martes, 11 de junio de 2019

Y todo por una minifalda


Sería por el setenta y poco. Verano. Lo recuerdo porque hacía ese calor como antes, sin aire acondicionado; esa época que ya pasó, cuando se sudaba sin ser pobre y yo me enamoraba de cualquier cosa que no llevara pantalones. Cuando un buen escote me convencía de que algún día yo dejaría de ser un chiquillo, y ya tenía por dónde empezar a hacer planes para perderme en el futuro.
            Era una de esas tardes en las que llevaba pasta en el bolsillo porque mi padre me había vendido por una camarera, que para eso él estaba de vacaciones, yo de excusa y su cuestión consistía en despejar intrusos del campo de batalla. Ahora reconozco que haber ido de hermoso por la vida es un error, aunque quizá ya sea tarde porque feo se nace y ellas saben que lo que no te concede la naturaleza te lo recompensa la lírica.
            Un local de los que molaban entonces: alicatado con esos carteles que no estaban hechos con la idea de que los entendiéramos quienes sólo utilizábamos la nariz para quitarnos los mocos. Y ese ritmo, al que le pegaban los ingleses y sus alrededores, saliendo por la puerta para poner a bailar los cilindros de cualquier cosa pintada en negro que sólo tuviera dos ruedas y metiera mucho ruido. Allí no se entraba a comprar música sino para demostrar cuánto se formaba parte de ella. Tipos sólidos que parecían haber salido de una canción de Led Zeppelin después de que los hubieran echado por romper algo en cualquier otra de Jethro Tull. Olor a cuero con kilómetros, a mucho pachuli para disimular la maría y a vidrio con espuma de cerveza. Y esa puñalada en la mirada por comprobar quién la tenía más grande, la moto, creo, en la otra opción no pensé. En aquel territorio todo era bastantes tallas más grandes que la que yo usaba. Una de esas pequeñas fronteras que se ocupa de ponerte la vida para decidir si siempre querrás estar condenado al exilio de lo que pudiste ser.
            Quizá la mejor minifalda que recuerda haber visto el mundo, con un par de piernas de esas que te las guardas para poder decir, de viejo, que allí se te quedaron los ojos, ordenaba en sus estanterías los discos que los del hampa de moteros del turno de tarde se afanaban en dejar tirados por cualquier parte.
            Yo sólo tenía edad de mirar pero el riesgo lo lleva uno en la sangre. Y me vine arriba. Ya dentro, empecé a enredar mientras varios de aquellos fulanos cruzaban esa resignada sonrisa de haber pasado por esos tiempos en los que todo son pretensiones, y a la de la minifalda, que no tenía pinta de ser madre de nadie, creo que le entraron ganas.
            Y aquella epidemia de la que se habían contagiado todas las bandas por tener un nombre y canciones en ese habla con el que nunca he llegado a tener buen feeling. Ahora soy un hombre de mundo, y aparte del mío me relaciono bastante bien en otros muchos idiomas: argentino, chileno, uruguayo, peruano… Pero bueno, no me he puesto con esto para fardar.
            Allí no había nada de lo que me habían enseñado en casa: Adamo, los Sirex, y para Nochebuena Peret. O sea que me la jugué a la portada más chula. Cualquier cosa por lanzarme a algún abismo con la de la minifalda, que también trajinaba la caja.
            Algo me comentó ella mientras me cobraba el disco y yo iba de monumentos, pero ahora ya no estoy para recordar voces; y todavía hoy me entran ganas de ahogarme en el inodoro, cuando veo el elepé, por no haberme quedado a vivir en aquel momento. Pero la vida tiene el capricho de hacer regalos a destiempo.
            Podría acabar la historia en modo hidalgo y decir que, ese, mi primer disco, me dejó atrapado por aquella quimera. Mentiría. Al igual que muchos otros de Elton John los disfruté, incluso en los buenos tiempos, con mi hermano de corazón. Pero precisamente ese, que lo compré por una minifalda, cuando lo escucho aún hoy, sé que se cruzó en mi camino para estar en los momentos jodidos. Porque son muchos los barrancos y todos necesitamos a un Capitán Fantástico y no es al que mejor le suena la banda ni el que la tiene más grande, incluso la moto. Cada vez que la aguja pincha el surco yo cierro los ojos, y piernas para dejar allí un rato enredada la memoria hay muchas pero tipos como él no. Entonces veo todas las ocasiones en las que me he salvado de un naufragio por poder contar con el mejor hermano, aunque lo tenga que compartir con otros, porque también es el mejor amigo de muchos, el mejor marido y el mejor padre.
            Lástima no saber por dónde anda la de la minifalda para que mi hermano le eche un vistazo y de paso darle las gracias.

