viernes, 27 de febrero de 2015

IL A NEIGÉ SUR YESTERDAY

Nos pesa el corazón en este momento porque también tuvimos dieciséis años, ¿o lo hemos olvidado? Y nos enamoramos de sus ojos, de esa mirada capaz de prometernos un viaje del cielo al infierno con billete de ida y vuelta. Aunque después de lo que ha nevado desde ayer romperíamos el billete, por quedarnos allí, vagabundos, con tal de que la mitad de lo soñable entonces, hoy fuese perceptible, incluso en blanco y negro. Por sentirnos orgullosos de pertenecer a una generación que continuase escribiendo con lápiz sobre papel, utilizando las cabinas de teléfono y llamándole ratón a eso que cazan los gatos. Pero no lo hemos conseguido, y el único consuelo que nos queda en esta sociedad miserable en la que nadie se libra de haber participado es… ¡qué tontería! Siempre se podría reparar el surco de un vinilo que se hubiera rayado o corregir con tipex los errores de un descuidado golpe del teclado.
¿Recuerdas? No nos incomodaba salir de casa y recorrer cuatro esquinas bajo la lluvia para devolverle al colega ese disco que nunca se negaba a prestarnos, y ya de paso, decidir cara a cara quién tenía más posibilidades con la rubia que se sentaba en la primera fila de la clase. Esa rubia que al igual que la gordita que la acompañaba en el pupitre nunca conoció el acoso escolar, porque eran tiempos en los que las cosas las solucionamos de frente y, aunque hubiera sopapos, siempre solían ser el principio de una buena amistad.
Los carajillos que le pagábamos al urbano se convertían en el “pero que no os pille a más de sesenta” de un hombre honrado, pese a que, sabiendo que conducíais la Vespa sin edad ni carné, él desviaba la mirada hacia a su familia ganándose las horas de calle con el salario de un ayuntamiento que a nadie nos preocupaba para qué narices servía pero que no utilizaba a los ciudadanos con la exclusiva intención de recaudar.
Dicen que nunca tiempos pasados fueron mejores y quizás tengan razón, ya no perdemos las horas en la cola del banco para solicitar un préstamo, ahora nos lo deniegan en escasos minutos por Internet. Ya no nos quedan lágrimas para llorar por todos los amigos que se fueron antes de tiempo, sólo esa nostalgia que nos acercan las viejas canciones que compartimos. Pero la niebla, esa niebla marinera que tapizaba el satinado romanticismo del paseo por el malecón, mientras caminábamos agarrados de su mano, esa  niebla ya no es más que la excusa para utilizar los bolsillos que ayer fueron el escondite de esas conchas en las que pretendíamos cincelar tantas promesas de futuro.
Ha nevado mucho desde ayer, desde cuando una palabra era ley, y ese código era suficiente para mantener el respeto que hoy sólo es un término que casi nadie sabe que continúa conservándose en el diccionario. Nos lanzábamos bolas de nieve con la única intención de cambiar una mirada por una sonrisa, bolas de nieve que hoy hemos sustituido por piedras que nunca conseguirán lapidar los errores de una sociedad blindada por  la indiferencia y el materialismo.
Y seguirá nevando sobre nuestros cabellos hasta convertirlos en blancas cimas, pero eso es sólo una cuestión de estética y la estética nunca ha podido vencer a un alma cuando en ésta hubo prendido la llama del entusiasmo. Y es ahora, cuando todavía conseguimos mantenernos en ayer gracias a esa nostalgia optimista pero todavía dispuesta, cuando a esos momentos en los que a la memoria le da por juguetear con la realidad, o cuando la propia realidad decide celebrar su particular carnaval disfrazándose de fotografías en las que la fecha del reverso parece no haber existido jamás porque ni nosotros mismos nos reconocemos, cuando tenemos que hacer el esfuerzo de no renunciar; porque al contrario de lo que afirman, sólo hay vida mientras se conserva la esperanza. No ha habido ninguna generación que no haya soñado con un mundo mejor, porque jamás existirá una sociedad perfecta capaz de entusiasmarnos a todos, y en eso radica nuestra condición humana cuya imperfección es lo más extraordinario que nos une. Y esta promoción no será preferible a la que heredamos, como la que nos continúe añorará percibiendo en nuestros defectos las virtudes que a ellos les seguirán faltando.
Quizá nevó sobre ayer, como la hará sobre mañana y esperemos que nunca pare de hacerlo sobre nuestro corazón, porque si llega ese día en que la añoranza le ceda el paso a la realidad nuestra especie se habrá convertido en una pieza de museo.

