo supisteis aceptar, enamorados.

Oscar da Cunha
28 de diciembre de 2014





lunes, 22 de diciembre de 2014

UNA BRISA CON PRÓLOGO

Una vez más nos encontrábamos sentados sobre la piedra del tiempo. Es un cómodo saliente rocoso, plano, lo bastante ancho como para apoyar la espalda en la pared de la montaña sin perder los pies en el vacío. Alguna vez ya os he hablado de ella y nosotros la llamamos así mientras, todavía, el perezoso sol de otoño todavía consigue mantenernos juntos.

           —¿Te has fijado en la mariposa?
         —Es un papel de colores.
         —Los papeles no vuelan.
         —Sí, cuando se los lleva el viento.
         —Observa. Hoy no hay viento, ni siquiera un prólogo de brisa. Es una mariposa.
         —No sabía que la brisa tuviese prólogo. Eso sólo pasa en los libros.
        —Todo lo que existe tiene un prólogo. Nosotros antes de nacer, la semilla que termina germinando en un árbol, el huevo de la serpiente, y hasta el propio universo tuvo su prólogo con el Big-Bang.
         —¿O sea que no existe nada sin prologo?
          —No, nada.
          —¿Y Dios, cual fue el prólogo de Dios?
          —¿Por qué me preguntas eso?
          —Porque yo sigo viendo sólo un papel de colores. 
                 —Te deslumbra la belleza de sus alas por eso no ves el alma que vive en ella.
         —¿Las mariposas tienen alma?
         —¿Qué te importa, si no eres capaz de ver más allá de los colores en un trozo de papel?
         —Quizás tengas razón y sea una mariposa, no hay brisa.
         —Tu problema no es el viento, él nunca justificará tu incapacidad para distinguir las diferentes versiones de la realidad.
         —Sólo hay una realidad, lo demás es imaginación.
         —¿Y dónde estableces el límite?
         —En nuestros sentidos, en la percepción de las cosas.
         —¿Puedes percibir la soledad o el miedo en un desconocido con quien te cruzas en la calle?
         —No, no soy capaz, lo reconozco.
         —¿Sabes por qué? Porque no te fijas en las fisuras. Toda situación, por consistente que se nos presente, tiene alguna grieta a través de la que podemos acertar para ver esos pequeños rayos de luz, escasos fragmentos de claridad que se filtran complementando la auténtica realidad y que tú llamas imaginación. A veces, gracias a esas pequeñas rendijas, conseguimos encontrar la razón para continuar sobrellevando nuestras vidas.
         —Me parece mediocre vivir pendiente de esas pequeñas fisuras.
         —Te equivocas, lo verdaderamente mediocre consiste en conformarse con aceptar la artificiosa realidad con la que intentan convencernos. Nunca descubrirás la importancia de lo genuino en los grandes escaparates.
         —¿Y Dios, por qué fisura atraviesa su prólogo?
         —¿De qué color eran los ojos de la mariposa?
         —Sólo he podido ver sus alas. ¿Y tú?
         —Me conformo con verlas volar, no me atrevo a mirarlas a los ojos.
         —¡Mira, otra mariposa! Esa es blanca.
         —Lo siento, esta vez sí se trata de un trozo de papel.
         —No lo entiendo, no he sentido el prólogo de la brisa.
         —Porque ha entrado por una pequeña rendija, justo la que ha creado el epílogo del día, este es el preciso momento en el que tú desapareces y yo vuelvo a mi soledad.

         No es conveniente, pero hasta con nuestra propia sombra podemos jugar al escondite.
Hace tiempo que intento adivinar el color de los ojos de las mariposas.

Oscar da Cunha

22 de diciembre de 2014 

sábado, 13 de diciembre de 2014

UN VIEJO LIBRO

          Para los poco más de cuatro amigos que me leéis, una advertencia: si estáis buscando un poco de literatura, lo siento, aquí no la encontraréis. Pero si lo que queréis es saber algo más sobre mi mundo, adelante, este es un pequeño esbozo, quizá no sea suficiente para vosotros pero es todo lo que estoy dispuesto a ofrecer. De momento.

