Cuentan que la
cara es el espejo del alma, pero yo prefiero las manos. Son la parte más
traidora de ese instrumental con el que negocia cada persona, y descubro si han
sido educadas para acariciar una navaja o para sobrevivir entre las espinas de
una rosa. Y observo la elegante manera de utilizar las suyas. Ella parece conseguir
que el vaso levite mientras acerca la botella que terminará por suavizar su Perrier Spritz, pero sin molestarlo, ni
a la botella.
Chloé Lagardère no es una belleza.
Tampoco la gran pirámide de Guiza nunca lo ha sido; pero quién no se queda
fascinado ante ella, y ante el deseo de perderse entre sus secretos interiores.
Tal vez con Chloé se haya implicado ese brillo que les pertenece a ciertas
mujeres de las que no puedes apartar la mirada, y cuestionarte el porqué te
hace sentirte temerario. Interesante es un adjetivo peligroso del que siempre
he procurado huir, termina por complicarte la única parte de la memoria que no
se puede arreglar con un recambio.
—¿Por qué no tengo recuerdos? ¿Algo
habré hecho antes? ¿Dónde está mi juventud o mi primera revolución contra el
mundo?
—No se preocupe por el pasado,
Chloé, a menudo sólo sirve para huir de él.
Una ráfaga de esas que improvisa el
Atlántico me echa una mano mientras yo miro su escote y ella intenta abrocharse
el tercer botón de su Ralph Lauren de
georgette celeste. La interrumpo con
un meneo de mi cabeza y un chasquido de la lengua.
—He trabajado meses en preparar esta
primera cita. Para ver trapo habría quedado con un barco.
—Esa observación no es propia de un
caballero.
—Lamento decepcionarla, no lo soy,
quizá por eso escribo.
Me mira, sólo un breve momento, directamente
a los ojos. Los suyos levemente rasgados y con ese color que nunca nos
entusiasma definir, y mientras nos centramos en algo con más calidad decimos que la naturaleza derrochó coordinándolo con
el de su cabello, cortado a lo Bob y
con las capas despuntadas. Observa con despreocupación a la gente que pasea por
delante de la playa. A veces cruza una confidente mirada con alguien, pero no
hay saludo. Y en el filtro blanco del cigarrillo que acaba de apoyar sobre el
cenicero que compartimos no aprecio ningún evasivo rastro de un pintalabios
diseñado para besar y no dejar testigos.
—¿Cree usted en el amor, Chloé?
—Por supuesto. El amor existe, igual
que la guerra. Pero ninguno es para mí. Nada ha conseguido desorientarme lo
suficiente como para formar parte de un bando.
Sé que esa es la respuesta en la que
tengo que empezar a creer, y por fin me vengo arriba y consigo encadenar una
buena colección de preguntas. Chloé aguanta el bombardeo y sonríe, a ella
tampoco le importa despeinarse tras cada explosión ni aunque haya daños
colaterales. Ya somos dos los implicados en si estamos toquiteando los interruptores
correctos.
—No sé si esto tiene algún sentido.
—Créame, Chloé, yo tampoco. Pero lo
apasionante es que no lo necesita, ni siquiera la vida. Sólo importa el momento, cada
momento; porque en cualquiera de ellos podemos decidir quedarnos más tiempo, o
no salir.
»Y olvide los miedos, si esto sale
bien la recordarán y hablarán de usted. El exiliado seré yo. Nadie ha conseguido
olvidar a Rebeca, pero son minoría los que se han interesado por la vida de
Daphne du Maurier.
—¿Me está diciendo que soy un
personaje de su imaginación?
—No, lo siento. Usted todavía sólo es
un esbozo con quien no me atrevo ni a tutearme. Pero va por buen camino. Si
continúa haciendo trampas en mi cabeza nos veremos más a menudo.
De repente algo falla y creo que hoy
se ha enfadado, por eso he dejado de verla y los de la mesa de al lado se
divierten contemplando al chiflado que habla solo. No son más un par de
presuntuosos, figurantes sin papel en este circo, y aún no se han enterado de
que cada uno abandona su cordura donde quiere.
Oscar da Cunha
6 de mayo de
2018
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