viernes, 13 de noviembre de 2020

Una raya azul

La culpa de este lío en el que ando enredado la tuvo Marina. Me parece increíble no recordar el color de sus ojos. Por lo visto yo también era uno de esos tipos que se fijaban más en el cilindro de las motos que en sus faros; y ahora que el tiempo se me ha venido encima me preocupan los asientos.
Marina iba para pintora y a mi me daba igual hacia donde ir. Cosas de los setenta cuando ya estaban casi gastados y pensábamos que más allá de Pink Floyd sólo quedaría Bach para los funerales.
El caso es que con aquel curso de pintura pensé que me iba a ahorrar una pasta. Ya ni sé cuantos barriles de gin-tonic llevaba invertidos y Marina no se ponía. Hace poco he vuelto a saber de ella y lleva años felizmente casada con una tal Edurne; pero antes esas cosas se guardaban en el bolsillo pesetero de los Levi´s. 
El estudio del maestro me pareció perfecto: pequeño y con una luz rara, de las que te dejaban con más ganas de mirar. Uno de esos sitios donde podías confundir el pelo de los pinceles sin que te dieran un tortazo. Estaba justo a la derecha de una marisquería; y todo el mundo sabe que, al marisco, cuando le da por oler, siempre tira hacia la izquierda que es de donde vienen las mareas en el Cantábrico.
     Me apunté. Está claro que nadie da clases de algo en lo que hubiera podido triunfar, pero el maestro había convencido a Marina por un flanco que yo desconocía. Ya me habían advertido sobre ese rollo de que cuando se te cierran las puertas para que se te abran las ventanas tú te puedes perder en la corriente. En aquella época yo estaba por encima de los vientos.
     Dos intensas semanas después, cuando a la vieja escoba del taller ya no le quedaban recursos para descubrirnos más sombras, perfiles ni contraluces y en el suelo había más peligro que en una alcantarilla romana, el maestro se vino arriba y nos pidió que pintáramos el mar; como si el mar aún fuera capaz de soportar más desastres.
     Fueron días violentos para los tres alumnos del curso: Marina y yo y dos más, y cada uno naufragó a su manera. Recuerdo que yo estaba retocando mis sardinas en topless cuando el maestro decidió que había llegado el momento de demostrar por qué aquel curso no era gratis; y tampoco iba de pintura.
   Una a una, y en silencio, desmontó nuestras catástrofes de los caballetes y las dejó en la esquina de donde no se deben de haber movido. Cogió un lienzo en blanco, era un 60 por 73 y lo colocó, apaisado, en el centro del taller. Con pulso firme trazó una raya azul y tiró el pincel al suelo.
    Sólo una raya azul.
  Sólo una raya azul, pero allí estaban todos los mares con sus historias y sus promesas.
   Retrocedió dos pasos, nos observó, apuntó con la mano abierta y disparó hacia su obra.
  —El principio de todo es conseguir que el espectador necesite nadar ahí.
   Hizo algo de teatro para llegar hasta la puerta del estudio. La abrió, y antes marcharse y dejarla abierta para siempre…
 —Cada pincelada añadida tendrá que excitar los empeños por ahogarse en el abismo o volver a tierra. No os conforméis con los mirones.

Yo sé que hay una raya azul.


Oscar da Cunha
Viernes 13