            Lo reconozco, soy un desastre y el desorden no es más que otro de mis defectos del que me gusta abusar. ¿Por qué no, si más o menos consigo localizar todo en mi laberinto particular? Y si además lo trasladamos al mundo de mis libros, no me parece lógica una distribución por autores, materias, editoriales…, incluso la típica estructura, en cada estantería, para que todo luzca en una militar formación de tamaños y colores me parece una majadería. Cada volumen vive en el lugar que por su naturaleza considero que le corresponde. “La Divina comedia” de Dante siempre estará acomodada sobre el viejo tocadiscos en el que el “Réquiem” de Mozart espera a que la aguja comience a rascar el surco del Dies Irae. Los de Murakami se me amontonan con los de Vázquez Montalbán, ya sé que es una extraña combinación pero ellos se encuentran a gusto sobre los altavoces y, hasta la fecha, ni a Pepe Carvalho ni a Hoshino les he visto discutir cuando Chet Baker acaricia My Funny Valentine. A Balzac y Eco procuro mantenerlos separados, el suelo de mi escritorio tiene las suficientes esquinas, y lo siento por don Umberto pero el Père-Lachaise me pilla más a mano en ese rincón que todavía conserva mi memoria que su “Cementerio de Praga”. Los de mi primo Stephen King van por libre, y son capaces de instalarse en cualquiera de las telarañas que cuidadosamente mantengo para que en ellas se queden atrapadas sus pesadillas. A Baroja lo atesoro embalsamando entre mis recuerdos, y con su conspirador Aviraneta me siento más identificado que con ese espadachín fracasado de Alatriste.
          Por supuesto que hay más y que nunca llegarán a ser demasiados. Intrigas, romances, fantasías y realidades, ensayos y farsas, clásicos y de vanguardia, épicos, poesía y sátira, policíacos, biografías…, y hasta alguno que no fui capaz de terminar y que por respeto al autor no mencionaré, jamás admitiré en público haber comprado una novela de Clive Cussler.
          Pero el otro día…, me encontraba buscando un párrafo de Saramago que no terminaba de recordar con mi habitual irresolución, hasta que me di cuenta de que estaba recorriendo los pasos de Combray, perdido por “El camino de Swann”. Nunca me ha gustado el té, ni siquiera el de tía Leoncia, y fue mordisqueando una de las magdalenas de Proust cuando me fijé en Él. Era un viejo volumen, engañosamente ignorado, sin título y con dos ingenuos cierres metálicos que no pretendían encubrir ningún secreto. Me senté en el suelo porque estaba más cerca del libro y le pregunté:
          —¿Tú quién eres?
          Me molestó que no me contestara y su primera reacción al soltar los pasadores fue el perfume que me envió. Un olor a invierno del sesenta y uno, a carbón de cocina económica y a espejo satisfecho reflejando un niño, todavía en pañales, con una pelota en blanco y negro. En la siguiente página estaba escrito el nervioso pedaleo de una máquina de coser, bajo una impertinente radio de madera que no parecía incomodarse por las lágrimas de una desconsolada Amelia al enterarse de que su amor por Fernando —uno más de los que se marchitaban en las novelas de aquellas tardes grises de modista—, era imposible porque él ya estaba casado.   
          Seguí pasando pétalos de papel con aroma a vuelo de gaviotas sobre una descarada sonrisa de espuma que se impacientaba por llenar de sal una toalla. Mientras, una joven morena con un cigarrillo en la mano de la misma marca que los que mi madre consumía, huía de la marea poniéndole una mueca a otro joven cuya pícara dentadura blanqueaba bajo una bronceada calva como la ausencia de pelo en la cabeza de mi padre. Y Dandi, nuestro callejero de pura raza, ladraba sin conseguir espantar a las olas, porque lo de Poseidón no es más que una patraña y el mar sólo obedece al canto del sol y al susurro de la luna.
          Otra página me acercó el sabor de la letra D, que en algunas escaleras se encuentra enfrentada con la A. ¡Qué ignorantes son algunas puertas! No se dan cuenta de que sus cerrojos no son valientes cuando dentro de ambas se sueñan las mismas ilusiones y se sufren parecidas realidades; y hay tres caminos para cruzarlas, la amistad, la alegría y el dolor. En ese capítulo me distraje tanto como para convencerme de que aún sigue abierto, y ni siquiera los que ya se fueron conseguirán que el aura de su recuerdo pase de hoja, porque la tinta con la que fue escrito tiene raíces más profundas que las de un roble.
          Volví a deslizar mis dedos para avanzar retrocediendo. La señora de la foto, con unos labios tan finos que podrían pintarse a plumilla, sus gafas cuya montura hacía dos guerras que había renegado de imitar al nácar, pelo blanco e idéntico acento francés que el de mi abuela paterna, pretendía convencerme de que l´eau se pronunciaba “lo” y que tenía la misma transparencia que el agua. Me pareció de lo más insensato, cuando tan sólo era necesario abrir el grifo y escuchar su murmullo; o atravesar el cristal de la ventana, en las tardes de invierno, y comprobar que resultaba un desprecio llamarles gotas de “lo” a aquellas lágrimas que, sobre mi mano, la tristeza de un cielo incomprendido había querido compartir.
          Cambié mi postura sentado sobre el mismo suelo que se empeñaba en girar como un adagio a mi alrededor, y el viejo libro aprovechó alguna vuelta que me negué a contar para destaparme unas líneas en las que, aun escritas con carcomidas palabras, conseguí recuperar el recuerdo de aquel olor que desde Chocolates Elgorrriaga perfumaba, cada mañana, un camino al colegio que se pisaba con botas de goma sobre charcos de cristal; y siempre sonriéndole a esa temeraria ansiedad que, apretando los dientes y con más piel de gallo que de gallina, me llevaba a sentarme en el mismo pupitre en el que aquella morenita se convirtió en mi primer amor y yo en alguno más de sus muchos ¡déjame en paz! Gracias a ella la tabla del dos se convirtió en mi preferida porque era la primera en pasar por catorce, pese a que con un amañado siete de corazones bajo mi manga se asomó el verano sin llegar a ver el suyo.
          Y me encontré, sin pretensiones de odiarla, con aquella página en la que tras un, “Feliz Navidad hijo mío”, se presentaba una fotografía con el color metálico de la torre Eiffel, y porque ninguna ausencia se debe guardar entre hojas sino en el alma y porque alguien más diablo que yo me convenció de que, en ocasiones, todos nos veremos obligados a alguna distancia en nuestra vida, por eso aún la conservo. Y ya que hablamos de postales, duelen peor verlas marchar que la herida que produce recibirlas, y además está demostrado que llueve más en el “no puedo olvidarte” que en el “no me ha olvidado”. Ese capítulo me confirmó que hasta las mejores amarras se pueden romper, y a partir de ahí, nuestra mano ya no se volverá a deslizar por ellas con esa suavidad que tuvo durante los tiempos en los que la familia navegaba en el mismo barco; se recompone con comprometidos nudos en los que la nostalgia del pasado, sin ningún tipo de tregua, se atasca en aquellos temporales en los que sufrimos intentado negociar con la soledad.
          Y seguí deslizándome entre anversos y reversos en los que estaban descritos caminos que llegaron de visita y otros en cuyos cruces me perdí, luminosos bulevares, y tramposos y oscuros atajos por los que decidí asomarme, y a los que les debo lo que soy y que me deben lo que nunca pude ser. Amigos que me esperan en el otro lado porque se hartaron de este, amores llenos de otoño y en cuya primavera yo no quise creer, y respuestas con preguntas que, en cada momento, no tuve la esperanza de saber encajar. Engranajes oxidados por haber perdido la provechosa costumbre de utilizarlos, orgullosas grullas que, en la temporada que les corresponde y tras volar sobre mi cabeza, decidieron quedarse en ese Sur del que nunca volverán y que con sus alegres trompeteos todavía se siguen riendo de mi envidia, huellas profundas marcadas en un suelo que no estoy dispuesto a barrer, porque de eso está compuesto el pasado y si comentemos el error de borrarlo nos comprometemos con un presente vacío y un futuro sin patria en la que apoyarse.
          Despacio, volví a dejar el viejo volumen en esa parcela de suelo que ya estaba decidida a pertenecerle y entonces me contestó:
          —Quedan muchas páginas en blanco. Hojas que tendrás que seguir rellenando hasta que te llegue el séptimo día.
          Sin duda, todos tengamos un libro con el que sumergirnos en muchos de los intermedios que se nos van quedando por el camino, con viejas canciones que se encarguen de ir acomodando la banda sonora que nos corresponda. Entretanto, nos encontraremos comprobando que los rostros que se reflejan en las ventanas siguen siendo los nuestros aunque mudemos de piel. Buscad el que os ha sido asignado en la tramposa geometría con la que está trazado el mundo hasta que consigáis adivinar vuestra verdadera silueta.
          Yo seguiré intentando descifrar la mía mientras voy grabando con mis pasos los papeles que me quedan por interpretar. Y si tenemos suerte y nos seguimos viendo por aquí…, ya os contaré.
         
