domingo, 31 de mayo de 2015

EL PUENTE SOBRE EL RÍO GAY

Como uno va caminando por la vida, resulta que va acumulando amigos y conocidos. Antiguos compañeros de trabajo, jefes, empleados, clientes, proveedores o ninguna de esas cosas. A veces bastó compartir la barra desierta de un bar, mientras se enfriaba el café y se calentaba la calle, para entrecruzar agendas. Hasta aquí nada nuevo, lo mismo le ocurre a todo el mundo. Y de entre ellos algunos son gais, como otros que lo son morenos, altos, bajitos, de derechas, ateos, gordos, zurdos, y hasta creo que tengo también alguno gilipollas, pero lo recuerdo vagamente porque procuro no usarlo. Para los que me conocéis de cerca no necesito definirme y podéis ahorraros este texto, seguro que os resulta más estimulante ir corrigiendo los errores de mis anteriores. Para esos otros que estáis más lejos —ya sé que nadie me ha pedido explicaciones pero me apetece darlas—, siempre he pensado que cada uno puede hacer con sus gustos lo que la naturaleza haya tenido a bien concederle, y cada cual debe explotar los placeres de su cuerpo con toda la libertad que le otorga el respeto hacia los demás. Pero hay un sector de machotes que siempre me hacen recelar por su clara aversión al gay. Son esos tipos que se ocupan de airear, aunque no venga a cuento, que a ellos la imagen de un hombre en pelotas les da asco. Supongo que en su baño, en lugar de un espejo tendrán colgada una mala reproducción de Las tres Gracias de Rubens; y además contarán con la habilidad de afeitarse de oído. Y me hacen recelar porque a mí no me ocurre. No descarto que todavía no me haya dado cuenta y viva un gay en mi interior, a estas alturas tampoco me iba a preocupar. Pero, por la playa —sí, de esas cochinas en las que andamos como nuestra madre nos trajo al mundo—, cuando miro a cualquier tipo, de a los que la naturaleza les ha concedido idéntico colgajo que el mío, me produce el mismo estímulo que cuando observo una farola. Las hay más estéticas que otras, por supuesto, pero lo único que me interesa es lo que hay arriba, como en la cabeza de la persona, un poco de luz.  
Esos machotes que llevan de continuo el kalashnikov-anti-gais engatillado se me indigestan con su variado repertorio de: “a mí si me toca un maricón le meto una hostia”, “me sale un hijo maricón y verás qué rápido lo curo”… Conozco muchas sinrazones para empuñar un arma pero la más elemental suele ser el miedo. En lo que llevo de vida, que ya va para un rato, me he relacionado con todo tipo de individuos —todos opinan sobre mí que conviene tener amigos hasta en el infierno—, y más de alguno me ha hecho sentir miedo; por su forma de mirar en la que se trasparentaba el afilado acero de una hoja de navaja o incluso la densidad del plomo, por la traición que llevaba implícita una sonrisa… Pero el miedo que más me ha sorprendido ha sido siempre ese que me ha hecho descubrir en los adentros comportamientos que permanecían escondidos en mis esquinas más oscuras. Atisbos de repentina violencia, brotes de indiferencia ante el sufrimiento ajeno…, esos son el reflejo de aquellos otros yo, ocultos, que más me asustan cuando me enfrento al espejo en el que se convierte la vida ante determinadas situaciones. Y el otro día, el encuentro con una frase de Amado Nervo: “El miedo no es más que un deseo al revés”, me hizo ver claro hacia quién apunta ese kalashnikov. Cargado con balas determinadas a proteger la puerta de un armario dentro del que algunos prefieren el suicidio antes que descubrir su auténtica condición, el odio al miedo que representa ese alguien capaz de descubrir una identidad que los prejuicios y la cobardía siempre les condenará a negarse todas las veces que contenga su vida. La falta de dignidad para encontrarse con uno mismo y cruzar hasta la otra orilla del río, donde la libertad de ser, una vez más, quedará abolida por la necedad de aparentar lo que tampoco se es.
No pretendo desde aquí ondear su bandera multicolor, porque no acostumbro ni me pertenece enarbolar ninguna, y sólo hay una con la que consigo sentirme identificado, esa que no lleva más que un color, el blanco. Y hoy la izo para mí mismo, por suerte consigo firmar una simbólica tregua con esos machotes de boquilla. Al final he descubierto por qué ya no me empiezan a dar asco y tan sólo me inspiran lástima.

