domingo, 22 de abril de 2018

Café teatro

Nunca te has sentado en la terraza del Café de la Grande Plage por su café, y hoy toca después varios años sin echaros de menos. Visto el precio cualquiera diría que ha sido filtrado con un calcetín de Armani. Pero su sabor delata que el calcetín debió de agotar otra vida aguantando zapatos en un tiempo de sudar demasiadas pasarelas.
            La miras y decides ignorar la pasta glaseada de cortesía que lo acompaña; seguramente Napoleón III hizo lo mismo, y seguramente con la misma pasta. Se la das al perro y mientras escribes esto sigue vivo.
            El océano aquí no es diferente al de cualquier otra costa, aunque, sobre la arena de Biarritz, cada ola besa tierra con una tan poderosa sonrisa como la de Ava Gardner, y con idéntico peligro.
             Poca gente. La justa y con espacios. Porque aún es temprano para ser domingo y porque esa es la mejor publicidad que tiene contratada el mes de abril.
            Llevas ya un rato y todavía no ha sonado ningún teléfono. A tu lado, una mesa ocupada por tres que charlan entre ellos.  Y ese viejo placer de escucharle a cada alegato una réplica con diferente voz.
            De fondo algo suave que parece bossa nova. Es posible que no sea tan nova, pero aquí nada envejece, se hace vintage y adquiere esa pátina de navegante que dejó esperanza en cada puerto.
            Una pareja de polis de playa echando la mañana con empaque. De esos agentes que incitan a delinquir, porque vas y te pides que el día que te detengan lo haga ella, y para siempre.
            En la mesa del fondo, la que mejor vista tiene, continúa Chloé Lagardère tal cual la imaginaste para protagonizar la siguiente novela. Y te arriesgas a observarla con insolencia, sin garantías. Sus piernas cruzadas, interminables como para aburrir una mirada libre de intenciones, y azules por el ajustado tejano con los dobladillos recogidos por encima de los tobillos, delgados, de esos que desconocen la paciencia. Unas sandalias de escaso tacón, blancas, resaltan el esmalte coral en las uñas de sus pies. Las mujeres que extienden su decoración hasta esa última extremidad te empujan a imaginar qué amenaza no habrán preparado por el camino.
            Se acerca una dama, distinguida, quizá sea la elegancia lo único que no se ha dejado en un camino que intuyes largo y de paso firme. Intenta mantener una pisada que ya no deja huella, porque quienes le entregaron la firmeza decidieron trasladarse a un barrio donde de a poco el olvido marchita todas las flores. Trastea en su bolso y saca uno de esos cigarrillos tan extra largos como para fumarse un desengaño, y te mira. Interpretas la intención y te levantas para ofrecerle tu mechero que ella desecha con un gesto. Y asegura que encender con la brasa de otro pitillo es lo más parecido que consigue a un beso.
            Y a continuación sucede lo que venías buscando. Nada. Porque simplemente llega más gente que va ocupando el resto de la terraza. Faltan sillas, pero la de tu mesa, la que está frente a la que ocupas nadie la pide. Y antes de levantarte te juras volver, porque tal vez eso sólo suceda en Biarritz, aparentar que nada haya cambiado.

Oscar da Cunha
22 de abril de 2018


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