Recuerdo
que allí conocí a Faulkner mientras agonizaba. Me costó admitirlo, pero terminé
comprendiendo que existía una Nueva York desde donde se podía escribir poesía
como solo Lorca era capaz de convertirla en un pedazo de alma. Y creo que fue
en una de las estanterías más altas donde Grahan Greene mantenía escondido a
aquél falso espía en la Habana del que aprendí que la vida nos reserva la
ironía de que no es necesario ser algo, a veces basta con saber aparentarlo. No
se me olvidará ese día, juraría que era una calurosa tarde de julio que
amenazaba tormenta, y a la propietaria, doña Eulalia, se le ocurrió presentarme
al mejor cartero que he conocido. Miguel me enseñó algo mucho más difícil que
atravesar el verano siberiano, algo para lo que mi limitada edad resultaba
imposible como era esquivar el reconocimiento de una madre, y otro algo que
descubrí años más tarde: que esconder los sentimientos hacia quien amas no
puede tener más que un motivo, y el de Strogoff me pareció admirable pero sigue
sin convencerme. Con su padre, con Verne, entablé una amistad que aún
permanece. ¿Con quién si no podría conocer los misterios que esconden la
profundidades de los mares, saber que desde el centro de la tierra también se
ve el sol, y permitirme dos largos años de vacaciones?
No,
aquello no era una librería, como todas las que hoy luchan para sobrevivir, era
un gimnasio de la mente que me enseñó que vivir sin soñar sólo es vivir a
medias, y así, de la mano de Don Pío comencé mi busca particular que aún
mantengo. Y gracias a los consejos de Stevenson supe que el tesoro no se
escondía en la isla perdida de un mapa, el verdadero tesoro consiste en
construir con sencillas palabras cualquier continente ignoto en el que
ambicionemos perdernos entre la niebla de Unamuno, y con las luces de bohemia
que encendía Inclán, volver. Volver no sólo para quedarse a compartir con
Alberti la añoranza de un marinero en tierra mientras recitamos a trío con
Neruda los versos del capitán, porque los descansos simplemente merecen la pena
para tomar aire antes de lanzarse a una nueva búsqueda del tiempo perdido que
Proust ya nos sugería que podríamos encontrarlo recorriendo el camino de Swann.
Pero
doña Eulalia, la anciana propietaria, estaba convencida de que la eternidad
existía, y una mañana que yo no quise ver, la encontraron dormida en su anticuado
sillón, junto al mostrador. Con los ojos para siempre ya cerrados y entre sus
manos ese caminante de Hesse en el que espero haya encontrado la ruta adecuada,
para que ese día en el que yo también me pierda pueda localizarla, quizás
esperándome en un banco, dispuesta como acostumbraba, a orientarme por ese
largo viaje en el que Dante consiguió que la comedia se convirtiera en divina.
Ser
heredero no implica heredar el espíritu, y así se lo hicieron ver al notario
ante el que se frotaron las manos los suyos. La oferta para degradar ese viejo
templo en un bar de copas implicaba convertir sus fatuos sueños en
impertinentes realidades, y para los beneficiarios, la única tinta que no
suponía un malgasto fue la que contenía el bolígrafo con el que, y cuentan los
mentideros, hubo tortas para rellenar de firmas un contrato que terminó
oscureciendo una fachada sin otra luz que la que es capaz de prostituir un empañado
letrero de neón.
Ahora,
el local goza de mala fama. Se dice que en él preparan un misterioso brebaje alucinógeno
para añadirlo disimuladamente a todas las consumiciones, y es habitual escuchar
a clientes que afirman haber compartido mesa intentando conseguir los favores
de Emma Bovary. Pero ella siempre espera silenciosa hasta las seis de la tarde,
y entonces se le ilumina la mirada al contemplar a través del espejo situado
tras la barra la eterna sonrisa de Dorian Grey, que nunca falta a la cita con
su té diario. Otros, aseguran conocer enigmáticos detalles sobre el abate Faria
que sólo el propio Dantès, cuando amparado por las sombras y acudiendo para
refugiarse de la lluvia, se anima a desvelar tras invitar, a un cada vez más
escogido y reducido grupo de trasnochadores, a compartir una copa de ese
Hennessy que la casa trae en exclusiva para él. No faltan los mentirosos que
presumen de haber conseguido una insinuante sonrisa de Lolita mientras pícaramente
se sube las medias aprovechando cualquier descuido de Nabocov firmando
autógrafos. Y he oído contar de algunos osados que pretenden enseñarle un nuevo
exabrupto que no figure ya entre el amplio repertorio de ese loro que aparenta
formar parte de la decoración del club; no son más que ignorantes que salvan su
vida porque Long John Silver confía mansamente día y noche en que Robert Louis le mantenga
en su discreto y cómodo retiro, sabedor de que sus posibilidades de gozo en el
otro mundo son harto escasas. Los que más traspuestos abandonan el local
afirman reconocer en la voz de Carroll las indicaciones para encontrar el
camino hacia su casa: "Empieza por el principio; y sigue hasta llegar al
final; allí te paras."
Pero
no son leyendas de borrachos de pueblo, ni siquiera una estratagema de los
propietarios del Moby-Dick, que en un fin de semana de fiesta en Madrid
tuvieron el ingenio de piratear el nombre para su vulgar chiringuito,
despreciando así la paciencia de Melville, que no eludirá la ocasión más
propicia para enviar al capitán Ahab con claras instrucciones en la hoja de
navegación del Pequod con el fin de hundirlo, gracias a un certero golpe, en la
parte más débil de su línea de flotación.
No,
no son leyendas de noches de copas y mañanas de resaca. Porque vosotros igual
que yo, sabéis que ni los grandes creadores ni sus personajes renuncian al
lugar donde hemos tenido el honor de descubrirlos. Y aunque intenten destruir
el escenario, volverá ese día en que el viejo telón vuelva a levantarse, y ante
nuestra fascinada mirada comprobaremos que nunca nos han abandonado.
Oscar da Cunha
7 de febrero de 2016