Oscar da Cunha

31 de mayo de 2015 

jueves, 21 de mayo de 2015

MEMORIAS DE ÍTACA


         …Y yo tuve la suerte de pacer en un pueblo. Poseía el aforo necesario para llenar tres o cuatro cines, pero de los de verdad, con platea, anfiteatro, barquillero en la entrada y películas de Marisol. No teníamos relojes por las calles y, por lo menos en la mía, sabíamos que eran las cinco cuando desde el tercero sonaba: ¡Butaanooo! Y la ventana de la Celes era más precisa que cualquier termómetro municipal, a partir de los veinte grados, Spanish Eyes en versión de Al Martino, saltaba por ella declarando oficialmente inaugurada la temporada de playa.  
Recuerdo la tienda de electrodomésticos, en el paseo de la Avenida, con más público entregado delante del cristal que en el propio Maracaná, cuando el propietario, los domingos por la tarde a la hora del partido dejaba la Vanguard en blanco y negro encendida. Y todavía puedo ver a mi perro, Dandi, que cada día recorría, con esa puntualidad inglesa que dominaban los callejeros —porque en aquella época los perros no necesitaban tener raza— las cinco esquinas que llegaban hasta la puerta de mi escuela, para recordarme que en la familia no se comía hasta que la mesa estuviera completa.
         No, mi pueblo no tenía misterios. Podías recorrer sus calles sabiendo que, como en el pasillo de casa, ninguna puerta estaría cerrada y detrás de cada una habría una cara conocida. En la explanada del centro sólo crecía la hierba en los días de lluvia, porque en los otros, los de mi edad que por aquél entonces éramos mayoría, pateábamos cada uno de los rincones que los de la quinta anterior también habían heredado. El de las canicas, ese me gustaba por los entresijos de sus agujeros. En el de las peonzas, que era plano y estéril como una pista de hielo para bailarinas de madera, el agujero más cotizado era el de las monedas de dos reales con las que reteníamos la cuerda entre los dedos. Pero el más pretendido era el de las carreras de chapas, cuya meta procurábamos acercar hacia el de la rayuela donde jugaban las chicas, todavía inconscientes, ambos, de que los dos polos de un imán se atraen más por química que por las leyes de la física.
Los sábados eran especiales, llegaban al mercado esos señores que nos parecían tan raros porque sonreían en otro idioma y nos dejaban ver aquellos coches impresionantes, de marcas que solo conocíamos por las colecciones de cromos, y con matrícula de Francia que en aquellos tiempos estaba en la otra parte del mundo, aunque la frontera empezara donde terminaba la calle más al norte del pueblo.
         Recuerdo el tañido de la campana del reloj de la iglesia que no se interrumpía durante las noches porque, por la noche, las conciencias estaban ocupadas en dormir. Y recuerdo que teníamos pocas cosas porque había pocas cosas para tener, y aún menos para necesitar. Pero nos teníamos los unos a los otros y recuerdo que si no lo era, si era lo más parecido a la felicidad. Gracias a esa sensación de que, hicieras lo que hicieses, acertaras o te equivocases, estabas rodeado de vecinos que eran de tu familia y, por muy complejo que resultase adivinar el a veces imposible parentesco, se sentían involucrados con las lágrimas y risas de aquellos enanos impertinentes a los que, ellos sí, estaban comprometidos a concederles un futuro.
         No, no era un pueblo en el que destacase ningún monumento en especial, pero hoy, debería erigirse uno especialmente dedicado a cada uno de aquellos que allí estuvieron y tanto echo de menos. Porque consiguieron una gran hazaña, crear una comunidad en la que todos, a pesar de nuestras diferencias, nos sintiéramos iguales.
        