Oscar da Cunha

27 de febrero de 2015

* Foto: Marie Laforêt

domingo, 22 de febrero de 2015

ESTELAS EN LA MAR

Nunca he sido capaz de mover un vaso con la mente, ni siquiera apoyando suavemente mi dedo sobre él. Aunque, cuando los que estuvimos en aquella de esas sesiones que se realizan sobre una tabla con letras y números empezamos a mirarnos con impotencia y, decepcionados, refugiamos nuestras manos bajo la mesa. Una vez libre, el vaso comenzó a marcar letras que se convirtieron en palabras y terminaron formando frases que pocos años después, los que aún seguimos en este lado, pudimos comprobar que aquello no era un juego. Sigo recordando aquel vaso girando, pasada la media noche de la festividad de todos los santos, pero nunca conseguiré olvidar la cara de los que ya no están, de aquellos dos amigos que vieron el reflejo de su propia muerte en el cristal. Nos abandonaron prematuramente después de una larga e imprevista enfermedad.
En otra ocasión me arrastraron hasta una hechicera que por aquel entonces gozaba de buena fama, y la garantizaba cobrando sus predicciones con una exigua voluntad. Tres, fueron tres las predicciones que me hizo y que no pienso revelar, me permití no abrir la boca un instante, no haciendo preguntas y dejar que fuera de ella de quién brotase la iluminación. No se trataba de la típica nigromante de feria con su bola de cristal, pañuelo de flores en torno a la cabeza y grandes aretes colgando de sus orejas; me encontré con una anciana encorvada, de aspecto sencillo no obstante su mirada profunda, y que utilizaba una baraja de cartas más sobada que las que te prestan en una tasca de marineros. Dos de las tres revelaciones tardaron pocos meses en convertirse en realidad, y de la tercera… aún continúo intentando convencer a mi banquero, pero esos pertenecen a esa casta en la que pasado, presente y futuro los dictamina el ordenador que acostumbra a  jugar siempre en su equipo. Dos de tres me pareció un buen balance y consideré el tercero como el premio de consolación al que todos aspiramos y viene instalado de serie en nuestras pretensiones.
Sé que os estaréis preguntando porqué os cuento estas historias que, intentando proteger lo que me queda de salud mental, debería haber guardado en un cajón cuya llave hubiese desaparecido en cualquier alcantarilla de los muchos callejones oscuros que acostumbro a coleccionar. Pero a todos nos toca ir recorriendo el camino de nuestra vida, y a mí hace tiempo que me gusta peregrinar por confusos tramos en los que mi futuro no es más que una hoja en blanco cuyos párrafos intento escribir, mientras “lo que sea” se encarga de tomar esas decisiones en las que no pierde la oportunidad de demostrar la máxima de que lo que no te mata siempre te deja intensas heridas.
A todos nos ha tentado alguna vez conocer ese espacio que llamamos futuro pero que realmente nunca existe, corresponde a la naturaleza de la imaginación, de las ambiciones, los sueños y los miedos. Porque cuando lo vemos convertido en realidad ya pertenece, no a nuestro presente en el que continuamos empeñados en fantasear, sino a nuestro pasado que, aunque reciente, ya ha recorrido su pequeño tramo. Además, es un empeño inútil porque no nos enseña nada, sólo aprendemos de lo vivido y eso cuando insistimos.
¿Habéis pensado qué sería de nosotros si de antemano conociéramos nuestro porvenir? Condicionaría todos nuestros actos, destrozaría la belleza del poema de Don Antonio, y ya no habría estelas en la mar sino sendas en las que dejaríamos de hacer camino. Futuro y libertad son términos que se oponen en nuestra consciencia, que nos impiden decidir porque el compromiso con nuestro futuro es la cárcel de nuestro presente. Y no me vale el argumento de que se podrían evitar muchas desgracias porque hasta esas estarían ya sentenciadas
Pese a que algunos aseguren que nuestro destino está escrito yo lo prefiero con tinta invisible, esa tinta que no me va a impedir proseguir con mis sueños. Y continuar con mis éxitos y mis fracasos, porque ni de los primeros me envanezco ni me avergüenzo de los segundos que para eso los pago con mi sangre.

