Sabina y Lander no se conocen. No
lo saben, pero ellos van a ser los protagonistas de una leyenda que ha
conseguido y seguirá arrancando muchos besos en las parejas que se pasean por
ese rincón donde la Côte Basque y la Côte d´Argent también se cortejan. Si
entre Biarritz y Anglet se te escapa un suspiro, tienes la suerte de haber
comprendido los misterios del querer.
A
ninguno, todavía, su vida le ha contado que han nacido para encontrar en los
ojos del otro el cristal que refleja eso a lo que se le da muchos nombres,
cuando es tan sencillo decir sólo por ti. Ambos son jóvenes y creen que no hay
dos mañanas iguales. Ambos, aún, ignoran que lo que importa no es la luz del
amanecer sino que esta consiga que, aun cuando haya dos sombras, aquel que
entienda de mirar sólo vea una. Sabina y Lander no saben que han nacido
escogidos para perpetuar una historia para que los demás, por si alguna vez hemos
dudado, ratifiquemos que aunque el amor tal vez no sea lo que mueva el mundo… Algo
falla en mi frase anterior para que sí le pertenezca la exclusiva de hacerlo.
Como
cada nuevo día cuando se sacude la sábana de la noche, Lander cumple con su
ritual: competir con el alba. Es su reto amable pero determinante, y aparezca aquel
como decida, nunca lo hará con esa fuerza que la naturaleza no ha conseguido
para doblegar su esperanza. Ya ha vencido a dieciocho inviernos, en soledad y
sin vender su sonrisa. Imagina que es huérfano porque se lo han contado pero él
no lo siente, en sus recuerdos no hay presencias que le permitan entristecer
ausencias. Quienes siempre lo han llamado pobre no saben de ilusiones; quienes sólo
han visto hogueras no entienden de fuego, y no importa que en su humildad él no lo luzca, su
corazón conserva la materia prima que encendió la llama inicial ante la que,
quizá, pese a no haber nacido aún la palabra, el primer humano acertó a
expresar que necesitaba de otro. Enfunda en los bolsillos de su fiel pantalón
vaquero unas manos curtidas por el duro trabajo en la mar, estira los hombros y
lo dejamos contemplando cómo el horizonte y él se disfrutan.
Sabina
es estudiante, acude a la escuela donde descubre ese ballet por las ideas que
otros se empeñan en llamar Filosofía. Su acomodada familia persevera en
mantenerla bajo asedio para que asuma la condición que le corresponde, pero por
más que algunos discriminen rangos ella acumula semejantes, Sabina no ejerce de
pija. Es de lágrima justa, desde que agotó las que aún le sigue debiendo a ese
inseparable vagabundo que decidió escoltarla a través de su infancia; quien le
enseñó que no hacía falta marca ni certificado de origen, sólo una mirada y
cuatro patas para ser por siempre confidente de su alma. Desde que continúa poniendole flores y añorando que él no pueda verla hecha mujer cuando ella aún le
espera, mientras el tramo de cada día se hace más breve, animándole con un
entristecido ¡allez mon vieux! Y una cariñosa
sonrisa que sabe de despedidas.
Todavía
es una madrugada de chaqueta y Sabina ha olvidado la suya —la memoria es algo
que se nos va añadiendo con la nostalgia—. Hoy no ha podido resistir la
tentación de ver la danza sobre el océano, como un tango (ese pensamiento
triste que se baila) en el que el faro con su último destello se abraza al
primero de la aurora. Y vuelven a retrasar el paso final para mañana.
Lander
se pierde esa amanecida, y las que vendrán. Tal vez sea que la de Sabina consigue
apagar el día, o acaso ya no necesita buscar más la luz que cada noche trazaba
caminos en sus sueños y durante el trabajo le esperaba entre sus viejas mantas. Ella descubre cómo en
su voz habla el mar cuando es sincero, y en su mano el roce de toma la mía
y hasta donde me lleves. Y deciden ir juntos a ese territorio en el que lo de
fuera no importa, donde besa la mirada mientras los labios están ocupados en
explicar cosas pequeñas, cuando la piel se enamora incluso del poco aire aunque
ya no quede entre ambos y la imaginación se ha marchado sin que ninguno la eche
en falta.
El
acantilado, que está aburrido de malos hablares, les ha preparado una bahía despintada
de los mapas que amaña para uso de los desprecios cuando persiguen dónde dejar
caer el ancla. Allí sus encuentros son diarios y furtivos, encuentros para no
perder su alma, para no perderse como la sociedad de fuera que en cada
generación sólo aspira a repetirse, envejecida, adocenada y sometida a los
caprichos de la envidia por quien pretende la fruta del cesto que no le
corresponde. ¡Como si en los cestos enraizara sus parras la uva!
Pero
el océano, que no se lleva bien con los amores imposibles y es salado porque acumula demasiados prometeres convertidos en lágrimas, los contempla con un
profundo suspiro cuando ya ha tomado su decisión. Y se los lleva para dejarnos…
algo más que el dulce recuerdo de un profundo te amo. ¡Cuánto enseñan de
sentimientos la roca y el mar!
Hoy se conserva esa gruta que
nunca está vacía para el que sabe mirar. Y una placa habla de su leyenda que
tal vez sólo lo sea pero eso no importa. Un homenaje para todos los que se han
arriesgado a querer y también encuentran su nombre en la Chambre d´Amour.
Oscar da Cunha
21 de junio de 2017 (Solsticio de
verano)