sábado, 15 de diciembre de 2018

Ruido de gatos


Se supone que lo extraño siempre pasa a medianoche. Quizá por eso sea la hora elegida por el tiempo para incluir ese umbral en el que se debe dejar atrás un día, un mes, un año… aunque a veces lo más extraño sólo sea despedirse de ese caprichoso segundo anterior que ha contenido una vida. En la medianoche está ese temerario instante que decide si se podrá dormir o se habrá uno condenado a aprovechar que nadie molesta para intimar con la puerta del frigorífico.
            Paso la página 247 del libro mientras mi perro ronca a mi lado. El reloj de la mesilla marca las cero y pico, y la lámpara amenaza con uno más de sus gratuitos parpadeos pero sin rematar. Otra medianoche superada, le confirmo al inspector Anderson, que es el protagonista de la novela y ya tenemos confianza. Levanta la cabeza, mi perro, como si alguien hubiera pulsado el interruptor de que es la hora de asustarse. Se pone en pie, sobre la cama, y recorre la habitación con un por dónde se asoma hoy el miedo en su mirada. No tarda en verlo justo en la esquina de siempre, en la que para mí sólo hay un cuadro cruel porque el amanecer nunca llega a consumarse, y me mira desconcertado, decepcionado ante mi ceguera, y asustado porque percibe que no cuenta con mi ayuda. Ese miedo no lo compartimos. Le pido permiso a Anderson y me esfuerzo, como cada noche, en tranquilizar a mi compañero que no entiende por qué ese motín de la realidad me respeta; o tal vez me desprecie y por eso yo sea incapaz de recibir esas interferencias en el canal visible. Se revuelve incómodo, con los pelos del cogote apuntados hacia el miedo, y con el rabo empujándole el culo huye escaleras abajo.
            Al otro lado de la ventana hay ruido de gatos, los de la camorra deben de estar afianzando el territorio. Ellos son los protagonistas del mundo mientras nos perdemos en esos simulacros de la realidad que llamamos sueños. No lo sé, me pregunto si alguna de sus cosas será la propina que le falta a este enredo en el que vivimos, y acaso todo sea tan sencillo como el ruido de gatos que suena pero en una emisora que no acertamos a sintonizar. Lo demás tal vez no suceda más que en la imaginación.
            Hay quien dice que en la cabeza se generan diez pensamientos detrás de cada uno de los que somos conscientes. Y yo me repito con una sonrisa que ese es el único fenómeno extraño que consigo admitir. Y como una noche más, cojo la silla a tiempo, al vuelo y antes de que me destroce la lámpara del techo, y con el martillo vuelvo a clavarla en el suelo.

Oscar da Cunha

15 de diciembre de 2018

lunes, 3 de diciembre de 2018

El aire de la mariposa


Es razonable aceptar cualquier algoritmo mágico que nos permita sobrevivir a la muerte. Siempre se ha reconocido como la más trascendental de las necesidades humanas, pero no deja de ser una inestable columna sobre la que se han construido y mantiene a la mayor parte de las convicciones místicas. Y muchas mentiras.
            Todos quisiéramos saber pero pocos son los que se arriesgan a enfrentarse a la evidencia. Se trata del espejo maldito, al que se le niega una mirada, el que tiene el reflejo de la totalidad y cada una de las individualidades pues no existe ser vivo que no lleve el óbito incorporado. Huir es inútil, no sirve; aun con los ojos cerrados, todos nos encaminamos hacia esa puerta, angosta y arcana, que no permite el paso de la carne.
            Pero el reflejo es profano, y necesita de la memoria más profunda, la palabra de paso que se olvidó al nacer para emprender este nuevo camino sin el amparo de los dioses. Resulta incoherente reaprender lo que se tuvo que repudiar; como también lo es que sólo conste lo que se busca donde no conviene mirar: al otro lado del espejo, que no detrás. Es una expedición hacia aquello que nuestros sentidos no entienden, hasta donde el miedo nos advierte que apremia elegir entre retroceder o quedarnos. Y no hay garantías sobre ninguna de las dos opciones.
            Se teje un hilo, como el de Ariadna, por el que deslizarse con pretensiones de vuelta; como el de la araña, para disponer de algo elástico si el círculo se cierra y su punto central no es equidistante a la razón. Junto al reloj se coloca una vela blanca para que su llama ahuyente al tiempo y se dan tres golpes, tenues, uno por cada instante que se pretende. El inicial en que no se suplique mirar hacia fuera, donde va quedando el laberinto. El de desplazamiento para meditar sobre el respeto a la distancia que impone la pérdida de simetría con el horizonte. Y el final para comprobar que no se han extraviado las monedas que, cuando parezca que todo haya acabado, ha de reclamar el barquero. Y no se cuestiona por qué la tapa del baúl sigue abierta aunque se sepa que se ha insistido en cerrarla con llave. Eso no se cuestiona, ahora ya no.
            El raciocinio no interpreta la ignota dimensión sin materia, el punto de equilibrio donde todo converge y sin embargo rige la nada. No se desorienta porque el oriente no está, y cobra sentido que no haya lejos ni cerca. Es el éxtasis del derviche, sin miedo; el ojo interior del chamán cuando se adentra en lo paralelo, invisible para el ignorante. No hay nigromancia en el ciego. Queda a la intemperie el albedrío y ya se pasó por la ciénaga sin cielo donde se repudiaron seis de las siete virtudes. De la unicidad sólo acechan escombros y el sonido es un fenómeno que falta pero se escucha el susurro de los recién nacidos.
            No es bruma, aparenta más denso, como si lo que hubiera estuviese entre cortinas con eco. Pero no continúa el reverbero de la lira de Orfeo aunque algo de su conmoción todavía permanece y sólo se mueve la calma que han turbado las alas de la lechuza. No hay ojos que miran, excepto los del recién llegado al que se le ha negado el habla. Y huele como el frío cuando se hace alma de nadie.
            Pudiera ser uno más de los extraños sueños si no es porque se tiene la certeza de que de este no se puede despertar. Porque no va a ser una de esas ilusiones que quedan olvidadas al no recordarlas en la primera vigilia. Porque tampoco está ni se le espera a la sonrisa sin cuerpo del gato de Cheshire. Y porque a ningún sueño se va intencionadamente.
            No en vano se ha deshecho el nudo y de nada sirve negar. La oración persiste aunque se pretenda el nirvana, y las preguntas germinan. Sólo hay zozobra en los contornos del pensamiento y la esencia ha llegado a sus límites interiores. Es el grado donde conjugar lo venidero con fracciones de lo ya gastado, lo real no sirve y en lo imposible están las respuestas. El cerebro se despliega para ahuyentar los prejuicios y aparecen las primeras percepciones. Y nada es como se esperaba.
            La metamorfosis de lo humano no tiene alas de mariposa, es el agua que contiene el aire en el que se mece, el vacío de la piedra y el frío del fuego. Como una conjura de los elementos, que atrapan, de nuevo, lo que se les arrebató cuando todo era un proyecto. Pero que regresa cambiado para hacerse oír en la cabeza del recién llegado. Y lo pone a prueba porque sólo hay contacto en los límites de la locura. Allá donde Apofis no tiene principio ni fin. No se ve. No se oye ni hay aroma. Las explicaciones se instalan en la cabeza, como cuando en el otro lado el viento acerca la primavera pero no se puede descifrar en qué parte del invierno la ha conseguido. Se trata de la misma paradoja que contiene la pirámide, las respuestas no están en el trozo de cielo al que apunta sino en el suelo sobre la que se construyó.
            Y el recién llegado llora, porque ha accedido a esa zona franca de su mente que algún día será calor del sol sobre otra piel, alimento de alguna esperanza y la música que el viejo hechicero baila sobre las tumbas de los desconocidos para consuelo de los ciegos. Y no ríe porque sabe que no se puede contar sino porque no merece la causa, y porque ha tenido una suerte que tampoco entiende.
            El camino de la locura está lleno de gafas y bastones abandonados. Y un gorrión solitario.

