Hay una
soledad que envuelve la pequeña caleta. Barcas dormidas bajo poca luz y a la
calma se le añade el sosegado murmullo del Mediterráneo en la orilla. Supongo
que el olor a pino es intenso para conseguir atravesar el humo de mi
cigarrillo. Los coches que he visto en el aparcamiento deben de formar parte de
la decoración del hotel; justo avanza ya la medianoche y siento que soy el
único habitante en el silencio de este delicado equilibrio entre arena, mar y
bosque. Pero esta es una de esas noches en las que me hace falta ruido en la
cabeza; a mí ya me tengo muy oído y mi perro duerme en la terraza.
Al momento, recuerdo el transistor
que vive en mi baño y me acompaña en todos los viajes. Por seguridad. Soy un
peligro con cualquier herramienta de corte en la mano. Ya no me interesan las
noticias por la mañana (tampoco por la tarde), pero mientras me distrae oír
cómo se destruye el mundo no pienso en la maquinilla de afeitar, una de esas a
las que ahora les ponen más cuchillas que a una cosechadora.
Lo enciendo bajito y busco voces
aunque necesito palabras y no me importa que no tengan ningún sentido. Sólo
quiero palabras abandonadas, de esas que no forman parte de ninguna
conversación. Sobre todo palabras que no haya oído desde hace mucho para sentir
cómo vuelven, cambiadas, porque tal vez eso sea lo más interesante que consigue
hacer el tiempo cuando va y viene. Compruebo que a algunas las destruye y ahora
regresan vacías, sin la personalidad que tuvieron cuando quien las pronunciaba
se lo pensaba primero dos veces y un sol y sombra (mezclado, no agitado). Aún son
palabras hermosas pero hoy lloran, ya sólo están de moda por lo del vintage y
las dice cualquiera a través del móvil y sin que haya unos ojos con intenciones
de por medio. Otras, consiguen llegar después de un largo naufragio, y a
quienes les interesaban ya no están; fueron severos adjetivos que ya nadie
comprende pero decoran, se han convertido en el posavasos de las conversaciones
con licor de marca.
Sigue la noche y aquí parece que
nada haya cambiado porque apenas hay brillo de luna sobre el agua, aunque sólo
lo parece y a mí me llegan palabras que ayer sonaban inofensivas pero la vida
las ha tratado a pedradas. Palabras que regresan dispuestas a devolver los
golpes como si hubiera un infierno de las palabras del que han vuelto malditas.
Palabras que se utilizaron para sellar alguna
paz y ahora se aparecen cargadas con los demonios necesarios para
declarar cualquier guerra. Palabras que sólo pueden ser pronunciadas en esos
círculos íntimos en los que nunca fueron
necesarias las explicaciones, y aun así la prudencia se ha hecho la jefa. Porque
de ella es hoy el gobierno de las ideas. Y en este momento siento que tal vez nos
haya llegado la hora de vivir en el cementerio de las sensaciones. Ya no somos
lo que decimos porque nunca decimos lo que pensamos. Estamos descafeinados. Utilizamos
ese traductor que convierte la pasión en complacencia y la amistad en haber
cuando quedamos. Y se me pasa por la cabeza que lo de Cristo fue una chapuza
porque nosotros, ahora, del agua hacemos cloroformo. Y así no hay manera, cada
uno dispara al bulto que se mueve desde su pequeña fortaleza.
Endemoniadas palabras, están por
todas partes y por eso tienen la culpa.
Nos fue concedido utilizarlas para
que nos entendiéramos, pero ellas, las muy canallas, nos han condenado a mal
usarlas.
Oscar da Cunha
6 de julio de
2019
[...] Utilizamos ese traductor que convierte la pasión en complacencia y la amistad en haber cuando quedamos [...] ¡Me encanta!
ResponderEliminarEn efecto, en el libro de la contabilidad emocional, la columna del "haber" tiene en la amistad uno de los mayores activos. Por ello, ¡a ver cuando quedamos...!
Abrazo fuerte, Hermano, y besos.