domingo, 22 de mayo de 2016

AMANECER

            Me admiran porque, durante mi silencio, escondo los misterios de la noche. Observo, mientras espero turno, la oscuridad del cielo, y a esos agujeros donde la tiniebla no cae les pongo nombre. Me creen heredero de una dinastía de iluminados, el último superviviente de aquellos que, habiendo conocido el caos, interpretaron el movimiento de esos ojos de fuego cuando decidieron establecer un orden para conseguir el usufructo de cada versículo de firmamento.
            Me admiran cuando dibujo sobre el suelo, durante esos instantes en los que no se me puede negar el poder, lo que los demás rechazan cuando llegan las sombras porque son temerosos de mirar más allá de lo que sus antorchas alumbran. Me respetan porque yo he nacido con el privilegio del valor, que nunca confesaré que es desvergüenza, para haber planificado el boceto de la primera pirámide, donde todo inició su camino hacia la luz. Y me deslizo entre inconscientes siendo yo un conspirador. Pero como me admiran, preferirían inclinar el suelo antes de admitir que ese monumento a su ceguera está escorado por mis caprichos diarios. Y aun así me siento orgulloso. ¿Acaso se puede pretender más del simple ejercicio de la presencia?
            Nací cuando no existía la palabra y en cada lenguaje enseñé a las especies a interpretar mi nombre. Algunos aprendieron a temer mi llamada, pero los más a esperarla con esa ansiedad que ahuyenta al miedo. Para algunos soy la inspiración y no puedo evitar que otros vean en mí al mejor compañero con el que expirar. Y sólo tengo un rival que no es más que la otra cara de yo mismo.
            Y aunque algunos me acusen, ¿cómo no resultar vanidoso? Utilizan los mil rostros con los que aparezco para estampar en ellos una firma que realce la importancia de ganarse esquina en un museo. Me cantan por las calles y en las tabernas, y en las plazas encienden fuegos para bailar amañando la baraja y celebrar que por una noche haya vencido a la oscuridad. La historia siempre me ha esperado, durante la guerra para comenzar la batalla y en la paz para terminar la cosecha. Pero nunca conseguirán llegar con palabras hasta donde siento. A veces, esperanza porque esa niña haya madrugado para ver cómo le devuelvo un padre que ayer decidió dejar de ahogarse en la última botella de licor. Otras, compasión por el moribundo que invierte las fuerzas que le están prestando en suero para levantarse de la cama y no marcharse al mundo del que vengo sin la promesa de reincidir. Y las más, tristeza por los que no ven en mí la oportunidad de saberse hermanos de quienes me han esperado entre cartones.
            Ahora que recuerdo… De entre todos mis recuerdos nunca olvidaré cómo siempre me recibían, era su liturgia diaria. Sentados en el mismo banco bajo la farola, ilusionándose al ver que su luz se difuminaba porque llegaba yo, cada día con un poco de adelanto utilizando la primavera por excusa. Me saludaban, y apoyándose en una vida que se les escapaba entre las manos salían del parque arrastrando los pies. Hasta que lo vi solo a él, desamparado y decidido a mantenerla en su memoria respetando la ceremonia. Y lloré contagiado por su invierno, y porque en invierno yo también conozco la soledad de los bancos vacíos.
                        Me esforcé como lo hago cuando no soy culpable de olvidar mi traje de gala en el armario, ese por el que el mundo se interrumpe para admirarme, y en aquella ocasión aprendí que hay emociones dentro de las que uno más uno sólo necesitan ser dos sin aditivos. La primera noche juntos y el propósito de despedirla apoyados en la barandilla donde las olas terminan su baile con las sirenas. Los encontré saboreando ese beso en el que es capaz de vivir un verano y con los ojos cerrados durante ese parpadeo por el que se desliza lo que no había hasta convertirse en lo que no puede faltar. Y sonreí ante su desinterés cuando me marché ignorado porque yo también conozco los descuidos que produce el amor, y cuando coqueteo con las diferentes versiones de la vida, olvido los cantos del gallo, resplandores dorados o negros nubarrones, el olor de los campos ayer recién cortados o el salado empuje de la bruma del mar; y me convierto en ruido de trenes o silencios solitarios con olor a café, en malas noticias o en esa presencia de la que acabamos de apercibirnos porque ya no está.
            Me admiran porque aparezco cuando los sueños todavía sobreviven, cuando la mirada se empieza a despertar y es capaz de imaginar un nuevo horizonte, porque la noche a veces es traidora, un laberinto en el que  nos hemos perdido y yo me presento como la puerta de salida. Y porque cada comienzo es renacer, por eso me llaman amanecer.