Oscar da Cunha
3 de diciembre de 2018

sábado, 24 de noviembre de 2018

Esa tinta que sangra


Tengo tendencia a sujetar el teléfono con la mano izquierda. Descansen, no voy a hablar de política. Nací diestro y es la que me gusta dejar libre, cuestión de puntería.
            Mientras escucho esa voz que me acaricia la oreja, abro un Word y tecleo la dirección. Sigan descansando, la cita es de trabajo. Cuelgo al tiempo que asoman un par de colmillos entre mis labios. Paciencia, algún día igual me animo y les cuento cómo me gano la vida para que nos descojonemos juntos.
            Miro la pantalla con la misma suspicacia de un bombero cuando le pides fuego; en esos momentos en los que enredo con las cosas de comer todo me parece sospechoso. Y al igual que la mayoría de los de mi edad, soy una víctima más que sobrevive entre cacharritos digitales pero yo no veo garantías. Me parece una realidad demasiado frívola, o incluso peor, como si nos lo habríamos jugado todo por adocenarnos sobre un puzle del que alguien se ha guardado algunas piezas y, al menor despiste, la diversión pudiera escaparse por cualquiera de los agujeros. El plató, antes, se entremezclaba de sensaciones, palabras y miradas; ahora sólo hay bytes, que deben de ser descendientes de los trilobytes y por eso nos va como a los cangrejos, pendientes de la playa para ver adónde nos lleva la marea. Entre otras emergencias.
            Cojo uno de esos papelitos de colorines que se venden en tacos y que antaño se compraban para gastarlos hasta que se los echaba de menos y que se pegaban con chinchetas aprovechando el agujero donde vivió el recordatorio de llamar a Hipólito, pero ahora nadie se llama Hipólito a pelo porque no tiene arroba. Y me monto un facsímil de lo que veo en pantalla antes de que se venga arriba el jamacuco. Y me acuerdo de la sentencia del viejo maestro, el que siempre llegaba a y diez y sin afeitar y la descargaba contra nosotros convenciendo con la clarividencia de quien se sabe capaz de mandar, pero tenía razón: «Todo lo que se puede enchufar termina jodido, incluido mi cuñado que iba para ministro».
            Archivo el papelito y respiro hondo, como se respiraba antes, cuando sobre el gasoil sólo se decían maravillas. Me puedo dar el capricho de perder cualquier documento porque ahora te lo devuelven. Vas por la calle con una libreta y no le interesas a nadie, te miran con pena, porque en estos tiempos la información hay que guardarla en la nube, como el granizo, y seguramente con las mismas intenciones: se vive a la búsqueda de víctimas.
            Y paro todo para intentar pensar con serenidad, como se pensaba antes, cuando nadie tendía las bragas en público sin lavar, cuando la gente se guardaba sus opiniones y de los calentones sólo se enteraban en el barrio, que era pequeñito y se lo curraba a modo de Elena Francis para cada familia. Que esta, la digital, es una estafa porque aparenta más civilizada pero también está siendo una revolución con roquefort. Nos asomamos al patio, algunos, cada vez más acojonados porque ya se han hecho con la plaza los Marat´s, Robespierre´s y Dantón´s. Y cualquier cualquiera puede ser pilota de algo, y lo es y con peligro, pero al que le va floja la luz de cruce lo guillotinan si al desaprensivo se le ocurre pedir cita con su oculisto.
            Quién sabe, puede que el presunto culpable sea yo, que no me adapto al paraíso. Y, de nuevo, saco el papelito porque necesito comparar y convencerme. Pero me oigo decir que en muchos como este se ha ido escribiendo ese pasado nuestro en el que muy poco tenemos para ver quién echa el primer cohete. Tal vez vaya a ser que después de tanta historia apenas le hayamos dado un par de pases a la apariencia con tal de que nada cambie; porque quizá desde siempre nos ha gustado la tinta, pero sólo cuando sangra.

Oscar da Cunha
24 de noviembre de 2018

domingo, 14 de octubre de 2018

Detrás de la puerta


«Entra tú que a mí me acojona». Tal vez en aquella ocasión no me lo dijera así pero es como me ha llegado el recuerdo ahora que la he encontrado. ¿Por qué me tenía que interesar una pequeña puerta donde no tendría que haberla? ¿Cuánto de anómalo podía haber oculto tras ella en aquel desván? Seguramente ni me hice esas preguntas enredado en vivir ocupado por cosas importantes. Y lo que tarda uno en darse cuenta de que es un extranjero en esas cosas que sólo les importan a los demás; tanto tiempo desperdiciado por creer que a esos demás también les preocupan tus horas es una obscenidad que se comete con la vida, como si se tuviera un departamento de vidas sobrado de sucursales.
            Hago memoria y así, en plan mercachifle de oportunidades caducadas, a ese momento le echo siete años y pico. Sin detenerme a reflexionar si ese pico fue de un minuto o de lo que tardan las farolas en volver a iluminar anocheceres tempranos. Y eso me convence de que tengo que quitarme de tratar el tiempo a pedradas. Y porque te las devuelve.
            Fue poco después de la mudanza, cuando muebles y cajas cansadas de aprisionar cachivaches que querían volver a vivir se fueron haciendo dueños de cada pedacito de casa sin contar con nosotros, y decidimos amotinarnos contra esa multitud de residuos de una vida anterior, los condenamos a aquietarse en montones para conseguir algunos resquicios donde instalarnos a modo de ocupas, porque afuera llovía.
            Y yo olvidé aquella puerta.
            Ahora, convencido de que ningún pasado vuelve por toquetear viejos enseres, de que los recuerdos más valiosos, esos modestos detalles que vagabundean por la memoria en zapatillas y que son los que se quedan en ella, prefiero los espacios vacíos. De momento vacíos hasta que el continuar empuje. Tal vez no me conforme con la soledad y necesite ver la ausencia o quizá sea una cuestión de peso y yo haya decidido viajar ligero, como si pudiera dejar mi cabeza en escabeche. Pero en ocasiones uno sólo toma las decisiones que puede porque para las que quiere todavía queda mucho que maniobrar. Y me pongo a desahuciar todo lo que no son más que cosas porque en los últimos siete años y ese frustrado pico nadie las echó en falta.
            Al trastear me sorprende mucho de lo que hay, y de lo que considero que nunca debió estar me intranquiliza pensar para qué estuvo, pero cualquiera con media inteligencia como yo sabe que pensar es muy peligroso y lo dejo. Y me repito que exclusivamente busco construir huecos para unirlos. También me da por sospechar que quizá sólo nos llenemos de cosas para después tener algo que poder echar de casa; siempre lo anteponemos a resolver que sobramos nosotros.
            No alza más de un metro en el momento en el por fin aparece detrás de algo manufacturado en madera, y supongo que se trata de esa porque las otras puertas que conozco sólo se agachan cuando después de haberlas atravesado sin despedirte pretendes volver.
            Todo parece indicar que ella, sola, venció al miedo y sí se decidió a entrar. Y a mí me dejó la invitación para hacerlo en chapuceros trocitos de cinta americana que no sellaban nada. Jamás volvió a hablar de esa puerta aunque, de la verdad, en cuanto al secreto de lo que pudiera haber allí dentro, decidió prevenirme con un tramposo precinto.
            Dudo, porque ella sabía de mi afición a meter las narices en donde no me llaman y aquello está pegando gritos. Pero justo sacudo un poco la cabeza y se me caen todas las excusas, este es el más terrible de mis años y si ahora estoy ante otra puerta del infierno yo ya tengo carnet de ese club. Despego la cinta que rodea la puerta como si fuera el envoltorio de una cajetilla de tabaco, y sonrío mientras enciendo un pitillo. Si soy adicto a esta mierda, a cualquier cosa que pueda haber dentro no me va a costar engancharme.
            Abro y entro.
            Poco después salgo y corro a buscar el rollo de cinta americana. Me considero capaz de afrontar muchas cosas, pero la nada me desconcierta. La nada es un lugar extraño donde todavía no ha llegado el tiempo, un mal ambiente en el que no hay pasado que vibró lleno de sentimientos ni presente para evocarlos, no contiene un ayer de errores al que le seguiría un mañana para hacérselos perdonar. Sobre la nada no se pueden colocar ladrillos y así no hay quien empiece.

