martes, 23 de abril de 2013

DE PAPEL Y TINTA (23 de abril Día Mundial del Libro)

  Todos los sábados a mediodía le hago una visita cuando ya está a punto de cerrar el chiringuito. Siempre entro por la puerta de atrás, la que da al portal; ya me conozco las costumbres de Manolo, y le gusta dejar las estanterías perfectamente ordenadas y pegarle una pasada al suelo con el mocho. Mientras despacha los últimos periódicos a los clientes rezagados por el ventanuco que asoma al corredor aprovechamos para intercambiar opiniones. Manolo y yo compartimos ese afecto por el olor de la tinta sobre el papel, por el placer de pasar las hojas suavemente, como si cada libro fuera un incunable que debemos devolver impoluto después de haberlo examinado con guante blanco. Pero también compartimos la técnica de la disección en cada ejemplar que pasa bajo el tamiz de nuestra mirada. Notas en los  bordes, paginas dobladas, acotaciones con pestañas de colorines, párrafos destacados con el rotu fosforito. Nosotros dos pertenecemos a esa especie de lectores para los que cada libro es un  mundo por descubrir, y no renunciamos a dejar nuestra huella personal en esos fragmentos que definitivamente pasan a integrarse en nuestra particular biblioteca intelectual.
  Lógicamente, cada uno tiene sus gustos y sobre colores no valen dogmas por muy bien escritos que estén. A veces, juntamos nuestras espadas para defender o criticar una obra; otras, los aceros entrechocan y nos enredamos en una discusión acalorada pero respetuosa. Esos mediodías de sábado nos convertimos en raciones de Murakami, Ruiz Zafón, Marías, Stendhal, Cortazar… Son momentos que huelen a satisfacción, a camaradería, a complicidad por tantas horas en soledad con la única compañía del papel impreso, del negro sobre blanco que transforma en colores nuestros sueños, en ambiciones las conquistas leídas, en ignorancia de lo que nos queda por descubrir y en satisfacción por el reencuentro con sentimientos que dormitaban en nuestro interior.
  En ocasiones, cualquiera de los dos se convierte en el viejo profesor con el reproche por la obra no leída, en trasmisor de novedades, o en descubridor de secretos guardados en viejos ejemplares que nunca nos habíamos decido a desempolvar. Son conversaciones llenas de esperanza, a veces, por ese nuevo alquimista de las letras que empieza su carrera; de nostalgia, otras, por el viejo filósofo del que nunca dejaremos de aprender pero cuyo legado ya quedó completamente impreso. El libro, esa metamorfosis de las palabras en ideas, esa celulosa hecha papel pigmentada por el colorante usado en la tinta grabada, es nuestro punto de unión, nuestra cámara secreta, fuera de ella somos dos individuos absolutamente diferentes. A él, al libro, le debemos nuestra amistad, por él nos conocimos y a ambos se nos encoge el corazón cuando lentamente vamos viendo que por muchos factores acumulados, en su chiringuito, las estanterías van dejando espacio libre a modernos diseños de artilugios de oficina, expositores con llaveros de colorines y accesorios informáticos. Manolo se tiene que ganar la vida, como todos, y el clásico formato que durante siglos ha sido el camino por el que ha transitado  la divulgación del pensamiento, la fantasía y la cultura, está perdiendo la batalla. La crisis, la televisión, las nuevas tecnologías, o simplemente la velocidad a la que nuestra sociedad nos impulsa a vivir hacen que cada vez seamos menos los románticos que nos paramos delante del escaparate de una librería y entremos a la búsqueda de ese bloque de hojas de papel encuadernadas y protegidas por tapas, con cuya compañía vamos a pasar unas horas pero cuyo legado permanecerá por siempre en el disco duro de nuestra memoria.
  Desde sus orígenes el hombre ha sentido la necesidad de plasmar el conocimiento, su realidad o su fantasía para garantizar la continuidad de la información a las generaciones venideras. Del mismo modo que ya no leemos en las paredes de las cuevas rupestres, el libro impreso despertará la admiración, en los museos, de las generaciones venideras, pero la humanidad seguirá avanzando y quizás, en un futuro, a lo que nosotros llamamos libro no será más que un holograma generado en el espacio con un sencillo proceso trasmitido por nuestro cerebro. Al cabo, la finalidad será la misma, pero prefiero no imaginarme “El retrato de Dorian Gray” como un conjunto de signos que flotan virtualmente delante de nuestros ojos mientras Manolo y yo esperamos, con las manos en los bolsillos, en la parada del autobús.