Oscar da Cunha

22 de febrero de 2015 

domingo, 8 de febrero de 2015

UNA BICICLETA ROJA

A veces hablo solo y no me avergüenza confesarlo, porque tengo la fortuna de conservar en mi interior ese misterio que me impide desprenderme del amigo imaginario de la infancia. Y hoy, que acabo de ver a un niño, como yo lo fui, sonriendo con su primera bicicleta roja, como lo fue la mía, empiezo a entenderlo. Si algo caracterizó los primeros e interminables años de mi vida fue la soledad. Solo hay una evidencia más triste para un crío que ver como su familia se descompone y es la de adivinar que ya estaba cuarteada antes de nacer. Que la semilla del desentendimiento había florecido en nuestra  casa antes que la mía en el vientre de mi madre y, como los edificios que han sido equivocadamente cimentados, terminan desmoronándose, y te encuentras obligado a sostenerte entre unos escombros que sabes imposibles de reconstruir. La infancia tiene la virtud de convencerte de que lo tuyo es lo normal, y esos primeros amigos que te hablan de las reuniones familiares y en los que percibes esa armonía diaria que no terminan de valorar se convierten en los raros, en anomalías afectivas que ni siquiera te permites envidiar, porque a ciertas edades hay envidias que no encajan en la lógica del pequeño fragmento de mundo que la exigua ventana de la vida a la que te estás asomando no te permite ver. Pero no me arrepiento, porque uno no puede arrepentirse de aquello en lo que no ha intervenido; tampoco lo lamento, porque hace mucho tiempo comprendí que lamentarse del pasado es tan inútil como intentar predecir el futuro. Pero a ciertas edades, la soledad tiene la virtud de convertirse en fantasía, movilizando una imaginación capaz de metamorfosear cualquier realidad. Nadie podrá quitarme aquellas tardes en las que, con mi espada de plástico al cinto y, montado sobre mi bicicleta roja transformada en el caballo del Capitán Trueno, descubría territorios todavía inexplorados de mi pueblo. O cuando con mi máscara negra de El llanero solitario cabalgaba entre calles, orgulloso de que ante mi presencia, los malos se refugiaran en las oscuras cantinas para eludir el castigo de ese implacable justiciero que conseguía ser el más rápido con su pistola de agua. Ya, ya sé lo que estáis pensando, que todos hemos soñado con situaciones parecidas, que todos hemos atravesado esa edad en la que, como en ese cuento de Cervantes, veíamos gigantes donde tan sólo había molinos, y escapábamos en una balsa por el Misisipi junto a Huckleberry Finn. Pero lo siento por vosotros, porque hay una gran diferencia entre jugar a soñar o sobrevivir soñando; entre matar el tiempo disfrazándose de héroe o asumir que tienes que ser un héroe para que el temporal no destruya lo que de niño queda en ti. Aun así no cambiaría mi infancia ni por la del príncipe feliz, porque no es la mejor que pude tener pero sí la mejor que tuve; y porque a diferencia de la que retrata Wilde, de mí nunca harán una estatua y no pretendo que por mis lágrimas ninguna golondrina muera al llegar el invierno. Pero esa bicicleta roja me ha ayudado a entender que el niño aún sigue vivo en mí, y lo siento por él, por ese viejo amigo imaginario que es quien está encaneciendo. Yo, seguiré adelante sin perder mi disposición para ensoñar pese a que él, en las noches más oscuras, se empeñe en intentar convencerme de que la bicicleta no era más que eso, una simple bicicleta. Porque por anómala que haya sido, ninguna historia real perdura eternamente como la tristeza que se queda atrapada entre las páginas de un cuento.