Oscar da Cunha
14 de octubre de 2018

sábado, 29 de septiembre de 2018

Una canción y es ayer


Enciendo la radio del coche, y mientras suena "Sailing" de Rod Steward agradezco una vez más todas las que insistí en mantener mi rechazo por aprender inglés; eso me ha permitido ser yo quien siempre pusiera la letra a cada canción. En este momento me parece un buen negocio haber sacrificado un poco de adiestramiento en pos de la imaginación; y además, de entre todos con los que me relaciono, los que me interesan y hablan inglés también saben pegarle a algún otro idioma compatible con mi configuración.
            Esta vez paro junto a lo que antaño fuera un honorable puticlub y ahora se ha convertido en un depravado templo de las ofertas en yogures caducados. Y cojo la libreta. Me quedan poco más de cuatro minutos para tomar nota rápida de las sensaciones, y me lo ponen difícil porque se vienen todas arriba y al mismo tiempo. En ocasiones pienso que alguien proyectó mi existencia como un maldito tablero del juego de la Oca, y no con una sola casilla 58. El diseño fabricado para mí está lleno de calaveras que me hacen volver al punto de salida. Como si al endemoniado juego no le importasen las emociones que uno ha conquistado durante el trayecto y, sin conversaciones para alcanzar algún arreglo, te manda a la casilla de inicio. Pero con tu soledad, y a ver cómo te lo montas para reiniciarte otra vez desde esa perversa número 1. Entonces me pregunto qué ocurre con el pasado, por qué no hay una casilla anterior a la de arranque, una zona cero de ese juego que tanto se parece a la vida. Yo la imagino como una amenazadora sala de cine donde se proyecta lo que ocurrió y puedes gritar: ¡Corten, que voy a hacer un retoque! Y antes de volver a empezar jugueteas a manufacturar apaños con la memoria. Son engaños, pero la cabeza se deja porque a partir de la realidad desnuda a veces no apetece renovarse.
            Y estos minutos los malgasto en negociar con aquel joven de veinte años que navegaba por las calles de Barcelona, pletórico de firmes propósitos que después se fue decidiendo a cambiar conforme veía que los propósitos sólo eran firmes en no contar con él. Y aprendió a improvisar. Que es la única manera de que la vida te deje en paz por imposible, y de que no te arrastre esa monótona corriente que por presumir de experiencia termina en cualquier lugar donde ya somos demasiados.
            Lo recuerdo como a individuo que no temía perder nada, porque siempre procuró que todas las compañías fueran malas y lo peor que te puede robar un buen amigo es tu tiempo. Y empezó a desprenderse de aquellos que llegaban convencidos de que su reloj era de ellos.
            Tardó en entender que no merecía la pena continuar en algunas partidas, por el simple hecho de seguir jugando, cuando sabía que llevaba malas cartas. Y hoy es el día que me pregunto si aquellas mujeres seguirán marcando sus barajas; quizá, y con todas las vueltas que lleva uno en el carrusel, las que no lo hacen ya no me resulten interesantes.
            Este estribillo sin letra de la canción me trae a la cabeza cómo sintió que sólo se conoce de verdad entre tinieblas y cuando hay copas de por medio, aunque luego por la vida todos andemos de mentira. Pero en aquella época no había controles de alcoholemia y ahora los sinceros son un peligro. Cuántos días merecieron la pena sólo porque tuvieron varias noches, y de cuantas noches conviene no olvidarse aunque sea porque después de cada una de ellas volvió la libertad. También para él.
            Y sentado en la terraza de aquella cafetería con mala fama en el nombre y peor en la de los apellidos de su clientela, comprobó que somos nosotros quienes decidimos cuándo las estaciones cambian y que no duren como el verano de Sabina. Salvo la primavera que es la única hembra de las cuatro y en ella conviene pillar butaca para todo el año. Y que se lo monte en hacer brotar lo que le salga del equinoccio porque sólo cuenta estar para verlo.
            Aún lo percibo convertido en perro adoptado por la calle, que esa no defrauda nunca porque para dar patadas siempre ha habido empujones. Con un collar prestado por alguna servidora de barra en garito con luz roja, que es donde hay que pararse según el Código de la Circulación, y de paso echarse una mirada por dentro para que se le bajen los humos a lo que devuelve el espejo. Que perros somos todos pero el lujo, desde que el mundo es redondo y da vueltas alrededor de los mismos idiotas, ha sido no tener raza y adaptarse a lo que venga.
            Ya se me han acabado los cuatro minutos de canción y no he tenido tiempo de desparramar por aquí todas las emociones. Además, yo no soy quién para descubrir nada a nadie y menos aún si aprende. Pero estoy seguro de que no hice todo eso en aquellos tiempos para ahora permitirme olvidar, ya no tengo talla para defraudarlo. Tampoco puedo volver a esa edad pero intentaré hacer virguerías con la cabeza.

