Me
admiran porque, durante mi silencio, escondo los misterios de la noche. Observo,
mientras espero turno, la oscuridad del cielo, y a esos agujeros donde la
tiniebla no cae les pongo nombre. Me creen heredero de una dinastía de
iluminados, el último superviviente de aquellos que, habiendo conocido el caos,
interpretaron el movimiento de esos ojos de fuego cuando decidieron establecer
un orden para conseguir el usufructo de cada versículo de firmamento.
Me
admiran cuando dibujo sobre el suelo, durante esos instantes en los que no se
me puede negar el poder, lo que los demás rechazan cuando llegan las sombras
porque son temerosos de mirar más allá de lo que sus antorchas alumbran. Me
respetan porque yo he nacido con el privilegio del valor, que nunca confesaré
que es desvergüenza, para haber planificado el boceto de la primera pirámide,
donde todo inició su camino hacia la luz. Y me deslizo entre inconscientes siendo
yo un conspirador. Pero como me admiran, preferirían inclinar el suelo antes de
admitir que ese monumento a su ceguera está escorado por mis caprichos diarios.
Y aun así me siento orgulloso. ¿Acaso se puede pretender más del simple ejercicio
de la presencia?
Nací
cuando no existía la palabra y en cada lenguaje enseñé a las especies a interpretar
mi nombre. Algunos aprendieron a temer mi llamada, pero los más a esperarla con
esa ansiedad que ahuyenta al miedo. Para algunos soy la inspiración y no puedo evitar
que otros vean en mí al mejor compañero con el que expirar. Y sólo tengo un
rival que no es más que la otra cara de yo mismo.
Y
aunque algunos me acusen, ¿cómo no resultar vanidoso? Utilizan los mil rostros
con los que aparezco para estampar en ellos una firma que realce la importancia
de ganarse esquina en un museo. Me cantan por las calles y en las tabernas, y
en las plazas encienden fuegos para bailar amañando la baraja y celebrar que
por una noche haya vencido a la oscuridad. La historia siempre me ha esperado,
durante la guerra para comenzar la batalla y en la paz para terminar la
cosecha. Pero nunca conseguirán llegar con palabras hasta donde siento. A
veces, esperanza porque esa niña haya madrugado para ver cómo le devuelvo un
padre que ayer decidió dejar de ahogarse en la última botella de licor. Otras,
compasión por el moribundo que invierte las fuerzas que le están prestando en
suero para levantarse de la cama y no marcharse al mundo del que vengo sin la
promesa de reincidir. Y las más, tristeza por los que no ven en mí la
oportunidad de saberse hermanos de quienes me han esperado entre cartones.
Ahora
que recuerdo… De entre todos mis recuerdos nunca olvidaré cómo siempre me recibían,
era su liturgia diaria. Sentados en el mismo banco bajo la farola, ilusionándose
al ver que su luz se difuminaba porque llegaba yo, cada día con un poco de
adelanto utilizando la primavera por excusa. Me saludaban, y apoyándose en una vida
que se les escapaba entre las manos salían del parque arrastrando los pies. Hasta
que lo vi solo a él, desamparado y decidido a mantenerla en su memoria respetando
la ceremonia. Y lloré contagiado por su invierno, y porque en invierno yo
también conozco la soledad de los bancos vacíos.
Me esforcé como lo hago cuando no
soy culpable de olvidar mi traje de gala en el armario, ese por el que el mundo
se interrumpe para admirarme, y en aquella ocasión aprendí que hay emociones dentro
de las que uno más uno sólo necesitan ser dos sin aditivos. La primera noche
juntos y el propósito de despedirla apoyados en la barandilla donde las olas terminan
su baile con las sirenas. Los encontré saboreando ese beso en el que es capaz
de vivir un verano y con los ojos cerrados durante ese parpadeo por el que se
desliza lo que no había hasta convertirse en lo que no puede faltar. Y sonreí
ante su desinterés cuando me marché ignorado porque yo también conozco los
descuidos que produce el amor, y cuando coqueteo con las diferentes versiones
de la vida, olvido los cantos del gallo, resplandores dorados o negros
nubarrones, el olor de los campos ayer recién cortados o el salado empuje de la
bruma del mar; y me convierto en ruido de trenes o silencios solitarios con
olor a café, en malas noticias o en esa presencia de la que acabamos de apercibirnos porque ya no está.
Me
admiran porque aparezco cuando los sueños todavía sobreviven, cuando la mirada
se empieza a despertar y es capaz de imaginar un nuevo horizonte, porque la
noche a veces es traidora, un laberinto en el que nos hemos perdido y yo me presento como la
puerta de salida. Y porque cada comienzo es renacer, por eso me llaman amanecer.
Oscar da Cunha
22 de mayo de 2016