         Muchas veces intento volver a mi pueblo pero ya no está. Han escondido los cines en la esquina más desdeñada del centro comercial que ha sustituido al mercado; y para cuando me acerco a la taquilla, ya no recuerdo si la película que he escogido se está proyectando en la sala treinta y seis o en la veintinueve. Me saludo con muy pocos porque ya todos somos desconocidos y cada uno vive encerrado tras una puerta con siete llaves. Han puesto relojes por las calles, relojes que nadie necesita porque nuestras vidas se han llenado de aparatos empeñados en recordarnos que ya no tenemos tiempo para los demás, que se han convertido, tristemente, sólo en esos demás que además son diferentes, incluso si pertenecen a nuestra propia familia que ya no espera a nadie para celebrar la mesa a la misma hora. Las campanadas del reloj de la iglesia ya no suenan de noche, lo aconsejan todos los médicos, no se deben mezclar con los antiansiolíticos. Ya no veo perros que vayan sueltos para recoger coleando a sus colegas a la salida de la escuela, porque, a los chavales, alguien se ha encargado de convencerles de que el modelo de maquinita que todavía les falta da más alegrías que una vida; y a los perros, sólo les permiten acompañarles, atados y cabizbajos, hasta la puerta de entrada del psicólogo. Y en esa calle del norte del pueblo quitaron la frontera para que nadie se diera cuenta de que, cada día, todos estamos más alejados a pesar de que ya desgastemos las ruedas de los mismos coches y agotemos las posibilidades de la misma moneda. Mientras que la explanada del centro murió para convertirse en una plaza de diseño que, como todo lo de diseño, luce mucho pero no sirve para nada porque en estos tiempos todo se diseña para prohibir que ahora queda mucho más flamante que tolerar. Lo único que sigue congregando multitud es la tienda de electrodomésticos, que ya no vende televisores sino falsas esperanzas, porque se ha convertido en la oficina del paro. Y por la ventana de la Celes ya no asoma ninguna canción, pero me temo que los auriculares y los teléfonos inteligentes tienen tanta culpa como las ya varias generaciones de atunes que estamos dejando de comunicarnos porque nuestros sentidos se han sometido a darle la espalda a toda realidad que no se asome a través de ellos. Y no me sorprendería que en cuanto terminen las últimas lluvias nos informen de los horarios en los que se enciende el aire acondicionado de la playa, y eso, ni a Al Martino ni a mí, nos anima a iniciar la temporada.
No, ya no puedo volver a mi pueblo más que a través de todas las sensaciones que se quedaron para siempre en mi memoria. Y me veo condenado a conformarme con aquellos recuerdos de esa Ítaca que yo, en lo que me haya correspondido, también habré contribuido a convertir en un lejano sueño que no supimos conservar. Porque los humanos somos esos bichitos convencidos por gracia divina de que cuanto tenemos, cuando tenemos algo, nos ha sido concedido para siempre; y ninguno nos paramos a pensar que el bienestar, la felicidad y otras propinas de la vida siempre vienen con libro de mantenimiento.

Oscar da Cunha

21 de mayo de 2015

         

