Fue el azar. Al salir del despacho de mi
abogado me lo encontré, hacía por lo
menos diez años que no nos veíamos. Él me reconoció al instante, a mí me costó
más, siempre me ocurre. Nos sentamos en una mesa de “Les Colonnes” y se nos fue
la tarde agrandando el tamaño de las olas que tantas veces habíamos compartido,
nos despedimos con la firme promesa de no volvernos a ver en tierra firme hasta
la próxima década.
Camino del coche recordé que una de las cosas
por las que merece la pena venir a este mundo es contemplar una puesta de sol
desde Biarritz. La hora era la adecuada para disfrutar cómo el Atlántico se
tiñe de rojo al recibir a Helios entre sus aguas. Mi banco, en la explanada
junto al faro rodeado por los viejos tamarindos, estaba ocupado por una pareja
de amantes. Ambos, con las manos entrelazadas, esperaban también el mágico acontecimiento;
lo supe por el brillo de sus ojos, que me capturó. Me acomodé apoyado en un
punto de la barandilla de piedra desde donde poder disfrutar de todo el
espectáculo, lo reconozco, soy un voyeur.
Ella mantuvo su mirada azul fija en el
horizonte justo cuando el astro empezaba a besar el océano. Él, en ese mismo
instante, sólo la miraba a ella. Y yo, decidí perderme el ocaso.
Cuando cielo y agua empezaron a sonrojarse la
besó en la mejilla izquierda, quizás la que más acusaba las cicatrices del
camino recorrido juntos; ella le
correspondió con una suave caricia en la pierna derecha, posiblemente la que
trajo herida de la última gran guerra y ya nunca volvió a recuperar.
Adiviné que el espectáculo de luz y sal
terminaba cuando ellos empezaron a recordar juntando suavemente sus cabezas.
Una lágrima de nostalgia nació de su ojo derecho intentando adivinar cual era
la arruga adecuada, esta vez, para descender hasta el poro donde más sueños
perdidos se habían acumulado. Él la consoló apretándole el mismo brazo que aquel
día, cuando su segundo nieto decidió meter su vida en una botella de ron y
estrellarla contra las rocas del acantilado.
Con la brisa que llega entre luces se miraron
una vez más, ella estaba igual de preciosa que en el 39, cuando alcanzó la
mayoría de edad. Él aún seguía siendo aquel campeón de chistera con el que
soñaban todas las solteras de Biarritz. Intercambiaron unas breves palabras,
seguro que justo las necesarias para confesarse que, pese a todo lo sufrido, lo
suyo había merecido la pena. Y por fin llegó el beso que confirmaba que,
durante toda una vida en común, el placer de compartir rosas justifica las llagas
que las espinas nos dejan en la piel.
Se ayudaron mutuamente a incorporarse del
banco. Él le tendió el brazo derecho, el mismo con el que un día le colocó el
anillo que aún brilla entre los pliegues de la izquierda con la que ella
continúa asiéndose a su compañero. Lentamente, con el orgullo de toda una vida
compartida en la espalda, abandonaron altivos la explanada. Los perdí de vista
entre las ramas de los tamarindos.
Mañana volverá a amanecer, y con las primeras
luces volverán a renovar las mismas ilusiones con las que partieron en su
primer “Je t´aime”. Yo me marché con la envidia de haber sido espectador de una
de las mejores puestas de sol que la vida te puede regalar. Fue el azar.
Oscar
da Cunha
4
de agosto de 2012