Así llamábamos
a la primera planta del taller de mi padre. La que empezaba después de una
puerta por la que entraba la calle, sin avisar.
Había una escalera por la que se
bajaba a la sala de máquinas y ese era el sitio donde se trabajaba. Nosotros
bajábamos poco.
Recuerdo las paredes atestadas de
patrones (algunos incluso estaban terminados), dibujos que necesitaban
demasiada imaginación y notas, muchas notas cada una con su chincheta y una
idea ya caducada a la espera de una segunda oportunidad, por aquello de que las
modas tenían la costumbre de volver aunque no se supiera cuándo. Y piezas de
tela ordenadas con la lógica del montón. Todo estaba encima o debajo de algo,
pero estaba con la esperanza de ser encontrado.
Una mesa de corte donde se le
invitaba a sentarse a cualquiera que llegase dispuesto y con buen rollo. Y un
maniquí. Ese no recuerdo dónde lo robamos ni para qué. Siempre nos gustó verlo
lleno de posibilidades y nunca nos atrevimos a vestirlo con nada.
Olía a ese apresto que tienen los
nuevos tejidos cuando ya se han hecho viejos sin que nadie les haga caso. Y
también a colilla de Ducados. Alguien se llevó el cenicero y no nos dimos
cuenta porque para eso teníamos suelo.
Allí no se inventaba nada, se
llegaba pensado de fuera. De París, Milán o del Jennifer, que era una discoteca que
estaba en la calle de atrás y lo petaban las chachas con madre modista y
ambiciones. Tampoco se discutían los diseños, que para eso la fama se la
llevaban Gaultier, Saint-Laurent, y todos esos que en vez de en una pared y con
chinchetas clavaban sus ideas en revistas para dar envidia. Nosotros copiábamos
y nos iba bien. Pero al fin y al cabo
eso era lo de menos.
En la Fotocopiadora se admitía a
todo tipo de gente, a muchos nos los enviaban del bar de al lado. Eran de Lugo,
los del bar, y sabían mucho de pulpo pero poco de gente. Lo del rollo era cosa
nuestra y así nos apañábamos en el barrio. Y se nos iba el tiempo mientras
hacíamos lo que podíamos entre los huecos de cada charla. De vez en cuando, llegaban viajantes con acentos de
otros mundos en los que había los mismos problemas que en el nuestro, porque
los problemas sólo entienden de personas. Entraban contrabandistas a los que ya
les empezaban a amenazar con quitarles la frontera y hablábamos de libertades
para las que ya intuíamos que nos las iban a poner. Los lunes, el ciego, al que
se le iban los ojos detrás de todas las faldas, y al que le comprábamos los
cupones de la semana anterior porque para perdedor se nace. Y cada sábado, la
rubia del puticlub de enfrente con marido nuevo que pagaba los encargos de ella
y a nosotros nos daba igual porque íbamos a medias.
Hubo muchos más, de los que nos
gustaban, de los que llegaban para no ser recordados. Allí sólo se guardaba lo contado,
aunque fuera cierto, porque toda buena historia debe sobrevivir a sus
protagonistas.
Hace años que la Fotocopiadora ya no
existe, son demasiados los olvidos que se ha llevado el tiempo y la memoria va
cansada. Me asomo a las redes sociales pero no es lo mismo, son una chapuza. Lo
de antes sí que era mentir con estilo.
Oscar da Cunha
2 de junio de
2019
Disfruto mucho cuando te leo, Óscar. En esta Fotocopiadora tuya bullen las "mentiras" sabrosas: ese olor a apresto, esos mapas de idea y chinchetas, ese ir y venir de acentos varios en medio de una parsimonia linda que sencillamente, hemos perdido. Un abrazo.
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