miércoles, 30 de marzo de 2016

ABUELA AMELIA

            Hoy han empezado a hacerla eterna en mi memoria.
            Al pasar he visto uno de esos demoledores monstruos  —ahora van todos disfrazados de amarillo—  con una pequeña cabina insonorizada y el operario dentro, aislado de sentimientos y manejando las palancas mientras maldecía al escuchar por la radio, que su partido (yo a todos prefiero llamarlos rotos), por fin se había decido a pactar con otro roto, aunque de diferente pelaje pero con la misma intención de seguir expoliando ese cerdito de barro en el que los defraudados ciudadanos depositamos las monedas que nos quitamos de vivir dignamente. Y a punto he estado de verme obligado  a explicarle a un urbano por qué me ha pillado secándome las lágrimas.
            No soy tan gilipollas como para llorar porque me roben el presente. Y a eso que le llaman futuro ya me enfrentaré yo solito, porque tampoco soy tan gilipollas y ya he abierto una cuenta en las islas Lagartija para, cuando llegue el momento, derrocharme en analgésicos y una botella de ron.
            Pero que me toquen el pasado no lo llevo bien.
            Yo la recuerdo tal que se ha mantenido hasta ahora. Seguramente la construyeron con la intención de inaugurarla como una casa abandonada, porque no hay nada tan aburrido como una casa habitada, sobre todo cuando… No olvidaré aquellos largos veranos en los que los colegios no necesitaban sincronizarse con las vacaciones de los padres. Aquellos veranos en los que los abuelos seguían siendo esos mayores a los que visitábamos con zapatos de domingo, y a los puñeteros juguetes de lluvia y estufa de butano les sustituían las tarascadas en esos tobillos que no protegían las sandalias al rozarse con cualquier parte de la bicicleta.
            La habíamos convertido en nuestro Castillo de los Cárpatos, y no me viene a la memoria quién fue el encargado pero consiguió esa bula de Julio Verne para quitarle los vampiros cuando llegaban la chicas. La habitación más fascinante era la más alta, la de Stilla. Ellas disfrutaban arriba de las vistas sobre la bahía, y nosotros durante los peldaños de aquella escalera de caracol en la que aprendíamos caballerosidad cediéndoles el paso a sus vestidos de no pasar calor.
            En el salón principal desenvolví mi antipatía por Abba y por aquellos comediscos rojos. Siempre pagaba el precio de bailar con la más fea mientras, desde una esquina, veía la sonrisa complacida de Amelia (¿qué os habíais pensado? en aquellos tiempos yo todavía no me había vuelto gilipollas). Y cuando Stand By Me — ya viejo y rayado porque era… (tranquilo Alberto, soy discreto y te llamaré X)… el que los padres de X siempre echaban en falta durante… "esos momentos"—, Amelia, aquella morenita (¡no, perdón!, la morenita era MariTere) de los ojos brillantes y yo, bueno más ella que yo, nos probábamos los labios en la habitación que asomaba sobre aquel jardín, también abandonado como deben ser los más románticos jardines.
            Y hoy me la están rompiendo, y con ella siento que me están rompiendo una edad en la que sólo necesitábamos vivir, que es lo que hacemos ahora cuando soñamos. Porque dicen que nunca tiempos pasados fueron mejores, pero nadie confiesa que hubo momentos en los que realmente parecieron cojonudos.
            Recuerdo que nos faltaban muchas cosas pero ahora lo que más echamos en falta son las personas, no las que se han ido, que también. Nos faltaban libertades pero las calles estaban llenas de niños jugando sin vigilancia, y a los ancianos se les trataba con respeto porque estábamos dispuestos a escuchar que la vida se aprende viviendo. Comunicábamos menos pero besábamos más. Los notarios apretaban los dientes porque sabían que un apretón de manos tenía más valor que su firma. Y todos estábamos convencidos de que existía un mundo mejor, quizás ahora también pero no sabemos dónde.
            Recuerdo que yo tenía menos canas pero eso no me importa, porque hoy nadie me va quitar el disgusto de haber visto a esa desconocida con cara de haberle tratado mal la vida, cuando la niña pequeña que llevaba de su mano la ha llamado: abuela Amelia.
            Y yo que pensaba que sólo era por esa casa…

Oscar da Cunha

30 de marzo de 2016



domingo, 6 de marzo de 2016

ESOS FRAGMENTOS DE REALIDAD

            A menudo me pregunto cuándo estamos despiertos y qué parte de nuestros sueños no lo son. ¿Por qué juega el cerebro con nuestra percepción de la realidad? ¿O somos nosotros quienes deliberadamente nos engañamos para protegernos de lo que ya sabemos, pero no por qué?
            Quizá las pesadillas no sean más que fragmentos, trocitos que se nos presentan como una película de esa realidad, pero adelantada. Premoniciones del subconsciente que, a menudo, y por error, nos empeñamos en eliminarlas de nuestra memoria. Como si ya sabiendo lo que va suceder, nos aferrásemos a la hipnosis de una falsa distorsión de la certeza para consolarnos, después, cuando llega el momento, convenciéndonos de que no pudimos evitarla. Porque admitir la otra verdad, la de que sabíamos pero no por qué, resulta mucho más perturbadora que la propia adversidad.