© Oscar da Cunha

23 de abril de 2013

viernes, 12 de abril de 2013

EN UN PUEBLO (dedicado a Paz Risueño)

  Una vez más mis tribulaciones laborales me llevaron por caminos perdidos, montes donde se esconde el búho, donde el lobo aún acecha desde las alturas, donde el carnero  te regala con esa mirada atávica el recuerdo de fiestas en las que su presencia convertía el fuego en hoguera de pasiones; carreteras con pueblos que no desean aparecer en los mapas porque sólo viven en el corazón de sus paisanos. Esta vez me perdí y el GPS hacía rato que había tirado la toalla.
  La calle principal, la única del pueblo, estaba desierta. Paré junto a la fuente por cuyo caño el agua que manaba era tan diáfana que sólo podía palparse, agua que únicamente el ojo del halcón es capaz de ver.
  Bajé del coche y empecé a caminar sobre los centenarios adoquines. Pese al silencio había vida, noté el contacto de ocultas miradas que tras las cortinas no se afrentaban con la visita del extranjero. Desde casi medio pueblo pude verlo, sentado sobre el murete de piedra de la iglesia, junto a la estela con la cruz en cuyas puntas los cuatro círculos evocan el misterio de la vida. Aguantó impávido mi mirada mientras me acercaba a él. Tendría apenas… diez, quizás once años, nunca soy capaz de acertar la edad de un chiquillo y no lo entiendo porque yo también una vez lo fui.
  —Hola, creo que me he perdido —fue mi tarjeta de presentación—. ¿Cómo se llama este pueblo?
  —No sé —me contestó sin apartarme su mirada.
  —¿No eres de aquí?
  —Sí —contestó. Ya estoy habituado a distinguir la timidez de la indiferencia, era lo segundo.
  —¿Cómo te llamas? —Empecemos por el buen camino, me dije.
  —Pedro, pero todos me llaman Pedro.
  —Bueno, es lo normal, yo me llamo Oscar y es el nombre que uso.
  —¡Aquí no! —me soltó—. Matarranas se llama Raúl, y a Pedoflojo su madre le dice Alberto.
  —¿Qué iglesia es ésta? —pregunté.
  —No sé, la iglesia.
  —¿A que virgen o santo está dedicada?
  —¿Qué es dedicada? —me lo soltó con gesto extrañado. Hace tiempo que también aprendí a distanciar la indiferencia de la ignorancia.
  —¿Por qué no estás en el colegio? Son las once la mañana, supongo que Matarranas y Pedoflojo estarán en clase. —Intégrate Oscarin, me dije.
  —¿Qué es colegio? —Ahora sus ojos lo delataron, el chiquillo empezaba a mostrar curiosidad.
  —Oye, ¿no hay personas mayores en este pueblo?
  —¿Viejos? 
  —¡Mayores! —insistí—. Adultos.
  —¿Qué son adultos?
  —Pues como yo, que no soy ni un niño ni un anciano.
  —¡Ah! Esos están por ahí, trabajando el campo —señaló hacia atrás levantando su mano por encima de su cabeza.
  —¿Y los demás?, los niños, los mayores ¿qué hacéis?
  —Esperar —Esta vez la mueca de sus labios y el gesto de sus hombros compusieron una sombra amarga sobre la pared de la iglesia.
  —¿A quién esperáis?
  —A ella, la que sabe, la que enseña a los viejos, la que ayuda a los niños. Dicen que si no ha venido es porque no puede estar en todos los pueblos, pero yo creo que es una leyenda, como tantas que hay por aquí sobre brujas.
  —¿Esperáis a una bruja? —le pregunté con una cómplice sonrisa.
  —Si, pero ella no es como las demás, es blanca. Por eso le llaman la Blanca, pero no recuerdo su nombre —Esta vez el brillo en la mirada del niño proyectó sobre la iglesia una sombra dulce, inocente.
  —Yo conozco a una así —Con un gesto cariñoso le alboroté su pelo rizado y di media vuelta para marcharme—. Le llaman Paz la Blanca.
  —¡Ese es su nombre, Paz la Blanca! Ahora recuerdo la leyenda, dicen que con ella no hay días sin sol, ni mañanas sin sonrisas. Y por las noches pasa por todas las casas, a los niños nos cuenta un cuento y a los viejos les ayuda para que vuelvan a ser niños —con los ojos como ruedas de molino me preguntó—. ¿La conoces?
  —Sí, es amiga mía —exclamé alejándome ya de la iglesia.
  —Entonces, ¿es verdad que existe? —No hace falta que os diga que la palabra de un niño es irresistible cuando le inunda la esperanza—. ¿Le dirás que venga? Aquí la esperamos todos.
  —Te lo prometo, pero la Blanca está muy ocupada y…
  —¡Has hecho una promesa! —me gritó mientras me alejaba.