Oscar da Cunha

29 de Septiembre de 2018

domingo, 16 de septiembre de 2018

Lo pintaré de rosa


Ahora percibo que el peligro no es estar sumido en la oscuridad. La más traidora maldición vive en esa despistada, casi escondida bajo las agujas, recortadura del tiempo a partir de la que, y sin darte cuenta, ya has aceptado la oscuridad como tu estado natural. Es una especie de rendición ante aquel que fuiste y se marchó; final de partida. Entonces el pasado se desdibuja como una fantasía que una noche tuviste la suerte de soñar. Y te preguntas quién te ha gastado la broma de dejar pruebas concretas de que ese sueño no lo fue; fotos, el frasco de perfume, las cajitas de pastillas de menta y un zapato del 36 que el gato conspirador ha sacado de debajo de algún armario. Sólo son las novatadas del recién llegado, te dices, porque tú tampoco estuviste antes aquí aunque desde hace años ya te sepas todas las esquinas. En ese estado el futuro es como el mecánico de los vientos, un señor que tal vez exista pero como no lo ves deja de tener importancia. También los propios vientos que siempre llegan para enredar, después pasan de largo y olvidan llevarte con ellos. Y te sientes igual que la vieja camioneta que ya se bebió toda la gasolina y se le ha pasado la borrachera de seguir rodando. Pero ruedas.
            Y no es porque haya transcurrido nada más que uno de esos escurridizos vacíos de los que se compone la vida y que son lo que acostumbra dejar conforme pasa, y que tampoco cicatrizan nada; sólo coges práctica en cambiarte las vendas y enjuagar cada mañana la máscara con la que vas a salir a la calle. Y sales.
            Y en este momento quedaría como muy currado decir algo parecido a que por fin he visto lucecitas entre las brumas que siempre acompañan a cada soledad, sobretodo en la mirada; y que durante mi camino —si es que a esto de andar por la vida se le puede llamar camino, porque a veces a uno le da por pensar que debe de existir un dios y no es otro más que el celador del psiquiátrico que de vez en cuando nos saca al patio y sólo damos vueltas— me las he visto con un tipo intentando apartar las piedras a patadas aunque quien ha terminado con el pie jodido haya sido yo, que eso debe de ser algo aproximado a lo de encontrarse a sí mismo. Y te encuentras, igual pero cojeando.
            La verdad es que no; ni lucecitas ni… Lo siento, Don Antonio, pero tampoco estelas en la mar. Lo que hay que procurar es tener de continuo mujeres a mano, esas compañeras de especie a las que nos parecemos pero que por instinto y porque pueden siempre van un par de pueblos y varios peajes por delante. Cuando el horizonte está lleno de dragones porque se ha parado el tren, sólo ellas saben que hay que bajarse a empujar; eso de que el tiempo lo cura todo mientras caen unas cervezas es la parte «yo-no-doy-la-talla», el extra para situaciones complicadas que a todos los hombres nos gusta exigir que se añada al equipamiento de fábrica.
            Y gracias a que os veo empujando yo también me he puesto. Y no es que esto ande muy bien pero a los caracoles ya les cuesta más esfuerzo pillar rueda.
            Aunque lo complicado no haya sido dar el primer paso; a lo difícil, como siempre, se le antojó empezar antes, cuando te planteabas que algún día habría que darlo y sólo encontrabas excusas. Pero llegaron ellas con el espantador de excusas porque saben que detrás está la cobardía y hace ya tiempo que rompieron las negociaciones con esa señora. Por eso y porque igual los de la reencarnación andan acertados y se nos permite echar otra vuelta por estos valles, para la próxima ya he reservado billete de mujer.
            Os lo debo, amigas, y esto va por vosotras. Si algún día este tren coge velocidad y sale del túnel… lo pintaré de rosa.

Oscar da Cunha
16 de Septiembre de 2018

sábado, 7 de julio de 2018

Como el viento que se lleva las cenizas


A veces uno viaja para huir de sí mismo. Y cree que lo consigue. Porque la maldita cabeza también tiene puertas de salida y conviene cambiarle los aires para encontrar una por la que escapar. Y convertirse en una versión diferente (aunque sea tan chapucera como un tinto de verano) de lo que ahora llaman zona de confort por más que uno sepa que es su infierno; y sólo más allá de ese infierno, tan personal como lo sabe ser un exilio, pueda haber un territorio en el que uno no tema encontrar dragones. Y es que tal vez sólo se deserte para demostrarse que se va a ser capaz de volver.
            Y uno se echa a la carretera, y aprieta el acelerador con la suficiente furia para alcanzar las más posibles revoluciones en una máquina del tiempo y llegar tan adelante que todo parezca que ha quedado atrás, muy atrás. Porque olvidar nunca se olvida, pero se busca ese momento en el que los recuerdos no habían empezado a acordonar esa zona donde vive la memoria y todavía no se veía el mármol tallado: «Aquí yace tu pasado y el hueco que espera es para ti».
            Pero uno no debería viajar para conquistar distancias ni edades. Todo es más sencillo porque hay un pequeño descubrimiento en lo desconocido, o mejor en los que te desconocen. Ante ellos eres un tipo con la libreta de la vida en blanco, a ninguno le importa si tuviste pasado o tendrás futuro. Y te encuentras charlando en una terraza con la mirada distraída entre un cielo entusiasmado por el azul y un suelo lleno de chancletas y pies con las uñas de colorines. Y sabes que te has ido para conseguir ese presente, tan breve como falso, en el que a la conversación nada más que le interesa un recorrido de cercanías. Y te va bien, porque allá, a lo lejos, sólo acechan tus abismos. Y entonces percibes que el problema es de los horizontes, que ya no son recuperables. Que la lucha por seguir siendo el que durante la otra vida se quiso ser, la que ya pasó, está perdida. Y de nada sirve plantearse correr y perseguir al viento para recoger cenizas porque los más sinceros caminos no se hicieron mirando hacia atrás.
            Y frente a esa cobardía con la que uno decide huir de sí mismo es cuando se cuestiona en quién se ha convertido. Y que algún día habrá que volver pero ya no se sabe a dónde ni cómo. Y tampoco conviene porque ha llegado el momento de salir por la puerta trasera de los sueños. Sin despedidas, que lo que se busca es el olvido; y si alguien pregunta poder negar que se estuvo. Sin tristeza, porque las lágrimas del abandono mojan igual que las del entusiasmo. Y retomar un paisaje nuevo, o mejor tal vez vacío, donde tapar los agujeros del alma, si se puede. Partir sin maleta, porque el peso del pasado se lleva en la memoria y ya es bastante, y no ir en su búsqueda para que sea el destino quien te encuentre, aunque no te reconozca y sean necesarias nuevas presentaciones.
            Pero este nuevo viaje es distinto, como una determinante marea que se retira para dejar cada vez más lejos la costa. Sólo un hombre y su perro, lo que ha quedado tras la catástrofe, dos solitarios que se miran con esperanza y espíritu inquieto. Y quién sabe, de momento ambos hemos decidido caminar sin tinta ni papel y sólo sentir. Tal vez al tomar algún nuevo cruce de esos inesperados que a veces se presentan encontremos la sonrisa, pero esa será otra vida, y quizás esa sí, quizás esa ya merezca la pena escribirla.

Oscar da Cunha
7 de julio de 2018

domingo, 24 de junio de 2018

Como el humo


Esta esquina no termina de acostumbrarse a que yo sea el único ocupante y la noche ha llegado con un cielo decidido a presumir de estrellas. Sólo me sorprende lo segundo. A la soledad nunca le he tenido miedo aunque la de ahora sea perturbadora, como una emoción sin coordenadas. No estaba en ninguno de los mapas que se dibujaron. Llegó sin avisar escondida entre la calma, y lo pone todo perdido de agujeros a los que no sirve de nada asomarse. Sé  lo que hay en cada uno de ellos pero no puedo quedarme dentro. Es lo que tienen algunos recuerdos, se presentan como esas bolas de nieve, rodeados por una esfera de cristal que no te permite el paso, y es otro chanchullo que te hace la vida, convertirte en un vulgar espectador de aquello que fuiste protagonista. La vejez debe de ser un patio de butacas con gente cansada de mirar su pasado. Y lo siento por Newton pero ya es hora de decir que con nosotros se equivocaba. La gravedad no es suficiente fuerza porque sólo afecta al cuerpo —del pensamiento para abajo— y en lo que no se puede medir es donde descubrimos lo que somos. ¿Cuánto pesan los sentimientos? Y aunque pueda parecer absurdo y tal vez estemos condenados a que lo sea, cuando se rompen descubrimos lo liviana que ha sido la armonía. Y entonces hay que plantearse de nuevo flotar, el problema es dónde. No es cuestión de cómo ni con quién, porque ya se hizo sitio en el tiempo de querer y desear un destino. Y maldita sea la amenaza del exilio, porque sólo sueñas con volver aunque el único hueco libre pueda ser una fantasía con plaza de oyente. Y con el despertar morder el polvo, que a menudo toca, pero eso es volver, porque en la intención siempre hay una geometría que no perdona; nadie es superior a la energía de sus deseos. Aunque a veces no empujen y uno piense que han tirado la toalla.
            Amanece ya en esta esquina y las estrellas de la noche más corta se van apagando. Del fuego sólo quedan brasas, quizá las mías y ahora yo sea el humo que se va, ligero, esa parte que no pesa y busca nuevos vientos como guía para descodificar las emociones. Y aunque para esto no existan reglas adecuadas, tal vez la paradoja del destino radique en que seamos incapaces de entenderlo y nos resignemos a improvisar mientras él hace planes. Tal vez no haya acierto o error ni verdades o mentiras. Tal vez todo sea un juego y nuestra única opción movernos por el tablero a la búsqueda del escaque más propicio —porque no lo hay perfecto— pero sin que se nos conceda tirar los dados.
            O sí.
            Acaso el destino no sea tan poderoso o yo un temerario pero esta noche me ha decidido. Le acepto el reto. Sólo puedo perder tener que darle la razón a Newton; aunque, quien sabe, creo que le llevo ventaja porque a él le inspiró una manzana pero a mí la mujer que quiso compartirla conmigo.

