En los pueblos
ocurren cosas insólitas. En las grandes ciudades también pero, entre la
multitud de la gente, lo extravagante pasa desapercibido. Esa cotidianidad con
el conjunto que conforma el resto del vecindario, y que ofrecen las pequeñas
aldeas, es lo que transforma lo inaudito en acostumbrado. Para ellos.
Lo que voy a
contaros sucedió uno de los primeros días de este pasado mes de junio, y ahora que
sé que no lo soñé me decido a contarlo porque…, bueno, yo me limito a relataros
lo que pude ver y oír, aunque sé que no me vais a creer. Yo tampoco lo haría.
Las
tres de la madrugada, y yo volviendo de uno de los numerosos viajes que tanto
me han hecho disfrutar promocionando… ya sabéis: “Mi infierno eres tú”. Música
ambiental en el coche y la habitual conversación que persiste después de cada
presentación:
—No
esperaba tanta gente —yo.
—¿Eh?
Ya —mi mujer.
—¿Estás
dormida?
—No,
bueno un poco, ¡déjame! —mi mujer.
Continué
rodando por la autovía de turno, la mirada perdida en el oscuro asfalto y
decidido a mantener el diálogo con mi neurona preferida, la que siempre me da
la razón. Hasta que me di cuenta de que una lucecita del tablero de mandos, una
de color amarillo, había dejado de parpadear para instalarse en una alerta permanente.
Se trataba de esa lucecita que te indica que el vehículo ya no está dispuesto a
seguir sólo con aire en el depósito de gasoil. Tal vez si hubiese continuado
por la autovía no habría tardado en encontrar una estación de servicio, o
quizás, sin darme cuenta, acababa de dejar atrás la última disponible en los
siguientes..., vete tú a saber, Oscarín,
cuantos kilómetros. La idea de quedarme tirado en mitad de la carretera, a esas
horas de la madrugada, no me sedujo; y además, creo, que aplicándote la nueva ley
mordaza hasta te pueden llevar preso por ello. Pero la edad me ha confirmado
que en las situaciones límite, sólo en esas, tengo más suerte que el propio Murphy.
Y al momento, apareció un letrerito indicando salida hacia algo que marcaba,
con esos simbolitos que ya forman parte de nuestro vocabulario viajero: una
cama, un surtidor y una herramienta que todavía estoy por descubrir si te la
prestan o están dispuestos a desmontarte el coche para terminar aconsejándote,
sonrisa incluida, que llames a la grúa. Salí.
Hay
situaciones en las que uno se agarra al fuego de un soplete. El letrero se las
traía: “30-de-febrero a 2 Kmts”. Me
lancé.
Al final de la
calle principal, una cristalera iluminada consiguió diluir la sensación de Gary
Cooper que me estaba invadiendo. Entré y pregunté con una de las escasas
sonrisas de mi catálogo.
—Buenas
noches, estoy a punto de quedarme sin gasoil, me he despistado. ¿Podría
indicarme si hay por aquí un surtidor abierto a estas horas, o en su defecto un
hotel para pasar el resto de la noche?
El
tipo que estaba detrás de una barra con la desgastada madera de algún árbol que
no sobrevivió a las guerras carlistas, apartó su mirada de la tele y me miró en
silencio. Siguió mirándome en silencio. Y cuando intuí que iba a continuar
mirándome sin responder…
—Perdone,
yo preguntaba…
—Ya
le he oído, no sea tan insistente. A 13-de-mayo
nos va a costar despertarle para que abra la pensión, yo ni lo intentaría. Pero
con 8-de-octubre quizás tengamos más
suerte. Desde que le embargaron la casa duerme dentro del mismo surtidor, quizá
con unos buenos golpes en la puerta…
Hay
respuestas que te desconciertan, otras te ahorran dinero en la peluquería
porque vas viendo como te están, tomando no, devorando el pelo; y en ocasiones,
echas de menos no llevar apuntado el número de tu psiquiatra de cabecera.