Oscar da Cunha
11 de junio de 2019

domingo, 2 de junio de 2019

La Fotocopiadora


Así llamábamos a la primera planta del taller de mi padre. La que empezaba después de una puerta por la que entraba la calle, sin avisar.
            Había una escalera por la que se bajaba a la sala de máquinas y ese era el sitio donde se trabajaba. Nosotros bajábamos poco.
            Recuerdo las paredes atestadas de patrones (algunos incluso estaban terminados), dibujos que necesitaban demasiada imaginación y notas, muchas notas cada una con su chincheta y una idea ya caducada a la espera de una segunda oportunidad, por aquello de que las modas tenían la costumbre de volver aunque no se supiera cuándo. Y piezas de tela ordenadas con la lógica del montón. Todo estaba encima o debajo de algo, pero estaba con la esperanza de ser encontrado.
            Una mesa de corte donde se le invitaba a sentarse a cualquiera que llegase dispuesto y con buen rollo. Y un maniquí. Ese no recuerdo dónde lo robamos ni para qué. Siempre nos gustó verlo lleno de posibilidades y nunca nos atrevimos a vestirlo con nada.
            Olía a ese apresto que tienen los nuevos tejidos cuando ya se han hecho viejos sin que nadie les haga caso. Y también a colilla de Ducados. Alguien se llevó el cenicero y no nos dimos cuenta porque para eso teníamos suelo.
            Allí no se inventaba nada, se llegaba pensado de fuera. De París, Milán o del Jennifer, que era una discoteca que estaba en la calle de atrás y lo petaban las chachas con madre modista y ambiciones. Tampoco se discutían los diseños, que para eso la fama se la llevaban Gaultier, Saint-Laurent, y todos esos que en vez de en una pared y con chinchetas clavaban sus ideas en revistas para dar envidia. Nosotros copiábamos y nos  iba bien. Pero al fin y al cabo eso era lo de menos.
            En la Fotocopiadora se admitía a todo tipo de gente, a muchos nos los enviaban del bar de al lado. Eran de Lugo, los del bar, y sabían mucho de pulpo pero poco de gente. Lo del rollo era cosa nuestra y así nos apañábamos en el barrio. Y se nos iba el tiempo mientras hacíamos lo que podíamos entre los huecos de cada charla. De vez en cuando, llegaban viajantes con acentos de otros mundos en los que había los mismos problemas que en el nuestro, porque los problemas sólo entienden de personas. Entraban contrabandistas a los que ya les empezaban a amenazar con quitarles la frontera y hablábamos de libertades para las que ya intuíamos que nos las iban a poner. Los lunes, el ciego, al que se le iban los ojos detrás de todas las faldas, y al que le comprábamos los cupones de la semana anterior porque para perdedor se nace. Y cada sábado, la rubia del puticlub de enfrente con marido nuevo que pagaba los encargos de ella y a nosotros nos daba igual porque íbamos a medias.
            Hubo muchos más, de los que nos gustaban, de los que llegaban para no ser recordados. Allí sólo se guardaba lo contado, aunque fuera cierto, porque toda buena historia debe sobrevivir a sus protagonistas.
            Hace años que la Fotocopiadora ya no existe, son demasiados los olvidos que se ha llevado el tiempo y la memoria va cansada. Me asomo a las redes sociales pero no es lo mismo, son una chapuza. Lo de antes sí que era mentir con estilo.

Oscar da Cunha
2 de junio de 2019