Oscar da Cunha
24 de junio de 2018

domingo, 10 de junio de 2018

Las averías del tiempo

Es posible que la peor alegoría del tiempo sea un reloj. Con sus agujas siempre dando las mismas vueltas hasta que se le acaba la pila. Porque eso me lleva a preguntarme quién puede ser el encargado de cambiarle la pila al tiempo. Y la cosa se complica. Aparte de necesitar ese chute recurrente de energía, el tiempo también podría sufrir averías. ¿Dónde está el responsable de mantenimiento? ¿Y qué pasa con nosotros durante las reparaciones? Aunque quizá lo segundo sea lo menos importante. Al fin y al cabo no somos más que el resultado de un experimento fallido de la evolución. No creo que ningún mono quisiera convertirse en un menos mono preocupado por pagar hipotecas o alquileres, mientras que las mejores construcciones que confirman que ya nos apañábamos antes de inventar el alicatado, las pirámides, no tienen permiso de habitabilidad.
            Nos acomodamos al pensar que el tiempo es caprichoso; algunas veces le da una patada al acelerador y no siempre coincide con nuestros mejores momentos, también hay minutos de los que depende una vida y se nos evaporan entre los acontecimientos. Después, esos minutos son eternos, son los mismos pero ya con la decisión de no marcharse. Y con desesperación nos vemos  atascados dentro de ellos y nos invade la sensación de que nuestro cerebro está en manos de un maníaco. Quién sabe si son las mismas manos que le dieron cuerda al caos para todo se pusiera en movimiento.
            Nadie duda de que todas las horas están ahí y duran lo mismo. ¿Seguro? Yo tengo horas que no consigo localizar y la sospecha no es la de haberlas olvidado, porque mi memoria hace un esfuerzo y sé que dentro de ellas no hubo nada. O estuvieron cerradas para mejorar el servicio, disculpen las molestias.
            Y me da por pensar que tal vez en algún lugar haya un almacén de horas averiadas, olvidadas, desechadas por el fallo de alguna de sus piezas y por consecuencia robadas a nuestra vida. Aunque eso no me preocupa, o no demasiado, me adapto a las que puedan llegar de recambio, con el tiempo es inútil negociar. Pero donde hay un almacén suele haber un almacenero, quizás un tipo desencantado y aburrido de amontonar tanto tiempo inútil que nadie pudo utilizar cuando seguramente hizo falta. Horas antiguas que se podrían aprovechar para hacer algunos retoques en el pasado y mejorar esta chapuza de presente que nos ha salido. Y me imagino la decepción del viejo almacenero que conoce la verdad; porque él ya sabe, después de una eternidad esperando sentado en una silla, que nunca hubo quien tuviera intención de repararlas, y tampoco habrá ninguno que llegue para hacerlo. Y que el problema no es que el tiempo pase, ni ese tiempo que no pasó, ese enorme desperdicio de oportunidades cautivas, tal vez, en horas que decidieron morirse de indiferencia. El problema es la propia indiferencia de un universo que va a su bola seguramente sin haberse enterado de nuestra existencia.
            Tardo, pero dejo de pensar en chorradas y es entonces cuando intuyo que quizás todos seamos desiguales versiones de ese almacenero con una dosis de resignación ajustada a nuestra estupidez. Y en las noches despejadas levanto la mirada y sólo veo estrellas, y me conformo con esos puntitos brillantes a los que nuestros antiguos pusieron nombres divinos. Porque ellos, tan clásicos, también se aburrieron de esperar al que tendría que haber llegado para hacer las reparaciones, y no se equivocaron. Sólo son las bombillas que se olvidaron apagar esos bastardos de los dioses cuando huyeron del tiempo sin importarles abandonarnos a nuestra suerte. Y es que al final el tiempo lo mata todo.

Oscar da Cunha

10 de Junio de 2018

sábado, 2 de junio de 2018

Las dos orillas


El mar no siempre devuelve a sus víctimas. Se sabe de una tierra incógnita, más abajo de cuando las aguas convierten las profundidades en interminables; es un territorio sereno, sagrado, que espera a todo navegante de la vida con su parcela reservada. Si quiere.
            Nadie merece morir, y quizá para eso la única alternativa sea no venir a este mundo, pero esa es una opción que se nos concede fuera de plazo, y aunque el viaje de vuelta sea cosa de cada uno, o de las circunstancias, a ninguno le debería ser negado cómo quisiera formar parte de la eternidad, o de lo que haya, porque, y hasta incluso para un paseo por la nada tal vez exista un catálogo.
            El campesino, que para su noche más larga deseará formar parte de esos campos en los que ya se dejó todo el sudor a cambio de grano. El aviador, que no aceptará otro destino que ser aire en cuya libertad continuar escogiendo dirección, aunque los vientos se empeñen en lo contrario. Y aquel que iluminó las umbrías del camino sólo con su presencia; y avivó, si no encendió, la tímida llama de en quienes encontró lealtad cuando las tormentas del ánimo amenazaban dejarlos a oscuras, perseguirá seguir siendo fuego.
            Porque sucede que al igual que el mar, tampoco la tierra ni el aire ni el fuego devuelven siempre a sus víctimas. Son esos cuatro elementos de la naturaleza que giran en torno a un ojo —el ojo de Dios, esa entelequia que siempre está ocupada en alguna parte donde no es necesaria— los que hacen el trabajo. Y nos arrebatan a quienes no han de volver. A los elegidos.
            Pero hay un infierno para los otros, para los olvidados, y su castigo es seguir entre nosotros. No lo hay peor. Asustados. Condenados sólo a compartir los instantes más oscuros, cuando creemos que a nuestro miedo le ha salido un póker de ases y el frío nos acaricia la nuca. Pero son ellos. Se dejan abiertas puertas por las que no pueden huir y nosotros recordamos haber cerrado con tres vueltas. Buscan soluciones en libros que se les escapan entre lo que ya dejaron de ser manos, libros que tras sobresaltarnos con un trueno encontramos por el suelo. No se reconocen en las fotos, y el invierno de su mirada estalla el cristal cuyos trocitos recogemos tras la medianoche sin fijarnos en que nos están mirando con envidia, porque nos hemos cortado un dedo y a ellos dejó de llorarles la carne. A menudo el espejo los ve, pero lo del espejo no sirve porque a nosotros no nos importa el reflejo de la realidad, ni siquiera el nuestro, por eso escogemos las horas de enfrentarnos a él. Cuando sabemos que le incomoda mentirnos.
            Las leyendas hablan mientras algunos viejos, merodeadores ya de las tinieblas, sonríen con pasadizos entre su dentadura. Las aldeas niegan mientras sus ocupantes encienden velas y entreabren las ventanas para que la culpa sea del viento. Se colocan talismanes en el exterior de las puertas que por dentro tienen trancas. Cuando el día apaga la luz, se estiran las noches para invocar a la lluvia que no pare y así el amanecer no tenga huellas. Y se destierra a los gatos por las calles para que hagan su ronda a partir ese momento en que la claridad de las farolas deja de ser suficiente.
            Pero nada funciona. Nada las detiene. Son las ánimas de nuestros terrores, las que mientras dormimos y el perro se esconde bajo la cama, nos susurran al oído que hasta el último viaje puede salir mal. Porque algunos, los sin suerte, sólo mueren a medias. Son mártires de una chapuza, desgraciados que nos asustan porque se aparecen sin garantía de que no nos convirtamos en cualquiera de ellos.
            Aunque, quién sabe, de los elegidos no hay noticias.

