Sería por el
setenta y poco. Verano. Lo recuerdo porque hacía ese calor como antes, sin aire
acondicionado; esa época que ya pasó, cuando se sudaba sin ser pobre y yo me
enamoraba de cualquier cosa que no llevara pantalones. Cuando un buen escote me
convencía de que algún día yo dejaría de ser un chiquillo, y ya tenía por dónde
empezar a hacer planes para perderme en el futuro.
Era una de esas tardes en las que
llevaba pasta en el bolsillo porque mi padre me había vendido por una camarera,
que para eso él estaba de vacaciones, yo de excusa y su cuestión consistía en despejar
intrusos del campo de batalla. Ahora reconozco que haber ido de hermoso por la
vida es un error, aunque quizá ya sea tarde porque feo se nace y ellas saben
que lo que no te concede la naturaleza te lo recompensa la lírica.
Un local de los que molaban
entonces: alicatado con esos carteles que no estaban hechos con la idea de que
los entendiéramos quienes sólo utilizábamos la nariz para quitarnos los mocos.
Y ese ritmo, al que le pegaban los ingleses y sus alrededores, saliendo por la
puerta para poner a bailar los cilindros de cualquier cosa pintada en negro que
sólo tuviera dos ruedas y metiera mucho ruido. Allí no se entraba a comprar
música sino para demostrar cuánto se formaba parte de ella. Tipos sólidos que
parecían haber salido de una canción de Led Zeppelin después de que los
hubieran echado por romper algo en cualquier otra de Jethro Tull. Olor a cuero
con kilómetros, a mucho pachuli para disimular la maría y a vidrio con espuma
de cerveza. Y esa puñalada en la mirada por comprobar quién la tenía más
grande, la moto, creo, en la otra opción no pensé. En aquel territorio todo era
bastantes tallas más grandes que la que yo usaba. Una de esas pequeñas fronteras
que se ocupa de ponerte la vida para decidir si siempre querrás estar condenado
al exilio de lo que pudiste ser.
Quizá la mejor minifalda que
recuerda haber visto el mundo, con un par de piernas de esas que te las guardas
para poder decir, de viejo, que allí se te quedaron los ojos, ordenaba en sus
estanterías los discos que los del hampa de moteros del turno de tarde se afanaban
en dejar tirados por cualquier parte.
Yo sólo tenía edad de mirar pero el
riesgo lo lleva uno en la sangre. Y me vine arriba. Ya dentro, empecé a enredar
mientras varios de aquellos fulanos cruzaban esa resignada sonrisa de haber
pasado por esos tiempos en los que todo son pretensiones, y a la de la
minifalda, que no tenía pinta de ser madre de nadie, creo que le entraron
ganas.
Y aquella epidemia de la que se habían
contagiado todas las bandas por tener un nombre y canciones en ese habla con el
que nunca he llegado a tener buen feeling.
Ahora soy un hombre de mundo, y aparte del mío me relaciono bastante bien en
otros muchos idiomas: argentino, chileno, uruguayo, peruano… Pero bueno, no me he
puesto con esto para fardar.
Allí no había nada de lo que me
habían enseñado en casa: Adamo, los Sirex, y para Nochebuena Peret. O sea que me
la jugué a la portada más chula. Cualquier cosa por lanzarme a algún abismo con
la de la minifalda, que también trajinaba la caja.
Algo me comentó ella mientras me
cobraba el disco y yo iba de monumentos, pero ahora ya no estoy para recordar
voces; y todavía hoy me entran ganas de ahogarme en el inodoro, cuando veo el elepé,
por no haberme quedado a vivir en aquel momento. Pero la vida tiene el capricho
de hacer regalos a destiempo.
Podría acabar la historia en modo
hidalgo y decir que, ese, mi primer disco, me dejó atrapado por aquella quimera.
Mentiría. Al igual que muchos otros de Elton John los disfruté, incluso en los
buenos tiempos, con mi hermano de corazón. Pero precisamente ese, que lo compré
por una minifalda, cuando lo escucho aún hoy, sé que se cruzó en mi camino para
estar en los momentos jodidos. Porque son muchos los barrancos y todos
necesitamos a un Capitán Fantástico y no es al que mejor le suena la banda ni
el que la tiene más grande, incluso la moto. Cada vez que la aguja pincha el
surco yo cierro los ojos, y piernas para dejar allí un rato enredada la memoria
hay muchas pero tipos como él no. Entonces veo todas las ocasiones en las que
me he salvado de un naufragio por poder contar con el mejor hermano, aunque lo
tenga que compartir con otros, porque también es el mejor amigo de muchos, el
mejor marido y el mejor padre.
Lástima no saber por dónde anda la
de la minifalda para que mi hermano le eche un vistazo y de paso darle las
gracias.
Oscar da Cunha
11 de junio de
2019
"Ahora reconozco que haber ido de hermoso por la vida es un error, aunque quizá ya sea tarde" no, nunca es tarde para reconocer lo que de verdad importa, lo que siempre será hermoso porque lo otro pasa.Nunca la lealtad de una amistad como la de ese hermano que deseo te siga salvando de naufragios ¡ Cuídalo !
ResponderEliminarEn cuanto a "La minifalda" me gusta la tuya de hoy, refleja aquel tuitero que conocí y cuyos irónicos devaneos literarios me engancharon. Gracias por compartir.