Oscar da Cunha

13 de diciembre de 2014 

jueves, 4 de diciembre de 2014

MI INFIERNO ERES TÚ

Pudo ser una casualidad, pero yo nunca he creído en ellas. Quizá se trató del destino, pero como no sé quién lo escribe jamás podré darle las gracias. Hay caminos que en un determinado momento se cruzan y deciden compartir el mismo paisaje, eso ocurrió con nosotros. Nos cruzamos en una discusión en Twitter, no recuerdo sobre qué tema pero sé perfectamente que yo terminé ganando, porque me gané su amistad, y el primer paisaje que decidimos compartir fue una excursión por un otoño que nunca olvidaré. Paseamos entre los recuerdos que nos traían las hojas mientras suavemente caían coqueteando con aquellos tres tiempos en Fa Mayor del maestro Vivaldi. Ambos sabíamos que las estaciones no son eternas, por eso no nos sorprendió el invierno en el que reincidimos juntando nuestras sensaciones, entremezclando nuestras frases para componer una fantasía cuyos pasos han quedado marcados sobre la nieve de un itinerario que nuestra memoria conserva. Después, como un brote primaveral con olor a tinta, floreció la idea de sincronizar nuestras letras en un trayecto de largo recorrido.
Dos desconocidos, tan solo dos caras en nuestro perfil de la red, dos contrapuestas trayectorias personales y profesionales que, como el mar y la costa cuando se juntan, decidimos crear una marea que, desde los primeros correos que intercambiamos, intuimos capaz de arrastrarnos hasta esas aguas donde se confunden la fantasía y la realidad. Tímidamente, al principio, fuimos construyendo un universo con escenarios reales donde ir acomodando a unos personajes que en ocasiones se convirtieron en nosotros mismos, en los que nunca fuimos o en los que jamás nos atrevimos a ser.
Ambos contábamos con la experiencia de haber escrito nuestra primera novela en solitario, pero cualquier similitud con este proyecto se redujo a estar frente a un teclado y una pantalla. Sentamos las bases iniciales y, a partir de ahí, como en la propia realidad fuimos aprendiendo a sorprendernos. En poco tiempo fueron ellos, Marina y Tony —los verdaderos protagonistas de esta obra—, quienes venciendo la timidez inicial tomaron las riendas de sus azarosas vidas, cruzándose correos y mensajes en la Red, ante los que nosotros, a veces con una sonrisa de complicidad, otras con esa cara que se te pone cuando… ¡pero cómo me sale con estas!, íbamos descubriendo que cuatro manos, sin duda, son mejores que dos; que uno propone y el otro dispone; que dos autores, cuando la química literaria funciona, siempre terminan sumando; y que la realidad compartiendo un proyecto nunca falla superando a la ficción.
De la mano, hemos recorrido los escenarios más singulares de París, Madrid, Barcelona, la Costa Brava o el litoral vasco-francés. Hemos viajado hasta 1980, compartiendo recuerdos e intimidades que ambos guardábamos en ese cajón de la memoria cuya llave es la emoción de sabernos en las mismas calles sin saludarnos. Nuestros protagonistas han ido atravesando esa barrera que impone el tiempo, hasta reencontrarse con realidades tan diversas como la sociedad de 1995 o la actual. Un camino sembrado de amores y desencuentros, de ilusiones y frustraciones, de complejas intrigas que rodean el mundo del arte, de corrupción de la que la política nunca está exenta, y un complejo entramado financiero en el que la distancia entre la muerte y la supervivencia depende de burbujas tan volátiles como las de una copa de champán.

En “Mi Infierno eres tú” encontraréis a una estudiante madrileña cuya afición por el teatro la llevará a las calles del barrio más bohemio del París de 1980. A un joven barcelonés intentando encontrarse a sí mismo entre los pinceles de un taller de pintura de Montmartre. Allí comenzará una apasionada relación en torno a cuyo frágil alambre irán construyendo sus vidas por separado. Un andamiaje de mafias entrecruzadas en torno al tráfico de importantes obras de arte, corrupciones políticas y fraudes inmobiliarios que nos llevarán de la mano por un documentado espejo en el que están reflejados más de treinta años de nuestra historia. Ambos personajes madurarán ante nuestra mirada sin permitirles un momento de sosiego. La suerte, sus decisiones y las complejas circunstancias que parecen atraer, mantendrán en vilo el desenlace hasta la página final de la novela. Dos vidas que, con una poderosa seducción, conforman un universo del que, como nosotros mismos, lamentareis salir.
Marina Hidalgo y Tony Perelló, Milagros del Corral y yo, junto a un heterogéneo repertorio de secundarios, hemos convivido dentro de una aventura en la que os invitamos a descubrir dónde termina la imaginación y comienza la realidad. Una novela en la que las emociones han sustituido a la tinta y que, a pesar de la distancia que ha mediado entre ambas soledades en cada escritorio, no ha impedido que trabajemos codo con codo para ofreceros el relato de dos vidas que siempre debieron ser una.

“Tal vez todos estemos condenados a arder en un infierno… —La miré fijamente antes de marcharme—… y yo sea el tuyo.” 