Oscar da Cunha
22 de mayo de 2016

jueves, 12 de mayo de 2016

ANTES…

            Antes escogía la ropa que me gustaba, ahora también. Eso que llaman moda nunca ha ido conmigo o tal vez haya ido siempre al revés, me reincorporo tarde. Es cuando han retirado de todos los escaparates un estilo que ya se ha aburrido de marcar tendencia cuando yo me pongo a buscarlo. Quizá por eso cada vez que entro en una de las tiendas donde me conocen, me responden antes de que pueda abrir la boca: "no nos quedan". Pero como todo vuelve menos el respeto, espero con angustia mientras mis prendas envejecen para comprobar que regresan, pero con ajustes.
            Antes prescindía de esos discretos y estrechos bolsillos diseñados para guardar las gafas, y ahora que los necesito parece que toda la peña usa lentillas porque yo no los encuentro. Los grandes se han convertido en enormes, y la dependienta te convence con una sonrisa: te cabe una tablet de cuarenta y dos pulgadas. ¿Y en ese pequeñito y con botón, ya me entrará la cartera? —pregunto—. No, cariño, ese es para los auriculares. Y con lo del "cariño" maldigo mi mala memoria, porque la vendedora es un bombón y yo no recuerdo haber intimado con ella. ¡Mira, en este me cabría el móvil! compruebo con alegría, hasta que me doy cuenta de que se trata de un facsímil decorativo y sin uso; y cariño me mira extrañada: pero no te has fijado que todo el mundo camina hablando por la calle, ya nadie los guarda, por eso los hacen sumergibles, con este clima…
            Antes acertaba dónde se encontraba la sección de caballeros, pero se ha impuesto lo unisex, y sacando una camisa del perchero la devuelvo al oír que a la señora junto mi lado se la desaconsejan porque tan amplia no le va a marcar el Wonderbra. El encargado de turno me indica dónde está la promoción de ropa interior, que por cierto a mi pareja le encanta —me apunta—. Ya pero a mí esos dibujitos…, es que soy muy clásico —le digo por no resultar impertinente—, ya entiendo que a ellas les guste vernos… Y con un vozarrón que me hace descubrir dónde fue a parar la reencarnación de Pavarotti me interrumpe afirmando que en su casa, ella, se llama Manolo.
            Cambio a la sección de pantalones. Antes estaban organizados por modelos, tallas y colores, pero me encuentro con un apilado amasijo clasificado por rotos, deteriorados y destrozados. ¡Vaya, por fin unos vaqueros con menos agujeros que los míos! Y al desplegarlos se descuelga la etiqueta con el precio. Los números no son grandes pero sí muchos, excesivos, y entiendo para qué sobre la estantería hay un Ventolín a disposición de los clientes.
            Decidido, me dirijo con algo en la mano hasta la zona de probadores, y recuerdo con nostalgia aquellas cabinas íntimas, con puerta,  espejo incluido y colgadores. Ahora, unas exiguas cortinillas y dejas la ropa colgada de las barras que las sujetan. Te pilla medio despelotado, ella también, una muchacha que ha echado mano de la chaqueta, mi chaqueta favorita, la que me acabo de quitar, y sin pudor abre la cortinilla: ¡Jode, tío, me la vendes! El sábado tengo una fiesta y quiero ir de vagabunda.
            Antes comprabas, pagabas y te largabas; ahora no te dejan. ¿Tienes ya la tarjeta de socio? Te puedo hacer una VIP (Volverás Imbécil Pringao). No, gracias, voy con prisa, le suelto, pero ella no suelta la bolsa. Vas acumulando puntos con cada compra y tienes unos magníficos regalos —insiste como si la hubieran entrenado en el Cuerpo de Infantería de Marina—. Mira, a partir de ochocientos puntos te regalamos unos calcetines y con… ¿Y por esto que he comprado? (En el ticket veo que me han soplado ciento ochenta euros, y creo que al final en vez del pantalón me llevo el tanga de la chica del probador contiguo) ¡Huy, pues ya tienes dos puntos!
            Antes salías de cualquier tienda y te tomabas un café, ahora me pido una tila con un chorrito de absenta.
            Antes las cosas eran diferentes, ahora el diferente soy yo.
Oscar da Cunha

12 de mayo de 2016