sábado, 16 de mayo de 2015

UN ALLÍ SIN NOMBRE

Siempre he intentado imaginar las intenciones de ese tipo, aquel desconocido legionario que enunció por primera vez la jodida frase sobre todos los caminos que conducen a Roma. Quizá cometió un error y tal vez no se tratase más que de un disléxico enamorado en busca de su eterno Amor, una Roma por la que siempre luchó mientras que a ella, arrogante, le importaron un pito los fragores de las mil batallas que él tuvo que afrontar. O acaso un vagabundo que, como yo y a pesar de mis habituales roznidos, seguía imaginando, con ilusión, que tras la siguiente curva iba a conseguir encontrar lo que ni siquiera sabía que buscaba. ¿O no se trata de eso el caminar? Ponerse el traje y los zapatos de cuando algún día fuimos niños, esos enanos impertinentes que todavía no habíamos comenzado a dejar en la cuneta un reguero de cadáveres de lo que pretendimos y no conseguimos ser. Todos esos yo personales, rechazados, que nunca llegaron a cuajar en nuestra realidad pero terminaron aportando a construir la realidad de en quien nos fuimos, con cada paso, ¿o fueron traspiés?, convirtiendo.
Me gustan los caminos, sobre todo si no nos han presentado antes, esos que pasando por muchos sitios parecen no llevar a ninguna parte, porque es ninguna parte donde, ¿quién sabe?, consiga encontrar algo en lo que reconocerme.
Conozco vidas que ya no se buscan, satisfechas y esterilizadas, conformes con lo que son y sin necesidad de viajar más allá porque algo les convenció de que ya llegaron más allá, al Finisterre de todas las preguntas que caben en una sola respuesta. No descarto que la naturaleza las haya dotado con más lucidez y sea yo el equivocado pero, lástima sería la palabra adecuada para definir lo que siento cuando las miro, porque lo que yo veo es miedo.
Y sé de otras que después de tanta travesía ya sólo escogen, en los cruces mal iluminados que suelen ser los más sinceros, la dirección señalada por un viejo letrero de madera: desengaño. Las observo en su caminar con la frente alta y la mirada desenvainada, porque la experiencia les ha demostrado que ese letrero es el único que no miente y acostumbra a ser el que más destinos acumula, y a esas las envidio. No por su valor, ¡qué narices!, sino por su tenacidad que mil decepciones no ha conseguido desgastar. Son esas vidas a las que admiro, porque en ellas veo la esperanza que el sufrimiento jamás ocultará.
Y en uno de esos caminos me encontré, justo en la curva que delimita la roca a partir de donde el tiempo empieza a oler a por qué no viniste antes, con allí. Me gustó el letrero vacante sobre la cancela de entrada, ¿para qué ponerle nombre a ese allí si precisamente has llegado a ningún allí? La entrada impedía entrar gracias a un candado que pude romper con una piedra, pero no se me puso. ¿Por qué violar una reja cuando la puedes atravesar con la imaginación? Alguien cerró ese allí para evitar que cualquiera se llevase lo que nada había para llevarse, y porque no contaba con que algunas vidas se conforman con robar en esos allís del camino donde sólo hay silencio y soledad. Me así a los barrotes, contemplando el interior, como un prisionero de su libertad que necesita abandonarla para tomar conciencia de que nunca aprendió a ejercerla aceptablemente; y recordando la frase de Sartre: “El hombre está condenado a ser libre”, comprendí que las rejas que te impiden entrar son más seductoras que las que no te permiten salir. Pero a veces hay humo sin fuego, y entre esa abstracta niebla interesa aprender que cuando la libertad decide encerrarse no nos corresponde a ninguno romper su candado y toca conformarse con la soledad del destierro, por eso me gustan los caminos y porque siempre me ha parecido muy complicado ser humano, y además injusto porque a mí nadie me dio la oportunidad de escoger otra especie.
No, no hacemos caminos al andar, eso sería una soberbia y don Antonio se merece más respeto. Somos parásitos ocupados en convertir en propios los itinerarios que otros, ellos sí, con las manos destrozadas por los callos —seguramente a punta de algún arma, aunque sobre los perdedores la historia no guarde memoria—, se vieron obligados a desbrozar.
Buscad, buscad vuestra curva, hasta encontrar vuestra cancela, vuestro allí sin nombre, porque a todos nos corresponde alguno en el que dejemos descansar esa libertad que no tenemos ni puta idea de utilizar. Seguid caminando en pos de vuestra Roma, y no penséis en el miedo —porque la verdad acojona—, siempre habrá alguien ocupado en llenar de miguitas de pan la ruta que conduzca a sus intereses.

Oscar da Cunha

16 de mayo de 2015


viernes, 1 de mayo de 2015

ATASCADO EN EL OJO DE LA AGUJA

Dicen que después de la tempestad siempre llega la calma. Y es entre borrascas cuando el alma se serena, cuando los pensamientos dejan el alboroto y, con un suave balanceo parecido al de esos pétalos que nos regala el magnolio, se depositan en la parte más alcanzable de nuestra imaginación, cumpliendo la función que tienen destinada, llenar de su perfume —porque no hay idea carente de su propio aroma—, esos vacíos de olor que el temporal —porque las tempestades se alimentan de nuestros olores cuando a éstos les ha vencido la fecha de caducidad— ha producido. Y entre la serenidad que proporciona esa algarabía de esencias es cuando hablo con él.
         No sé quién es; jamás me ha dicho su nombre, aunque conozco a mucha gente que se lo ha puesto; incluso en ocasiones dudo que exista y tenga que conformarme, una vez más, con un juguete al que mi fantasía le da cuerda para evitar admitir que incluso conmigo termino discutiendo. Sólo me sorprende esa parte de misterioso acomodo que me hace oírlo cuando nada suena. Nunca está cuando lo llamo, no se molesta por enfriar el clavo al que a veces me agarro, y en absoluto me consuela en esos momentos en los que a los hombres también nos da por llorar. Él es mi él de los momentos despejados, de cuando no lo necesito y en vez de espantar moscas dejo mi rabo tranquilo. Cuando, como en la foto, me siento en la orilla intentando adivinar dónde termina el mar y comienza el cielo. Porque ese cielo que yo veo no es infinito, y no me importa porque tampoco lo necesito tan grande. Sólo los ambiciosos sueñan con un cielo mayor que el que abarca su mirada y un mar que les lleve hasta el fin del mundo para también conquistarlo. Yo soy más de andar por casa, me bastan las estrellas con las que ya me tuteo y sólo una luna, esa luna presumida que, por partes, se va haciendo una limpieza de cutis para mostrarse, cada veintiocho días, radiante, y que no entiendo para qué, porque no tiene competencia. Con el mar…, con ese soy más exigente, porque sé que algún día, cuando ya no necesite brújula, me orientaré en su otra orilla. Y por eso también le hago la pelota bailándole sus olas, por eso lo quiero grande, que no inmenso, para que mi último viaje dure pero no sea eterno, porque hay una parte de ese instinto con el que nacemos todos los animales que me lleva a pensar que la eternidad tiene que ser muy aburrida.