—¿Me
podría indicar donde se encuentra el surtidor? —Así escrita, parece una
pregunta formulada con un tono normal, pero si hubierais estado allí sabríais
como es la voz que emite un flan de gelatina—. Igual yo mismo…
—¿Usted?
¡Quiá!, tiene las ojeras a la altura de la sonrisa del Joker ese de la
película. Acompáñeme mientras la jefa le prepara algo que lo espabile. —Y
mirando hacia una escalera que ya no sé si subía o bajaba, gritó—: ¡2-de-abril, el señor necesita un café y
bien fuerte!
8-de-octubre, apareció embutido en un mugriento
mono que, incluso en ausencia de su inquilino, conseguiría caminar solo.
—¡Leñe,
3-de-diciembre! ¿No sabes llamar al
timbre? Me vas a tirar la puerta abajo.
—No
tienes timbre.
—Y
eso que importa, si empezamos a perder las formas en este pueblo ya no habrá
quien viva.
—¿Lleno?
—me preguntó 8-de-octubre.
—¿Coge
tarjeta?
—Para
qué quiero su tarjeta, si no voy a llamarle.
—Écheme
cincuenta euros —le solté rascándome el bolsillo.
Volví
al bar. Con un moño como el de “la jefa” se podría nivelar la torre de Pisa, y la
cantidad de metal que debía llevar el ingente número de horquillas con que lo
sujetaba me coartó para pedirle cuchillo y tenedor, la consistencia del café
hacía imposible removerlo con la cucharilla. Me dediqué a masticarlo.
—Verá
como le quita el sueño, lástima que no me dejen usarlo en el cementerio,
algunos “inquilinos” dejaron cuentas pendientes, y eso que ya sabíamos…
—¿Ya
sabían… —Le suelen llamar intuición, y la mía me estaba gritando que iba a perder el sueño durante
unos días. Café aparte—. Perdone, 2-de-abril,
¿puedo llamarla así?
—¡Claro!
Es mi nombre, el que me corresponde.
—Curiosa
manera de bautizar a los niños con su fecha de nacimiento, normalmente se
utiliza el santoral del día…
—¿Nacimiento?
–me interrumpió con gesto serio—. No, no, esa no es la fecha en la que nacimos,
sino en la que vamos a morir. Todos lo sabemos en el pueblo, es mucho más
cómodo, ya se imagina, por el papeleo, los preparativos y esas cosas.
Casi
todos los bares tienen un espejo detrás de la barra, siempre me ha parecido una
tontería, pero esa noche me di cuenta de que cuando pongo cara de imbécil
parezco un buzón de correos con dientes.
—¿Qué
tal ese café? —3-de-diciembre entró
acompañado por el repiqueteo de la cortina de cuentas de la puerta.
—Acojo…
—Ya
se lo dije, el café de la jefa es capaz de poner a cabalgar al caballo de
Espartero.
—…nado.
¿Y el año?
—¿Qué
año, el de la estatua?
—No,
me refería a sus nombres, el día, el mes,
pero falta…
—¡Ah,
eso está en el apellido —contestó 3-de-diciembre—.
El mío es 2026.
—Pero…¿Cómo
lo saben? ¿Quién lo decide?
—¡El
alcalde! Él lo sabe todo, para eso lleva de alcalde toda la vida.
—¿Y
él? ¿Cómo se llama?
—¿El
alcalde? Hasta-el-fin-de-los-días.
Pero como en el pueblo casi todos somos familiares, le llamamos Jamás.
Ya
en casa, he invertido tiempo buscando 30-de-febrero
en todos los mapas, incluida la Guía Michelín que ahora es como el boletín oficial
del estado de Dios. No os molestéis, no aparece; pero me temo que el diablo es
capaz de esconderse en cualquier parte. Y conseguir ser alcalde.
—¿Dónde
estamos? —preguntó mi mujer, adormilada, mientras salíamos del pueblo.
—En…
30-de-febrero.
—Ya
me parecía que hacía frío, sube la calefacción. Y ten cuidado con la carretera,
31-de-junio.
Oscar da Cunha
29 de julio de 2015