Entre mis numerosas virtudes figura, también,
la de ser muy despistado y disfrutar de una memoria más reducida que la de un
geranio. Trabajo a fondo mis olvidos y a estas alturas de la promoción procuro
rodearme de quienes sean capaces de disculparme. Pero las ciudades no perdonan,
son crueles amalgamas de calles que cambian de nombre, de sentido y hasta de
barrio. Medio año sin frecuentar cualquiera de ellas y ya soy incapaz de esconder
el pato que llevo dentro.
Sucedió el otro día en… no recuerdo
cómo se llamaba pero poco importa. Pasé un buen rato intentando reconstruir el
callejero en mi cabeza hasta que el dibujo que formaba uno de los chicles
pegado en una baldosa me confirmó que estaba caminando en torno al mismo
círculo. Ya sé que los teléfonos actuales están provistos de un programa
específico capaz de sentarte en el más recóndito McPorky´s de la Antártida,
pero tengo miedo de abusar de ellos y terminar necesitándolo dentro de casa. Yo
soy más de preguntar, y la pareja de veteranos que caminaba hacia mí era de los
de merecer una foto a su lado. El caballero, perfectamente trajeado y un fedora
negro que no le impedía lucir un arreglado bigote. La dama, con un moño rubio
en el que cabían todos los recuerdos de una vida, traje Chanel y barbilla señalando
el horizonte.
—Perdonen. —Les abordé—. Me podrían
indicar cómo llegar a la plaza Gamboa.
—Por supuesto —El caballero me
respondió con una solícita sonrisa mientras la dama intentaba recordar qué
peluquero recomendarme—. No necesita más que tomar esa segunda calle que está a
la izquierda y seguirla hasta el final. Pero yo le aconsejo que, aunque dé más
vuelta, vaya por detrás, suba por esta primera y luego giré dos veces a la
derecha.
—¿Y por qué voy a utilizar un recorrido
más largo? —le contesté sorprendido—. Me parece más cómoda la primera
alternativa que me ha sugerido.
—Usted verá, pero en esa calle está
lloviendo.
Disfrutábamos de una de esas mañanas
que de vez en cuando nos regala el otoño. El cielo inmaculadamente azul, una
suave brisa cálida y las hojas de los árboles bailándole Sangre Vienesa al barrendero municipal.
—¿Me toma el pelo? Hace un día
espléndido.
—Yo nunca bromeo —saltó con porte
orgulloso—. Usted ha preguntado y yo le he dado dos opciones. ¡Escoja!
Y escogí el camino más corto que no
siempre coincide con el que te lleva antes a tu destino. Doblé la esquina de la
segunda calle a la izquierda y sonreí, la misma brisa, una acera de sol y la de
enfrente a la sombra.
Las mujeres son capaces de pintarse la uñas, mantener una conversación con el subsecretario de defensa y decidir que su hijo pequeño necesita clases particulares de inglés, y al mismo tiempo. Pero yo no me pinto las uñas ni tengo hijos, quizá por eso no me percaté del trueno mientras contemplaba la preciosa carrocería del Citroën 15 ligero del 53 que estaba aparcado en la acera de sol. Tal vez por entretenerme en el escaparate de La Violeta “Casa especializada en la elaboración de barquillos”, no me fijé en que la gente comenzaba a abrir sus paraguas. Y seguro que el sonido del chiflo del afilador tuvo la culpa de que no advirtiera que estaba empezando empaparme bajo la lluvia.
Las mujeres son capaces de pintarse la uñas, mantener una conversación con el subsecretario de defensa y decidir que su hijo pequeño necesita clases particulares de inglés, y al mismo tiempo. Pero yo no me pinto las uñas ni tengo hijos, quizá por eso no me percaté del trueno mientras contemplaba la preciosa carrocería del Citroën 15 ligero del 53 que estaba aparcado en la acera de sol. Tal vez por entretenerme en el escaparate de La Violeta “Casa especializada en la elaboración de barquillos”, no me fijé en que la gente comenzaba a abrir sus paraguas. Y seguro que el sonido del chiflo del afilador tuvo la culpa de que no advirtiera que estaba empezando empaparme bajo la lluvia.
