domingo, 24 de junio de 2018

Como el humo


Esta esquina no termina de acostumbrarse a que yo sea el único ocupante y la noche ha llegado con un cielo decidido a presumir de estrellas. Sólo me sorprende lo segundo. A la soledad nunca le he tenido miedo aunque la de ahora sea perturbadora, como una emoción sin coordenadas. No estaba en ninguno de los mapas que se dibujaron. Llegó sin avisar escondida entre la calma, y lo pone todo perdido de agujeros a los que no sirve de nada asomarse. Sé  lo que hay en cada uno de ellos pero no puedo quedarme dentro. Es lo que tienen algunos recuerdos, se presentan como esas bolas de nieve, rodeados por una esfera de cristal que no te permite el paso, y es otro chanchullo que te hace la vida, convertirte en un vulgar espectador de aquello que fuiste protagonista. La vejez debe de ser un patio de butacas con gente cansada de mirar su pasado. Y lo siento por Newton pero ya es hora de decir que con nosotros se equivocaba. La gravedad no es suficiente fuerza porque sólo afecta al cuerpo —del pensamiento para abajo— y en lo que no se puede medir es donde descubrimos lo que somos. ¿Cuánto pesan los sentimientos? Y aunque pueda parecer absurdo y tal vez estemos condenados a que lo sea, cuando se rompen descubrimos lo liviana que ha sido la armonía. Y entonces hay que plantearse de nuevo flotar, el problema es dónde. No es cuestión de cómo ni con quién, porque ya se hizo sitio en el tiempo de querer y desear un destino. Y maldita sea la amenaza del exilio, porque sólo sueñas con volver aunque el único hueco libre pueda ser una fantasía con plaza de oyente. Y con el despertar morder el polvo, que a menudo toca, pero eso es volver, porque en la intención siempre hay una geometría que no perdona; nadie es superior a la energía de sus deseos. Aunque a veces no empujen y uno piense que han tirado la toalla.
            Amanece ya en esta esquina y las estrellas de la noche más corta se van apagando. Del fuego sólo quedan brasas, quizá las mías y ahora yo sea el humo que se va, ligero, esa parte que no pesa y busca nuevos vientos como guía para descodificar las emociones. Y aunque para esto no existan reglas adecuadas, tal vez la paradoja del destino radique en que seamos incapaces de entenderlo y nos resignemos a improvisar mientras él hace planes. Tal vez no haya acierto o error ni verdades o mentiras. Tal vez todo sea un juego y nuestra única opción movernos por el tablero a la búsqueda del escaque más propicio —porque no lo hay perfecto— pero sin que se nos conceda tirar los dados.
            O sí.
            Acaso el destino no sea tan poderoso o yo un temerario pero esta noche me ha decidido. Le acepto el reto. Sólo puedo perder tener que darle la razón a Newton; aunque, quien sabe, creo que le llevo ventaja porque a él le inspiró una manzana pero a mí la mujer que quiso compartirla conmigo.

Oscar da Cunha
24 de junio de 2018

domingo, 10 de junio de 2018

Las averías del tiempo

Es posible que la peor alegoría del tiempo sea un reloj. Con sus agujas siempre dando las mismas vueltas hasta que se le acaba la pila. Porque eso me lleva a preguntarme quién puede ser el encargado de cambiarle la pila al tiempo. Y la cosa se complica. Aparte de necesitar ese chute recurrente de energía, el tiempo también podría sufrir averías. ¿Dónde está el responsable de mantenimiento? ¿Y qué pasa con nosotros durante las reparaciones? Aunque quizá lo segundo sea lo menos importante. Al fin y al cabo no somos más que el resultado de un experimento fallido de la evolución. No creo que ningún mono quisiera convertirse en un menos mono preocupado por pagar hipotecas o alquileres, mientras que las mejores construcciones que confirman que ya nos apañábamos antes de inventar el alicatado, las pirámides, no tienen permiso de habitabilidad.
            Nos acomodamos al pensar que el tiempo es caprichoso; algunas veces le da una patada al acelerador y no siempre coincide con nuestros mejores momentos, también hay minutos de los que depende una vida y se nos evaporan entre los acontecimientos. Después, esos minutos son eternos, son los mismos pero ya con la decisión de no marcharse. Y con desesperación nos vemos  atascados dentro de ellos y nos invade la sensación de que nuestro cerebro está en manos de un maníaco. Quién sabe si son las mismas manos que le dieron cuerda al caos para todo se pusiera en movimiento.
            Nadie duda de que todas las horas están ahí y duran lo mismo. ¿Seguro? Yo tengo horas que no consigo localizar y la sospecha no es la de haberlas olvidado, porque mi memoria hace un esfuerzo y sé que dentro de ellas no hubo nada. O estuvieron cerradas para mejorar el servicio, disculpen las molestias.
            Y me da por pensar que tal vez en algún lugar haya un almacén de horas averiadas, olvidadas, desechadas por el fallo de alguna de sus piezas y por consecuencia robadas a nuestra vida. Aunque eso no me preocupa, o no demasiado, me adapto a las que puedan llegar de recambio, con el tiempo es inútil negociar. Pero donde hay un almacén suele haber un almacenero, quizás un tipo desencantado y aburrido de amontonar tanto tiempo inútil que nadie pudo utilizar cuando seguramente hizo falta. Horas antiguas que se podrían aprovechar para hacer algunos retoques en el pasado y mejorar esta chapuza de presente que nos ha salido. Y me imagino la decepción del viejo almacenero que conoce la verdad; porque él ya sabe, después de una eternidad esperando sentado en una silla, que nunca hubo quien tuviera intención de repararlas, y tampoco habrá ninguno que llegue para hacerlo. Y que el problema no es que el tiempo pase, ni ese tiempo que no pasó, ese enorme desperdicio de oportunidades cautivas, tal vez, en horas que decidieron morirse de indiferencia. El problema es la propia indiferencia de un universo que va a su bola seguramente sin haberse enterado de nuestra existencia.
            Tardo, pero dejo de pensar en chorradas y es entonces cuando intuyo que quizás todos seamos desiguales versiones de ese almacenero con una dosis de resignación ajustada a nuestra estupidez. Y en las noches despejadas levanto la mirada y sólo veo estrellas, y me conformo con esos puntitos brillantes a los que nuestros antiguos pusieron nombres divinos. Porque ellos, tan clásicos, también se aburrieron de esperar al que tendría que haber llegado para hacer las reparaciones, y no se equivocaron. Sólo son las bombillas que se olvidaron apagar esos bastardos de los dioses cuando huyeron del tiempo sin importarles abandonarnos a nuestra suerte. Y es que al final el tiempo lo mata todo.