Oscar da Cunha
2 de junio de 2018

martes, 15 de mayo de 2018

Una cuerda rota


Me encuentro dentro de valle Baztán. El pueblo no viene al caso, podría ser cualquiera. Aunque cualquiera nunca haya sido el calificativo apropiado para ninguna de estas parroquias elegidas por las leyendas. Y llueve. Suave como en mayo. Cuando por aquí las nubes tienen la costumbre de venir a curiosear entre el silencio y las voces del pasado. Y jamás se marchan sin dejar un recuerdo que las empuje a volver para no olvidar que estas fueron tierras de apagar hogueras. O eso cuentan los del valle, estas gentes que siempre utilizan metáforas para guardarse una realidad que esconde muchos más misterios.
            La taberna es la de costumbre. A la que recurro cuando hay alguien que me cita a las siete y media pero sé que no aparecerá hasta las ocho. Ambos sabemos que no madrugo por él, que esa media hora es un regalo que acepto porque huele a café de gente de bien, de esa que almuerza cuando yo desayuno, y sobre la madera de la barra se derraman gotas de licor de hierbas secretas. Extractos de esa planta llamada nopreguntes que se recoge bajo un perdido árbol que se convirtió en amparo para esconderse del cielo, y que a nadie le interesa dónde está, ni tampoco el árbol.
            Esta vez es un palo porque algo han oído y ya ha pasado demasiado tiempo como para no preguntar, y hoy insisten y yo me vengo abajo que por eso he tardado en volver. La vida es un bolero, me dicen, y a veces toca bailar con la fea. Y el Andrés, que ya se conoce el barrio por el que anda la ausencia, me confirma que hay putadas de las que no se aprende, de esas no. Que al final sacas la cabeza pero no sabes para qué. Y tiras p´alante que es la mejor manera de huir, porque al pasado nadie le ganó una batalla.
            Al rato, sólo queda una mesa ocupada, los otros llevan prisa pero él ya se hizo viejo. Que es como haber muerto pero sin derecho a que hablen bien de ti. Me hace uno de esos gestos que no se le escapan a ninguna atención y voy y me siento sin pedir permiso. Llevo suficientes viejos en la memoria como para haber aprendido a cumplir en silencio. El líquido que aún queda en su vaso tiene un color verde amarillento, como la lejía, y seguramente sirva para lo mismo. No se llega hasta ciertas edades limpiando los recuerdos con agua.
            Al viejo le lagrimea un ojo, y a mí me da por suponer que es el que utiliza para despreciar los amaneceres que llegarán sin él; mientras, menea su cabeza y me suelta que soy un blando, igual que el Andrés. No tiene pinta de ir a lo fácil, como los demás, esos deferentes que comparten la puñalada, la que a ellos les roza pero sin dejar marca, con algún sucedáneo de una palmadita en la espalda.
            Sucede como con una guitarra, me dice. Una cuerda que se rompe se puede sustituir, pero las canciones por las que vibró aquella cuerda no se vuelven a bailar. Y uno tiene que elegir si se queda con la guitarra o con la cuerda rota.
            De un trago vacía su vaso y aprovecha el viaje para que suene la parada sobre la mesa. Y María, que es la jefa del chiringo y nunca hace barra, hoy está al quite. Y se nos echa encima con una botella que nunca necesitó etiqueta, el par de vasos que faltaban, y ya somos tres los que brindan por una cuerda solitaria que aún saca canciones cuando sueña. Y vaya que es la mía. Rota, pero tan llena de bailes…
            Al rato, voy y salgo de la taberna y me siento en el coche y escribo esto. Quién sabe.

Oscar da Cunha
15 de mayo de 2018

domingo, 6 de mayo de 2018

Desayuno con dementes (y por qué Chloé Lagardère anda por ahí).


Cuentan que la cara es el espejo del alma, pero yo prefiero las manos. Son la parte más traidora de ese instrumental con el que negocia cada persona, y descubro si han sido educadas para acariciar una navaja o para sobrevivir entre las espinas de una rosa. Y observo la elegante manera de utilizar las suyas. Ella parece conseguir que el vaso levite mientras acerca la botella que terminará por suavizar su Perrier Spritz, pero sin molestarlo, ni a la botella.
            Chloé Lagardère no es una belleza. Tampoco la gran pirámide de Guiza nunca lo ha sido; pero quién no se queda fascinado ante ella, y ante el deseo de perderse entre sus secretos interiores. Tal vez con Chloé se haya implicado ese brillo que les pertenece a ciertas mujeres de las que no puedes apartar la mirada, y cuestionarte el porqué te hace sentirte temerario. Interesante es un adjetivo peligroso del que siempre he procurado huir, termina por complicarte la única parte de la memoria que no se puede arreglar con un recambio.
            —¿Por qué no tengo recuerdos? ¿Algo habré hecho antes? ¿Dónde está mi juventud o mi primera revolución contra el mundo?
            —No se preocupe por el pasado, Chloé, a menudo sólo sirve para huir de él.
            Una ráfaga de esas que improvisa el Atlántico me echa una mano mientras yo miro su escote y ella intenta abrocharse el tercer botón de su Ralph Lauren de georgette celeste. La interrumpo con un meneo de mi cabeza y un chasquido de la lengua.
            —He trabajado meses en preparar esta primera cita. Para ver trapo habría quedado con un barco.
            —Esa observación no es propia de un caballero.
            —Lamento decepcionarla, no lo soy, quizá por eso escribo.
            Me mira, sólo un breve momento, directamente a los ojos. Los suyos levemente rasgados y con ese color que nunca nos entusiasma definir, y mientras nos centramos en algo con más calidad decimos que la naturaleza derrochó coordinándolo con el de su cabello, cortado a lo Bob y con las capas despuntadas. Observa con despreocupación a la gente que pasea por delante de la playa. A veces cruza una confidente mirada con alguien, pero no hay saludo. Y en el filtro blanco del cigarrillo que acaba de apoyar sobre el cenicero que compartimos no aprecio ningún evasivo rastro de un pintalabios diseñado para besar y no dejar testigos.
            —¿Cree usted en el amor, Chloé?
            —Por supuesto. El amor existe, igual que la guerra. Pero ninguno es para mí. Nada ha conseguido desorientarme lo suficiente como para formar parte de un bando.
            Sé que esa es la respuesta en la que tengo que empezar a creer, y por fin me vengo arriba y consigo encadenar una buena colección de preguntas. Chloé aguanta el bombardeo y sonríe, a ella tampoco le importa despeinarse tras cada explosión ni aunque haya daños colaterales. Ya somos dos los implicados en si estamos toquiteando los interruptores correctos.
            —No sé si esto tiene algún sentido.
            —Créame, Chloé, yo tampoco. Pero lo apasionante es que no lo necesita, ni siquiera la vida. Sólo importa el momento, cada momento; porque en cualquiera de ellos podemos decidir quedarnos más tiempo, o no salir.
            »Y olvide los miedos, si esto sale bien la recordarán y hablarán de usted. El exiliado seré yo. Nadie ha conseguido olvidar a Rebeca, pero son minoría los que se han interesado por la vida de Daphne du Maurier.
            —¿Me está diciendo que soy un personaje de su imaginación?
            —No, lo siento. Usted todavía sólo es un esbozo con quien no me atrevo ni a tutearme. Pero va por buen camino. Si continúa haciendo trampas en mi cabeza nos veremos más a menudo.
            De repente algo falla y creo que hoy se ha enfadado, por eso he dejado de verla y los de la mesa de al lado se divierten contemplando al chiflado que habla solo. No son más un par de presuntuosos, figurantes sin papel en este circo, y aún no se han enterado de que cada uno abandona su cordura donde quiere.