Coincidimos, buscando cobijo, bajo la
marquesina de entrada al Excelsior “CINE DE ESTRENO: Los 400 Golpes de François Truffaut”. Ella, una atractiva rubia con
media melena y mirada capaz de derretir el témpano de hielo que hundió el
Titanic. Él, con esa juvenil decisión dispuesta a llenar las dos tallas que le
sobraban de su traje.
—¿No nos recuerda? —La muchacha exhibió
una voz tan difícil de olvidar como la Serenata
D 957 de Schubert.
—Perdonad, pero no…
—Diego ya se lo advirtió, en esta calle
está lloviendo.
—Y no me creyó —remató él mientras la
cogía por la cintura—, como para hablarle de… todo lo demás. ¿Verdad Elena?
Miré sorprendido a mi alrededor. Pese
al chaparrón, los coches, los comercios, el aspecto de la gente, hasta el caso
blanco del urbano conversando en la puerta de la sastrería “Especialidad en
uniformes civiles y militares”.
—¿Cómo puede ser? Esto parece…
—Mil novecientos sesenta, en esta calle
siempre lo es. Fue un otoño muy lluvioso, nosotros nunca lo olvidaremos.
Elena extendió su mano derecha
mostrándome un moderado anillo de oro con una pequeña perla blanca.
—Ayer me pidió matrimonio —Le dedicó
una sonrisa a Diego que hubiera estremecido hasta a El David de Miguel Angel—, y el año que viene nos casaremos, el
último sábado de mayo.
—¿Cómo ha sucedido? —pregunté—. ¿He
entrado en sus recuerdos o…
—No se haga preguntas cuyas respuestas
no merecen la pena —me interrumpió Diego encogiéndose de hombros—. Siga
caminando hasta su plaza Gamboa y allí, bajo el sol del nuevo otoño, deténgase
a escuchar la brisa y reflexione sobre lo que de verdad importa.
—¡Suerte! —les salté al despedirme.
—¿Para qué? —me contestó Elena—. Lo
principal ya está con nosotros, el resto… sólo serán los devenires de la vida.
Antes de terminar de recorrer aquella
calle, y con la visión de las palmeras que anunciaban la plaza Gamboa, el cielo
comenzó a aclararse. Me senté en un banco bajo el sol. Fue el ruido del tráfico, o quizás el silencio con el que una gastada hoja decidió abandonar su árbol
para acompañarme lo que me impidió darme cuenta de que mi ropa estaba
completamente seca, y aquel cálido céfiro de entretiempo me susurró: “cincuenta
y cuatro años”
Hay ciudades con calles misteriosas y
pueblos fantasmas, viajes a través de la memoria y agujeros en el tiempo,
fenómenos extraños y paradojas de la razón que tal vez la ciencia nunca consiga
explicar. ¿Pero qué importancia tiene todo eso comparado con dos almas que
consiguen compartir una vida?
No conozco nada más extraordinario.
Oscar da Cunha
16 de noviembre de 2014
* Fotografia: Robert Doisneau
* Música: Los 400 Golpes (Jean Constantin)
En cualquier estación, tus relatos son y serán siempre entrañables, hermano. ¡Enhorabuena y un abrazo!
ResponderEliminarGracias Hermano, seguiremos recorriendo estaciones. ¡Qué no pare el tren!. Un fuerte abrazo.
EliminarUn gran placer volver a leerte viejo amigo.
ResponderEliminarY saber de vos.
Veo que tu calidad como escritor sigue creciendo.
Magnifico este texto.
Gran abrazo Oscar.
Un honor tenerte por aquí, Richard. Poco tiempo libre pero la imaginación no descansa.
EliminarGracias por la compañía y un abrazo enorme.
Estoy de acuerdo. Cada vez escribes mejor, Oscar!! Y...me encantan esas " vuelta de tuerca" de tus aventuras...te pasan cosas lindas, tremendas a veces, también, cierto...Esta historia me encanta. Me gustaría encontrar esa calle donde te empapas y puedes saludar a una pareja feliz sin desgaste. Un beso.
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