…Y yo tuve la suerte de pacer en un
pueblo. Poseía el aforo necesario para llenar tres o cuatro cines, pero de los
de verdad, con platea, anfiteatro, barquillero en la entrada y películas de
Marisol. No teníamos relojes por las calles y, por lo menos en la mía, sabíamos
que eran las cinco cuando desde el tercero sonaba: ¡Butaanooo! Y la ventana de la
Celes era más precisa que cualquier termómetro municipal, a partir de los
veinte grados, Spanish Eyes en
versión de Al Martino, saltaba por
ella declarando oficialmente inaugurada la temporada de playa.
Recuerdo la tienda de electrodomésticos,
en el paseo de la Avenida, con más público entregado delante del cristal que en
el propio Maracaná, cuando el propietario, los domingos por la tarde a la hora
del partido dejaba la Vanguard en
blanco y negro encendida. Y todavía puedo ver a mi perro, Dandi, que cada día
recorría, con esa puntualidad inglesa que dominaban los callejeros —porque en
aquella época los perros no necesitaban tener raza— las cinco esquinas que llegaban
hasta la puerta de mi escuela, para recordarme que en la familia no se comía
hasta que la mesa estuviera completa.
No, mi pueblo no tenía misterios.
Podías recorrer sus calles sabiendo que, como en el pasillo de casa, ninguna puerta
estaría cerrada y detrás de cada una habría una cara conocida. En la explanada
del centro sólo crecía la hierba en los días de lluvia, porque en los otros,
los de mi edad que por aquél entonces éramos mayoría, pateábamos cada uno de
los rincones que los de la quinta anterior también habían heredado. El de las
canicas, ese me gustaba por los entresijos de sus agujeros. En el de las
peonzas, que era plano y estéril como una pista de hielo para bailarinas de
madera, el agujero más cotizado era el de las monedas de dos reales con las que
reteníamos la cuerda entre los dedos. Pero el más pretendido era el de las
carreras de chapas, cuya meta procurábamos acercar hacia el de la rayuela donde
jugaban las chicas, todavía inconscientes, ambos, de que los dos polos de un
imán se atraen más por química que por las leyes de la física.
Los sábados eran especiales, llegaban
al mercado esos señores que nos parecían tan raros porque sonreían en otro
idioma y nos dejaban ver aquellos coches impresionantes, de marcas que solo
conocíamos por las colecciones de cromos, y con matrícula de Francia que en
aquellos tiempos estaba en la otra parte del mundo, aunque la frontera empezara
donde terminaba la calle más al norte del pueblo.
Recuerdo el tañido de la campana del
reloj de la iglesia que no se interrumpía durante las noches porque, por la
noche, las conciencias estaban ocupadas en dormir. Y recuerdo que teníamos
pocas cosas porque había pocas cosas para tener, y aún menos para necesitar.
Pero nos teníamos los unos a los otros y recuerdo que si no lo era, si era lo
más parecido a la felicidad. Gracias a esa sensación de que, hicieras lo que hicieses,
acertaras o te equivocases, estabas rodeado de vecinos que eran de tu familia
y, por muy complejo que resultase adivinar el a veces imposible parentesco, se
sentían involucrados con las lágrimas y risas de aquellos enanos impertinentes
a los que, ellos sí, estaban comprometidos a concederles un futuro.
No, no era un pueblo en el que
destacase ningún monumento en especial, pero hoy, debería erigirse uno especialmente
dedicado a cada uno de aquellos que allí estuvieron y tanto echo de menos.
Porque consiguieron una gran hazaña, crear una comunidad en la que todos, a
pesar de nuestras diferencias, nos sintiéramos iguales.
Muchas veces intento volver a mi pueblo
pero ya no está. Han escondido los cines en la esquina más desdeñada del centro
comercial que ha sustituido al mercado; y para cuando me acerco a la taquilla,
ya no recuerdo si la película que he escogido se está proyectando en la sala
treinta y seis o en la veintinueve. Me saludo con muy pocos porque ya todos
somos desconocidos y cada uno vive encerrado tras una puerta con siete llaves.
Han puesto relojes por las calles, relojes que nadie necesita porque nuestras
vidas se han llenado de aparatos empeñados en recordarnos que ya no tenemos tiempo
para los demás, que se han convertido, tristemente, sólo en esos demás que
además son diferentes, incluso si pertenecen a nuestra propia familia que ya no
espera a nadie para celebrar la mesa a la misma hora. Las campanadas del reloj
de la iglesia ya no suenan de noche, lo aconsejan todos los médicos, no se
deben mezclar con los antiansiolíticos. Ya no veo perros que vayan sueltos para
recoger coleando a sus colegas a la salida de la escuela, porque, a los
chavales, alguien se ha encargado de convencerles de que el modelo de maquinita
que todavía les falta da más alegrías que una vida; y a los perros, sólo les
permiten acompañarles, atados y cabizbajos, hasta la puerta de entrada del
psicólogo. Y en esa calle del norte del pueblo quitaron la frontera para que
nadie se diera cuenta de que, cada día, todos estamos más alejados a pesar de
que ya desgastemos las ruedas de los mismos coches y agotemos las posibilidades
de la misma moneda. Mientras que la explanada del centro murió para convertirse
en una plaza de diseño que, como todo lo de diseño, luce mucho pero no sirve
para nada porque en estos tiempos todo se diseña para prohibir que ahora queda
mucho más flamante que tolerar. Lo único que sigue congregando multitud es la
tienda de electrodomésticos, que ya no vende televisores sino falsas esperanzas,
porque se ha convertido en la oficina del paro. Y por la ventana de la Celes ya
no asoma ninguna canción, pero me temo que los auriculares y los teléfonos
inteligentes tienen tanta culpa como las ya varias generaciones de atunes que estamos
dejando de comunicarnos porque nuestros sentidos se han sometido a darle la
espalda a toda realidad que no se asome a través de ellos. Y no me sorprendería
que en cuanto terminen las últimas lluvias nos informen de los horarios en los
que se enciende el aire acondicionado de la playa, y eso, ni a Al Martino ni a mí, nos anima a iniciar
la temporada.
No, ya no puedo volver a mi pueblo más
que a través de todas las sensaciones que se quedaron para siempre en mi
memoria. Y me veo condenado a conformarme con aquellos recuerdos de esa Ítaca
que yo, en lo que me haya correspondido, también habré contribuido a convertir
en un lejano sueño que no supimos conservar. Porque los humanos somos esos
bichitos convencidos por gracia divina de que cuanto tenemos, cuando tenemos
algo, nos ha sido concedido para siempre; y ninguno nos paramos a pensar que el
bienestar, la felicidad y otras propinas de la vida siempre vienen con libro de
mantenimiento.
Oscar
da Cunha
21
de mayo de 2015
Hoy solo tengo onomatopeyas para ti: plas, plas, plas, plas. Me pongo el sombrero y te recuerdo que me debes dos "cleenex". Un abrazo, hermano.
ResponderEliminarEn dos cleenex no sé si habrá espacio para anotar todo lo que te debo.
ResponderEliminarLa capacidad de llevarme a los recuerdos de mi niñez es muy grande en este excelente texto. Solo los que hemos vivido podemos apreciar lo que nos dejamos por el camino. Un abrazo muy fuerte
ResponderEliminarOtro para ti de vuelta, Txentxo. Y gracias por permitirme viajar acompañado.
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