  Me subí de nuevo al coche y antes arrancar me quedé pensando unos instantes. No me gusta incumplir mis promesas y sólo se me ocurre una manera…

Oscar da Cunha

12 de abril de 2013 
  

domingo, 7 de abril de 2013

MIENTRAS DUERMES, Y YO PENSANDO

  —No sé si alguna vez te ha ocurrido, me miro y no me reconozco. Han pasado más de veintisiete años. ¡No! quizá veintiocho pero fue ayer. Sí, ahora lo recuerdo, fue ayer.
  »Tú tenías…, poco menos que ahora. Acaso un par de arrugas menos. ¡Espera! ¡No! Sólo una menos, es la misma, la que nace dos veces, una en cada extremo de tu mirada. Sí, ahora la veo, es la misma y tiene nombre. Siempre aparece cuando sonríes.
  »¿Yo también la llevo?
  »Pero la mía tiene más compañeras. Una de ellas fue por…, ya sabes. ¡Cuanta felicidad nos regaló!
  »¡Claro que hay más! Pero de las otras sólo importa una. Sí, la de abajo es la más reciente y todavía no se ha consolidado.
  »¿Cuánto tarda en cicatrizar una arruga? Ya me quedé sin lágrimas para recorrerla. Tú en cambio la lloraste por dentro, duele sin sal. Es curioso la sangre es dulce. ¡Qué lágrimas tan diferentes!

  —Fue ayer, incluso recuerdo la hora. Tú también. Esa hora mágica que nunca marcan los relojes. Agujas que parten del centro del corazón y siempre sonríen.
  »No es la misma sensación, será por eso que no me reconozco. ¿A ti también te pasa, verdad?
  »¿Cuántos caminos se pueden recorrer en veintiocho años? Aún recuerdo el primer cruce, tú tuviste más decisión y yo con mi manía de darle cien vueltas a cada paso. De lo que no llevo la cuenta es de los errores desandados. ¡Para qué! Nadie va a contar las pisadas que dejamos marcadas y el polvo que levantamos se lo llevó el viento de cada amanecida.
  »Siempre viendo salir el sol juntos. ¡No! Aquella noche la tormenta te despertó antes del alba y te asustaste. Bajaste a la habitación de abajo, allí retumban menos los truenos y yo estaba soñando contigo. ¿Para qué despertarme?

  —No, no es la misma sensación que ayer. Nos enfrentábamos a dos mundos desconocidos, ahora ya tenemos pasado. Miro hacia atrás y no me reconozco, queda sólo un futuro por descubrir, ni el tuyo ni el mío. Ya no somos dos, en física le llaman fusión, pero lo nuestro siempre fueron las letras y en ese capítulo se llama amor.
  »La de espinas que se nos han clavado en estos años, pero tú me enseñaste desde el principio a no quejarme. ¿Cuántos jarrones hemos llenado de rosas? Su olor aún se mantiene. ¿El dolor? Juntos es más apasionado también lo aprendí de ti. 
  »¿Y el viento? Me empujabas a buscar carreteras perdidas, te sigue gustando despeinarte sin el casco.
  —¿Cuánto vive una Vespa? —me solías preguntar.
  —Lo mismo que un romance, y ahí la tienes. ¡Vale hice trampa y una vez la pinté! ¿Y lo nuestro? ¿De cuantos colores le hemos dado una mano?

  —No sé si alguna vez te ha ocurrido, me miro y no me reconozco. Han pasado más de… pero no son las arrugas, porque fue ayer. En mi sólo veo la mitad de lo que hemos recorrido y ahora tengo cuatro manos y un sueño compartido.

 »¡Enséñame esa arruga! La que tiene nombre, la que nace dos veces y aparece cuando sonríes.

Oscar da Cunha
7 de abril de 2013