© Oscar da Cunha



domingo, 16 de noviembre de 2014

EN UNA MAÑANA DE OTOÑO

Entre mis numerosas virtudes figura, también, la de ser muy despistado y disfrutar de una memoria más reducida que la de un geranio. Trabajo a fondo mis olvidos y a estas alturas de la promoción procuro rodearme de quienes sean capaces de disculparme. Pero las ciudades no perdonan, son crueles amalgamas de calles que cambian de nombre, de sentido y hasta de barrio. Medio año sin frecuentar cualquiera de ellas y ya soy incapaz de esconder el pato que llevo dentro.
Sucedió el otro día en… no recuerdo cómo se llamaba pero poco importa. Pasé un buen rato intentando reconstruir el callejero en mi cabeza hasta que el dibujo que formaba uno de los chicles pegado en una baldosa me confirmó que estaba caminando en torno al mismo círculo. Ya sé que los teléfonos actuales están provistos de un programa específico capaz de sentarte en el más recóndito McPorky´s de la Antártida, pero tengo miedo de abusar de ellos y terminar necesitándolo dentro de casa. Yo soy más de preguntar, y la pareja de veteranos que caminaba hacia mí era de los de merecer una foto a su lado. El caballero, perfectamente trajeado y un fedora negro que no le impedía lucir un arreglado bigote. La dama, con un moño rubio en el que cabían todos los recuerdos de una vida, traje Chanel y barbilla señalando el horizonte.
—Perdonen. —Les abordé—. Me podrían indicar cómo llegar a la plaza Gamboa.
—Por supuesto —El caballero me respondió con una solícita sonrisa mientras la dama intentaba recordar qué peluquero recomendarme—. No necesita más que tomar esa segunda calle que está a la izquierda y seguirla hasta el final. Pero yo le aconsejo que, aunque dé más vuelta, vaya por detrás, suba por esta primera y luego giré dos veces a la derecha.
—¿Y por qué voy a utilizar un recorrido más largo? —le contesté sorprendido—. Me parece más cómoda la primera alternativa que me ha sugerido.
—Usted verá, pero en esa calle está lloviendo.
Disfrutábamos de una de esas mañanas que de vez en cuando nos regala el otoño. El cielo inmaculadamente azul, una suave brisa cálida y las hojas de los árboles bailándole Sangre Vienesa al barrendero municipal.
—¿Me toma el pelo? Hace un día espléndido.
—Yo nunca bromeo —saltó con porte orgulloso—. Usted ha preguntado y yo le he dado dos opciones. ¡Escoja!
Y escogí el camino más corto que no siempre coincide con el que te lleva antes a tu destino. Doblé la esquina de la segunda calle a la izquierda y sonreí, la misma brisa, una acera de sol y la de enfrente a la sombra. 
Las mujeres son capaces de pintarse la uñas, mantener una conversación con el subsecretario de defensa y decidir que su hijo pequeño necesita clases particulares de inglés, y al mismo tiempo. Pero yo no me pinto las uñas ni tengo hijos, quizá por eso no me percaté del trueno mientras contemplaba la preciosa carrocería del Citroën 15 ligero del 53 que estaba aparcado en la acera de sol. Tal vez por entretenerme en el escaparate de La Violeta “Casa especializada en la elaboración de barquillos”, no me fijé en que la gente comenzaba a abrir sus paraguas. Y seguro que el sonido del chiflo del afilador tuvo la culpa de que no advirtiera que estaba empezando empaparme bajo la lluvia.
Coincidimos, buscando cobijo, bajo la marquesina de entrada al Excelsior “CINE DE ESTRENO: Los 400 Golpes de François Truffaut”. Ella, una atractiva rubia con media melena y mirada capaz de derretir el témpano de hielo que hundió el Titanic. Él, con esa juvenil decisión dispuesta a llenar las dos tallas que le sobraban de su traje.
—¿No nos recuerda? —La muchacha exhibió una voz tan difícil de olvidar como la Serenata D 957 de Schubert.
—Perdonad, pero no…
—Diego ya se lo advirtió, en esta calle está lloviendo.
—Y no me creyó —remató él mientras la cogía por la cintura—, como para hablarle de… todo lo demás. ¿Verdad Elena?
Miré sorprendido a mi alrededor. Pese al chaparrón, los coches, los comercios, el aspecto de la gente, hasta el caso blanco del urbano conversando en la puerta de la sastrería “Especialidad en uniformes civiles y militares”.
—¿Cómo puede ser? Esto parece…
—Mil novecientos sesenta, en esta calle siempre lo es. Fue un otoño muy lluvioso, nosotros nunca lo olvidaremos.
Elena extendió su mano derecha mostrándome un moderado anillo de oro con una pequeña perla blanca.
—Ayer me pidió matrimonio —Le dedicó una sonrisa a Diego que hubiera estremecido hasta a El David de Miguel Angel—, y el año que viene nos casaremos, el último sábado de mayo.
         —¿Cómo ha sucedido? —pregunté—. ¿He entrado en sus recuerdos o…
         —No se haga preguntas cuyas respuestas no merecen la pena —me interrumpió Diego encogiéndose de hombros—. Siga caminando hasta su plaza Gamboa y allí, bajo el sol del nuevo otoño, deténgase a escuchar la brisa y reflexione sobre lo que de verdad importa.
         —¡Suerte! —les salté al despedirme.
         —¿Para qué? —me contestó Elena—. Lo principal ya está con nosotros, el resto… sólo serán los devenires de la vida.
Antes de terminar de recorrer aquella calle, y con la visión de las palmeras que anunciaban la plaza Gamboa, el cielo comenzó a aclararse. Me senté en un banco bajo el sol. Fue el ruido del tráfico, o quizás el silencio con el que una gastada hoja decidió abandonar su árbol para acompañarme lo que me impidió darme cuenta de que mi ropa estaba completamente seca, y aquel cálido céfiro de entretiempo me susurró: “cincuenta y cuatro años”
Hay ciudades con calles misteriosas y pueblos fantasmas, viajes a través de la memoria y agujeros en el tiempo, fenómenos extraños y paradojas de la razón que tal vez la ciencia nunca consiga explicar. ¿Pero qué importancia tiene todo eso comparado con dos almas que consiguen compartir una vida?
No conozco nada más extraordinario.

Oscar da Cunha

16 de noviembre de 2014

* Fotografia: Robert Doisneau
* Música: Los 400 Golpes (Jean Constantin)