Oscar da Cunha
6 de mayo de 2018

domingo, 22 de abril de 2018

Café teatro

Nunca te has sentado en la terraza del Café de la Grande Plage por su café, y hoy toca después varios años sin echaros de menos. Visto el precio cualquiera diría que ha sido filtrado con un calcetín de Armani. Pero su sabor delata que el calcetín debió de agotar otra vida aguantando zapatos en un tiempo de sudar demasiadas pasarelas.
            La miras y decides ignorar la pasta glaseada de cortesía que lo acompaña; seguramente Napoleón III hizo lo mismo, y seguramente con la misma pasta. Se la das al perro y mientras escribes esto sigue vivo.
            El océano aquí no es diferente al de cualquier otra costa, aunque, sobre la arena de Biarritz, cada ola besa tierra con una tan poderosa sonrisa como la de Ava Gardner, y con idéntico peligro.
             Poca gente. La justa y con espacios. Porque aún es temprano para ser domingo y porque esa es la mejor publicidad que tiene contratada el mes de abril.
            Llevas ya un rato y todavía no ha sonado ningún teléfono. A tu lado, una mesa ocupada por tres que charlan entre ellos.  Y ese viejo placer de escucharle a cada alegato una réplica con diferente voz.
            De fondo algo suave que parece bossa nova. Es posible que no sea tan nova, pero aquí nada envejece, se hace vintage y adquiere esa pátina de navegante que dejó esperanza en cada puerto.
            Una pareja de polis de playa echando la mañana con empaque. De esos agentes que incitan a delinquir, porque vas y te pides que el día que te detengan lo haga ella, y para siempre.
            En la mesa del fondo, la que mejor vista tiene, continúa Chloé Lagardère tal cual la imaginaste para protagonizar la siguiente novela. Y te arriesgas a observarla con insolencia, sin garantías. Sus piernas cruzadas, interminables como para aburrir una mirada libre de intenciones, y azules por el ajustado tejano con los dobladillos recogidos por encima de los tobillos, delgados, de esos que desconocen la paciencia. Unas sandalias de escaso tacón, blancas, resaltan el esmalte coral en las uñas de sus pies. Las mujeres que extienden su decoración hasta esa última extremidad te empujan a imaginar qué amenaza no habrán preparado por el camino.
            Se acerca una dama, distinguida, quizá sea la elegancia lo único que no se ha dejado en un camino que intuyes largo y de paso firme. Intenta mantener una pisada que ya no deja huella, porque quienes le entregaron la firmeza decidieron trasladarse a un barrio donde de a poco el olvido marchita todas las flores. Trastea en su bolso y saca uno de esos cigarrillos tan extra largos como para fumarse un desengaño, y te mira. Interpretas la intención y te levantas para ofrecerle tu mechero que ella desecha con un gesto. Y asegura que encender con la brasa de otro pitillo es lo más parecido que consigue a un beso.
            Y a continuación sucede lo que venías buscando. Nada. Porque simplemente llega más gente que va ocupando el resto de la terraza. Faltan sillas, pero la de tu mesa, la que está frente a la que ocupas nadie la pide. Y antes de levantarte te juras volver, porque tal vez eso sólo suceda en Biarritz, aparentar que nada haya cambiado.

Oscar da Cunha
22 de abril de 2018


martes, 3 de abril de 2018

Ulises

Sin ningún motivo me dedico a revolver entre viejas cajas de recuerdos, despacio y sin buscar nada en concreto. Pero creo que así es como se debe navegar entre los objetos del pasado, con respeto y el ánimo de no establecer preferencias. Ellas deciden y se acercan.
            Sobre ninguno de esos cartones se marcó nunca su contenido, y una nostálgica memoria ha conseguido recuperar el momento en que tanto se recogió sin olvidar nada importante: «Si necesitas poner una etiqueta en cada caja para recordar lo que estás guardando, eso que vas a embalar no merece la pena que lo guardes».
            Reconozco ese estuche que aparece intacto por un destino que no era el suyo y al que sin embargo se resignó. Tubos de óleos y pinceles que jamás se estrenaron. Que llegaron cuando ella decidió dar por concluido el tiempo de soñar sobre lienzos y empezó a pintar su mundo de otra manera. Pero lo conservó. Quizá por pensar en ese futuro en el que la artrosis de la memoria urgiría con dejar huella de los caminos en lo que ya sólo serían arrugas compartidas en cada rostro. Encajo a perpetuidad los cierres de esa triste cajita de madera porque tampoco recuperará una tercera edad.
            Una pequeña libreta de espiral, sólo las tapas, y esa ausencia de hojas que me hace añorar aquel tiempo dedicado a hacer demasiadas cuentas sin que llegar a fin de mes estuviese en el objetivo. Un tiempo durante el que siempre fue fin de mes por atravesar muchos Sures y un sinfín de Levantes. Por pisar viejas ruinas, acariciar vientos nuevos y amanecer sobre arenas antes de que se vistieran de playas; y después volver, con alegría, volver para reírnos de la lluvia, y de las cuentas.
            Fragmentos de un jarrón, ya sin posibilidades. De aquel primer ramo de flores no queda rastro pero el momento lo conserva. Y yo. Y hay reflejos en cada trocito de cristal, retratos de una aventura que comenzaba con su hoja de ruta en blanco. Y sin escoger astilla de pasado, pruebo a deslizar el dedo por uno de sus afilados bordes pero en vez de un corte recojo un estremecimiento, y esbozo una sonrisa que el vidrio no me devuelve.
            No necesito desdoblar la raída manta de cuadros para adivinar que allí dentro, arrebujado entre sus miedos, Ulises seguirá esperando. Pero sí necesito volver a ver su cara para cerciorarme de cuánto, ahora, nos parecemos. Y me asomo a él…
            Ulises fue el primer peluche de nuestra primogénita de cuatro patas, aunque ella nunca lo supo querer. Tal vez por el imponente tamaño, acaso porque la inexperiencia le impedía apreciar sus preciosos ojos de botón de nácar, esos a través de los que él sólo veía extraños a los que nadie le enseñó volver. Nos descorazonaban aquellos inestables pasos de cachorro por la casa sin arrastrar a su compañero, hasta que entendimos que la verdadera víctima de la soledad era Ulises. Y adoptamos al náufrago.
            A él le costó superar su timidez, y sólo pudimos convencerlo para acompañarnos en la cama con el compromiso de que cada mañana nos contara nuestros sueños. Y se fue soltando. Se convirtió en el sonámbulo de las malas noches tras las que nos empezó a regalar espectáculos de nuestra fantasía con los que amanecer estrenando sonrisa. No tardamos en descubrir que se los inventaba, aunque también descubrimos que ya no íbamos a consentir dejar de ser niños.
            Pero incluso con el cariño hay que ser precavido para no cometer errores, y por culpa del nuestro lo convertimos en un osito real. Ulises nos despertó una mañana llorando. No era feliz. Los osos no viven dentro de las casas ni holgazanean sobre una cama, nos contó. Los osos no están despiertos durante esa larga noche que dura lo que los fríos. Y aunque la clase de vida por la que él derramaba sus lágrimas pudiera ser tan cruel como sólo la naturaleza consigue en sus mejores versiones, Ulises se había transformado en uno más de su especie. Pero en cuestiones de vivir, los osos sólo viven en libertad.
            Le dijimos que la libertad no es más que un velo tras el que se esconden las emociones, las decisiones y la confusión. Que aun así es el veneno que todos deseamos pese al desengaño por ir comprobando cómo nuestras ilusiones mueren, y nosotros tras ellas. Que la libertad no es un regalo, es el derecho a resistir mientras padecemos ante un mundo que se configuró cuando no tuvimos capacidad de decisión. Pero la ficción, querido Ulises, la ficción es la única brisa que se cuela entre los cristales rotos de la realidad, y podemos respirarla y dejarnos embriagar por ella. Sólo entonces, enajenados y agarrados al aire, olvidamos el sonido de las cadenas que nos atan. No somos libres, pero ese es el mejor sucedáneo que nos ha sido concedido.
            Lo dejamos marchar. Amortajamos en la manta de cuadros lo que ya se había convertido en un renegado peluche con dos botones de nácar donde ya no quedaba mirada. Y esa ausencia, que dolía, decidimos ocultarla entre cartones. Entendimos que sólo se había ido de nuestro presente, y como el futuro es una antojadiza quimera, Ulises quedó guardado en nuestro pasado.
            … Y ahora compruebo que ha vuelto, aunque ya no reconozco esa voz gastada por la decepción de manejarse con tanta vida. Ya no hay niño, en ninguno. Le hablo de una lejana primavera y me responde que con demasiado otoño la llegó olvidar. Yo no. Yo aún puedo vivir en nuestro pasado. No nos parecemos tanto, le desengaño. Ulises sólo es un peluche, y si se conforma tal vez tenga futuro. Yo también, es posible, pero tampoco soy un oso. Él ha comprendido quién es y ese lugar en el mundo al que volver. Para mí han pasado tantas cosas desde la última vez que necesito encontrar un territorio del que partir. De nada sirve emprender un viaje sin la añoranza como compañera.
            Miro a Ulises con tristeza, quién sabe, quizá para ambos lo único que haya pasado sea la vida, y a mí me sirva como referencia.