         —Hola, ¿otra vez solo?
         —Eso buscaba —respondo—, pero siempre me rompes la tranquilidad. Eres la mosca cojonera de mis momentos más íntimos.
         —Es lo que tiene ser yo. También me aburro, no creas.
         —Permíteme una pregunta, ¿el coñazo, me lo das sólo a mí o juegas a esto con todo el mundo?
         —Con todos lo intento, pero muchos no me escuchan. Quizá tampoco me oigan.
       —Será porque de habitual el sordo eres tú. Yo veo a mucha gente que te llama. ¡Joder, si hasta algunos piensan que les vas a salvar la vida! Pero ellos no reciben respuesta.
         —De eso yo no tengo la culpa. El problema es que se habla demasiado de mí, y al final terminan dándome más importancia de la que tengo. A ver si aprendéis de una puñetera vez a ocuparos vosotros mismos de vuestros asuntos. Si lo hubiese sabido…
         —Oye, ¿eres tú el responsable de todo esto? —pregunto. No hago ningún gesto porque a diferencia de mí, que no lo veo, pienso que él no se molesta en mirarme.
         —¿A qué te refieres?
        —A todo, a esto que llamamos vida, mundo…, ya sabes, lo que hay por aquí, guerras, odio, religiones, hambrunas, terremotos, violencia… ¿sigo?
         —¿Y tú que crees?
        —No lo sé, tengo mis dudas, pero lo que veo es una autentica chapuza.
       —Fue mi primer intento, reconozco que me quedaron unos cuantos flecos sueltos.
         —O sea que aún estabas en prácticas y se te ocurrió la idea. Pues nos has jodido bien.
         —También hay cosas buenas, no exageres.
         —Sí, el ajoarriero, pero eso es cosa nuestra. Yo, a ti te sitúo en la cultura del pelotazo.
         —¿Lo dices por lo del Big Bang? —me pregunta.
         —No, más bien me inclino a pensar que tú si tiraste la primera piedra, y ahora escondes la mano.
         —Podría destruirlo todo con un solo movimiento de esa mano.
         —Para eso no nos haces falta, ya lo estamos haciendo nosotros por fascículos, cualquier día completaremos la enciclopedia y seguro que algún idota le pone uno de tus nombres.
         —Lo que no entendéis es que a veces escribo con renglones torcidos.
         —¡Bah, eres uno más!, hoy en día escribe todo dios.
         —Pero lo cierto es que yo puse la primera palabra.
         —Déjame adivinar, ¿Jodeos, tal vez? Luego, para arreglarlo, añadiste lo de multiplicaos.
         —La verdad es que las cosas no han salido como yo pensaba, lo del libre albedrío quizá fue un error.
         —El error está en que se lo has concedido sólo a unos pocos. Los demás nos tenemos que conformar con elegir el sabor del condón, eso nos da vidilla con tal de no aportar más carne a este paraíso envenenado.
—Lo siento, hago lo que puedo, yo no soy un servicio público.

No, el cielo que yo veo no es infinito, porque de serlo no sería capaz de comprenderlo y en la ignorancia dejaría de ser mío. Y de él, de mi él, ya os dicho que no sé quién es y prefiero que siga sin rompérseme el juguete, porque en la duda todo es posible y sólo conozco a una especie capaz de lograr lo imposible, como componer la más extraordinaria de las sinfonías con una profunda sordera o, como Hellen Keller prescindir de los sentidos más importantes —la vista y el oído—, para escribir “La historia de mi vida”. Por eso, y por otras cosas que viven en la parte más retorcida de mi irrealidad, continúo atascado en el ojo de la aguja.

Oscar da Cunha
1 de mayo de 2015