Esta esquina
no termina de acostumbrarse a que yo sea el único ocupante y la noche ha
llegado con un cielo decidido a presumir de estrellas. Sólo me sorprende lo
segundo. A la soledad nunca le he tenido miedo aunque la de ahora sea
perturbadora, como una emoción sin coordenadas. No estaba en ninguno de los mapas
que se dibujaron. Llegó sin avisar escondida entre la calma, y lo pone todo
perdido de agujeros a los que no sirve de nada asomarse. Sé lo que hay en cada uno de ellos pero no puedo
quedarme dentro. Es lo que tienen algunos recuerdos, se presentan como esas
bolas de nieve, rodeados por una esfera de cristal que no te permite el paso, y
es otro chanchullo que te hace la vida, convertirte en un vulgar espectador de aquello
que fuiste protagonista. La vejez debe de ser un patio de butacas con gente
cansada de mirar su pasado. Y lo siento por Newton pero ya es hora de decir que
con nosotros se equivocaba. La gravedad no es suficiente fuerza porque sólo
afecta al cuerpo —del pensamiento para abajo— y en lo que no se puede medir es
donde descubrimos lo que somos. ¿Cuánto pesan los sentimientos? Y aunque pueda
parecer absurdo y tal vez estemos condenados a que lo sea, cuando se rompen
descubrimos lo liviana que ha sido la armonía. Y entonces hay que plantearse de
nuevo flotar, el problema es dónde. No es cuestión de cómo ni con quién, porque
ya se hizo sitio en el tiempo de querer y desear un destino. Y maldita sea la
amenaza del exilio, porque sólo sueñas con volver aunque el único hueco libre
pueda ser una fantasía con plaza de oyente. Y con el despertar morder el polvo,
que a menudo toca, pero eso es volver, porque en la intención siempre hay una
geometría que no perdona; nadie es superior a la energía de sus deseos. Aunque
a veces no empujen y uno piense que han tirado la toalla.
Amanece ya en esta esquina y las
estrellas de la noche más corta se van apagando. Del fuego sólo quedan brasas,
quizá las mías y ahora yo sea el humo que se va, ligero, esa parte que no pesa
y busca nuevos vientos como guía para descodificar las emociones. Y aunque para
esto no existan reglas adecuadas, tal vez la paradoja del destino radique en
que seamos incapaces de entenderlo y nos resignemos a improvisar mientras él
hace planes. Tal vez no haya acierto o error ni verdades o mentiras. Tal vez
todo sea un juego y nuestra única opción movernos por el tablero a la búsqueda
del escaque más propicio —porque no lo hay perfecto— pero sin que se nos conceda
tirar los dados.
O sí.
Acaso el destino no sea tan poderoso
o yo un temerario pero esta noche me ha decidido. Le acepto el reto. Sólo puedo
perder tener que darle la razón a Newton; aunque, quien sabe, creo que le llevo
ventaja porque a él le inspiró una manzana pero a mí la mujer que quiso
compartirla conmigo.
Oscar da Cunha
24 de junio de
2018