            Fueron varias noches consecutivas, no las conté porque pretendí olvidarlas, y olvidé la cifra pero no la esencia. Me desperté, alterado, confuso, y también, he de reconocerlo, asustado. Hacía muchos años que no veía esa cara, no era la que yo recordaba de sus últimos meses, ya gastada y decidida a realizar el gran viaje. Era la otra, la de cuando él era el adulto y yo… , yo ni siquiera había aprendido a interpretar mi papel de aprendiz. Era la cara de cuando yo cometía un error y él lo resolvía, de cuando él redactaba las normas y yo buscaba los huecos por los que escaparme, era la cara de siempre.
            Durante unos segundos me mira reclamando mi atención y después… ¿Por qué pasan estas cosas? Después me habla y yo no puedo oírle. El maldito silencio es más poderoso que su voz. Y en todas las ocasiones los numeritos del reloj iluminan la misma hora, 1:21 de la madrugada. El azar es el invento de nuestra ignorancia para justificarse.
            ¿Cómo engañar al sueño? ¿Cómo decirle que me he dormido si él sabe que todavía no ha venido a buscarme? En algunas situaciones hay que jugar amañando la baraja y aproveché el fin de semana para eliminar el único elemento que estaba a mi disposición. Un café antes de acostarme y vería amanecer, atravesando ese punto crítico de la 1:21 para resolver la duda que la parte consciente de mi cerebro (lo tengo, aparece en algunas radiografías) insistía en considerar absurda: ¿Me despertaba porque lo había visto o era él quien me despertaba para poderlo ver? ¿Quién estaba jugando conmigo, la pesadilla o la realidad?
            Apagué las luces y me preparé para que mis ojos se acostumbraran a esa penumbra que se desliza, durante las noches, desde el otro lado de una ventana con los postigos abiertos. Hay noches transparentes en las que puedo pasearme por las calles del cuadro que cuelga en la pared de enfrente; aunque estas, las que me eligieron, sólo me permitían sombras; pero no me iba a dejar engañar, ya sé que la imaginación se mueve mejor entre ellas.
            Los numeritos del reloj iban avanzando con minutos de segundos con prórroga. Y pese al café (admitir que mi cuerpo se negaba a permanecer quieto por el miedo sería un recurso literario que no voy a utilizar), me mantuve firme. No, firme no es la palabra adecuada, rígido; protegido por esa armadura infantil que los fantasmas no pueden atravesar, dejando al descubierto la única parte para que la que me había dispuesto, los ojos.
            A la hora pactada comprobé lo que más temía. No habían sido sueños y su cara apareció ahí, como los días anteriores, con la mirada encendida y de nuevo el silencio que me impedía escuchar esas palabras que la tiniebla tampoco me permitía leer en sus labios. Al irse, recordé cómo la crispación dilataba esa venas que, naciendo en su frente se paseaban hasta sus sienes. Pero él siempre había sido capaz  de meterles mano a otras estrategias. Y la segunda noche, en la que se repitió todo fotocopiando la precedente, a su cara le añadió un torso, y de él, saliendo un brazo que terminaba en una mano en la que destacaba su dedo índice extendido, señalaba lo único visible entre la oscuridad, la 1:21 en el reloj.
            Después de dos noches sin dormir, la tercera entré en coma; y si él volvió se dio cuenta de que sólo un último recurso podría funcionar. Ahora entiendo que lo activó en el momento adecuado.
           
            La semana empezó arrastrándome con ella, y ese concreto día recibí la llamada que llevaba tiempo esperando. Era la conclusión de una operación muy jugosa y tenía que ser ya o no sería. Me revientan los antojos de los clientes, esa capacidad genuina de destrozarte la agenda y poner su orgullo por encima del mío. Pero mientras no acierte con los seis caprichosos números que siempre aparecen junto a los que yo he tachado, del orgullo no como.
            El punto de encuentro estaba a más de treinta kilómetros, justo en la carretera contraria por la que ese día otros me estaban esperando. Giré todo el volante, puse mi coche en modo que-le-den-al-radar y me lancé. El nuevo vial, ese que ahora me permite hacerles un corte de mangas a los caracoles, estaba cerrado por reparaciones del piso, y al desvío obligatorio por la antigua carretera en la que adelantar sólo era posible con helicóptero, se le añadió un largo camión cargado con esas pesadas bobinas de metal enrollado, capaces de  convertir un carro blindado en una borrosa estampita del Domund.
            Tal vez en ese momento me engañé echándole la culpa al camión, al excesivo tiempo que me retrasaría recorriendo esos treinta kilómetros intentando, sin éxito, ver cómo desaparecía el reflejo de su delantera en mi espejo retrovisor, a… ¡Pero, no! Ahora sé que fue su último recurso, mi orgullo. Comprobé que salvo el acorazado y yo, nadie más circulaba por la carretera, y haciendo una maniobra que no os aconsejo imitar, di la vuelta. Sería otro día o no sería. ¡A mí con esas!
           
            La mañana siguiente, mientras me tomaba el café que utilizo como excusa para empezar a fumar, el parte regional informaba de las retenciones que se habían producido justo en ese tramo al que yo había renunciado el día anterior. Por el antiguo recorrido, de un camión se había desprendido una de sus bobinas, y la suerte de que nadie circulara en ese momento tras él, había convertido una segura tragedia en un atasco sin más consecuencias que un montón de horas perdidas. El azar es el invento de nuestra ignorancia para justificarse.
            Recordé el despintado mojón que casi me impidió dar esa media vuelta y ya me he hecho el propósito de empezar a despejar los clientes que tengo en esa carretera. Al mojón no le queda pintura, pero todavía se pueden leer sus números grabados en la piedra. Nacional 121.

Oscar da Cunha

6 de marzo de 2016