Sin ningún
motivo me dedico a revolver entre viejas cajas de recuerdos, despacio y sin
buscar nada en concreto. Pero creo que así es como se debe navegar entre los
objetos del pasado, con respeto y el ánimo de no establecer preferencias. Ellas
deciden y se acercan.
Sobre ninguno de esos cartones se
marcó nunca su contenido, y una nostálgica memoria ha conseguido recuperar el
momento en que tanto se recogió sin olvidar nada importante: «Si necesitas poner una etiqueta en cada caja
para recordar lo que estás guardando, eso que vas a embalar no merece la pena
que lo guardes».
Reconozco ese estuche que aparece
intacto por un destino que no era el suyo y al que sin embargo se resignó. Tubos
de óleos y pinceles que jamás se estrenaron. Que llegaron cuando ella decidió
dar por concluido el tiempo de soñar sobre lienzos y empezó a pintar su mundo
de otra manera. Pero lo conservó. Quizá por pensar en ese futuro en el que la
artrosis de la memoria urgiría con dejar huella de los caminos en lo que ya sólo
serían arrugas compartidas en cada rostro. Encajo a perpetuidad los cierres de
esa triste cajita de madera porque tampoco recuperará una tercera edad.
Una pequeña libreta de espiral, sólo
las tapas, y esa ausencia de hojas que me hace añorar aquel tiempo dedicado a
hacer demasiadas cuentas sin que llegar a fin de mes estuviese en el objetivo.
Un tiempo durante el que siempre fue fin de mes por atravesar muchos Sures y un
sinfín de Levantes. Por pisar viejas ruinas, acariciar vientos nuevos y
amanecer sobre arenas antes de que se vistieran de playas; y después volver,
con alegría, volver para reírnos de la lluvia, y de las cuentas.
Fragmentos de un jarrón, ya sin
posibilidades. De aquel primer ramo de flores no queda rastro pero el momento
lo conserva. Y yo. Y hay reflejos en cada trocito de cristal, retratos de una
aventura que comenzaba con su hoja de ruta en blanco. Y sin escoger astilla de
pasado, pruebo a deslizar el dedo por uno de sus afilados bordes pero en vez de
un corte recojo un estremecimiento, y esbozo una sonrisa que el vidrio no me
devuelve.
No necesito desdoblar la raída manta
de cuadros para adivinar que allí dentro, arrebujado entre sus miedos, Ulises
seguirá esperando. Pero sí necesito volver a ver su cara para cerciorarme de
cuánto, ahora, nos parecemos. Y me asomo a él…
Ulises fue el primer peluche de
nuestra primogénita de cuatro patas, aunque ella nunca lo supo querer. Tal vez
por el imponente tamaño, acaso porque la inexperiencia le impedía apreciar sus
preciosos ojos de botón de nácar, esos a través de los que él sólo veía
extraños a los que nadie le enseñó volver. Nos descorazonaban aquellos
inestables pasos de cachorro por la casa sin arrastrar a su compañero, hasta
que entendimos que la verdadera víctima de la soledad era Ulises. Y adoptamos
al náufrago.
A él le costó superar su timidez, y
sólo pudimos convencerlo para acompañarnos en la cama con el compromiso de que
cada mañana nos contara nuestros sueños. Y se fue soltando. Se convirtió en el
sonámbulo de las malas noches tras las que nos empezó a regalar espectáculos de
nuestra fantasía con los que amanecer estrenando sonrisa. No tardamos en descubrir
que se los inventaba, aunque también descubrimos que ya no íbamos a consentir
dejar de ser niños.
Pero incluso con el cariño hay que ser
precavido para no cometer errores, y por culpa del nuestro lo convertimos en un
osito real. Ulises nos despertó una mañana llorando. No era feliz. Los osos no
viven dentro de las casas ni holgazanean sobre una cama, nos contó. Los osos no
están despiertos durante esa larga noche que dura lo que los fríos. Y aunque la
clase de vida por la que él derramaba sus lágrimas pudiera ser tan cruel como
sólo la naturaleza consigue en sus mejores versiones, Ulises se había
transformado en uno más de su especie. Pero en cuestiones de vivir, los osos sólo
viven en libertad.
Le dijimos que la libertad no es más que un velo tras el que se
esconden las emociones, las decisiones y la confusión. Que aun así es el veneno
que todos deseamos pese al desengaño por ir comprobando cómo nuestras ilusiones
mueren, y nosotros tras ellas. Que la libertad no es un regalo, es el derecho a
resistir mientras padecemos ante un mundo que se configuró cuando no tuvimos
capacidad de decisión. Pero la ficción, querido Ulises, la ficción es la única
brisa que se cuela entre los cristales rotos de la realidad, y podemos
respirarla y dejarnos embriagar por ella. Sólo entonces, enajenados y agarrados
al aire, olvidamos el sonido de las cadenas que nos atan. No somos libres, pero
ese es el mejor sucedáneo que nos ha sido concedido.
Lo dejamos marchar. Amortajamos en la
manta de cuadros lo que ya se había convertido en un renegado peluche con dos
botones de nácar donde ya no quedaba mirada. Y esa ausencia, que dolía,
decidimos ocultarla entre cartones. Entendimos que sólo se había ido de nuestro
presente, y como el futuro es una antojadiza quimera, Ulises quedó guardado en
nuestro pasado.
… Y ahora compruebo que ha vuelto,
aunque ya no reconozco esa voz gastada por la decepción de manejarse con tanta
vida. Ya no hay niño, en ninguno. Le hablo de una lejana primavera y me
responde que con demasiado otoño la llegó olvidar. Yo no. Yo aún puedo vivir en
nuestro pasado. No nos parecemos tanto, le desengaño. Ulises sólo es un peluche,
y si se conforma tal vez tenga futuro. Yo también, es posible, pero tampoco soy
un oso. Él ha comprendido quién es y ese lugar en el mundo al que volver. Para
mí han pasado tantas cosas desde la última vez que necesito encontrar un territorio
del que partir. De nada sirve emprender un viaje sin la añoranza como
compañera.
Miro a Ulises con tristeza, quién
sabe, quizá para ambos lo único que haya pasado sea la vida, y a mí me sirva
como referencia.
Oscar da Cunha
3 de abril de
2018