domingo, 2 de noviembre de 2014

DE AMORES Y OLVIDOS

Dicen que el primer amor nunca se olvida. ¿Acaso se olvidó alguno de los que le siguieron? Vamos acaparando enamoramientos en nuestra memoria. Enamora una voz, una sonrisa, una mirada…, incluso, a veces, el brillo perlado de una lágrima. Enamoran unos dedos acariciando una copa de champán, esa melena alborotada por el viento de otoño y el susurro de unos pies descalzos por la arena. Enamoran la postura y el movimiento, la palabra y el silencio, cuando conseguimos, pese al cúmulo de los calendarios, mantener nuestros ojos niños.
Vivir es confirmar, cada día, nuestra decisión para dejarnos seducir, por las entreluces del amanecer, o el reflejo de la luna en un charco después de la tormenta. Callejear, mientras el último baile, el de ayer, sigue girando al ritmo de esa orquesta que nunca termina la melodía. Detenerse para conversar por primera vez con ese desconocido que se nos cruza a diario en la misma esquina, y no retirarle el saludo al magnolio del parque porque cuando la primavera empiece a tontear con el verano volverá a florecer.
Enamorarse de esa sonrisa del amigo que, después de años de navegación, al fin vuelve a aparecer, satisfecha, por haber logrado echar el ancla en el puerto que tantas noches le robó el sueño para soñar despierta. Enamorarse de ellos que, como tú, salen del cine con los ojos aún vidriosos porque la última escena les ha arrancado, también, una astilla del alma. Del segundo café de la mañana, porque tiene el mismo aroma que el de hace unas horas cuando estaba ella, y porque en el bar suena la canción con la que acariciaste su espalda por primera vez.
No, ningún amor se olvida, gracias a ellos vivimos, que está varias estaciones más lejos que sobrevivimos. Cada uno es el alimento que nos va convirtiendo en lo que realmente somos, porque ser y estar son tan diferentes como el aliento y la razón, y al amor nunca le han interesado las razones. Quizá sea por eso que nunca terminamos el curso y nadie posee un diploma que certifique que aprendió a amar. No se pueden olvidar las cosas que aún no se han aprendido.
Pero nada es eterno, porque la eternidad no tiene sentido al igual que la perfección, y en nuestra deformidad vamos aprendiendo a valorar sólo aquello que podemos perder. Por eso mueren amores, o se pierden por las entrecalles que a menudo cruzamos sin hacer esa parada, esa reflexión que condiciona el hacia dónde vamos porque venimos de alguien. Y la memoria, ese notario encargado de garantizar la legitimidad de todo cuanto vamos dejando en cada minuto anterior, retiene, a veces en los cajones más íntimos, pero nos entrega una llave que no viene incluida con la voluntad de usarla.
El olvido es nuestra propia condena, nuestra renuncia a confesar que somos humanos y que por ello nos equivocamos. Pretendemos olvidar errores, pero los amores que los acompañaron…, esos, todos se ganaron una lágrima en nuestro recuerdo, aunque no alborotasen más allá de una efímera brisa.

Oscar da Cunha

2 de noviembre de 2014 

domingo, 26 de octubre de 2014

EL LEÓN, LA CEBRA, Y LA LIEBRE

¿Conocéis el cuento del león, la cebra y la liebre?
Seguro que os lo contaron cuando todavía se usaba ropa de domingo, cuando nos obligaban asistir a la misa de la parroquia del barrio, cuando… —bueno ahora qué más da—, yo me escondía en el bar de los futbolines y sólo comulgaba la hostia que me pegaba mi padre, no por irreverente sino por mentiroso.

Permitidme que hoy os la recuerde, de algo me tiene que servir la memoria.

Según esa antigua leyenda, existió alguna vez una tribu de hombres gigantes que decidió acabar con todos los leones por ser estos los únicos que rivalizaban con ellos en fiereza y supremacía sobre las demás especies. Los acosaron y fueron implacables, matándolos hasta que no quedó más que uno. Tal vez no se tratase del más veloz ni del más inteligente, quizá sólo fuera el que supo adaptarse a la circunstancia y acertó con el camino que iba a retrasar su sentencia. Al verlo, la cebra y la liebre acostumbradas a huir de él, le preguntaron:
—¿Por qué corres?
—Acabo de conocer el miedo —contestó—, y en este momento sé cómo os habéis sentido cuando era siempre yo quien os perseguía.
—No te guardamos rencor, era tu naturaleza y contra ésta no se puede porfiar. Ahora que también eres un perseguido te podemos ayudar si aceptas nuestra amistad.
Juntos consiguieron huir hasta refugiarse en una cueva cuya boca de entrada los gigantes no eran capaces de franquear.
Desde fuera, los gigantes reclamaron sólo la vida del león, prometiendo a cambio la libertad de la cebra y la liebre.
El león se dispuso a abandonar la cueva.
—Todo ha sido por mi culpa, si yo salgo se olvidarán de vosotros y volveréis a correr por la selva.
La cebra y la liebre se interpusieron en su camino.
—Y de qué nos servirá volver a ser libres si viviremos siempre con la conciencia de haber traicionado una amistad.

La era de los hombres gigantes terminó. Y cuentan que hay una cueva perdida donde permanece el testimonio de tres esqueletos abrazados que nos recuerdan que hay sentimientos capaces de superar cualquier diferencia.

Los leones siguen cazando, las cebras huyendo de ellos y las liebres corren para salvar su vida de los depredadores, pero de lo que sí estoy seguro es de que a los hombres nunca se nos concederá la condición de volver a ser gigantes.

Oscar da Cunha

26 de octubre de 2014

lunes, 20 de octubre de 2014

PORQUE TAN SÓLO SOY UN HOMBRE

A veces me siento como un pájaro, como un simple gorrión pero libre. Puedo volar sobre las copas de los árboles, cantarle al amanecer y hablarle de tú al cielo. Aunque le temo al gato, a ese gato con el que, en ocasiones, también me identifico, cuya paciencia, astucia y agilidad son suficientes para cazar al gorrión. Ese gato mentiroso que maúlla desde fuera de la ventana los días de lluvia para huir del agua que finge que le incomoda. Pero es mentira, porque el agua también es mi elemento y hay tiempos en los que me gustaría perpetuarme en delfín, teniendo siempre ese gran azul por horizonte, bailando las olas y reír, reír como sólo saben hacerlo los delfines cuando se cuentan chistes sobre tiburones.
Pero las más de las veces, la verdaderas, me asusto, cuando siento la violencia del miedo por asumir la conciencia de lo único que soy, un hombre. Tan sólo uno más de los que como todos algún día se marchará, quizá sin tiempo para despedirse, como he visto marcharse a muchos amigos; o tal vez, como a otros, con demasiado tiempo para hacerlo, olvidando lo que fueron y no reconociéndose ya en lo que se habían convertido.
Acaso en ello radique la particularidad de nuestra condición humana. Incontables, como los Bach, Machado, Chaplin, Goya, Pitágoras, Eisntein o Groucho Marx fueron excelentes por conocedores de que algún día dejarían de estar y por ello nunca quisieron dejar de ser. Admiro a tantos pero no envidio a ninguno porque con todos comparto el mismo desconsuelo que a ellos les hizo crear y a mí temer.
Maldigo a la naturaleza por concedernos esa moralidad que me impide pactar con el Basil de Wilde la factura de ese retrato que envejeciera por mí liberándome de las consecuencias de mis actos. Maldigo el entendimiento del que están dispensados los animales que me confirma cada noche, al observar las estrellas, que terminaré disperso como el polvo invisible que se aleja de una realidad de la que no somos propietarios sino meros inquilinos pasajeros.
Convivo con un cuerpo en el que la parte más importante de cuanto somos, el pensamiento, me hace sentirme prisionero del tiempo llenándome de dudas. ¿Adónde se irán nuestros sentimientos? ¿Qué objetivo tiene amar, reír o llorar, sufrir o gozar si nada perdura? Esa fecha de caducidad con la que se nos marca cuando nos asomamos a esto que llamamos vida, esa implacabilidad de la existencia se ocupa de alterar, de ir trastocando con cada paso nuestras certezas. Lo que ayer fue determinante hoy es eventual y mañana… mañana tal vez no sea más que un recuerdo perdido en una memoria que va encerrando en cajones bajo llave las pasiones que nos hicieron ser. No maduramos, nos vamos sometiendo, y terminamos aceptando como evidencia las renuncias que nos imponen lo que tan sólo fueron circunstancias. Creemos aprender del pasado corrigiendo los errores que torcieron nuestro camino, cuando tal vez encontraríamos la felicidad volviendo a esos errores porque en ellos fuimos nosotros mismos y no lo que se esperaba de  nosotros. ¿Qué importa andar por la ruta equivocada si en ella conseguimos mantener la mirada serena? ¿Qué más da caminar hacia ninguna parte? Igual esa ninguna parte está tan lejos que nunca llegamos a enterarnos de que estamos perdidos.
El tiempo no es oro, es un engaño, una mierda con la que nos traicionamos pretendiendo interpretar el concierto que alguien, con la peor de las intenciones, compone para hacernos bailar esa danza macabra que termina convirtiéndonos en cadáveres andantes, en vasallos del miedo, porque sólo con el miedo se somete la voluntad. ¿Y de qué sirve la voluntad si no es voluntaria? Sacrificamos ideales, desertamos de lo que en realidad somos para convertirnos en cómo queremos que nos vean y, algún  día, terminamos lamentando no haber sido capaces de pegar un puñetazo sobre la mesa porque para eso hacen falta dos cojones, y hasta esos los habremos hipotecado como fianza para poder garantizar nuestra falsa eternidad.
Y yo ya he decidido que lo mejor que puedo hacer con él, con el puto tiempo, es despreciarlo, porque tan sólo soy un hombre y quiero empezar a vivir sin miedo.

