viernes, 28 de febrero de 2020

Esos malditos perros

Esos malditos perros que nos observan son un problema. Ellos perciben las señales. Ven el más allá. Y no me refiero a ese lado del que nosotros tenemos pocas noticias. Hablo del otro, el que llevamos dentro y donde viven nuestros horrores. Donde nadie debería mirar hasta no estar autorizado para verlos.

A eMe no se lo llevaron aquella tarde de sol alto. Él se subió al coche brillante. Nadie le había contado cómo funciona el mundo de los adultos y aquel tipo con aires refinados se debió de emplear a fondo para dejarle las cosas muy claras.
Lo encontró Toñi-la-nomejodas mientras ella esperaba camión allí donde la carretera se convertía en una explanada marrón dispuesta a admitir cualquier cosa. Era nuestro gueto de día, por si quedaba algo de la prostitución de cada noche y porque íbamos de maniobras con la parte interesante del Interviú. Y porque estaba prohibido.
Contaban muchas cosas de aquel lugar. Cada uno tenía su versión de lo que había allí debajo, quizá por eso todos le preguntaron a eMe qué había visto. Nadie se preocupó por él, sólo tenían curiosidad. Y miedo. Todos fingieron no darle importancia, dijeron que había sido un incidente, pero ese incidente hizo su metástasis en el pueblo.
Alguien decidió que había que extirpar el tumor y Toñi-la-nomejodas apareció decapitada. La enterraron sin cabeza porque no se encontró; salvo uno de sus pendientes, un aro de plata que se manifestó colgado entre las manos de Nuestra Señora de los ignorados. Justo a la izquierda del ennegrecido retablo de la iglesia que nunca se llegó a restaurar después del incendio.
Tal vez aquella mujer fue la única que no tuvo curiosidad y por eso eMe le confirmó lo que era cierto. La sentenció. Él cortó esa cabeza que llevaba dentro lo que nadie estaba dispuesto a saber.
Nada aparentaba haber cambiado; y sólo las niñas que saltaban a la comba, con esa cándida crueldad que ya se manifiesta desde la infancia, empezaron a entonar una nueva cantaleta:
A eMe que le aproveche, porque él se subió en el coche.
A eMe no hay quien le achuche, porque él se perdió en la noche.
Fue con luna negra y tempestad, la campana de la iglesia interrumpió el descanso de los vecinos. Tardaron mucho en enmudecerla, debió de ser porque costó encontrar una escalera de madera para descolgar el cuerpo de eMe mientras se balanceaba al ritmo que marcaba la ventisca. No se escucharon preguntas y se decidió tapiar el campanario para callar los vientos.
A eMe le dieron sepultura en la explanada marrón, el camposanto del pueblo no admitía voluntarios. Y en la taberna pusieron en oferta los sarcasmos sobre la soledad. Pero la valla que ahora rodea la explanada marrón no está llena agujeros por quienes han intentado entrar.
Nadie prestó atención al comportamiento de los perros, ninguno volvió a ladrar. Nos contemplaban con el mismo silencio que guardan las ovejas cuando intuyen al lobo. Sólo ellos supieron toda la verdad. Y no porque sus entrometidas narices los hubieran guiado hasta meterlas en la cabeza de Toñi-la-nomejodas ni tampoco porque alguno de esos bastardos cometiera el error de haber escarbado en la explanada marrón.
No se les prestó atención hasta que empezaron a molestarnos con su forma de mirar. Se habían convertido en los peligrosos intrusos de nuestro mundo. Nadie les había dado permiso para entender nuestra condición. Fue entonces cuando decidimos colgarlos a todos y prohibir los malditos perros.

