Hoy es un mal día, uno de esos en
los que observo el verano con desprecio. Hoy lo imagino tal que si de una
chapucera pausa de esa línea por la que transita el calendario se tratara. Una
parada obligatoria que nos impone el tiempo para recordarnos que hubo un antaño
en el que todo debió ser infierno, ese que antes de marcharse, nos dejó, a modo
de intencionado olvido, una bazofia a sabiendas de que sería bien recibida —más
o menos despistada hacia la mitad del año— como una estación añorada por cierta
gente que va tan ligera de ropa para ventilar esa configuración de gentuza que chulean
llevar instalada de serie.
Sé
que no soy objetivo porque el verano ya existía antes de nuestra especie, pero
hoy el día no está para andarse con objetividades —aunque el verano no tenga la
culpa de haberse infectado por esa enfermedad llamada vacaciones, ese virus con
aspiraciones de epidemia que lo justifica todo con tal de transformar lo
racional en grotesco— porque el verano tampoco pone de su parte, con ese
revoltijo de calor, música chabacana, incendios para conmemorar lo divino que
nos fue durante la inquisición, y una hora de adelanto para que no nos llamen
paletos desde el Reichstag. Esos y otros muchos complementos son los que, no
distorsionan precisamente al individuo sino que animan a aquellos que ya están
distorsionados a ejercer como hijos de una distraída madre y progenitor de
pago.
Y
ha sido cualquiera de esos miserables —uno más de los que equivocan la vida de
los demás con la suya, esa que no vale ni la tinta que se malgastó para
inscribirlo porque aquel día en el registro no había mierda a mano— el que lo
ha abandonado.
Reconozco
esa manera de caminar, desorientada ya que siempre se renuncia a ellos en un
territorio hostil donde no consiguen orientarse, y porque sus ojos intuyen que la
supervivencia también tiene los últimos minutos gastados. Precipitada por no recordar
qué artículo de su manual de instrucciones se ha saltado y ese castigo es
nuevo, desconocido, y sólo puede ser un error que él no entiende. Porque se le
ve joven, apenas ha tenido tiempo de conocer a los humanos y no sabe que en
nosotros se inspiraron los demonios aunque nunca hayan conseguido igualarnos. Y
porque fuimos tan perversos al domesticar su especie que les desactivamos la
crueldad para no tener competencia.
La
carretera apenas tiene arcén, un coche le despeina el negro flequillo rizado soplándole
un bocinazo de regalo al rebasarlo; ese conductor ha tenido mala puntería y se jura el desquite. Si el día se da como debe tal vez más adelante tenga ya la
oportunidad de encontrarse con otro desamparado y ese no se le escapará.
Intento detenerme en el carril contrario de la estrecha calzada, pero tampoco
tiene apenas arcén y es insuficiente para la paciencia del energúmeno que me
sigue, empujando, sin querer reducir. Una pareja que no me perdona que les robe
un par de minutos de playa. Me repugnan más los dos niños que llevan detrás,
los gestos que me dedican me confirman que las nuevas generaciones vienen
dispuestas a superar lo que ven en casa.
Sólo
son cincuenta metros y hay un camino a la derecha. Dejo el coche y todo sucede
muy rápido, sólo son cincuenta metros pero oigo el golpe. No llega fuerte pero desde
esa distancia compruebo que ha sido riguroso y ya no es más que un bulto en la
cuneta. Queda un vidrioso ojillo abierto que ya se está saludando con la muerte
cuando me agacho para acariciar un pelaje que continúa siendo suave. Él ya no
llora y a mí se me inunda la mirada. Le quito un collar sin nombre, rojo, de
nylon y con un dibujo de flores blancas que no han tenido tiempo de
marchitarse. Él ya no lo necesita, lo guardaré junto con los de los nobles
compañeros que han acompañado cada tramo de mi vida, convencido de que hay un
cielo para esos inocentes al que ninguno de nosotros llegará, un cielo donde el
premio eterno que se han ganado sea no recordarnos. Es todo lo que lo que puedo
hacer por él.
Los
coches siguen pasando, aminoran al verme y me advierten a tiempo de su
presencia con un bocinazo. En ese punto hay buena visibilidad y sé que no me
van atropellar, sé que no están dispuestos a convertirme en el incómodo
tropiezo que les arruine un domingo de playa. Son la ventajas de ser un humano,
no sé a cuantos puntos de su carnet equivalgo pero los que sean me hacen
sentirme protegido, soy un lujo que muchos no se pueden permitir.
Pasan
minutos que no cuento y miro al sol que ahora está más alto, lejano,
inalcanzable. Se cree grandioso, magnífico, el muy arrogante no sabe que en
nuestra cultura no pasa de ser otra cosa que la estrella del rock que vuelve
cada verano, uno más de nuestros nuevos dioses, como las rebajas de invierno,
el wifi gratis o los anormales escogidos por la mayoría porque son los que
mejor nos representan.
Percibo
que mis lágrimas y yo estamos de sobra, y me alargo con un despido lleno de
respeto cuando un estático silencio sobre los hierbajos de la cuneta, mezquino
e inapelable, me confirma que el pobre animal ya ha dejado de agitar irreversiblemente
sus patas. Él no hubiese hecho menos por mí.
Oscar da Cunha
6 de agosto de 2017
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