Oscar da Cunha

20 de octubre de 2014



viernes, 17 de octubre de 2014

UN DESTINO EN ROJO


Todas las mañanas madrugaba antes de lo acostumbrado para llegar una hora más tarde al trabajo. Todas las mañanas se detenía en el mismo puesto de flores para elegir un ramo cuyo color combinara con esos ojos que él se imaginaba pero nunca había llegado a conocer. Todas las mañanas escribía el mismo texto en una tarjeta que sabía que ella todavía no iba a ser capaz de leer.
Entraba en el hospital y utilizaba las escaleras para subir hasta la tercera planta. La rutinaria pregunta a la enfermera de turno en el control, y la misma respuesta:
—Todavía no ha salido del coma.
—¿Hay esperanzas?
—El golpe en la cabeza ha sido muy fuerte pero los médicos son optimistas, es una mujer joven. No pierda la fe.
Unos ojos vidriosos al girarse, y la triste mirada de la enfermera compadeciéndose de esa espalda que se dirigía hacia la habitación 314.
         El mismo ritual tras entrar. Extraer el ramo del día anterior, cambiar el agua del jarrón y colocar las recién compradas. Ni una sola mañana sin flores frescas. Una mirada a esa cabeza envuelta en vendas y las lágrimas, unas irrefrenables lágrimas a unos centímetros de competir con la lluvia que golpeaba los cristales de la ventana. Una prudente caricia sobre la mano de ella y la promesa de siempre:
         —Esta tarde vuelvo.
         Una agotadora jornada en la oficina, sin descanso, sin salida para comer por amortizar esa hora perdida cada mañana y, entre las últimas luces de la tarde, de nuevo las tres plantas que conducían a esa habitación donde la sabía postrada, inmóvil y ausente de una realidad que le había sido robada. Sentado en el borde de la cama, Neruda, Machado y García Lorca le prestaban su voz para ella. Hasta que con la noche ya rendida, la enfermera le indicaba que debía de marcharse. La hora de visitas superada largamente pero nadie en el equipo médico quiso jamás refrenar la intensidad de aquellas horas que él le dedicaba.
         Solitario, daba la jornada por concluida recorriendo el largo corredor, consternado, con sus libros en la mano y la mirada perdida en un instante de un pasado que con su implacable potestad sobre el tiempo nunca concede segundas oportunidades.
         Durante los fines de semana, convertía esa habitación 314 en su casa. Le contaba de los colores que la primavera había traído, del verano que se fue empujado por un otoño que estaba desnudando los árboles y, en cada hoja, se deslizaba grabada una historia en la que nunca faltaba ella. Masajeaba sus pies imitando el viento de octubre, y le susurraba a esos oídos, todavía rotos, que afuera había mucha vida esperándole para iluminar con su sonrisa mil mañanas de invierno sin sol. Y, cada noche de domingo, le prometía que al siguiente ninguno de los dos seguiría allí.
         Con su vehemencia se ganó el respeto de los médicos y la afectuosa admiración de todo el servicio sanitario. Se convirtió en el solitario visitante al que nadie se negaba a consolar. Tal vez el admirador anónimo, ese amante secreto que no admite la renuncia, y en cuyo corazón siempre estaría escrito con esperanza el nombre de ella.
        
         Fue la mañana de un martes, como cuando todo comenzó, como cuando nunca, nada, debió de haberse roto.
         —Ha salido del coma, está consciente.
La severa mirada de la enfermera del control y el dedo acusador del médico le forzaron a darse la vuelta. La puerta del ascensor estaba abierta y no se arriesgó a ser abordado por las escaleras. Cruzó el vestíbulo a la carrera y salió a la calle. La vida se decide en pequeños instantes y él escogió la luz roja para atravesar la calle. Al conductor del autobús de la línea del hospital le resultó imposible conseguir pisar el freno a tiempo. Hay veces en las que sólo son necesarios dos metros para justificar que un reloj se detenga para siempre.

En la habitación 314 ella no podía apartar su mirada del ramo de flores y aquella nota que iba incluida:
“Lo siento, nunca conseguiré perdonarme no haber sido capaz de controlar mi coche en aquel semáforo en rojo”.   


 Oscar da Cunha

17 de Octubre de 2014


miércoles, 15 de octubre de 2014

¿PARA QUE ESTAMOS LOS DEMÁS, SI NO ES PARA DARNOS POR EL CULO?

