Es una mañana de julio y
Barcelona se viste de calor, o a mí me lo parece, porque esas minifaldas tan
cortas procuran que camine por una ciudad llena de monumentos aunque yo sólo me
fije en el andamiaje.
No
recuerdo qué edad tengo, conservo la suficiente para que consiga disfrutar de
un paseo junto a mi padre, y demasiada para aceptar ir de su mano. Seguramente
me encuentre por encima o por debajo, no obstante, vistos desde hoy, los nueve
y medio me vienen cómodos. Es lo que me gusta del pasado, puedes hacer retoques
y quedarte con la versión adaptada.
Observo
que a él le sonríen, muchas, acaso se trate de una moda de la época; pero
cuando empiezan a pasar los años y cambiar las modas, llego a la conclusión de
que a las mujeres les gusta ver piel en la cabeza. Y una gran nariz. Después he
conseguido entender que tan sólo fueron épocas preocupadas por mantener de moda
las buenas costumbres, conversar en las comidas, y los buzones de Correos.
Hemos
pactado visitar el Parque Güell pese a que yo sigo prefiriendo el Zoo, pero los
cocodrilos a la tercera ya te saludan y ese lagarto de colorines aún no me
conoce.
Callejeamos.
Según mi padre, la naturaleza no comete errores, y no es cuestión de afearle
que nos concediera un par de suspiros más de inteligencia que a las ratas para
ahora imitarlas recorriendo alcantarillas. El metro descartado. No me convence
el argumento aunque como sombra yo también prefiera la de los árboles. En el
colegio me vendieron que nos encontramos en la cima de la pirámide evolutiva,
pero yo me sigo preguntando para qué. A las aves se les otorgó alas y vuelan,
aletas a los peces y envejeceré envidiando su habilidad en el mar; luego me lo
pienso mejor al saber que somos los únicos capaces de construir máquinas que
nos sustituyan, tal vez encontremos una razonable utilidad para nuestra
inteligencia cuando ya no nos necesiten.
Sobre
el adoquinado de uno de los chaflanes vive un limpiabotas. Él insiste y yo no
estoy convencido de que me haga falta, me conformo con sentirme seguro de que
no me lo merezco. Mi padre ve una oportunidad y presiona. Es verano, de momento
son escasos los años y para esa revolución que ya me imagina todavía me queda
grande el traje. Sólo descanso un par de jardines ya jubilados más tarde, cuando
mis zapatos vuelven a recuperar el polvo que considero apropiado.
Ahora se me entromete la
nostalgia siquiera después de tantas cosechas, hay dos cosas que no he vuelto a
tener: ni la misma edad ni otro par de zapatos blancos. Pero la que realmente
añoro es la compañía.
Hoy,
no la he olvidado y puedo ver su sonrisa, horas después, cuando la cena. Cuando
me pregunta y yo me disperso entre el banco ondulante, el pórtico de la
Lavandera o el viaducto del Algarrobo. Y él niega con la cabeza sin que sus
labios pierdan esa curva que acerca los bordes a sus orejas. Cuando me habla de
que la lección del día no va de arquitectura, trata de los propósitos y del sudor
para que la vida no te condene a terminar agachado en una esquina limpiando
zapatos. Yo me abstengo pero no otorgo. Y ahora que toca recordar sonrisas,
lástima que él no vea la mía porque no supo mentirme.
Me
he concedido muchas vueltas por ese parque, y aunque sin su compañía tampoco he
podido esquivar la de la del limpiabotas. Con nueve y medio lo empezaba a
intuir, el resto del camino me lo ha confirmado. No importa el cómo sino el
para qué.
He
visto a muchos hombres ganarse la vida honradamente agachados, sin humillarse,
sin esconderse. Y he sabido de los cada vez más que se agachan con reincidencia
a escondidas. No, no son cosas de la vida, cada uno elije cómo talla su piedra.
Tal vez algún día me toque escoger esquina, y no me preocupa porque el betún
sólo mancha las manos pero no las ensucia. Y, como otros muchos, sé que he
perdido oportunidades, pero salí aprendido de lo que contenía aquella sonrisa
de mi padre: "Cuando sea necesario, hasta
para comerte ese lagarto de colorines, pero nunca te agaches para chupar culos".
Oscar da Cunha
7 de junio de 2017
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