Oscar da Cunha
3 de abril de 2018

sábado, 3 de febrero de 2018

Caminarás

            Serás el peregrino que persigue la bruma entre la que ella se dibuja sin oportunidad de abrazo. Siempre tras ese velo embustero que es el humo de los sueños imposibles. Tu hogar.
            Serás el pasajero de las promesas por cumplir, las que no pudiste y se las llevó el tiempo que tenía su nombre bordado y el tuyo oculto. Y te acompañará su ausencia, que es como la soledad pero cuando rompe lo más profundo, y sólo rompe.
            Temerás la noche porque intentarás que las estrellas te cuenten. Y en ninguna ni en la siguiente encontrarás la lamparita dentro de la que ella te iba dejando, uno a uno, ese pedacito de plata grabada con su inimitable pasión, la que adornaba hasta el más pequeño de sus pasos. Ya no habrá faros que te llamen a puerto sino los que buscarás en la nostalgia.
            Y temerás el alba porque ya no traerá sus grandes aventuras: la caricia, el beso y un nuevo compromiso, el de siempre, el que tú contestabas «yo también» pero amanecías donde vive el querer, cuando se trasparentaba el día y guardabas el momento. Buscarás esos pliegues de la mañana en los que ella escondía los minutos para hacer con ellos un lazo y perfume de nomeolvides. No volverán y culparás al viento porque siempre llega nuevo y no sabe de recuerdos. Maldecirás la lluvia por desear imitarte y al sol por intentar parecerse a ella. Despreciarás la tierra por haberte robado una de tus sombras y ya no pisarás otra que no sea destierro.
            Recorrerás la playa y sólo verás piedras donde ella descubría mapas, corazones y pequeños tesoros, figuritas que la naturaleza esculpe en exclusiva para quien mira con ojos entregados al amor, mensajes de la eternidad que ella convertía en iconos con los que adornar cada uno de tus rincones. Marcapáginas de una niña que nunca quiso ser mayor y construía un mundo a su medida con asiento para dos. Llenarás de arena tus bolsillos para mirar al cielo y no querer subir, porque ella no entendía de cielos si implicaban distancia.
            Callejearás por la ciudad. Tras el escaparate de las gemas seguirán el collar y la pulsera de cristales color amapola, esa flor que no tiene fragancia y ella estaba comprometida a prestarle la suya. No volverás a entrar porque ya no tendrás cuello que besar ni mano que te guíe. Cruzarás calles por donde está indicado y es absurdo, porque para caminos entre los escondrijos con duende y memoria ella pintaba su propia vereda. Hablarás con los necesitados para te cuenten de su generosidad, y con los afligidos del consuelo que tenía para cada tristeza. También con el anciano del puente, y que su saxo siga prolongando hasta el infinito esa versión de Flor de Luna que ella siempre le pedía que mantuviese mientras terminaba de cruzar de orilla y se despedía con una sonrisa.
            Serás el sonámbulo de la casa. Pasarás junto a la mesa donde esperará su tacita de té, la mellada, la que necesitaba más aprecio y ella le regalaba sus labios en cada merienda, aunque la hora se hubiese ido. Junto al viejo gato, senil y sordo, al que acariciaba y le contaba el día, porque sólo ella, con su voz de atravesar sorderas y recuperar edades, conseguía devolverle las ganas de permanecer. Verás sobre el tocador sus herramientas de mujer, las de día y las otras, las que utilizaba para conseguir que en tus noches oscuras sobre la marea de abajo hubiera un intenso reflejo. Acariciarás su frasco de perfume pero no lo abrirás, ya nunca alcanzará ese toque perfecto y embriagador que conquistaba al confundirse con el aroma de su piel.
            Verás languidecer, porque añoran la sinceridad de sus cuidados, a las flores de la terraza y a las que esperan en el jardín. Geranios, azaleas, alegrías y pensamientos, hortensias y calas, ciclámenes y los demás. Y olerá a tristeza el jazmín, desconsolado por recordarla cuando a cada una le dedicaba un poquito de su armonía exuberante, y a veces a todas al mismo tiempo.
            Te escucharás decir que tus certezas ya no son más que un viejo muro lleno de grietas, insostenible sin su presencia, incomprensible sin su inteligencia. Y explorarás caminos como si hubiera algún mundo perdido en el que poder librarte del tiempo y de sus estragos. No lo encontrarás, no tienes su talento. Es fácil jugar con la ficción, pero en lo de retarse de a frente con las realidades ella siempre estaba en campaña. Nunca, nada contuvo su caudal de valor y sinceridad ante el que a las adversidades se les caía la máscara para convertirse en anécdotas. Y te conmoverás cuando alguna vez la recuerdes dudar, porque sólo fueron ciertos pasos atrás para, con el orgullo guardado bajo llave, tender su mano y no perderte.
            Decía Pessoa que los campos son más verdes en el decirlos que en su verdor, pero tú tuviste más suerte por palpitar en un campo que Pessoa nunca llegó a suponer. No servirán semblanzas, nada consolarán los adjetivos, y el recuerdo y la palabra dolerán siempre por incompletos. Pasarás a ser el caminante silencioso, el solitario afortunado cuya alma ya descansa en el paraíso que supuso ser vida en una compañera inigualable.
            Pero todo eso ocurrirá cuando pierdas tu nombre, y junto con tu nombre desaparezcan las claves del secreto. Ella te demostró que las promesas son el canto de la lealtad cuando está determinada a trascender.
           
            Te espero esta noche, mi amor.


Oscar