—¡Deténgase y baje del auto!
La voz salió del interior de un coche rojo de la Policía Foral. La calle era la principal de un  pequeño pueblo del norte de Navarra. Las tres y media de la tarde y yo buscando aparcamiento para visitar a mi siguiente cliente.
—¡Separe las piernas y apoye las manos sobre el maletero!
Sólo le faltó meterme los dedos en los oídos, del resto no le quedaron dudas.
—Ahora vacíe todo lo que lleve en los bolsillos y deposítelo a la vista en el maletero.
Del paquete de tabaco me costó desprenderme, lo acababa de empezar y después de comer el cuerpo se resiste a renunciar a su dosis.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Qué ocurre? No he cometido ninguna infracción.
—Ya se le informará —respondió el agente—. Permítame toda la documentación, carné de conducir, de identidad y permiso de circulación. Y ahora, por favor, aléjese del vehículo, quédese junto a la pared y mantenga las manos a la vista.
Reconozco que, pese a al aspecto autoritario que confieren un uniforme y un arma, sus modos no me parecieron bruscos. Él estaba cumpliendo con un protocolo del que no aparentaba estar muy convencido.
—¿Le importaría decirme qué ocurre y cuánto tiempo me van a tener aquí? Me están esperando.
—El que sea necesario —contestó—. De momentos vamos a registrar su coche y tendrá que esperar a que venga la autoridad desde Pamplona, no serán menos de dos horas.
—¿¡Dos horas!? Oiga, estoy trabajando, vengo a menudo por aquí, me conoce medio pueblo, y el espectáculo que estamos dando…
—¿De dónde viene? ¿Con quién ha estado?
Le relaté lo que llevaba de jornada laboral, los clientes que me habían recibido, la documentación por ellos firmada y sellada que lo corroboraba.
—Puede preguntarles, están todos por aquí alrededor, incluso en el bar donde acabo de comer, el propietario sabe quien soy.
—¿A qué se dedica? ¿Por qué? ¿Desde cuando? —El relicario de preguntas no paraba mientras continuaban (un segundo agente se había incorporado tras verificar mi documentación) con el desmantelamiento de mi coche.
—Esto me parece un atropello sin ningún tipo de explicación —Toda paciencia tiene un límite y el mío no andaba lejos “retente y no cometas una burrada”—. ¿Por qué me detienen?
—De momento no está detenido, sólo es sospechoso de un robo.
—¿¡Robo!?
No recuerdo haber robado nada en mi vida, aunque… ¿quién no ha tenido alguna vez la tentación? Pero yo soy nefasto para ese arte, se me nota en la cara, en el mensaje corporal, casi voy anunciando que me he apropiado de un Sugus pese a que esté a disposición de cualquiera.
»¿Y qué se supone que robado? –pregunté.
—Unas llaves, las de un coche y una vivienda. ¿Ha parado usted en el bar Ekaitza? (lo cito para agradecer la actitud indolente de los propietarios del bar).
—Sí —contesté—. Necesitaba utilizar el servicio, y en la vía pública no acostumbro. Pero de eso hace ya más de dos horas. Después he seguido trabajando y aquí continúo, sin salir del pueblo. No creo que esa sea la actitud de un ladrón…
—Eso tenemos que comprobarlo, ya se le informará. Se le ha visto salir de allí y se ha identificado su coche.
Los agentes empezaban a acumular dudas. Yo no soy policía pero mi profesión me ha enseñado a interpretar los gestos.
»De momento puede recoger todo pero no se marche del pueblo hasta que le avisemos.
Intenté serenarme un rato tomando un café, y después, no pude evitar acudir a esa mierda de bar con el nombre de Ekaitza. Necesitaba aclarar la situación.
—¡Ah, sí! —me soltó una arrogante camarera—. Las ha encontrado enseguida, las había dejado olvidadas en la repisa que hay debajo de la barra.
La Policía Foral de Navarra tardó dos horas más en llamarme para informarme de que el incidente ya se había resuelto. Y debo ser honesto reconociendo que ellos no escatimaron disculpas.
El denunciante hacía horas que había recuperado sus llaves. Por supuesto que de la denuncia ni se acordaba. ¿Para que estamos los demás, si no es para darnos por el culo? 
¿Pero sabes, imbécil de mierda? Ya te he identificado y conozco tus horarios. La próxima vez que vaya por el pueblo te voy a enseñar un agujero, donde termina la espalda, en el que seguro que te van a caber todas tus puñeteras llaves. Ese día los forales sí tendrán razones justificadas para llevarme detenido.

Sucedido ayer en la buena villa de Doneztebe-Santesteban (Navarra)

