Esos malditos perros que nos observan son un problema. Ellos perciben las señales. Ven el más allá. Y no me refiero a ese lado del que nosotros tenemos pocas noticias. Hablo del otro, el que llevamos dentro y donde viven nuestros horrores. Donde nadie debería mirar hasta no estar autorizado para verlos.
A eMe no se lo llevaron aquella tarde de sol alto. Él se subió al coche brillante. Nadie le había contado cómo funciona el mundo de los adultos y aquel tipo con aires refinados se debió de emplear a fondo para dejarle las cosas muy claras.
Lo encontró Toñi-la-nomejodas mientras ella esperaba camión allí donde la carretera se convertía en una explanada marrón dispuesta a admitir cualquier cosa. Era nuestro gueto de día, por si quedaba algo de la prostitución de cada noche y porque íbamos de maniobras con la parte interesante del Interviú. Y porque estaba prohibido.
Contaban muchas cosas de aquel lugar. Cada uno tenía su versión de lo que había allí debajo, quizá por eso todos le preguntaron a eMe qué había visto. Nadie se preocupó por él, sólo tenían curiosidad. Y miedo. Todos fingieron no darle importancia, dijeron que había sido un incidente, pero ese incidente hizo su metástasis en el pueblo.
Alguien decidió que había que extirpar el tumor y Toñi-la-nomejodas apareció decapitada. La enterraron sin cabeza porque no se encontró; salvo uno de sus pendientes, un aro de plata que se manifestó colgado entre las manos de Nuestra Señora de los ignorados. Justo a la izquierda del ennegrecido retablo de la iglesia que nunca se llegó a restaurar después del incendio.
Tal vez aquella mujer fue la única que no tuvo curiosidad y por eso eMe le confirmó lo que era cierto. La sentenció. Él cortó esa cabeza que llevaba dentro lo que nadie estaba dispuesto a saber.
Nada aparentaba haber cambiado; y sólo las niñas que saltaban a la comba, con esa cándida crueldad que ya se manifiesta desde la infancia, empezaron a entonar una nueva cantaleta:
A eMe que le aproveche, porque él se subió en el coche.
A eMe no hay quien le achuche, porque él se perdió en la noche.
Fue con luna negra y tempestad, la campana de la iglesia interrumpió el descanso de los vecinos. Tardaron mucho en enmudecerla, debió de ser porque costó encontrar una escalera de madera para descolgar el cuerpo de eMe mientras se balanceaba al ritmo que marcaba la ventisca. No se escucharon preguntas y se decidió tapiar el campanario para callar los vientos.
A eMe le dieron sepultura en la explanada marrón, el camposanto del pueblo no admitía voluntarios. Y en la taberna pusieron en oferta los sarcasmos sobre la soledad. Pero la valla que ahora rodea la explanada marrón no está llena agujeros por quienes han intentado entrar.
Nadie prestó atención al comportamiento de los perros, ninguno volvió a ladrar. Nos contemplaban con el mismo silencio que guardan las ovejas cuando intuyen al lobo. Sólo ellos supieron toda la verdad. Y no porque sus entrometidas narices los hubieran guiado hasta meterlas en la cabeza de Toñi-la-nomejodas ni tampoco porque alguno de esos bastardos cometiera el error de haber escarbado en la explanada marrón.
No se les prestó atención hasta que empezaron a molestarnos con su forma de mirar. Se habían convertido en los peligrosos intrusos de nuestro mundo. Nadie les había dado permiso para entender nuestra condición. Fue entonces cuando decidimos colgarlos a todos y prohibir los malditos perros.
Oscar da Cunha
28 de febrero de 2020