Oscar da Cunha
28 de febrero de 2020

viernes, 21 de febrero de 2020

Érase una vez

El anciano levanta la mirada hacia el despejado cielo nocturno. Sabe que por ahí andarán Orión, Casiopea, las Pléyades y todas aquellas de las que ya perdió sus nombres. Supone que eso no habrá cambiado y que será como el resto del mundo, que tampoco cambia; a veces hay nubes que ocultan la visión o un sol que deslumbra, pero el fondo, lo que cuenta, siempre es el mismo.
Recuerda cuando sus ojos captaban esos brillos que con el paso del tiempo se han convertido en lejanos puntitos dudosos. Pero eso es cosa de las gafas que llevan mucho desgaste y ya está aburrido de llevarlas a ajustar para que no tarden en volver a lo mismo. Y es que ahora todo dura aún menos que cuando se fabricaba para no durar. Menos la vieja perra que siempre le acompaña, como puede; porque los perros sí son como antes, sobre todo cuando envejecen, entonces no se separan, por si llega la muerte, para poder llevarse al otro mundo la última lágrima de quien tanto los ha necesitado.
            Camina con paso incierto. Alguien con bata blanca le aconsejó que comprara un bastón, pero no recuerda quién se lo dijo ni si era de fiar. Y es que ahora tiene la sensación de que todos le engañan. Incluso el espejo. Va a ser como el ruido, que también se ha escondido y no lo encuentra. Aunque está seguro de que está debajo de los papeles con letras que le enseñan para decirle lo que tiene que hacer. Tiene tantos papeles que ya no les hace ni caso y la culpa la tiene ese arrogante silencio que llegó. ¡Como si pretendiera ser mejor que la música! Se acuerda de cuando bailaba pero no se acuerda de la música. Porque cuando bailaba había alguien que supone tuvo que ser muy importante. Para lo de bailar y sonreír siempre ha sido muy discreto.
            Entra en la casa y se apoya en la mesa donde ha olvidado recoger los trastos de la cena que se han juntado con los de la comida. Se agacha para decirle a la perra —que además está casi ciega— que ya han hecho la ronda, que su trocito de mundo sigue en orden y que ya puede descansar. Que él no tiene la culpa de que el dormitorio esté arriba ni de que ella últimamente haya engordado tanto y los escalones protesten. Y que es mejor que no lo intente, porque con la última caída casi se queda solo y entonces a ver a quién le cuenta las cosas.
            Se saca una llave del bolsillo y abre el armario de las pastillas. Desde la última vez que le chillaron ha tomado precauciones y ahora consigue que le lleguen a final de mes. Nunca ha entendido por qué se las robaban si a ellos no les hacen falta. Qué caprichosos son los muertos, se dice columpiando la cabeza.
            Dos de las azules, tres rosas, una de esas blancas tan grandes y un par de las amarillas. Igual ese no era el orden. Tampoco les ha prestado nunca mucha atención, para lo que sirven. Porque a él lo que le importan son las caras y ninguna pastilla evita que se le vayan borrando. Y si pierde las caras se queda sin compañía. Sabe que es otro capricho de los muertos: alejarse para que no les veas las arrugas. Con lo que costó conseguirlas.
            Sube los tres primeros peldaños y se detiene. Sí, ya lo sabe, siempre se acuerda al pasar junto a ese cuadro lleno de gente que no conoce. Es ahí donde debe poner una nota antes de que se le olvide, tiene que preparar una de las habitaciones de abajo para cuando se haga viejo.
            Vuelve a detenerse antes de llegar arriba y se agarra a la barandilla porque esta noche parece que el aliento tampoco colabora. Reconoce que antes siempre había de sobra y él lo malgastaba. Como el cariño. Se pregunta si ha sido egoísta, no le gustaría que la próxima vez haya tantas ausencias correteando por la casa. Se pregunta qué hacer con las demasiadas palabras bonitas a las que no se les concedió ni un momento, de ellas los armarios quedaron llenos y después se amontonaron por los rincones. Y allí esperan.
            Primero recoger el desorden y aprender porque volverá a presentarse otra ocasión, piensa y termina de subir. Se agacha junto a la cama y la coge con su mano derecha. Le da un beso, como todas las noches, y después se tumba. Apaga la luz porque hay luna con ganas de entrar por la ventana y él ya no está para despachar a nadie. Cierra los ojos y sonríe un poquito mientras empieza con la voz rota, la que siempre empleó para escribir historias: Érase una vez…

            Todos duermen mientras, abajo, la vieja perra guarda los sueños. El anciano arriba y en la otra almohada la foto.

Oscar da Cunha
21 de febrero de 2020

viernes, 14 de febrero de 2020

Una estación

Dicen que todos los caminos llevan a Roma, menos el camino verde que va a la ermita. Sólo son habladurías porque no hay camino bueno que tenga fin y porque al fin y al cabo todos los caminos se dirigen hacia uno mismo… Como si fuera posible llegar.
            Quizá lo mejor que tienen, para mí, estos laberintos de emociones donde hacen parada los trenes, es que seleccionan a la gente y los que van con prisa no me ven, ni falta que nos hace, a ninguno.
            Todos deberíamos ganar un poco de nuestro tiempo, cada día, en alguna estación. De todos los sitios de mirar que conozco, este es para perderse.
A mi lado, un joven llora y a mí me da envidia porque a los de nuestra generación nos maleducaron, como si con cada lágrima nos fueran a crecer las tetas. Supongo que era la versión adaptada de Pinocho para un mundo que todavía sigue mintiendo, pero nos robaron mucha hombría.
            Un tren que viene mientras otro se marcha, pasajeros que pretenden creer que algún día merecerá la pena llegar a algún sitio y un panel muy moderno que habla de destinos: Madrid, Barcelona… Pero los destinos son los mismos en cualquier parte del mundo: Alicia, Pedro o soledad con minúscula.
            Encuentros y despedidas, la vieja historia que carga las pilas de las voluntades.
Enfrente, dos chicas que se abrazan como si el mundo se reiniciara tras el letargo que ha supuesto la separación y a todo ya le hubiera salido el color, una bolsa de viaje en el suelo y la pisan porque sólo tiene cosas. Y es que siempre se va hacia alguien para comprobar si allí estamos un poquito.
Tal vez sólo nos comprendamos bien en los demás y lo que cuenta de nosotros sea esa versión en la que damos. Rellenamos las ausencias con lo que le hemos robado a quien también se llevó algo nuestro. Y cuando no intercambiamos algo falla porque para eso nunca debería hacer falta pedir permiso.
Me aparto para dejar paso a un tipo con maletín y corbata que viene empujando. Siempre son los mismos los que presumen de su soledad. Supongo que alguien empezó a tallar esculturas para que no se sintieran tan únicos. Tomo nota de olvidarlo.
Quizá para esto se inventaron los viajes, para poder tener estaciones; en ellas están muchos trocitos de lo que sabemos ser. Pequeñas piezas que se nos van cayendo o se nos nacen, porque en las estaciones hay andenes en los que siempre es otoño y en otros primavera. O las dos cosas a la vez porque cuando entran las pasiones en el juego nunca se sabe. La gente se emociona sin manual de instrucciones y acaso sea esa la única manera de acercarse a uno mismo. Buscar entre esas chispas de genialidad y conformarse, más allá sólo hay ruido y un barullo de letreros sin destino.
Después de tantos siglos de inventos y búsquedas, el mejor espectáculo seguimos siendo nosotros y eso es porque aún estamos sin descubrir. Es una dulce condena, siempre seremos viajeros.

Oscar da Cunha
14 de febrero de 2020