Oscar da Cunha


15 de octubre de 2014

viernes, 10 de octubre de 2014

El SALÓN DE LOS SUEÑOS

Esto no os lo vais a creer, yo mismo tuve que pasar por delante varias veces antes de convencerme de que no se trataba de una broma. También pensé en volver a la tasca donde desayuno para reclamar otra dosis del alucinógeno que me debían haber añadido en el café.
Ya acostumbro a transitar entre calles saturadas de locales donde los únicos letreros que están a la vista son los de: “Se Vende”, “Se Alquila”, o el que ya ha decidido quemar sus naves con un: “Se Jodió”. Los de: “Liquidación por Cese de Actividad” son los únicos que le dan un poco de vidilla a esos barrios donde hubo un tiempo en el que la gente sonreía, paseaba con bolsas de establecimientos con nombres en inglés y estaban convencidos de que “España va bien” era una frase sacada de la Biblia.
Pero no, ahí estaba, un comercio recién inaugurado, con su cristalera brillante, la puerta abierta y, sobre ella, el nombre del establecimiento: “El Salón de los Sueños”. Siempre ha habido intrépidos aventureros, descreídos suicidas que, convencidos de que la suya es la buena carta de navegación, han desafiado al mundo.
Un escaparate lleno de cajas de todos los tamaños, materiales, formas y colores, y colgando de una cinta de raso azul, lo que más me llamó la atención: Abierto 24/24 horas y 7/7 días.
         ¿Cómo resistirse a conocer a quien, en estos tiempos, se atreve a navegar contra la corriente de este río empeñado en arrastrarnos a todos? Poder contarles a mis nietos —bueno, a los nietos de mis amigos— que yo conocí a ese individuo, a ese héroe cuyo nombre aparecerá con letras de oro en los chismes que en el futuro nos cuenten la historia de este siglo que ha empezado demostrándonos que, en cuestión de derechos humanos, volver a la edad media es más fácil que ver mierda en la tele.
         Y entré. Borrad esa sonrisa de “ya me lo imaginaba” que tampoco tiene tanto mérito conocerme, y ya sabéis que si algo me pierde es la curiosidad. Vale, hay otras cosas que también me pierden, pero cuando me encuentre con ellas os las contaré.
Al momento, reconocí la voz de Roy Orbison que con su “In Dreams”, pese al bajo volumen, llenaba todo aquel local que no abarcaría más de cincuenta metros cuadrados.
         —Buenos días. Bienvenido a nuestro Salón de los Sueños. ¿Cuál es el suyo?
         Redondita, con la misma medida de alto que ancho, unas gafas de cristales ahumados con montura de carey, el pelo recogido en un moño de los que salen en las fotos que ya se ven en sepia, y una sonrisa en blanco esmalte y rojo carmín. Ese peculiar tono de voz que suena a “te estábamos esperando”, y una pequeña mano que más que agarrar mi brazo derecho lo acariciaba. Todo en ella trasmitía confianza y serenidad, si no tenemos en cuenta el pormenor de que parecía haberse asomado desde la nada. No estaba fuera, no la vi al entrar y, en el establecimiento, todo cuanto existía quedaba a la vista, no había puertas ni cortinas de las que salir. Os parecerá un disparate pero intenté convencerme de que habría podido surgir de la canción, estamos hablando de Roy Orbison.
         —Buenos días —y no pude evitar la pregunta—: ¿Qué venden?
         —Nada, no vendemos nada. —me contestó esta vez con el tono de “¿no has leído el letrero, o es que las canas las llevas de adorno?”—. Aquí ayudamos a la gente a cumplir sus sueños.
         —¡Ah, bueno, si sólo se trata de eso! —Yo también hace tiempo que aprendí a utilizar el sarcasmo.
         Se quitó sus gafas y, al mirarme fijamente, aprecié que tenía los ojos de diferente color. El derecho, azul, aparentaba ser capaz de atravesar esa parte de nuestro organismo que protege nuestras ideas. El izquierdo, negro, de momento parecía conformarse con descansar. Me negué a preguntarme qué sería capaz de hacer con él.
         —¿No tiene usted sueños? —inquirió.
         —Estos últimos tiempos ando más por el barrio de las pesadillas.
         —Me refiero a sus aspiraciones, ilusiones por las que trabajar, incluso fantasías. Todo es posible si nos lo proponemos con firmeza. Pero a veces —continuó—, la propia voluntad y el deseo, no son suficientes. Nosotras nos ocupamos de proporcionar ese pequeño impulso que, en momentos, le falta a la intención.
         —¿Nosotras? —Miré alrededor esperando ver aparecer más ancianitas con ojos multicolores. ¿Quién sabe?, Roy Orbison seguía sonando.
         —Sí, nosotras. —Y extendió su mano señalando una de las estanterías, en concreto la que presentaba en perfecta formación una infantería de cajas de madera—. Verá, es un proceso largo pero sencillo en el que todos tenemos una función asignada. Usted se concentra visualizando la imagen de ese ideal que pretende conseguir, encerramos la ilusión dentro de la caja que haya escogido, de eso me encargo yo, y se la lleva a casa. Por supuesto que para cada deseo fijamos un plazo, sólo necesita mirar la caja todos los días y ella le recordará que nunca debe perder de vista sus objetivos.
         —¿Podría conocer al jefe de su departamento comercial? Más que nada para me diera un cursillo, creo que me estoy quedando desfasado. Yo no hubiera ido más allá del “vendemos todo tipo de cajas”.
         —El escepticismo es el primer peldaño por el que se desciende hasta ese abismo donde vive el fracaso.
Su ojo negro se acababa de poner en funcionamiento y en él vi que no me estaba lanzando una frase de catálogo. Ese ojo no podía venir configurado de serie, había sido diseñado para convencer.
—¿Qué precio tiene esa caja? —Señalé una metálica que me recordó a la que le obligábamos a utilizar a mi abuela para encarcelar el delicioso aroma de su adorado Vieux-Boulogne.
—Ninguno —me contestó—. Ya le he dicho que nosotras no vendemos nada.
—¡Está bien! ¿Qué hay que hacer?
—¿Ya ha decidido su deseo?
—Llevo veintinueve años procurando no separarme de él —respondí con esa sonrisa que guardo para los momentos en los que la prudencia me aconseja esperar a que los acontecimientos me pillen con el as de corazones oculto en mi manga.
—Entonces esta caja será la adecuada, un sueño durante tanto tiempo incubado… —Me miro fijamente, como si su ojo azul ya hubiera penetrado en mis pensamientos y continuó—. Primero firmaremos el contrato y después…
—¿El contrato? —la interrumpí.
—Sí, el contrato. Tenemos que fijar un plazo para que su sueño se cumpla. Una vez vencido, y si el resultado no es positivo, usted nos devuelve la caja y nosotras le restituimos el objeto que nos tiene que dejar en depósito.
—¿No me dijo que era gratis?
—¿Y no se lo parece? Si el deseo no se cumple, no habrá perdido nada. Y alcanzar un sueño no tiene precio, me gusta su reloj.
Acababa de satisfacer la codicia de su ojo negro. El mantero que me lo vendió tenía razón, estas baratas falsificaciones de Rolex están cada vez mejor conseguidas.
Acepté.
No me hizo preguntas, no hubo conjuros mágicos ni invocaciones espectrales. Sólo un profundo y acomodado silencio que se quebró, mientras nos manteníamos agarrados de las manos, con un respetuoso sonido metálico que produjo la tapa de la caja al cerrarse de forma voluntaria. No me sorprendí, mi reloj cuanto menos valía ese truco.
Con parsimonia, rodeó la caja para mantenerla firmemente cerrada con una cuerda. Calentó una barrita de lacre rojo y vertió un poco de pasta sobre el nudo donde estampó un sello metálico con una doble S entrelazada.

         Salí del Salón de los Sueños con mi caja metálica bajo el brazo mientras Roy Orbison seguía repitiendo “In Dreams”. El contrato lo firmé para el resto de mis días y no me molesté en despedirme de mi reloj, ya sabía que nunca habría de volver para recogerlo. Soy un tramposo por naturaleza y hasta con los sueños procuro jugar con ventaja.

         ¡Ah, perdonad! ¿No os lo había contado? Antes de entrar en el local escuché el mensaje que mi mujer me acaba de dejar en el móvil: “Lo siento, cariño. Hoy, con las prisas, no nos hemos podido despedir como todas las mañanas. Te quiero. Un beso”

Oscar da Cunha

10 de octubre de 2014