Oscar da Cunha

10 de Junio de 2018

sábado, 2 de junio de 2018

Las dos orillas


El mar no siempre devuelve a sus víctimas. Se sabe de una tierra incógnita, más abajo de cuando las aguas convierten las profundidades en interminables; es un territorio sereno, sagrado, que espera a todo navegante de la vida con su parcela reservada. Si quiere.
            Nadie merece morir, y quizá para eso la única alternativa sea no venir a este mundo, pero esa es una opción que se nos concede fuera de plazo, y aunque el viaje de vuelta sea cosa de cada uno, o de las circunstancias, a ninguno le debería ser negado cómo quisiera formar parte de la eternidad, o de lo que haya, porque, y hasta incluso para un paseo por la nada tal vez exista un catálogo.
            El campesino, que para su noche más larga deseará formar parte de esos campos en los que ya se dejó todo el sudor a cambio de grano. El aviador, que no aceptará otro destino que ser aire en cuya libertad continuar escogiendo dirección, aunque los vientos se empeñen en lo contrario. Y aquel que iluminó las umbrías del camino sólo con su presencia; y avivó, si no encendió, la tímida llama de en quienes encontró lealtad cuando las tormentas del ánimo amenazaban dejarlos a oscuras, perseguirá seguir siendo fuego.
            Porque sucede que al igual que el mar, tampoco la tierra ni el aire ni el fuego devuelven siempre a sus víctimas. Son esos cuatro elementos de la naturaleza que giran en torno a un ojo —el ojo de Dios, esa entelequia que siempre está ocupada en alguna parte donde no es necesaria— los que hacen el trabajo. Y nos arrebatan a quienes no han de volver. A los elegidos.
            Pero hay un infierno para los otros, para los olvidados, y su castigo es seguir entre nosotros. No lo hay peor. Asustados. Condenados sólo a compartir los instantes más oscuros, cuando creemos que a nuestro miedo le ha salido un póker de ases y el frío nos acaricia la nuca. Pero son ellos. Se dejan abiertas puertas por las que no pueden huir y nosotros recordamos haber cerrado con tres vueltas. Buscan soluciones en libros que se les escapan entre lo que ya dejaron de ser manos, libros que tras sobresaltarnos con un trueno encontramos por el suelo. No se reconocen en las fotos, y el invierno de su mirada estalla el cristal cuyos trocitos recogemos tras la medianoche sin fijarnos en que nos están mirando con envidia, porque nos hemos cortado un dedo y a ellos dejó de llorarles la carne. A menudo el espejo los ve, pero lo del espejo no sirve porque a nosotros no nos importa el reflejo de la realidad, ni siquiera el nuestro, por eso escogemos las horas de enfrentarnos a él. Cuando sabemos que le incomoda mentirnos.
            Las leyendas hablan mientras algunos viejos, merodeadores ya de las tinieblas, sonríen con pasadizos entre su dentadura. Las aldeas niegan mientras sus ocupantes encienden velas y entreabren las ventanas para que la culpa sea del viento. Se colocan talismanes en el exterior de las puertas que por dentro tienen trancas. Cuando el día apaga la luz, se estiran las noches para invocar a la lluvia que no pare y así el amanecer no tenga huellas. Y se destierra a los gatos por las calles para que hagan su ronda a partir ese momento en que la claridad de las farolas deja de ser suficiente.
            Pero nada funciona. Nada las detiene. Son las ánimas de nuestros terrores, las que mientras dormimos y el perro se esconde bajo la cama, nos susurran al oído que hasta el último viaje puede salir mal. Porque algunos, los sin suerte, sólo mueren a medias. Son mártires de una chapuza, desgraciados que nos asustan porque se aparecen sin garantía de que no nos convirtamos en cualquiera de ellos.
            Aunque, quién sabe, de los elegidos no hay noticias.

Oscar da Cunha
2 de junio de 2018