Oscar da Cunha
8 de febrero de 2015 

domingo, 1 de febrero de 2015

PERDONAD QUE HABLE DE IDIOTAS

Somos idiotas y los que todavía no han llegado no cesan en opositar a ello, y eso que a estas alturas de domingo ando relajado y voy flojillo de calificativos. Seguramente mañana por la tarde ya me salga un “somos gilipollas” o un “somos tontos del culo”. Nos pasamos la vida —y eso los que tenemos la suerte de tener trabajo— viviendo pendientes del reloj, de los caprichos de unos y otros, sean jefes, clientes, compañeros o las tres cosas juntas. Hemos creado una sociedad en la que quién no es capaz de correr no se queda tan sólo fuera de la carrera sino de la propia vida. Nosotros mismos alimentamos el ¡sálvese quién pueda! Y al que pretenda ir más despacio lo apartamos de un manotazo no sea que nos contagie. Y fijaros que he comenzado este párrafo con la palabra “somos” porque yo también me siento incluido, porque he tardado muchos años en darme cuenta de que la vida no es una carrera sino un camino que cada uno debe recorrer a su ritmo. Y si llegamos tarde al tren ¡qué más da! Nunca seremos el único y encontraremos a alguien que, como nosotros, tendrá que hacer tiempo en la parada esperando al siguiente. ¿Hablamos? ¡Para qué! Sólo somos capaces de pensar que se trata de otro imbécil y nosotros no hablamos con imbéciles, porque para nuestro retraso siempre encontramos la excusa que jamás admitiremos en el prójimo.
Desde nuestra infancia nos van contaminando con la idea de que “no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”, como si mañana nunca fuera a existir, algo así como si cada día estuviéramos ante la última hoja del calendario que, al nacer, nos hubiera sido concedido y no tuviéramos derecho a más números. Y somos —recordad que he empezado aplicándome el verbo— tan ingenuos, tan necios, tan arrogantes que nos permitimos despreciar a quien ha sido consciente, antes que nosotros, de que cada hoy no es más que un pequeño paso, a veces necesariamente hacia atrás, para aprender a soñar con el de mañana.
Ese mañana que, en ocasiones, no ha de  llegar. Un accidente, la desdicha, una enfermedad, un error… o quizá sea el destino quién se encargue de decidir que ya no quiere contar con nosotros. Y precisamente radique en ese desamparo la auténtica condición que nos convierta en humanos, vulnerables y transitorios. Porque como dijo Quevedo: “No es malo morir, sino morir mal; como no es bien el vivir, sino el vivir bien.” Y esta sociedad contribuye a desaprendernos que seguimos siendo personas, intentando convencernos de que podemos acercarnos a la divinidad; no a esa divinidad perfecta, religiosa y benevolente, sino a una divinidad mitológica de la que heredamos sus defectos, sus odios y sus venganzas. Pero nosotros no somos dioses y la fortuna nos libre de pretenderlo. Porque ellos, esos dioses, siempre tienen un mañana que cumplir y en cada hoy se les acumulan las imperfecciones que van recorriendo los pasillos del Olimpo y consiguen trasladarnos a los mortales.
Al que madruga Dios le ayuda, y no por mucho madrugar amanece más temprano. Que cada uno elija cómo prefiere recorrer este camino que nos ha sido regalado y al que incluso nos atrevemos a llamarle vida, y lo siento por Paul Éluard, pero no estoy de acuerdo con su afirmación: “No hay más que una vida y por lo tanto es perfecta.” Porque ni incluso acertando con la velocidad que necesitamos imprimir a nuestros pasos nunca llegaremos a la perfección, que quizá no exista y de manifestarse seguro que no nos corresponda a los humanos. Yo he decidido aprender a conformarme con mis desperfectos y, con suerte, acaso llegue ese día en el que deje de ser idiota, pero cada vez más despacio.

©Oscar da Cunha

1º de febrero de 2014

* Imagen: Éride. (Diosa de la discordia). Así que, después de todo, no había un único tipo de Discordia, sino que en toda la tierra había dos. Respecto a una, el hombre podría elogiarla cuando llegase a conocerla, pero la otra es censurable, y son de naturaleza completamente diferente
Pues una fomenta la guerra y batalla malvadas, siendo cruel: ningún hombre la ama; pero por fuerza, debido a la voluntad de los inmortales dioses, los hombres pagan a la severa Discordia su deuda de honor.
Pero la otra es la hermana mayor de la oscura Noche (Nix), y el hijo de Crono que se sienta en alto y mora en el éter, extendidas sus raíces en la tierra: y es mucho más amable con los hombres. Incluso logra que los perezosos trabajen duro; pues un hombre se vuelve ansioso por trabajar cuando tiene en cuenta a su vecino, un rico que se apresura por arar y plantar y poner su casa en orden, y el vecino compite con su vecino en apresurarse tras la riqueza. Esta Discordia es sana para los hombres. Y el alfarero se enfada con el alfarero, y el artesano con el artesano, y el mendigo envidia al mendigo, y el trovador al trovador…